Tras la derrota electoral de 2019 Juntos por el Cambio entró en una nueva fase. Hasta entonces, el PRO era un partido centralizado y verticalista, manejado por Macri y sus colaboradores desde el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, primero, y desde la Casa Rosada, después. Como núcleo organizador de Cambiemos (luego Juntos por el Cambio), el PRO trasladó este funcionamiento a la coalición electoral que lo llevó al poder en 2015. El radicalismo y los demás socios de Macri nunca lograron modificar este patrón.
La salida de Macri del poder modificó parcialmente las cosas. El PRO dejó de ser un partido monolítico y centralizado para dar cobijo a la competencia por la sucesión del ex presidente; el radicalismo creyó que había llegado el momento de reequilibrar las cosas y buscó más protagonismo en el discurso público y en la toma de decisiones electorales. Así llegó Juntos por el Cambio a las legislativas de 2021, en las que se impuso en la mayor parte de las provincias del país. A partir de ese momento, se encontró con un escenario cada vez más favorable para las ambiciones de sus miembros.
Juntos por el Cambio obtuvo un 40% de los votos en las presidenciales de 2019. Había consolidado un electorado propio robusto a pesar de la mala performance en el gobierno. Sin embargo, ese diciembre, con una coalición peronista amplia y unificada que llegaba al poder con apoyo de industriales, sindicatos y movimientos sociales, era difícil imaginar que, menos de tres años más tarde, el panorama le volvería a ser tan favorable. Hoy, Juntos por el Cambio tiene el contexto propicio y una coalición que se dobla pero no se rompe, pero aún no define su estrategia.
El radicalismo está empantanado en el dilema de 2015 cuando el PRO le ofreció por primera vez un ideario y candidatos competitivos a cambio de dejarse conducir. Si quiere hacer otra cosa -disputar poder real al interior de la coalición- necesita tener su programa, o al menos una variación significativa de la plataforma macrista. Si aspira a disputar la conducción de Juntos por el Cambio tiene que tener, además, candidatos competitivos que se enfrenten a los del PRO en una interna. Sin embargo, cada vez que avanza en uno u otro de esos sentidos, las zancadillas entre dirigentes los depositan en el punto de partida. Aquella idea de que para los y las radicales la principal elección es la interna parece funcionar perfecto en la actualidad. Cuando Facundo Manes saca pecho y dice algo rupturista para construir diferencial político, sus correligionarios lo llaman al orden. Martín Lousteau, la otra promesa electoral del centenario partido, hace tiempo que se plegó a la paix cambiemita.
Este internismo permanente contrasta con su socio, que debe todavía resolver la sucesión de Macri y definir un nuevo esquema de poder. El funcionamiento del PRO se ordena no tanto a partir de la interna -incluso ahora que existe- si no de la externa: el candidato más competitivo es el que termina por controlar las listas.
Así, mientras la UCR se muerde la cola en sus querellas, el PRO busca resolver sus problemas para presentar la mejor propuesta de cara a la sociedad. ¿Pero cuál es la mejor propuesta?
Del pragmatismo a la ideología
El PRO creció en base a un modelaje de su programa y de su discurso electoral. El círculo íntimo de Macri trabajó en limar sus costados más ideológicos. Marcos Peña y Durán Barba, por nombrar las figuras más visibles, fueron artífices de esta modernización del pensamiento conservador. Apoyado en su perfil genético municipalista, El PRO se asentó en una ideología del hacer y de la resolución de los problemas concretos de los ciudadanos. Pero el éxito de esta estrategia, que se plasmó en el triunfo en las presidenciales de 2015, llegó cuando comenzaban a modificarse las condiciones que la volvieron verosímil.
El PRO se ordena no tanto a partir de la interna -incluso ahora que existe- si no de la externa: el candidato más competitivo es el que termina por controlar las listas.
Hasta 2015, el PRO había evitado posicionarse claramente como una opción no peronista y hasta anti-populista. En la campaña, inclusive, Macri aceptó participar de actos con sindicalistas como Hugo Moyano y con políticos peronistas como Eduardo Duhalde. También había administrado cuidadosamente los posicionamientos económicos claros -por caso, contra la reestatización de YPF en 2012- para dar paso a un programa y un discurso anclado fuera de la economía: Macri prometió unir a los argentinos y combatir la pobreza y el narcotráfico. Sin embargo, las dificultades que encontró durante su gobierno lo fueron convenciendo de que era necesario construir un perfil ideológico más nítido y un programa económico más abiertamente pro-mercado.
Entre tanto, se consolidó la polarización política entre los dos tercios de votantes duros de las coaliciones del centro hacia la izquierda y del centro hacia la derecha, y se profundizaron las diferencias programáticas en las preferencias de los votantes de ambos grupos. Así, en medio de la crisis económica y social y de un gobierno en pleno naufragio, Macri consolidó su electorado y se recibió de líder en base a la radicalización de su antipopulismo y de un programa más abiertamente liberal, que incluía el paquete de reformas clásico de las opciones conservadoras -reforma laboral, reforma impositiva, reforma previsional- y un discurso de la libertad que luego paseó por los foros internacionales de las derechas hispanoparlantes. Al mismo tiempo, perdió las elecciones de 2019 y junto con el pergamino de ser el primer presidente no peronista en terminar su mandato desde 1983, fue el primer presidente que buscó su reelección y no la consiguió.
