Fecha de publicación: 7 de marzo de 2019
La ola feminista es el fenómeno de mayor vitalidad política de la Argentina. Su irrupción no sólo renovó las formas de organización, movilización y acción sino también inauguró modos de hablar y pensar, y hasta propuso un lenguaje, inclusivo o no sexista, cuya pregunta atraviesa a personas, colectivos e instituciones del Estado. El feminismo trajo además desafiantes consignas (como el llamado a la deconstrucción, que se extiende cada día más, aunque todavía en los márgenes de ciertos territorios, generaciones y clases sociales) y obligó a la dirigencia política a tomar nota de sus demandas y a posicionarse públicamente sobre ellas.
Este protagonismo hace suponer a ciertos espacios de militancia que estamos frente a un nuevo modelo de lucha. En asambleas o en discusiones en redes sociales es común escuchar que el feminismo es capaz de dotarnos de las herramientas necesarias para afrontar los desafíos de una época marcada por la crisis económica, la incertidumbre social y el conservadurismo cultural y político. Sin dejar de celebrar la potencia feminista, quisiera exponer aquí una lectura que acentúe tanto lo contrahegemónico como lo contemporáneo y considere los riesgos que acompañan a todo movimiento revolucionario: que en la búsqueda por cambiar el mundo, refuerce con sus acciones otras desigualdades. Porque no hay luchas inherentemente emancipadoras y porque nunca nada está ganado de antemano.
Nosotras podemos
Descubrir la desigualdad de género es una experiencia intensa. En muchos casos, inclusive, es vivida como un despertar personal. En tu historia, en tu casa, en tu trabajo, en tu barrio, allí donde miremos, de pronto, encontramos relaciones de género, es decir, de poder y desigualdad. Pero más impresionante aún que la experiencia individual es el descubrimiento de la experiencia colectiva, el asumir que se trata de un elemento presente en la vida de todes. El feminismo es por eso una lección sociológica. A través de él, muchas personas entienden qué es un hecho social, esas maneras de obrar, sentir y vivir que nos vienen de afuera, tal como los definía Émile Durkheim. Y detrás de cualquier lección sociológica, siempre hay una lección política: si las cosas son así por una construcción, eso significa que se pueden construir de otro modo.
Desde los sesenta, la crítica de la segunda ola feminista apela a la idea de empoderamiento para hacer referencia a ese proceso de cambio, a ese ejercicio de introspección que lleva a las mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries a pensar qué quieren de sí, qué quieren hacer con sus deseos y sus cuerpos, pero también qué esperan de las relaciones que les rodean y de sus sociedades. Empoderarse es, así, un gesto disidente, imaginar otro destino personal y colectivo.
Pero la palabra empoderamiento tiene significados y usos que exceden a la definición feminista. Gobiernos, partidos, think tanks y movimientos sociales, de izquierda y derecha indistintamente, recurren hace años a la idea de empowerment (su versión original) con distintos objetivos. En Argentina, por ejemplo, fue Cristina Fernández la que lo trajo a escena antes que el feminismo. El 9 de diciembre de 2015, en su último discurso como presidenta, Cristina llamó a cada militante a convertirse en dirigente de su destino y constructor/a de su vida y dijo: “Esto es lo más grande que le he dado al pueblo, el empoderamiento popular, ciudadano, de las libertades, de los derechos”.
El término también tiene vida por fuera del campo político. Desde los noventa, prospera su uso en áreas vinculadas al trabajo social y entre organismos internacionales, el oenegismo y el mundo del voluntariado. Cada año se destinan miles de dólares a proyectos que se proponen empoderar a indígenas, afrodescendientes, mujeres. Se trata de expresiones propias de lo que algunos llaman un neoliberalismo progresista y que lejos está de apuntar a la emancipación real de ninguno de esos sectores.
