Crónica

Gustavo Grobocopatel


El rico que se cree Steve Jobs

Gustavo Grobocopatel se presenta como el gran modernizador del campo argentino, un self made man que agradece crecer a pesar de que en su país no lo dejaron llegar hasta la multinacional. Retrato de un empresario astuto a quien su modelo sojero le deja mil millones dólares por año. Un rico tan austero que prefiere el pollo hervido a un buen asado.

Avanzamos por un camino de tierra en el que se pudría el cadáver de una gran mulita. Alguien dijo que era no era posible que ellos recorrieran ese camino cada vez que venían al campo; este era el camino para nosotros.

Ellos debían viajar en helicóptero –es lo que haríamos si fuéramos ellos.

Alguien más especuló con el extraordinario asado que nos esperaba.

Pero doblamos a la derecha en una encrucijada y nos perdimos. Había campo, campo y más campo hasta donde llegaba la vista. Era un desierto amarillento. Y en el costado, una laguna con garzas; debía ser un espejismo.

Al fin, el fotógrafo sugirió regresar y seguir, hacia la izquierda, el cableado eléctrico. Desembocamos en un jardín perfectamente llano y verde. Los árboles se agrupaban detrás de la casa, rústica, amplia, con una galería llena de sofás. Bajo los árboles descansaban una 4×4 Mercedes Benz y un par de autos estacionados. No se veía el helipuerto.

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Salió a recibirnos un adolescente muy alto, de ojos inteligentes, amables; unos niños corrieron detrás y dos chicas adolescentes con actitud adolescente se recostaron en un mullido sofá de cuerina blanca en medio del jardín. Gustavo Grobocopatel y su esposa Paula nos dieron la bienvenida. Ella en hawaianas blancas, pantalón negro y un suéter blanco de hilo muy simple; él en jeans y una camisa a cuadros. Estábamos mejor vestidos nosotros.

Debíamos atravesar la casa para llegar al almuerzo. Los seguimos por habitaciones amplias, cómodas y sin lujos, con las paredes cubiertas de fotografías de parientes. En el quincho comían una suegra, su novio y unos primos. Los demás ya habían terminado.

No olía a asado.

Dos empleadas, con la ayuda de Paula, nos sirvieron pollo hervido, pescado hervido, zanahorias hervidas y calabaza hervida.

Chequeamos: los demás comían lo mismo.

De postre, frutas.

-¿Alguien quiere café? -preguntó Paula.

Queríamos.

-Es instantáneo. Arlistán.

Ya no queríamos.

El remisero comía con decepción. La mandíbula se le cayó cuando, mientras examinaba la pata hervida en su plato, Grobocopatel contó que su empresa facturaba (neto) por año:

-Mil millones de dólares.

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Con diplomacia, señalamos a Grobocopatel, que, habiendo crecido con un padre empresario, su vida debió ser próspera desde el inicio –habría comido (pensamos) algo mejor que esto.

-En mi familia, el ahorro es fundamental –replicó-.El que cuida lo poco, cuida lo mucho, decía mi viejo. Masticamos despacio la fruta.

***

La de millonario austero era, a todas luces, una imagen que Grobocopatel quiere transmitir.

Es un hombre grande y rubicundo, un metro noventa de piel rojiza, un hijo natural de la pampa gringa. Es carismático, campechano, directo; sabe cómo hacer sentir cómodos a los demás, cómo prestar atención a cada palabra. Es una de esas personas inteligentes que hacen muchas cosas bien, o están convencidas de que hacen bien muchas cosas: es empresario, fotógrafo, cantante de folclore y de música lírica, grabó discos.

Es tan cordial y seductor (aunque no deja de combatir, sutilmente, por el control de la entrevista) que le preguntamos si acaso será una de esas personas de egos frágiles que necesitan agradar. Le preguntamos, en fin, si necesita que lo quieran.

-Tengo el tema de la autoestima sumamente fuerte. Tengo una madre judía, tres hermanas, mi mujer que es divina, mi maestra de música que es una mamma italiana. Tengo una autoestima fuerte.

¿Será esa la clave? Su familia ha sido una familia de chacareros, que en otras circunstancias, si el mercado mundial y la Argentina y sus ambiciones y talentos no se hubieran acomodado de un modo único hace ya veinte años, habría sido una más de la clase media acomodada del interior.

