El mar estaba malo. Esa fue la razón para que Francisco Bermejo saliera por otro lado cuando estaba buceando. Un hombre lo ayudó a salir, era Óscar Garrido, a quien se identificaba en la zona como el ermitaño que llevaba viviendo más de cuarenta años solo en una pequeña bahía. Para Bermejo fue un encuentro, es decir, de esos acontecimientos que marcan, inician o desplazan algo en la vida. Quiso retratarlo, primero iba a tomarle fotos, luego pensó que eso no alcanzaba para “hacer un retrato visual y contemplativo”.
Bermejo grabó durante nueve años. Nunca se sabe de dónde viene Óscar ni si tiene algún plan; la intención nunca fue hacer una biografía, algo así como una línea temporal de su historia. No se trata de un “ermitaño”, ni de alguien a quien “la sociedad abandonó”, ni de “la tercera edad y el abandono”. Ni siquiera de “la tercera edad” a secas. Todas etiquetas utilizadas en la prensa para referirse a la película. Quizá por la prisa de decir algo –la prisa y las etiquetas son buenas amigas.
Bermejo no tuvo prisa. Al segundo año, se topó con otro hallazgo. Se dio cuenta de que había otro, otro que no era sino Óscar desdoblado. De ahí el nombre del documental: El otro.
El documental es una obsesión, la de un realizador con la poética de las formas de vida. No hay explicaciones ni diagnósticos, sino el imaginario de un hombre que lee, baila a veces, habla con su otro yo, caza, prende un fuego. No hay una crítica hacia alguna “sociedad que lo expulsó”, quizá él mismo dejó una sociabilidad que nada le decía, quién sabe. Como sea, hizo de un lugar un mundo.
La promoción se hizo ligándolo a la pandemia. El encierro, la soledad, los viejos, la salud mental. Todas fragilidades. Pero mi impresión es que se discute sobre la fragilidad, pero nunca desde la fragilidad. Se habla de lo frágil como un diagnóstico sin lugar a la esperanza. Creo que eso es lo que diría sobre esta película: la esperanza.
La pandemia generó una conversación sobre las formas de vida. Sobre la aceleración y desaceleración. La vida lenta era ya un tema hace rato. Desde el ambientalismo, la psicología, la arquitectura, incluso, como tema de libros sobre la anhelada vida nórdica que enseñan a decorar la casa para darle calidez (Hygge).
Pero desacelerar no es garantía de serenidad. No se trata de ir más lento, sino de poder detener la nihilizacion que provoca la temporalidad lineal que va directo a la decadencia y a la muerte. Para la idea del tiempo hacia delante, sin tregua, tiene sentido que la vida de Óscar sea la de la enfermedad, la soledad y la vejez. Tal es una lectura que parece inevitable.
Gilbert Durand escribe acerca de una función capaz de detener o retrasar la caída, y así tener margen para la esperanza1.. Por ejemplo, cosas como crear, imaginar, los gestos que acogen, la cortesía, los rituales, la comida social (y no la voracidad solitaria) son todas formas de demorar. La memoria, la imaginación son rodeos que esquivan lo directo, formas de sortear la cronología y la decadencia.
Demorar no es lo mismo que ralentizar, aunque ir más lento puede ayudar. Demorar es abrir un espacio en el tiempo; de algún modo, pensar, narrar, son cosas que van tejiendo sentidos, transitorios o no, que hacen lugar, un mapa. Esa capacidad de demorar es un lujo psíquico.
Hay teorías (como “la teoría del mono dopado”) que sostienen que el encuentro de los seres humanos primitivos con los hongos alucinógenos provocó un salto evolutivo en el desarrollo cerebral. El escritor Robert Graves pensaba que el hecho de que culturas tan diversas como la azteca, hebrea, hinduista y polinésica hayan figurado paraísos tan similares, se debía a las visiones inducidas por la ingesta de hongos. Se ha demostrado que la psilocibina es responsable de recablear el cerebro y es capaz de conectar regiones que no estaban en interacción previa. Pero sobre todo los hongos habrían hecho posible separarse de la materialidad del mundo y abstraer. Ver otra cosa e interpretarla como pasado o futuro son funciones de abstracción y simbolización. Por lo mismo, hay quienes piensan que este encuentro con los hongos favoreció la imaginación y el desarrollo del lenguaje en los seres humanos. El mundo humano se ensanchó.
Me pregunto qué significa en nuestros días la apertura o estrechura de mundo.
Según Henri Michaux, en sus investigaciones con mescalina –que narra, entre otros libros, en Las grandes pruebas del espíritu– pudo detectar el momento exacto en el que se forman las palabras. Como Michaux, para muchos las drogas siguen siendo una apertura de mundo, una forma de demorar, pero también, quizá para muchos más, hoy son una anestesia o un inductor de energía: efectos instantáneos que hablan de una angostura de mundo. Michaux viajaba, literal y metafóricamente, exploraba “el lejano interior”. Por el contrario, muchos usan drogas para soportar el aquí y ahora; también para silenciar el interior. A veces para no matarse, otras, para morir de a poco.