Empoderamiento también es una palabra usada en el ámbito empresarial y en el coaching. En el primer caso está ligado a la búsqueda de las empresas para que las/os trabajadores puedan alinear sus objetivos personales con los intereses comerciales de la compañía y se asuman co-responsables o co-creadores. Buscan así que las/los trabajadores internalicen como propias las demandas patronales y se ponga en marcha un mecanismo de autoexplotación. En el mundo del coaching, en cambio, empoderamiento se liga a la idea de poder personal: valorarse a sí misma/o, alejarse de todo lo tóxico, no responder a lo que se espera de una/o, hacerse cargo de su destino, tomar elecciones autoconscientes.
Como vemos, los usos son muy diversos y no todos convocan al entusiasmo. Pero lo que estos diferentes ejemplos comparten es el cruce entre poder e individualidad. No es que no pueda tratarse de un proceso compartido colectivamente, pero el término describe una experiencia que es, ante todo, autoafirmativa. Una experiencia de aprendizaje y de acceso al poder, sin que medie un cuestionamiento a la idea de poder en sí misma. Esos diversos usos nos ponen también frente a una primera advertencia: ¿de qué modos, inesperados y subterráneos, ciertas aspiraciones del feminismo pueden estar cruzándose con otros mandatos de nuestro tiempo?
Sabemos que el neoliberalismo es una forma de organización del capital, pero también una cultura y una construcción de subjetividades. Nuestra sociedad proyecta sobre nosotres la imagen de personas que buscan sentirse cada vez más libres, o mejor dicho, más liberada/os; que viven las relaciones con las/os otras/os como trabas u obstáculos para su desarrollo personal; individuos narcisistas que funcionan como empresarias/os de sí mismas/os y están convencidas/os que deben poner su deseo por delante, y prescindir todo lo que puedan del dolor, el esfuerzo y el sufrimiento, propio y ajeno. ¿Somos conscientes las feministas de que nuestro llamado al empoderamiento puede confundirse con el llamado de la sociedad hacia el imperio del yo? ¿Se pone en juego a través de esa idea una reflexión sobre el modo en el que pretendemos cuestionar y disputar, pero también construir poder?
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Y no es solo a través de ese término que el ensamble con el neoliberalismo se pone de manifiesto. Varios estudios recientes muestran, por ejemplo, que sobre todo para las generaciones más jóvenes (la de la revolución de las hijas) ser auténtico es un valor pilar, así como lo son la flexibilidad y la pluralidad. Y señalan que la autenticidad se vincula a la búsqueda de aquello que nos hace distintes. La cultura de la diferencia también atraviesa a la ola feminista, tal como se expresa en el avance de las perspectivas particularistas, de las demandas de reconocimiento y de los derechos específicos. Aunque esta cultura supone, por un lado, un valor, implica, por otro, un enorme desafío para los movimientos populares: ¿Cómo conservamos la construcción de lo común si nuestras subjetividades se sostienen sobre la necesidad de producir diferencias? ¿Cómo recuperar lo diverso y defender la igualdad?
Claramente el riesgo es menor en los espacios de militancia, en donde la energía feminista está puesta al servicio de la construcción colectiva de redes, apoyos y solidaridades. Pero una cosa es el feminismo en tanto movimiento político y otro es el movimiento social que la crítica feminista despierta. Entre ambos, existe una responsabilidad que no es sencilla de administrar, como puso en evidencia, por ejemplo, la aparición de los escraches.
Ese mecanismo situó al movimiento ante una encrucijada difícil de resolver. Si bien se trataba de la estrategia que las más jóvenes habían encontrado para establecer un límite, para decir “no es no”, éstos ponían de manifiesto una lógica punitivista. No solo porque la única solución que proponían es el de la exclusión o la expulsión de los acusados, sino sobre todo porque éstos operan bajo la lógica de la inmediatez. A través de ellos se trasluce, por eso, otro de los males de nuestro tiempo: la intolerancia a la espera. Se necesita juzgar rápido y con la información disponible. De lo contrario, se es cómplice. El deseo de justicia express y autogestiva es, sin embargo, uno de los mayores peligros que acecha la democracia hoy en día, tal como se puede ver con los gobiernos autoritarios de la región.
