UNO
Mauricio Kartun lleva como dos horas, sentado a la mesa de un bar sobrecargado de banderines, en el barrio del Abasto. Piensa cada una de sus respuestas. Bien podría decir, a lo Padeletti, que está mirando pasar sus años como ramas hacia el humo. Es mediados del año 2003. Kartun tiene casi treinta años de oficio teatral y, definitivamente, este año se puso la cinta de capitán.
Hasta ahora el oficio de la dramaturgia, la escritura para otros, era una linterna en un pasillo oscuro, pero también un ancla que lo tenía sujetado.
El transitado refugio de lo cómodo.
Esta tarde, tras una caminata por Parque Centenario, elige una mesa, frente al ventanal mayor, que da a la calle Guardia Vieja. En El Banderín, este porteño nacido en el Partido de San Martín, parece estar a gusto pensando en voz alta. Sin red. Y entonces dirá que sí, que su vida dio un viraje definitivo cuando se encargó no sólo de escribir, sino también, de seleccionar los actores, armar la producción y dirigir “La Madonnita”.
Tenía 57 años. Dos hijos adolescentes.
—¿Fue un desafío grande?
— Los puntos de inflexión solamente se pueden ver después, con los años, cuando se percibe el efecto de la curva. Pero sí, fue el gran desafío de mi vida profesional. Un giro total.
Desanuda un ovillo, repasa y dice que no daba más de escribir una obra, cada dos o tres años, y salir a buscar a directores.
O peor aún, escribiendo a veces, con la intención de convencer al director en quien pensaba mientras escribía la obra.
—Había algo —dice— que contenía un mecanismo perverso. El primer impulso era qué quiero decir en este texto, pero en mí escritura aparecía, muy pronto, otra frase: qué puede querer un director prestigioso para dirigir mi obra y montarla.
Mira hacia al frente. A los ojos. Un lunar bajo el derecho. La mirada tranquila. Con el cuerpo tirado levemente hacia atrás: pispea.
Ve cómo, en el otro, impacta lo que va diciendo.
Este porteño que llegó al centro de grande, que a esta altura de su vida dice casi siempre lo que piensa, busca ir al fondo de sí mismo.
— La verdad de la milanesa es que terminaba escribiendo con una connotación evidentemente histérica para seducir al director: torcido por la estética, el gusto y la ideología de los directores que imaginaba mientras escribía la obra.
—¿Influía el resultado, la puesta en escena?
— Nunca era lo que había imaginado cuando escribía.
Mauricio Kartun sonríe y dice que él tiene sus berrinches como cualquiera. Sucedían muchas tensiones con los directores que llevaban adelante sus textos.
— Empecé a descubrir que sistemáticamente, puesta tras puesta, en algún momento del trabajo, con el director nos peleábamos. Me pasó con todos: tarde o temprano, se discutía, sucedía un chisporroteo virulento, en el mejor de los casos. Y luego venía la sensatez de ceder: la obra, se sabe, es siempre del director.
Entonces apareció La Madonnita.
Un año trabajaron en el proyecto, sin ver un peso, Verónica Piaggio, Roberto Castro, Manuel Vicente y Mauricio Kartun: el erotismo sórdido en una casa de fotografías en la llanura, un delirio de dos hombres que intentan apresar, en un objeto precario, una foto en blanco y negro, el cuerpo del deseo.
Kartun, en el programa de mano de aquel espectáculo, asociaba el planteo existencial de la obra con sus propias ganas de hacerse cargo, de punta a punta, de una buena vez, de una puesta en escena.
Con una broma, una asociación guaranga, se divertía.
“El texto teatral es la pornografía del teatro. Su quimera de encerrar en un objeto provocativo, obsceno e indeleble –la obra– aquella carne viva de la representación.
Tal vez por eso este intento –tardío– de un autor teatral de consumar al fin. De alcanzar por vía de la dirección un auténtico acceso carnal a su propia escritura.
De montarla.
De ponerla.
De debutar ni más ni menos”.
DOS
En estos tiempos, Mauricio Kartun se dispone a la charla y se deja ir. No le molesta que lo graben, confía en lo que harán después con su testimonio. Hace algunos años, cuando los reportajes no eran tantos, mantenía cierto control: prefería que le enviaran las preguntas por mail y las respondía con tiempo a favor.