Los objetos, como las drogas, las herramientas técnicas, los libros sobre Hygge (la felicidad danesa de las pequeñas cosas) no son malas o buenas en sí. Es más bien la teoría acerca de lo humano sobre la que se erigen esas cosas, la que puede espaciar o reducir el mundo. Dos usuarios de drogas, de Twitter o de yoga, pueden tener, sin saberlo, epistemologías que hacen de sus objetos cosas dramáticamente distintas. Lo que está en juego en la demora es la valoración de las mediaciones. Precisamente lo que hoy en día ha perdido prestigio.
La vida humana consta de mediaciones, es decir, de rodeos hacia las cosas; la satisfacción se pospone en función de otros placeres. No nos comemos toda la mermelada, no solo para que no nos duela el estómago, sino para dejarle a otro. No devoramos todo por amor, para ser queridos. El amor es, por ejemplo, una mediación del hambre de mermelada. Y en esa ruta hay hallazgos, nuevos encantos. En la vida también hay momentos de inmediaciones, de accesos directos a la satisfacción. Las irrupciones y arrebatos, la pasión, la violencia explosiva, el sexo “para sacarse las ganas”, el grito que puede dar placer o rompernos: son expresiones de lo inmediato.
Estas vías de existencia ganan popularidad, no la espera. El lenguaje directo; incluso, en la toma de la palabra pública, la vulgaridad es signo de osadía. Las formas de consumo también llevan la promesa de velocidad, al alcance de un botón.
Se habla de crisis de salud mental, pero creo que se trata de una crisis de la subjetividad. Quizá sea incorrecto llamarle crisis y se trate de la situación de la subjetividad contemporánea, de su estado normal. A la ansiedad es posible considerarla una forma de ser. Aprieta, da taquicardia, a veces pena, otras sinsentido y angustia. Pero es cierto que la satisfacción directa es como el crack: intenso y adictivo. Un disparo pulsional.
Si la inmediatez gana es porque el pensamiento moderno es hacia adelante. El progreso es una línea. No se deambula, se camina hacia una meta. Los medios técnicos, cada vez más, pueden cumplir la promesa de acortar las distancias y los tiempos; lo que eso conlleva, sin darnos cuenta (o sí), es encoger el espacio. Y eso, que es nuestro lujo psíquico –la simbolización, el rodeo– se empobrece. Luego no son extraños los accesos de impulsividad, ansiedad, pérdida de atención y de hiperactividad. Esta última es un buen ejemplo de una forma de actividad sin nudo, sin sentido, sin tiempo para que haya alguien que comande el actuar, que elija y decida.
Es curioso, porque si bien la virtualidad es de algún modo una forma de agrandar el planeta –permite que haya varios planetas en la Tierra–, la ansiedad como forma generalizada de estar en el mundo es el síntoma de que falta el aire. Y esta, me parece, es la gran pregunta de la época: lo virtual, las neurociencias, los viajes espaciales, tal y como se conciben hoy, ¿expanden o reducen la vida simbólica en los seres humanos?
Aunque los medios técnicos acortan distancias entre la pregunta y la respuesta, no es claro que ese tipo de cercanía genere proximidad y pensamiento. El pensamiento es aquello que está entre la pregunta y la respuesta. Hay distintos tipos de pensar: el pensar del cálculo es un tipo de respuesta que no implica al pensante. Mientras que el pensar reflexivo incluye subjetivamente a quien piensa, lo compromete en sus dichos. Ambas operaciones tienen su lugar en la cultura, aunque es la racionalidad del cálculo la que se va tornando hegemónica y se extrapola a campos como la educación, la psicología, la política, al campo de las humanidades en general.
La pobreza de las formas nos empobrece. Perder el truco del kairós –el tiempo suspendido, que interrumpe a cronos, el tiempo lineal– es una desgracia psíquica. Se busca tanto la inmortalidad, pero la amenaza es que se haga como zombis: prolongar la vida biológica pero no saber cómo encontrar los momentos de eternidad en el instante.
¿Es posible hacer de la técnica otra cosa que un “acelerador de partículas”? Si, al fin al cabo, según dicen, el universo terminará por contraerse. Para qué apurarse.
Kojéve, en su versión del fin de la historia, piensa que, de ocurrir, la vida posthistorica tomaría la forma de un retorno a la animalidad. Ese final definitivo no significa salir a comer plátanos de los árboles, o sí, pero el énfasis de lo que sería animalidad en lo humano se refiere al acceso directo a las cosas. Bajo un presente permanente, sin memoria ni imaginación, sin rodeos. Un cuerpo atrapado en la carne. Una vida literal. Esa es la trampa de la idea de la plenitud, sin esperas ni intervalos. Sin malestar en la cultura: es decir, sin renunciar a comernos toda la mermelada.