Ante el avance de los escraches, algunas feministas pusieron el acento en la (falta de) responsabilidad de las/os adultas/os y las instituciones; otras advirtieron que éstos constituyen sólo el primer paso de un proceso de transformación de las relaciones entre los géneros, más largo y profundo. Rita Segato fue más lejos en la crítica a estas prácticas, a las que caracterizó de linchamientos. “Que la mujer del futuro, no sea el hombre que estamos dejando atrás”, dijo, citando a un policía nicaragüense. Discutía con esa idea tan presente en el sentido común que dice que las feministas queremos dar vuelta la tortilla y mierda, mierda. Las declaraciones desataron una tormenta hacia dentro del movimiento. La acusaron, entre otras cosas, de representar un feminismo cómodo a los machos.
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No se trata solo de entender el porqué, dijo Segato, necesitamos dejar de subestimar los errores que cometemos en nombre de la búsqueda de igualdad. Las injusticias que cometemos en nuestra marcha hacia delante. Porque todas las revoluciones cometen injusticias. El problema no es ése sino qué vamos a hacer con ellas. ¿Qué vamos a hacer nosotras, compañeras, con las injusticias propias?
Nos mueve el deseo
La preocupación por ciertos rumbos del feminismo hoy adquiere aún más sentido si reconstruimos parte de nuestra historia reciente y revisamos lo que Nancy Fraser advirtió hace un tiempo: la coincidencia entre el ascenso del neoliberalismo y la segunda ola feminista. O peor, el modo en el que el ascenso del neoliberalismo modificó drásticamente el terreno en el que operaba el feminismo de la segunda ola, al punto de modificar sus ideales. Fraser se refiere al movimiento insurreccional de fines de los sesenta y principio de los setenta, un momento marcado por la voluntad de acción, y en el que coincidieron un conjunto variado de acontecimientos y procesos: el mayo francés, la primavera de Praga, los movimientos por la igualdad racial, el obrerismo italiano, los movimientos estudiantiles de Brasil, Uruguay, Estados Unidos, Alemania, Japón, solo por citar algunos ejemplos.
Ese movimiento suponía que la realidad en la que se vivía (una realidad vista como deshumanizada, represiva y autoritaria) necesitaba de una purificación revolucionaria, pero que esa revolución no iba a nacer de los clásicos programas de izquierda. Al contrario, “la nueva izquierda” dio por tierra a la hipótesis de transformación social a través de la toma del poder, así como desechó la idea de un sujeto revolucionario preexistente y modelado: un obrero de fábrica, asalariado, urbano, masculino y adulto, que apenas representaba a las/os oprimidas/os del mundo, tal como nos resulta tan evidente hoy. Les rebeldes cuestionaron el economicismo, el estatismo y la vida burocratizada de la sociedad de consumo y en contraposición dieron lugar a formas híbridas entre lo cultural y lo político, así como abrieron campo a una forma de liberación que era, en muchos casos, personal, social y colectiva a la vez.
Años más tarde, sin embargo, esa “nueva izquierda” y sus alcances fueron reinterpretados a la luz de lo sucedido con la reestructuración del capitalismo y el nuevo ordenamiento global. Muchos se preguntaron, entonces, si habían constituido verdaderas rupturas o si fueron, por el contrario, el punto de partida que el sistema necesitaba para su nueva fase de expansión. Es cierto que esa pregunta fue formulada, sobre todo y con cierto cinismo, por intelectuales que disfrutaban al ver los efectos no deseados de esas rebeliones populares. Y también es cierto que si bien se trató de una tendencia global, aquellos movimientos mantenían enormes diferencias entre sí, y que en América latina, la militancia juvenil se inclinó ante todo a la lucha insurreccional. Pero a pesar de esto, la pregunta sigue siendo inquietante: ¿en qué medida poner al deseo en el centro de la acción política, como hicieron esos movimientos, no conduce hacia el debilitamiento de la vieja demanda igualitarista?