Hoy sería imposible.
Entre febrero y marzo, con la nueva temporada de Terrenal, la obra que escribió y dirige en el Teatro del Pueblo, respondió no menos de quince entrevistas.
Hace unos años, Mauricio Kartun escribió sobre sus orígenes:
“La vieja, que se llamaba Charo Huerres, se vino de Asturias sola, a los dieciséis años, a cumplir con un casamiento arreglado entre familias. Tuvo a su primer hijo, mi querido hermano Cachi. A los veinte enviudó y quedó sola con su bebé en la ciudad. Trabajó de todo un poco: camisera, peluquera a domicilio.
En una casa de pensión dónde alquilaba un cuarto conoció a mi padre: llegado del campo, menor que ella, soltero y de rígida familia judía. El casamiento fue un terremoto. Al principio sólo una querida rama bolche de la familia la aceptaba. Y mi abuela, gaucha judía, que desde las colonias de Santa Fe le dio la bendición, si tal cosa existe entre nosotros, los rusos.
Poco tiempo después “la cole” la adoptó y terminó siendo una de esas parientas queridas, siempre dispuesta a ayudar. Maga de la fusión: inventora del borsch con cantimpalo.
Debe ser de ahí que me viene el amor por la mezcolanza estética”.
TRES
También debe haber influido en su mirada del mundo, en esa mescolanza estética, el sello del origen. Puestero de frutas en su adolescencia, Mauricio Kartun trabajaba en el viejo Mercado de Abasto.
—El puesto de frutas de mi viejo estaba en el Mercado de Abasto de San Martín, en Avenida San Martín y Pedriel. Todavía está, por cierto. Aunque en cualquier mercado uno jugaba de local y teníamos contacto directo, casi semanalmente, con los puesteros del Abasto.
Ese clima del mercado le ha dado a Mauricio Kartun un tono de reo leído que no fue borrado por tantos años de trajín intelectual, formación de dramaturgos, semiótica del teatro y más de treinta obras escritas: las últimas cinco dirigidas por él mismo.
—En el mercado había una clásica de la cuenta. Una vez que te guardaban las verduras en una bolsa, te decían muy rápido: Tres paquetes de lechuga, dos bolsas de papa, un cajón de manzana, dos de sepasa…. Y si el comprador preguntaba “¿Qué es sepasa?”, el vendedor le decía “Sepasa pasa, pero sinopasa no lo incluimos en la cuenta”.
CUATRO
Cuando en el año 2005, Kartun realizó el casting para El niño argentino, la segunda obra escrita y dirigida después de La Madonnita, Luciana Dulitzky fue una de las primeras en presentarse. Como lo solicitaba la prueba, se había aprendido el texto de memoria.
“Sentí que me había ido bien, que mi personaje le había caído bien. Y eso que no era fácil: una vaca puta, que hablaba abarrocada y en verso, arrojada a un rincón de un bodega de un barco de principios de siglo”, dice por teléfono la actriz y directora.
Luciana cuenta que le llegaban buenas noticias, que Kartun seguía probando actrices y que en la lista su nombre seguía arriba de todo.
Sin embargo, al final, su nombre quedó cerca del principio, pero no arriba de todo.
“Podría haber sido muy frustrante para mí, pero no”, recuerda.
Y hace silencio.
“¿Sabés por qué? Porque Mauricio Kartun por teléfono me llamó. Y me dijo que la decisión le costó. Y eso no lo hace nadie en el mundo del teatro. Mauricio Kartun me había llamado. Me había llamado para darme explicaciones a mí, que recién salía del horno…”.
CINCO
A media mañana, en su departamento de Villa Crespo, a una cuadra de la Avenida Corrientes, el dramaturgo y director teatral del momento me recibe. Recién llega de su otra vivienda más o menos habitual, una casa preciosa, en Cariló, de frente a un monte por donde se filtra la ventisca marina.
—Cuidado. Esquivá esto, que todavía quedó acá… –pide Kartun.