Vivió casi toda su vida en Carlos Casares, en una casa del centro de una ciudad con menos de 20.000 habitantes. Terminó el secundario en la escuela pública. “No teníamos restricciones” en la infancia, dice, pero tampoco lujos: en vacaciones, paraban en hoteles tres estrellas. Para tener su primera pelota de fútbol tuvo que completar un álbum de figuritas.

“Mi familia no era de las familias ricas de Casares. Había una aristocracia, de la que no éramos parte. Mi padre estuvo muy orgulloso cuando lo invitaron al Rotary Club. A la aristocracia local la veíamos con admiración. Era gente refinada, te invitaba a comer y comías con cuatro cubiertos. Era gente que pensaba distinto, valoraba cosas diferentes (…) En lo de mis padres no había fruta; cuando yo era chico, una manzana se repartía entre tres. La fruta era algo de lujo (…) Mi viejo, desde que lo conozco, está a punto de fundirse…. No está a punto de fundirse; yo creo que es un gran actor y que nos dice que nos vamos a fundir para que cuidemos la guita”.

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Nos sube a su camioneta y nos lleva a recorrer la geografía que le dio origen: la vieja colonia judía Mauricio; la sinagoga de Moctezuma, hoy museo, cuyo guardián es su tío, un hombre hospitalario y modesto, acorde con el pueblo en que vive; Smith, el caserío de doscientos habitantes en que nació su padre; el cementerio judío de Algarrobos, donde su familia tiene un pequeño panteón –y los demás muertos, lápidas más o menos destruidas; algunas, muy destruidas.

Aunque habla del “schule” y “la bobe”, admite que no ha conservado ninguna tradición judía, que es agnóstico o ateo, lo mismo da; que se casó con una mujer no judía y que circuncidó a su hijo –“pero me arrepiento”.

En el trayecto, ofrece el show completo. Baja en medio del campo sembrado de soja, arranca una vaina seca, la abre y mastica una semilla.

-¿Alguna vez vieron soja? Acá tienen.

Nos lleva de un lado al otro, se detiene ante edificios pintorescos para que nuestro fotógrafo haga su trabajo. Cuando el fotógrafo acepta tomar una foto que él propuso, nos mira y sonríe con satisfacción:

-A este -señala al fotógrafo- lo conozco como si lo hubiese parido.

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Nos monta una escena que, parece saberlo, no podrá quedar afuera del relato. A zancadas nos lleva entre las tumbas del cementerio, un jardín de pasto fresco y mullido con paredes de ladrillo y conjuntos de arbolitos, hasta el rincón más lejano, una esquina triangular que se eleva sobre el terreno. Se detiene allí y espera que todos subamos, disfrutando por adelantado el efecto.

Al subir al montículo, aparece detrás de la pared, como en un acto de magia, una laguna de azul intenso poblada de garzas y de patos, un estallido de vida junto al reservorio de la muerte.

-Sos la primera periodista a la que se lo digo: este es el lugar en el que quiero que me entierren cuando muera.

***

El primer Grobocopatel, Abraham, fue pobre. Llegó de Besarabia, Rusia, en 1912, en el segundo contingente de judíos traídos por la Jewish Colonisation Association del Barón Hirsch, que instaló en la Pampa húmeda a familias de Europa del Este castigadas por la pobreza y el antisemitismo, y dio origen a una rareza: los gauchos judíos.

Abraham no tuvo tierra; la habían comprado toda los judíos del primer contingente. Producía heno de alfalfa para alimentar a los caballos, cuando la Argentina se movía por tracción a sangre. “Eramos la YPF” de la época, ilustra su bisnieto.

Bernando, el hijo de Abraham, compró sus primeras 200 hectáreas cincuenta años más tarde, en 1961. Adolfo y Jorge, sus hijos, trabajaron para él como tractoristas, y al morir Bernardo heredaron 700 hectáreas. En la convulsionada década del ‘70, prosperaron: compraron 3.000 hectáreas de campo, expandieron sus sembradíos y agregaron el acopio de granos. Ahorraban en vacas: “Era una forma de capitalizarse.    En algún momento vendían toda la hacienda y compraban tierra”.

Los hermanos fueron socios hasta que Gustavo, hijo de Adolfo, se graduó como ingeniero en 1984 y decidió que había que modernizar. Propuso incorporar computadoras y “hacer” soja. Adolfo tomó partido por su hijo. Jorge relicó que a las cuentas había que seguirlas en persona, no con máquinas. ¿La soja? No le gustaba: era un poroto. La discusión terminó en la ruptura de la empresa y de los hermanos, que dejaron de hablarse durante veinticinco años.