En la actualidad, es común escuchar que la revolución de las mujeres es la revolución del deseo, porque ese elemento es el núcleo de la autonomía femenina. Y en sentido contrario, que la represalia del poder patriarcal es hacia el deseo de las mujeres, porque eso es lo que jode. Se habla, incluso, de un derecho al deseo. El deseo es otro concepto con diversas acepciones, en filosofía y sobre todo en psicoanálisis, y cuya indagación excede por mucho las posibilidades de este artículo. Pero recuperando esta historia, al menos podemos advertir que una agenda marcada por el deseo tiende a ser más del orden de las transformaciones culturales. Y las revoluciones culturales muchas veces tienen efectos más duraderos a largo plazo, pero también tienen sus límites. En principio, se dice de una revolución que es cultural cuando no toca la estructura de la desigualdad social.
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Se podría decir que, en el feminismo actual, el deseo nos mueve tanto como la igualdad, y sería cierto. Porque uno de los elementos más ricos del feminismo argentino es su heterogeneidad. Se trata de un espacio en el que conviven distintas posiciones ideológicas, con un alto grado de tensión interna, aunque sin llegar nunca a la ruptura. Hay feminismos liberales, populares, de izquierda, como corrientes anarquistas o autonomistas. Existen posiciones institucionalistas, que aspiran a un feminismo hecho ley, como un feminismo de la igualdad, heredero de la Ilustración y vinculado a la reivindicación de derechos, y un feminismo de la diferencia, con posturas más deconstructivistas.
Pero también es cierto que el feminismo se constituyó desde sus orígenes como un movimiento ilustrado. Fueron mujeres blancas, de clase media profesional, muchas de ellas académicas, quienes encabezaron la crítica de las sociedades patriarcales en los países del llamado primer mundo, como más tarde denunció el feminismo anticolonial. Y si bien muchos de los logros que dio, empezando por el sufragio universal, significaron avances para el conjunto de las mujeres, su discurso históricamente interpeló con mucha mayor intensidad a las clases medias, y en el caso de la Argentina, a las clases medias de los principales centros urbanos. La masificación del movimiento, su capacidad de movilización en las calles, la aparición de nuevos colectivos y la presencia del discurso feminista en lugares a los que antes no accedía, como son los medios de comunicación, son logros inmensos a festejar. Pero la marca de clase es una amenaza siempre latente para nosotres.
Alguien podría replicar, entonces, que en Argentina el feminismo ilustrado entró en crisis con la crisis de 2001. Por esos años, las mujeres que se encargaban de las ollas populares en los barrios, en los piquetes, que sostenían merenderos y centros comunitarios, hicieron su aparición en los Encuentros Nacionales y así cambiaron su naturaleza. Desde ese tiempo, además, florecieron por todo el país organizaciones feministas con un enorme trabajo territorial. Son esas organizaciones las que hoy, por ejemplo, acompañan la realización de abortos legales (porque el aborto legal ya existe hace un siglo en nuestro país) o las que trabajan en las cárceles asegurando el derecho de las presas a educarse y capacitarse. Pero más allá de ese feminismo popular que también llevan adelante diversas instituciones del Estado, entre ellas, las Universidades públicas, hay lugares a los que todavía el feminismo no llegó.
La cara de la ola verde sigue siendo una joven blanca de clase media porteña, probablemente incluso, una estudiante del Colegio Nacional de Buenos Aires. Y esto no es un problema solo de pertenencia, sino también de sentidos. Para ser popular y federal, ¿acaso no necesita el feminismo recuperar los valores, deseos y experiencias de esas personas a quienes desea interpelar? ¿No tendríamos que construir una narrativa de futuro que sea compatible con las elecciones de vida de esas personas?
Se va a caer
Hasta hace muy poco tiempo, el aprendizaje político del feminismo vinculado a su heterogeneidad interna no se traducía en la capacidad para tejer vínculos con otros movimientos sociales, sindicales o políticos. La primera razón de esa dificultad era el estigma que existía sobre él. Porque también hasta hace muy poco tiempo ser feminista era mala palabra. Sobre esa definición recaían un conjunto de estereotipos arcaicos, e incluso entre las organizaciones del campo popular, éste seguía siendo lo contrario del machismo.