A mitad de camino del living de su vivienda porteña, persiste un objeto disonante que rompe el espacio escénico. La valija abierta, una especie de biblioteca ambulante repleta hasta el borde de libros con veinte libros, o más, que fueron y volvieron de la estadía que el director teatral y dramaturgo pasó en la costa, olvidado de casi todo.
—El ejemplo de que estoy recién llegado.
Hay que sortearla, como sugiere Kartun para buscar, más allá, los sillones donde sentarse, la mesa ratona con la biblioteca al fondo, y los ventanales detrás, con la luz naranja del otoño de Buenos Aires que avanza desde el balcón casi terraza.
En lo más alto de la valija: el último libro de Selva Almada, sus cuentos intensos recopilados en “El desapego es una manera de querernos”, y la serie de ensayos sobre la fiaca, una defensa metafísica del ocio, con textos de Macedonio y Peter Handke entre otros, titulado “Con el sudor de tu frente” y reunidos por Osvaldo Baigorria, un libro tremendamente bueno.
Puede ser que vuelva sobre Sófocles o John William Cooke, pero está muy atento a las últimas novedades de las bateas literarias.
La caja de herramientas de Kartun es amplia.
***
No hay quejas en el tono, aunque el autor de la muy premiada Terrenal acaba de llegar, hace apenas unas horas, de unos treinta días de vacaciones.
—No duele tanto el regreso —dice, casi a los gritos, desde la cocina, mientras
prepara el mate.
Tiene una remera canchera, un jean, barba de tres o cuatro días, y parece más flaco que hace un par de años.
—Con mi mujer siempre decimos que hemos aprendido a ser porteños en Buenos Aires y muy de la Costa en Cariló —dice, y se sienta en el sillón, de espaldas al balcón terraza.
El balcón terraza parece más abundante en especies que en una visita anterior a esta casa: sigue bien firme la planta de quinotos dulces, hay helechos de alto vuelo, un árbol de lima con el que prepara algunos tragos para los amigos, una enorme variedad de especies y hasta la memoria reciente de dos palmeras que tuvo que regalar por Facebook, a mediados de enero.
Porque el Facebook de Kartun es todo un acontecimiento, con 16.000 seguidores alistados, a fines de marzo del 2016. El texto del post donde regalaba las palmeras, como todo su muro, tiene los condimentos de sus obras teatrales: encantamiento, elegancia y efectividad.
REGALO DOS BONITAS PALMERAS
Las hice de semillas afanadas del botánico hace 15 años y no tienen altura aun porque se desarrollaron en maceta. Necesitan pasar a tierra y ahí crecen rápido (ya no tiene sentido otro macetón porque este es el más grande que viene).
Si tenés jardín o parque y querés aprovecharlas, venís y te las llevás. Están en Villa Crespo en un 7° piso pero entran en el ascensor. Para moverlas se necesitan dos fortachones (o tres, más o menos). Y una camionetita. Esta es la foto de la más grande, la otra es un poco más chica.
No me escribas por aquí, hacelo por inbox y decime dónde la pondrías (para procurarles el mejor destino posible).
Hasta cuando regala palmeras, Kartun le pone onda. Se preocupa por el trato futuro de las especies.
SEIS
Mauricio Kartun hace cuentas y dice que sí, que debe hacer casi veinticinco años que vive allí, en esa zona de Villa Crespo, pero que no recuerda haberse cruzado con don Osvaldo Pugliese, que residía a pocas cuadras hacia el norte y que vivió gran parte de su vida en el barrio.
Un barrio acechado por un viraje reciente. Un ventarrón podría decirse palermitano que a puro outlet, unos pitucos negocios de pilchas discontinuadas o con fallas indetectables, le está cambiando el semblante a Villa Crespo.
A Kartun le gusta hablar del barrio. Se estira para atrás, coloca la mano izquierda sobre el mentón y se le enciende la mirada. Tiene la actitud de quien está pensando en voz alta.
Cuenta que la cuadra, en la que vive, todavía se sostiene con cierta identidad.
—Aunque —va a reconocer, enseguida— hay dos grandes signos. No, no, son tres los signos donde se percibe el cambio.
