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Sabemos que no todos los gobiernos son iguales: unos regulan, otros intervienen, algunos ordenan. Y también están los que dejan ser y que el mercado se autorregule –aun cuando sabemos que la no intervención es una forma de intervención-. La crisis mundial desatada por el coronavirus dejó en claro en favor de quiénes operan cada uno y cuáles son las consecuencias sociales de cada tipo de intervención. En el mundo del trabajo, ¿quiénes ganan y quiénes pierden?
Tenemos a China y su Estado de control que logró controlar la pandemia, en parte, gracias al uso del big data de los ciudadanos. Los siguió a sol y sombra e impuso sanciones a quienes no cumplían cuarentena. Montaron hospitales en tiempo récord, bloquearon a Wuhan, la ciudad de once millones de personas donde se originó el coronavirus, y ordenaron de espacios públicos, entre muchas otras medidas. En Occidente las reacciones, hasta ahora, son bien variadas. Mientras unos hacen énfasis en las pérdidas humanas, otros priorizan las pérdidas económicas: los Estados no se ponen de acuerdo en cómo atacar la crisis. Dos caras de la misma moneda donde los que más vamos a sufrir, como siempre, seremos los trabajadores.
Acá, en América Latina, el coletazo ya se está sintiendo con fuerza. Y si bien los medios no paran de hablar del tema, y las fake news y teorías conspirativas que circulan por whatsapp buscan generar una suerte de psicosis, el gobierno argentino tomó medidas acorde a la situación para atajar con prevención una realidad que, de no controlarla, podría desbarrancar como lo hizo en Italia.
La cuarentena es una realidad que se prolongará. Pero mientras el gobierno argentino amplía la medida hasta mediados de abril, existen países como Perú que obligan a sus trabajadores a tomarse vacaciones en los confines de su casa y les quita un derecho para que las empresas no pierdan dinero. Un ejemplo claro de que una misma regulación (quedarse en casa) puede beneficiar a unos y a otros según cómo se regule. Esta es la importancia de la figura del Estado, capaz de inclinar la cancha para un lado u otro.
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Lo cierto es que el teletrabajo es hoy una condición atípica que se está impulsando con fuerza. Lo que alguna vez pudo haber sido un sueño o pesadilla del trabajador, dependiendo de la infraestructura con la que cuenta y su realidad doméstica, resulta algo inevitable para aquellos que tenemos la suerte de seguir trabajando aún en esta situación extraordinaria. Para este sector una pregunta suena de fondo y se hace cada vez más intensa: ¿cuánto quedará de esto una vez terminada la crisis? Es muy probable que aquel modelo que venía creciendo a escala mundial logre consolidarse como forma de empleo. Y si bien el sector que pueda realizarlo sea minoritario, merece su atención porque marca las tendencias en el mercado de trabajo y qué esperar de los empleos de futuro, en caso de que sea utilizado para sobreexplotar a los trabajadores o tercerizar a la fuerza de trabajo.
Por lo pronto, hoy el modelo de empleo remoto se está imponiendo en todo el mundo, pero en algunos países por cuestiones culturales y de infraestructura es más difícil implementarlo. Solo el 24% de las empresas de la región utilizan esta modalidad según un estudio próximo a publicar del INTAL.
Cuando una empresa da la posibilidad de trabajar home office, ocurren varias cosas: a) el trabajador necesita forzosamente de proveerse de infraestructura de internet y tecnología para conectarse; b) las empresas necesitan desarrollar mecanismos de control para estar presentes en la casa del trabajador y monitorear que los trabajos se entreguen en tiempo y forma. Desarrollan plataformas virtuales y establecen una comunicación constante con el trabajador; c) en el largo plazo, un modelo de estas características puede derivar en tercerización a través de la figura de “emprendedor”, figura que busca una empresa para ahorrarse costos en cargas sociales y sueldos fijos.
Decíamos que ahora este modelo tenía fuertes resistencias para instalarse en la región. Pero el coronavirus nos cambia la cancha.
Encerrarse en nuestros hogares nos obliga a hacer teletrabajo y estudiar en línea todo lo que se pueda. Si no podemos salir a la vida pública, la vida pública viene a casa: lxs niñxs pasarán horas haciendo tareas en sus habitaciones y lxs adultxs hiperconectadxs (más de los que ya estamos) continuaremos las relaciones sociales y laborales a través de chats y plataformas virtuales. Por eso es necesario que el Estado, una vez más, marque la cancha para establecer nuevas reglas. En favor de los trabajadores.
El trabajo remoto necesita internet. Y si hay algo que sabemos de internet es que allí queda todo registrado: tiempos de conexión y trabajo, demoras en la entrega de información, páginas visitadas que se consideran como no laborales. Si ya era necesaria una agenda de protección de datos de los trabajadores, esta realidad la hace más relevante. ¿Qué información pueden y no pueden tener las empresas? ¿Cómo pueden utilizarla y con qué fines? Si bien la mayoría de las empresas locales no realizan este tipo de vigilancia, la modalidad viene creciendo a nivel global y no tardará de instalarse en la región. A menos que se regule a tiempo, el coronavirus y el empleo remoto forzado la van a intensificar aún más. Por eso, informar a los trabajadores sobre los datos que monitorean las empresas y tener su consentimiento explícito debería ser un piso mínimo de debate. En Alemania este derecho está siendo negociado en los convenios colectivos de trabajo, mientras que en otros países como Francia fue un decisión del Tribunal Supremo que dictaminó la necesidad de consagrarlo.