La ciudad Z, que crea en Variaciones Fernando Pérez Villalón, es un viejo imperio del que nadie sabe por qué quedó en ruinas. La lengua del imperio era elegante y sofisticada, pero sus habitantes la olvidaron. Los niños de las ciudades en torno al viejo imperio aprenden de esas historias viejas y son advertidos por sus maestros. Les dicen que si se descuidan podrían terminar como los habitantes que quedaron del imperio: balbuceantes imbéciles sin lengua, poder, ni cultura, alimentándose de raíces y carne cruda. Entonces los niños comprenden que es de máxima importancia estudiar su lengua, como si fuera un muro “para defenderse del olvido, el extravío y la locura”. Pienso: tal es el lenguaje que debemos exigirnos en los tiempos que nos tocan.
Apresurarnos y acortar la espera es de algún modo una ficción del paraíso, no como lugar, pero como modo de existencia. La espera requiere fortaleza de nuestra parte. Renunciar a la satisfacción inmediata es también el campo del malestar y el campo del conflicto de intereses: comérselo todo o compartir. Pero, por otro lado, el malestar es, a la vez, una resistencia a la homogenización: puede ser una respiración, un motor de cambio. Cuando leo a algunos pensadores sobre el futuro, que, por ejemplo, idean unos mundos en que resolverían tanto el calentamiento climático como el capitalismo de un paraguazo, organizando una sociedad postrabajo plenamente automatizada, no puedo evitar leerlas como una lengua totalitaria. Aunque son respuestas a preguntas difíciles e interesantes, sin embargo por alguna razón, antes que esperanza, transmiten asfixia. Es lo que ocurre con los paraísos redondos: teorías de lo humano sin inconsciente, sin resistencia, sin malestar. Como si el problema siempre estuviera afuera. Con más aire puro, pero sin aire para la existencia singular.
No niego que hay esperas a las que resistirse. Muchas veces esperar no tiene más sentido que quebrar el espíritu, como puede ser una sala de espera o la burocracia: el ejercicio del poder es también hacer esperar. Una revolución es precisamente acelerar un cambio. Pero hay cosas que no se pueden revolucionar, más bien apresurarlas las arruina. A los niños se los apura. También se los lleva a especialistas cuando no cumplen con ciertas etapas del desarrollo a tiempo. Esperar, darles tiempo, es tener fe en ellos.
La espera como fe no es conformismo. No es esperar que un dios provea, sino, como pensaba Simone Weil, Dios mismo significa espera: aprender a contemplar, a mirar con atención, es quizá lo que Weil entendía como la espera de Dios: contemplación, no teología. Beckett dijo alguna vez sobre su obra Esperando a Godot, que Godot de algún modo era la imagen de él junto a su mujer escapando de la guerra. Refugiados en un pueblo, en una situación de precariedad, la espera era una actitud. Una espera de nada – como el personaje Godot que nunca llega–que, sin embargo, opera como posibilidad práctica y espiritual para sobrevivir.
En su ensayo sobre la espera, Andrea Köhler afirma que no es fácil pasar por este mundo sin sucedáneos. Escribe acerca de un artículo de Siegfried Kracauer en los tiempos de la República de Weimar: sospecha de “todas las ideologías promovidas por profetas culturales, activistas y reformadores sociales”. El que tiene fe, dice, no ahoga su esperanza como el fanático del vacío, pero tampoco agobia su fe como el anhelante al que el anhelo le quita todo límite. Más bien “aguarda, y su espera es una trémula apertura en un sentido difícilmente definible”2. La espera, la de la esperanza no es un conformismo pasivo, sino apertura.
Existe el supuesto de que es la sumatoria de cosas, la acumulación, la que intensifica la vida. Sin embargo, esa idea, además de acelerar al mundo, a la vez lo detiene bajo la forma del sinsentido e impaciencia que provoca un atasco en el tráfico; por cierto, producido por la aceleración de la vida. La acumulación acelera, pero no otorga una puntuación que genere sentido. La impaciencia es una especie de falta de esperanza. Las intensidades sin ritmo hacen que cueste vivir, circular, dormir, despertar y también morir. Mientras que un ritmo es dado por lo que ubica, relaciona, anuda y relanza hacia afuera; son puntuaciones, y las puntuaciones son formas de existencia. Seguir, callar, dormir, soñar, recordar, pasar a otra cosa. Cada cosa tiene su tiempo, pero la música es personal.
1 J. M. Esquirol. Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita. Barcelona: Acantilado, 2021. Pág. 107.
2 A. Köhler. El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Barcelona: Libros del Asteroide, 2018.