El primero, dice, es que no hay más lugar para estacionar; el segundo, que en los últimos tiempos, a partir de los turistas que buscan pilchas baratas en la zona, se consigue un taxi relativamente fácil, y no hay que ir como antes para el lado de Corrientes.
—Y el tercer signo –dice- es el más sociológico si se quiere, y que termina emparentando a esta zona con tantas otras del país.
Esta cuadra tiene como diez locales. Bueno, desde que vivo acá, ninguno de esos locales aguantó, en el mismo rubro, más de dos o tres años.
Los locales en cuestión fueron construidos entre la década del ‘40 y el ‘60, cuando Villa Crespo era un barrio populoso, y los supermercados un invento foráneo todavía por importar. Los locales tenían el sentido preciso de abastecer la zona: desde panadería a rotisería; y desde mercería a ferretería o farmacia.
Negocios del sentido común.
Pero llegaron los súper y, en los últimos veinticinco años, dice Kartun, sucedieron, en la cuadra, naufragios: uno tras otro.
—Aquí –evalúa- se podría filmar la película de la tragedia de la clase media argentina reflejada en el cambio de los locales.
Como la observación no deja de ser tremenda, el hombre de teatro afloja la rienda, y transforma la tragedia en una especie de grotesco criollo.
—No faltó nada. Tuvimos –dice- el local de venta de artículos de limpieza a granel, un inolvidable parripollo; tuvimos la remisería, el lavadero atendido por coreanos; tuvimos un locutorio de chinos con cortinitas oscuras para los que consultaban porno, medio ocultos al fondo del salón. Y cuando se abre un nuevo local, con un nuevo rubro, le voy siguiendo su pasaje del entusiasmo a la agonía. Lo sigo de lejos.
Se ríe.
—Puedo decirte que quiero cada emprendimiento como a un nuevo amigo con una enfermedad incurable. Es terrible…
Drama y carcajadas: sainete criollo en un living de Villa Crespo.
OCHO
Todo comenzó en 1968, cuando inició un taller de Dirección Teatral.
—¿Fue clara la decisión?
—A ver: se me había muerto el viejo, debía tres materias del secundario, no podía entrar a ninguna universidad, tenía que sostener el puesto en el mercado.
Y por otro lado, percibía un impulso por la palabra muy fuerte. Había escrito un par de cuentos, había ganado un concurso, me jactaba de conocer bastante de literatura contemporánea.
—Bueno, apareció el teatro.
Primero estudió Dirección Teatral con Jorge De La Chiessa y años después con Oscar Fessler, de quien llegó a ser su asistente en algunas obras, en el Teatro San Martín.
Aunque se recibió de director, podría decirse, profesión que recién llevaría adelante muchos años después, en unos talleres con Jaime Kogan, que andaba en alpargatas y ropa laburante de Coppa y Chego.
Kogan, que fue un especialista en la apropiación del espacio escénico y con un criterio propio sobre la iluminación teatral, le enseñó a reflexionar sobre las tinieblas, el paneo sobre las zonas oscuras del bicho humano. “Lo único que está prohibido en el teatro –y en cualquier otro dominio del arte- es el aburrimiento”, decía, en los fondos del Payró.
Al mismo tiempo se formó en Dramaturgia. En 1969 se decidió a estudiar con Pedro D’Alessandro y, más tarde, en 1972, profundizó el oficio con Ricardo Monti. Con Monti, como dice Jorge Monteleone, Kartun definitivamente se impregnó en una tradición que puede situarse en torno a Discépolo, Defilippis Novoa, Arlt y Griselda Gambaro.
En 1972, para entender la vibración de quienes suben a escena, entender el otro lado y comprender mejor a esa gente para quienes quería escribir, también pasó por algunos laboratorios y tomó clases de Actuación con Augusto Boal.
De todos esos frentes teatrales, la escritura fue ganando durante años la batalla.
En 1973 estrenó, en el Teatro de la Comedia, de la Provincia de Buenos Aires, Civilización... ¿o barbarie? que escribió en colaboración con Humberto Rivas. Le siguieron en 1976 Gente muy así en el Teatro de la Cortada (Buenos Aires); y ya con la daga de la dictadura en el país, en 1978, El hambre da para todo en el Teatro Arriba Concert.
