Volver a Buenos Aires 20 años después


Ipa, emojis y gluten free

Gisela Heffes es académica de la Universidad de Rice, Houston. Su pasión es la literatura latinoamericana: es que creció en Buenos Aires y estudió Letras en Puán. Esta vez volvió de visita con su hija para presentarle esta ciudad “que se arma, como un montaje, y se desarma”. ¿Tiene traducción el hilo invisible que nos ata a un lugar? ¿Cómo explicar las costuras que definen lecturas de lo local y lo extranjero? Volver a pisar sitios insurrectos que en “Gringolandia” están en extinción pero aquí la globalización no arrasa, como las librerías.

Ninguna ciudad me inspira más que Buenos Aires. Será por sus olores. Por su olor a obra en construcción y a asado. Será por los barrios en los que la reproducción social es invariable. Como la zona del Alto Palermo, donde las chetas no cambian, siguen siendo iguales a pesar el tiempo. Las veo igualitas que ayer, pero no: son las hijas. Idénticas a las madres que ahora tienen mi edad, y tampoco cambiaron. En otros barrios también veo transformaciones: muchos carteles en inglés y sobreoferta de cerveza IPA. 

 

Me expatrié de la Argentina en el 2000. Ese año me mudé a EEUU, donde aún resido. Cada vez que regreso, las impresiones cambian. Buenos Aires es, sin duda, una ciudad globalizada. Una ciudad que se arma, como un montaje, y se desarma. Es móvil y veloz, pero a la vez es lenta y atrasada. 

 

Este último marzo, cuando la visité, tuve la impresión de que se había americanizado. No que se afrancesó ni que se italianizó (eso nos pasó a finales del siglo XIX y comienzos del XX), sino que se transformó en un calco inexacto de una ciudad norteamericana. Me llamaron la atención los hípsters de Palermo Soho con sus barbas y tatuajes, las chicas con sus calzas de yoga y pilates yendo a los centros de “Buena Onda”, y los escritores, exbloggers, con sus bigotitos al mejor estilo “Theodore” en la película Her

 

¡También Almagro se transformó! Frente a la casa de mi mamá, donde arreglaban caños de escape y amortiguadores Bilstein, Monroe y KYB, ahora abrieron un “Nail salón”. Me sorprendió que hubiera productos gluten free, así, todo en inglés y lleno de emojis. Me asombró que ahora existieran “opciones vegetarianas”. Le expliqué a mi hija: en el pasado, la sola mención implicaba un reproche: “Che, las verduritas son para la guarnición. ¡Vos no sos argentina!”. 

 

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Esta vez, a diferencia de otras, regresé con mi hija. Caminamos juntas por mi ciudad. Me interesó su mirada porque ella es gringa, hay que decirlo, y ve todo desde afuera. Ella no comparte como yo un hilo invisible con el pasado argentino. Para ella no hay traducción: tiene doce años, y no ve las costuras que aparecen en la lectura que los argentinos hacen de lo extranjero, esa lectura tamizada por el ojo local. Ella no tiene ojo local. O mejor dicho, lo local de su infancia no es mi local de la infancia. Nuestras experiencias no sólo difieren sino que son intransferibles. 

 

Ella no ve, como yo, que las canastas de mimbre que compramos allá en Walmart son las mismas que venden en los negocios chic de la avenida Santa Fe. No entiende que comer cereales aderezados con manteca de maní es una gringada porque para ella la manteca de maní es lo que se come todos los días en su menú (y como buena gringa piensa que si se come en EEUU se come en todas partes, lo que hoy no es incorrecto). Yo, que me vanagloriaba de nuestro dulce de leche –orgullo nacional– y le endilgaba en la cara a los gringos que en nuestra querida patria no consumimos esa pasta horrible, salada, que mezclan con mermelada para meterla dentro de un sándwich de miga, vi que también aquello se infiltró, como años ha lo hizo La Cajita Feliz aquí, en el universo de mi infancia y adolescencia: el universo que dejé. 

 

Mi hija reparó en cosas que yo había naturalizado. Luego de visitar el Shopping Alto Palermo con su abuela, que la llevó a ver una “movie”, me escudriñó: 

—Má, en la Argentina no hay obesos como en Tejas. 

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Volver a Buenos Aires con mi hija me obligó a recorrer rutas que había dejado de transitar. Caminamos por calles borradas de mi memoria, por lugares que había olvidado completamente. La calle Vidt. Y la calle Guise. ¡Cuánto hacía que no ponía mis pies ahí! 

 

Fuimos al cementerio de la Recoleta. Cuántos turistas. Tampoco recordaba eso, ver personas hablando en otras lenguas. Cuando me fui, si ibas a un negocio a mirar ropa, zapatos o carteras, las vendedoras te miraban desganadas: ¿Qué buscás? Pero esta vez eran amables, hasta dóciles. ¿La globalización domestica? ¿O es el capitalismo? Buenos Aires se reformateó al servicio del cliente. 

 

Hay lugares que se resisten a ser traducidos, como algunos bares de la calle Corrientes. Ahí sí mi hija notó la diferencia: Starbucks versus La Paz. Los cafés de Corrientes, de las Avenidas Córdoba o Independencia, siguen siendo un acto de disidencia, una realidad insurrecta, el verdadero fenómeno antiglobal. 

 

Las librerías siguen igual, o más lindas. Me enamoré de ellas, también, porque en Gringolandia ya están prácticamente extinguidas. Me regodeé hablando con libreros y bibliófilos, algunos egresados de Letras como yo, en Puán. Me hicieron degustar una serie larga y preciosa de libros en todos sus tamaños y formas, bellas ediciones de editoriales chiquitas e independientes. De esto también me enamoré. De volver a sentir lo que inicialmente me había otorgado el inconmensurable amor por la lectura. 

 

***

 

Me di cuenta de que me había olvidado del Teatro IFT, así como de la calle Guise y Vidt. Me había olvidado también del edificio azul descolorido ubicado frente al departamento en el que viví toda mi vida, y que miraba desde mi ventana que daba a la calle. Y del colegio de monjas de la esquina, el Santa Teresa de Jesús, al que iba mi vecina del quinto piso. Mariana se llamaba, y usaba un jumper marrón. Después caminé con mi hija hasta al colegio del que me gradué, en la calle Scalabrini Ortiz, aunque entonces se llamaba Canning. Y no nos dejaron entrar. 

 

El último domingo en Buenos Aires fuimos a la Plaza Las Heras. El estirón que dieron los árboles en estos 20 años fue otra marca del tiempo. 

 

Muchas imágenes de mi infancia regresaban como fragmentos de un rompecabezas. 

 

El IFT no representa nada para mí, excepto el IFT. Una sigla. No es la marca de mi vida, porque ni eso, ni mucho menos, significó en mi pasado. Pero es curioso que su referencia se hubiera evaporado drásticamente de mi memoria. ¿Y cuánto más sigue ahí sepultado porque no pude caminar o recorrer aquellos sitios? El negocio de mi papá, mi primer auto (pura chatarra ahora), la casa de mis abuelos. Si el IFT es una pequeña representación de lo que yace oculto, entonces hay tanto que perdí al irme.