Mientras para Macri la derrota consolidaba su opción ideológica, para otros líderes del PRO mostraba que era necesario retomar el camino de la moderación programática y el eje en el hacer que los había llevado al poder. Si la radicalización les había permitido consolidar un electorado, también les había dificultado la gestión de gobierno y, de ese modo, les había restado votos. Estas dos posiciones compiten en el PRO actualmente y delimitan una tensión constitutiva de un partido que hizo el camino inverso de buena parte de las formaciones políticas: pasó del pragmatismo a la ideología.
La balanza no se termina de inclinar
¿Debe el PRO volver a las fuentes o continuar el sendero iniciado en 2019? Macri acaba de publicar un libro en el que señaliza la opción ideológica. Marca la cancha del grupo político que fundó pero que ya no controla. Y al mismo tiempo, al excluirse de la competencia electoral, avisa que quiere mantener el poder espiritual pero no ya el poder cotidiano de su fuerza política. En la cancha, quedan los dos principales intérpretes de la disyuntiva amarilla de nuestro tiempo: Rodríguez Larreta, que cree en la estrategia de la vuelta a la moderación, y Patricia Bullrich, convencida de que se necesita claridad ideológica y radicalizar el programa de gobierno.
En cierta medida las opciones de los dos competidores se relacionaban con sus habilidades: Bullrich había girado hacía tiempo hacia un antiperonismo exacerbado y una construcción de dureza ideológica, pero es débil en términos de experiencia de gestión, más allá de su paso por diferentes ministerios en los gobiernos de la Alianza y de Macri. Rodríguez Larreta no tiene un discurso elaborado en términos ideológicos ni descolla como orador, pero es el gran gestor del gobierno de la ciudad de Buenos Aires desde 2007, y basó su crecimiento en su capacidad de trabajo y de construcción política antes que en su ascendencia sobre los votantes. Desde 2019 controla el único gobierno subnacional en manos del PRO, que es además el bastión del partido. Con la mayor parte de los recursos partidarios y de gestión en su poder, repitió el modelo originario del crecimiento PRO: tejer alianzas desde la ciudad de Buenos Aires, por un lado, ampliar electorados a partir de una ideología del hacer, por el otro.
Larreta, cree en la vuelta a la moderación. Bullrich, está convencida de que se necesita claridad ideológica y radicalizar el programa de gobierno.
En términos programáticos, la estrategia de Larreta se plasmó en la idea del “consenso del 70%”: el próximo presidente debía llegar al poder respaldado por una coalición amplia que le permita llevar a cabo la agenda de reformas que el gobierno de Macri había dejado inconclusa. Si eso implica tener objetivos menos pretenciosos, es preferible a enfrentarse con los mismos problemas que enfrentó el fundador de su partido.
Bullrich asumió la presidencia del PRO en 2019. Transformó un cargo formal, que nadie quería, en una base para construir poder. Había adquirido alta popularidad entre el núcleo duro de votantes de Juntos por el Cambio luego de su defensa de una línea dura en materia de delito y control de las protestas sociales como ministra de Seguridad de Macri. El apoyo a policías acusados de abuso de la fuerza -como el agente Chocobar, que había disparado a un delincuente por la espalda-, la promoción de un protocolo antipiquetes que nunca se aplicó y, en especial, su posición frente a la desaparición del activista de la causa mapuche Santiago Maldonado (luego de la represión de una movilización de una toma de tierras por parte de la Gendarmería Nacional) fueron hitos de este posicionamiento. Durante 2020, aprovechó la virtualidad habilitada por el confinamiento para organizar charlas remotas con referentes y voluntarios de todo el país. Ese formato le permitió sortear la falta de territorio propio, pero también los escollos que hubiese puesto a una hiperactividad territorial su principal competidor por la nominación para 2023. En términos de discurso, Bullrich se propuso guiar al partido hacia una definición ideológica más clara.
En coincidencia con Macri, para Bullrich el diagnóstico de la situación que se abría tras la derrota de 2019 se basaba en la necesidad de consolidar la base propia reunida luego de las marchas del “Sí se puede” -que tuvieron lugar entre las PASO y las generales de ese año- para que el partido no perdiera vitalidad. Esto se lograba no con moderación, sino con una oferta programática nítida. El crecimiento de la conflictividad y la polarización política en Argentina, pero también la aparición de una oferta electoral a la derecha de Juntos por el Cambio, también favorecieron la apuesta de Bullrich por hacer del PRO un partido más definido ideológicamente. En el razonamiento de Bullrich, si hay lugar para Milei es porque el PRO no ofrece un producto atractivo para los votantes conservadores, que crecieron notablemente en los últimos años en Argentina según diferentes estudios. El tiempo de la post-pandemia no parecía ser afín a planteos moderados. El escenario político inclina la balanza en favor de Bullrich. Las lecciones del gobierno fallido, en cambio, empujarían la balanza a favor de Rodríguez Larreta. El PRO busca aún su fisonomía para los próximos años. Su Para qué, como tituló Macri a su último libro. Por el peso que el PRO tiene en Juntos por el Cambio -algo que los radicales no parecen en condiciones de desafiar-, y la ventaja que la coalición opositora cuenta hoy en el terreno nacional, el camino que tome el campamento amarillo tendrá consecuencias importantes sobre la política argentina.