En 1980, empujado un poco por la marcación estricta de la dictadura , abandonó el teatro de ideas, más politizado, y se recostó en las imágenes.
Retornó en un ejercicio teatral hacia su infancia y, como quien no quiere la cosa, escribió un clásico, la obra que aún se sigue reponiendo sin parar: Chau Misterix que se estrenó en el Teatro Auditorio Kraft, de Buenos Aires.
Desde esa fecha y hasta el año 2003, con más zonas de logros que desniveles, Mauricio Kartun escribía una obra cada dos, tres o cuatro años.
Buscaba un director para esa obra, pasaba por Argentores a cobrar sus derechos, y se afirmaba -en tanto- como el mejor maestro de dramaturgia de la Argentina.
Así andaba, entonces, durante más de dos décadas, escribiendo obras para otros, y enseñando.
No estaba mal. Pero vino el 2003 y llegó “La Madonnita”.
NUEVE
Después de la frustración de El Niño Argentino, donde no pudo actuar por quedar afuera del casting, y de la llamada por teléfono de Kartun, Luciana Dulitzky se anotó en los talleres de dramaturgia de Kartun, una contraseña entre quienes ejercen la escritura teatral en Buenos Aires.
“Adherencia, eso es lo que generan los maestros. Estar cerca de uno de ellos da sentido de pertenencia”, dice Luciana.
En el transcurso de ese año de taller, se murió la abuela de Luciana. Tenía casi cien años y no paraba de decir frases. Era el 9 de julio de 2007, Luciana se acuerda porque en la ciudad nevó. Después de desarmar el departamento, se fue a la clase. Esa tarde, respondiendo a una consigna, citó una de las tantas frases de su abuela: ”El problema de la vejez es que tenés que estar todo el día ocupado con la vieja”.
Sin poder parar de reírse, Kartun la escribió en el pizarrón.
DIEZ
Hasta el 2003, no sólo fueron las broncas estéticas con los directores o el cansancio de escribir para otros. Kartun sentía que que se perdía la cercanía del escenario, donde pasa –dice- lo más divertido del mundo teatral.
Antes de La Madonnita, se había encargado de la dramaturgia de Perras, un espectáculo que armaron entre amigos: los actores Néstor Caniglia y Claudio Martínez Bel, y Enrique Federman en la dirección.
La obra iba una vez por semana y Kartun, después de la función, cenaba en grupo con el elenco, en Los Trujillanitos y, entre ceviche y cerveza, la pasaba lindo.
—Era el mejor momento de la semana —dice, de vuelta del recuerdo.
En una de esas cenas se dio cuenta, Kartun, de que se perdía algo.
Hace memoria: hubo varias personas que lo alentaron en la encrucijada. Cada vez que lo veía, la dramaturga y directora Susana Torres Molina le decía: “¿Cuándo te vas a largar a dirigir tus obras?”. Su amigo, el actor Manuel Vicente se alistó en aquella primera hora: “Mauricio, cuando quieras probar con un texto, ¿vos sabés que contás conmigo, no?”, le dijo.
También, desde otro lugar, lo terminó impulsando un director a quien le dejó una copia impresa de la obra “El Niño Argentino” para que la leyera.
— “La perdí” —me dijo, cuando lo llamé a los tres meses.
Se tenía que arrojar de una vez Mauricio Kartun, aceptar la posibilidad de la intemperie, de no saber para donde ir en ese descampado que es un ensayo teatral.
—La escritura es algo quieto -dice—. Al otro día, uno se encuentra con la frase fija, a mitad de camino, que dejó en la computadora. En cambio, la dirección es un conocimiento (como todos pero todavía más) que sólo se manifiesta cuando encarna. Es más bien del momento, de captar lo que va pasando en ese laboratorio que es un ensayo. Es un arte del presente.
Aglutinó sus fuerzas y salió a la cancha. Mientras trabajaba con su primera obra como director, un colega, Rubén Szuchmacher, le terminó de borrar todos los miedos.
Kartun no sabía qué responder cuando, en el fragor del ensayo, un actor lo consultaba sobre lo que se buscaba. La intención en una escena.