La aceptación de sus premisas por un conjunto cada vez mayor de mujeres hizo, sin embargo, que muchos colectivos debieran rever esa mirada. La ola verde puso entonces en crisis los viejos pactos de exclusión, denunció abusos tapados por años, hizo crujir tanto a las estructuras partidarias y sindicales, como a ese tejido de organizaciones que caracterizan a la Argentina plebeya. Para revertir esa desigualdad histórica, lógicamente, el feminismo avanzó a los codazos.
No es del todo absurdo, sin embargo, preguntarse por la utilidad política de ese estilo confrontativo en esta nueva etapa. Porque, paradójicamente, hacer de la desigualdad de género un elemento transversal implica asumir que no siempre el género será la variable prioritaria a la hora de entender lo que nos pasa como sociedad o como individuos. Dicho de otro modo, que la desigualdad de género se exprese en todos lados no significa que todo pueda ser explicado sólo por ella. Se trata de dos procedimientos lógicos distintos.
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En todos los escenarios de la vida en común se ponen en juego cuestiones de género, pero esas cuestiones están interactuando con elementos de distinta naturaleza: desigualdades sociales, étnicas, intereses económicos, relaciones afectivas, estrategias políticas. Plantear el problema en términos de competencia entre clase y género (como si el feminismo fuera un peligro para la lucha por la igualdad social) es tan absurdo como adjudicarle al género una capacidad explicativa total. De lo contrario, convertiríamos al feminismo en otra forma de pensamiento único, o en un tipo de reflexión que desprecie los pliegues, los matices, las contradicciones. Sería raro que nosotres, quienes más peleamos por romper binarismos y oposiciones, nos acodemos en fórmulas cerradas. Sería como renunciar al carácter intrínsecamente incómodo del feminismo; incómodo para todes, para los demás y para nosotras mismas.
El feminismo no es solo una denuncia. Una crítica social no es una denuncia. La gramática denuncista pertenece a los Lanatas del mundo y es sostenida desde banquillos a los que las feministas, creo, podríamos evitar subirnos. Una crítica social supone además de un cuestionamiento a lo existente, una visión sobre el futuro, una utopía colectiva. Sería bueno que, que todes les que formamos parte de la sociedad y sufrimos de distinto modo al mandato patriarcal, podamos darnos debates intensos alrededor de los nuevos vínculos que esperamos construir. Y que el feminismo encabece, aliente ese debate, tomando los riesgos de cualquier acción política en democracia, es decir, sabiendo que no necesariamente el otro / la otra pensará lo mismo.
Por supuesto no quiero decir con esto que no sea necesario denunciar y combatir las opresiones, los abusos, las explotaciones a las que somos sometidas a diario las mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries. Entre otras cosas porque nuestro país mantiene rasgos demasiado arcaicos, tal como se evidencia en el incumplimiento de los abortos no punibles o el avance de los femicidios. Justamente es en resguardo de aquello que se necesita denunciar sin dobleces, que precisamos construir distintas estrategias. Porque nuestra lucha es contra todas las manifestaciones de la violencia de género, pero muy especialmente contra aquellas expresiones más crueles, las que sufren les más vulnerables. Debemos asegurarnos que el avance de la ola feminista represente para elles una protección y un resguardo.
¿Tiene sentido que nos despierte la misma indignación un abuso que una publicidad; el accionar de una red de trata (tema que, curiosamente, hoy tiene muy poca presencia pública) que el titular de un diario? ¿Por qué no construir diferentes tonalidades y énfasis? No hay nada malo en facilitarle el camino a aquellas/os que pudiendo ser feministas hoy no lo son; no bajamos por eso ninguna bandera. Y suturar o cerrar discusiones es ganancia de corto plazo. Hagamos política que es siempre más duradero. Luchar, combatir y denunciar, pero también escuchar, convencer y persuadir, que no es ni más ni menos que construir hegemonía para ser mayoritarias.