También se deben tomar medidas respecto de la infraestructura que precisan los trabajadores. Las empresas deben garantizar la conectividad y la tecnología adecuada. Los países europeos, precursores en numerosas oportunidades en materia de derechos laborales, no tienen jurisprudencia en esta problemática debido al alto nivel de vida que tiene su población. Pero en América Latina en general, y en Argentina en particular, el escenario es casi opuesto y la responsabilidad y el costo no puede caer sobre el bolsillo del trabajador. Cortes de energía cotidianos con altas facturas de luz, conectividad a internet de mala calidad y en algunos casos monopolizada por empresas prestadoras de servicios, y computadoras atrasadas en tecnología o celulares sin capacidad de procesamiento (y cuando no, la pantalla rota) forman parte de una realidad que debe encontrar su propio camino a ser resuelto.
Aunque tal vez lo más problemático del empleo remoto es que fusiona la vida privada y la laboral casi en un 100%. Recibimos mensajes todo el día de forma constante pero no podemos “clavar un visto” a nuestros empleadores porque, aun en casa, estamos trabajando. Madres y padres deben educar niños, acompañarlos con sus deberes, cocinar, limpiar, resolver el aprovisionamiento de alimentos y otros productos sin salir al exterior... y trabajar. Todo junto. Todo a la vez.
En las publicidades que muestran gente respondiendo a sus jefes desde la casa vemos ventanales blancos, tazas de café humeante y papeles acomodados sobre una mesa limpia. Lejos, muy lejos del cotidiano de miles de trabajadores que han logrado tener un empleo remoto en una suerte de conciliación del trabajo remunerado y no remunerado en el sostenimiento y cuidado de la vida. Cuentas a pagar, timbres que suenan, clientes o jefes impacientes, horarios de los niños y una taza de café que se enfrió esperando a ser bebida. Esta es paisaje habitual de quienes montan un negocio por web, venden productos a distancia o lograron hacer home office desde sus hogares en arreglo con la empresa.
El derecho a desconexión laboral (que es bien distinto a la jornada de 8 horas ya consagrada en nuestro sistema jurídico) es una deuda pendiente con la sociedad. Quienes trabajan en sus casas son contactados en cualquier momento: sus empleadores les informan novedades, les consultan decisiones, les asignan tareas y hasta reciben llamados de atención por mecanismos de chat. Reciben mails y mensajes casi a cualquier hora: para ellos no existen fines de semana ni feriados. Y aunque podamos demorar la respuesta, nuestro cerebro queda conectado 24 horas al día y siete días a la semana. En efecto, el derecho a desconexión laboral tiene que ver con la salud mental del trabajador que se queda pensando por largas horas y acumula en la psiquis tareas pendientes por resolver.
Nuestro trabajo nos contacta todo el tiempo en nuestro celular. A veces, el abuso es tal que nos enteramos de cambios de turno de un momento a otro, sin que podamos planificar la jornada y llevar una vida normal. Como sucede en el sector de supermercados, donde es muy común enterarse de modificaciones imprevistas a través del chat. En estos y tantos otros casos, la hiperconectividad ha transformado al trabajador en un recurso disponible casi 24 horas al día cuando el negocio, o algún jefe desconsiderado, lo requiere. El abuso de la conectividad no es otra cosa que una explotación del tiempo libre del trabajador.
Frente a estos atropellos, en algunos países surgieron experiencias que han logrado compensaciones por mensajes recibidos fuera de horario de trabajo. Establecieron regímenes para fijar la cantidad de veces que los empleadores se pueden contactar y los motivos por los cuales pueden hacerlo, en una suerte de ordenamiento que delimita la responsabilidad, la productividad y el límite de lo humanamente posible. Con esta normativa, los jefes piensan dos veces si están dispuestos a pagar por enviar mensajes fuera de horario. Este es el caso de algunos convenios en Alemania.
La cuarentena nos dispuso a quienes podemos a trabajar desde nuestras casas a fin de no seguir esparciendo el virus y cuidar, sobre todo, a nuestros más vulnerables. Esta realidad implica nuevos desafíos donde se hace necesario, una vez más, que el Estado marque los límites para que el aislamiento no repercuta en la salud mental de los trabajadores. ¿En qué horarios podrán contactarme? ¿Qué contemplaciones habrá para quienes concilian esta nueva modalidad con los cuidados familiares? ¿Se van a considerar los fines de semana como días no laborables? ¿O nos van a contactar casi constantemente porque “total estás en tu casa y te estoy pagando”?
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El coronavirus dejará muchos coletazos: el debate en torno a la presencia del Estado, la importancia de un sistema de salud eficiente, las teorías conspirativas, la división de tareas en el hogar. Y el empleo remoto como modelo de negocios.
Si hay algo que la historia nos enseña, es que el capitalismo utiliza cualquier situación extraordinaria para aumentar sus ganancias e impulsar nuevos modelos de explotación laboral. La revolución industrial sirvió para sobre explotar trabajadores en las fábricas. La guerra, para hacer negocios a costa de la vida humana. La tecnología en estos últimos años quiso ser usada para lograr un modelo precarizador a través de las plataformas. No permitamos que el coronavirus sea una de ellas. Un Estado presente que regule la nueva agenda de derechos laborales 4.0 marcaría los límites entre lo privado y lo público, aun dentro de los confines de un hogar.