—Es porque sos un director nuevo –le dijo Szuchmacher —. Cuando te preguntan algo que no sabés, vos poné cara de culo y decí, contrariado: ¿A vos te parece que es el momento para preguntar esto? Tenés un día, para pensar una respuesta”.
Reconoce, ahora, que no se pelea con los actores como lo hacía antes con los directores de sus obras. Dice que un elenco es una especie de familia sustituta, que van de un lado para otro, entre funciones y giras.
Nada idílico.
Hay algunos que serán amigos para siempre y otros a los que no querría en la familia. “Siempre hay un cuñado con el que te peleás cuando hablás de política o el primo que te pide plata y no te la devuelve”, dice.
ONCE
Juan Carlos Gené no iba a ningún lado sin una línea de acción. Un párrafo que condensara la historia. Ni una escena, ni un retazo de una escena montaba el viejo Gené sin antes pensar, en voz alta, adónde se iba, qué se quería decir.
Mauricio Kartun va a todas las funciones de “Terrenal”.
No se pierde una.
Es medianoche de un viernes. La gente está conmovida con la obra y algunos lo reconocen y se paran a saludarlo en el hall del Teatro del Pueblo.
—El otro día me preguntaban si soy controlador. Nada que ver, voy a disfrutar
—se ataja.
Compara su actual oficio –escribir, dirigir y producir Terrenal- con otra de sus habilidades que son leyenda, su capacidad frente a la parrilla del asado.
Habla de sus procesos, la elección de lo que irá a parar a la parrilla, el encendido y el fuego discreto, los tiempos de la cocción y la cronología de lo que va a ir sirviendo, paso a paso, a los invitados.
—¿Cómo no voy a ir a la función?; ¿Cómo no voy a comerme el asado que hice? Encima ahora, con el cambio político, ha cambiado la reacción del público. Se aplaude distinto el monólogo final.
Y dice que la gente, con ganas, compra el libro que se vende a la salida. Que es como si le pidieran la costillita que le sobró en la tabla del quincho, para picar a la noche.
—¿Cómo no voy a estar? ¿Cómo no voy a venir a todas las funciones? Laburé por esta felicidad.
DOCE
Cauto, pero firme, consciente de su lugar como intelectual, Mauricio Kartun reconoce que sí, que se aplaude distinto, esta temporada, en el final de Terrenal.
Desde el nuevo gobierno que asumió en diciembre del año pasado, parece que se escuchara de otra manera esa defensa contra el malentendido humano de la acumulación porque sí, de puro goce, de pura angurria contra el otro.
.
—Hay un regreso a ciertas formas del pasado, a un empresariado conservador, que parece tomar nuevas formas y se hace el camaleón para mimetizarse, pero ya la historia argentina sabe de qué se trata. No conocemos sus objetivos ahora, pero si miramos hacia atrás sabemos de sus efectos. No quiero ser apocalíptico, ni anunciar una tragedia, aunque sea para evitar lo de la profecía autocumplida.
Dice convencido.
—La política se hace día a día, es otro arte del presente. Y entonces este momento nos manda a estar alertas y con el compromiso alto. Opinando firme y en continuado. Con los ojos y la boca abierta.
TRECE
Entre muchos otros premios, en la Feria del Libro 2015, Terrenal fue considerada por la crítica como La Mejor Obra Literaria del Año 2014.
Para Kartun, algo así como una reivindicación precisa con un género mirado de reojo por la capilla literaria.
“Alegría de que esta vez –escribió en Facebook, la noche del anuncio- la linterna haya enfocado al rincón en el ángulo oscuro de este generito nuestro. Minoría étnica literaria.
—Al fin y al cabo —dice—, parafraseando al viejo Tennessee: que pongas la poesía en bocas ordinarias no te hace menos poeta que aquellos que la ponen en verso.
CATORCE
Después de “La Madonnita”, en el 2003, vinieron “El Niño Argentino”, “Ala de criados”, “Salomé de Chacra” y “Terrenal”. Obras, todas, que Kartun enhebró de punta a punta: escribió el texto, buscó el elenco, dirigió la puesta y comandó la producción.
Dice que, desde que se encarga de todo, ha crecido la efectividad de su propuesta estética.
—Desde arreglar algo que se rompió de la escenografía al manejo de las giras, me encargo de todo lo que no quieren hacer en general los actores.
Me sirve mucho a la hora de imaginar un nuevo proyecto. A mí, todo esto me dio más lenguaje a la hora de escribir, no tengo dudas de eso.
QUINCE
—Teniendo que enseñar no me quedó otra que aprender —supo decir Mauricio Kartun.
Se refiere, así, a su otro oficio ligado a lo teatral que viene sosteniendo desde hace décadas: enseñar dramaturgia.
La docencia también sucedió un poco de casualidad, cuando lo llamaron para coordinar reescrituras de apuro en una de las primeras ediciones de Teatro Abierto, allá por el año ‘82.
—Un poco me descubro maestro y comienzo a generar una metodología o una estrategia, por lo menos, que parece dar buenos resultados –dijo sobre el oficio de la enseñanza.
A tal punto resultó la convocatoria que convocó a otros dramaturgos para que lo acompañaran en la tarea. El semillero que salía de esos talleres fue catalogado, con algo de ironía en el circuito teatral, como el Kartun Network.
Fue muchísimo más que eso.
En cantidad pasaban actores o directores con sus ideas y se iban con una obra. Actores o directores que después resultaron nombres importantes de la escena local: Patricia Zangaro, Rafael Spregelburd, Alejandro Tantanián, Luis Cano. Mauricio Dayub nunca dejaba de agradecer, en cada nota, el aporte de Kartun en "El Amateur", una obra que hasta llegó al cine.
—Hay una especie de orgullo familiar de ver a tus discípulos que logran vivir de algo que aprendieron un poco con vos.Que vivan de eso, que morfen de eso. Que el oficio se constate en calorías. Eso me gusta. Soy de empujar con la palabra y el ejemplo en eso de que se puede vivir de lo que uno hace.
Uno de ellos, Ariel Barchilón (autor de más de treinta obras, “Paisaje después de la batalla” y “Cartas de la ausente”, entre otras), trabaja la enseñanza de dramaturgia, con Mauricio Kartun, desde hace más de una década. Dice:
— “El teatro es un lugar para dar, no para tomar”, le escuché decir a Mauricio, en una clase, creo, allá por 1995. Esas palabras se convirtieron, para mí, en algo así como el norte de una brújula. Creo que en esa frase se condensa una de sus máximas cualidades: la generosidad. Como maestro, como artista, como persona, no se guarda nada: Mauricio es alguien que se entrega, que estimula y motiva. Tiene humor y tiene humildad. De ahí le viene la maestría.
DIECISEIS
De chico, Mauricio iba al teatro con los padres.
Si ganaba la madre, se imponía el género español, pero si ganaba el padre, los tres marchaban a la avenida Corrientes, al teatro de revistas.
—Llegué a ver a Nélida Roca, a Barbieri y Don Pelele –rememora.
El hijo de una gallega y un judío ruso conoce a fondo la tradición del teatro europeo y norteamericano y no descarta –siquiera- la perplejidad exótica que llega de tierras aún más lejanas, no pueden correrlo con el Kabuki, el Nôh o el Bunraku japonés.
Pero su obra, todo lo que ha escrito y ha llevado a escena hasta acá, tiene un carácter tan propio y genuino, tan señero y mistongo, tan dulce de leche y gambeta hacia adelante, tanta tensión entre pago la deuda o me rebelo, tanto mestizaje bajando de los barcos y mandando un billete afuera para recuperar la familia y ver qué pasa, tanta clase media desorientada, y resentida y sin fe.
Kartun, se sabe, reivindica el circo criollo, el grotesco nacional, el varieté y el teatro de revistas, la murga a grapa y camión, el teatro judío y el anarquista, pero escuchando esa mescolanza dentro suyo, haciendo pie en el deseo más intrépido de ciertas verdades propias.
En un tiempo donde el debate político parece recluido al panel de Intratables, por todos lados aparece la voz de Mauricio Kartun.
Como un conjuro contra la insensatez.