Así nació Los Grobo.

***

Gustavo Grobocopatel fue profesor e investigador en la Universidad de Buenos Aires. Allí adquirió una perspectiva “tecnológica” de la producción agropecuaria, que en la Argentina, como en buena parte del mundo, era un negocio primitivo y fuertemente tradicional. Incorporó la siembra directa, que consiste en sembrar sobre los rastrojos de la cosecha anterior, una técnica que otros agricultores de avanzada acababan de incorporar en la Argentina y que aumentaba el rendimiento de la tierra.

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Pero lo que el joven Grobocopatel realmente aportó a la agricultura argentina, según su propia explicación –lo plantea en tercera persona: “¿Qué fue lo que este tipo hizo y que no hubiese sucedido si no hubiese estado este tipo?”-, fue la introducción de un modo específico de organizar la gestión. Como dijo un profesor de Harvard, donde se estudia su caso: “Los Grobo son el toyotismo en la agricultura”. El joven Grobocopatel admiraba mucho la filosofía kaizen de Toyota: un sistema de producción basado en un programa de “calidad total”.

“Adoptamos las mejores prácticas de gestión global y lo adaptamos a la agricultura, que era un sector primitivo. Hablar de gestión del conocimiento en agricultura no existía; solamente existía en empresas de tecnología. Hablar de ISO 9001 era de empresas industriales. Hablamos de network, de redes, de vinculaciones, clientes, proveedores. Fuimos de los primeros que hablamos de desarrollo sustentable, de responsabilidad social aplicada a la agricultura. De capital social. Todos esos conceptos propios de otros sectores los incorporamos a la agricultura. Y eso tuvo un impacto, porque, por más que la agricultura argentina era una agricultura de servicios tercerizados, el contratista existe en Argentina desde 1930. Nosotros reconceptualizamos el rol del contratista como outsourcing, como un proveedor de servicios tercerizado, que forma parte de empresas-redes. Adaptamos los conceptos de la economía del conocimiento a la agricultura. Eso es lo nuevo. Es más conceptual que concreto. Y cuando vos conceptualizás, tenés un marco de referencia. Nosotros agregamos ese marco de referencia.”

Grobocopatel se ve, así, como el modernizador de la más arcaica de las actividades económicas de América Latina. Cree que está trayendo a un mundo atrasado -el agrario latinoamericano- lo más avanzado de la innovación tecnológica contemporánea. El Steve Jobs de la pampa, digamos. En un momento en que buena parte del continente vive de las exportaciones de productos primarios, él aporta la idea de que, contra lo que todo el mundo pensaba, esta actividad puede ser tecnología de punta.

***

Los Grobo, uno de los mayores grupos agropecuarios de la región, sembró, en 2010, 86.000 hectáreas en la Argentina, 90.000 en Uruguayy 60.000 en Brasil. Agrupa a unos 4.000 productores y clientes, en su mayoría pequeños y medianos, y a 3.800 pymes proveedoras de servicios, que dan trabajo a unas 20.000 personas. Pero la siembra y producción de granos es sólo una cuarta parte de los ingresos del Grupo; el 60 por ciento proviene de servicios como almacenamiento, provisión de insumos, financiación, asesoramiento, y un 15 de industrialización. Este año, facturará 1.100 millones de dólares (netos).

Una y otra vez, Grobocopatel vuelve a la idea de empresa: la empresa que ha fundado, y que no heredarán sus hijos porque la convirtió en una empresa profesional, ya no familiar, es su misión en el mundo.

-Es lo que quiero darle a la gente. Vos querés dar una buena nota. Vos querés dar una buena foto. ¿Por qué? Para tener impacto en el mundo. Para tener incidencia.

Su fantasía es la siguiente: está sentado en Kenia tomando un café y en una mesa, al lado, un keniata se pregunta: “¿Por qué le habrán puesto Grobo a esta empresa de acá?”

-Pienso que, como los Cargil, como los Bunge, la empresa tiene que trascenderlo a uno.

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Al mismo tiempo, y en esto no ve contradicción, le gusta explicar Los Grobo con un dibujito: de un lado de la hoja hace un pescado gordo y grandote; detrás del pescado dibuja un cardumen de pequeños pececitos que, juntos, adquieren la forma de un pez más grande que el anterior. Explica: estos pececitos reunidos se comen al pez más grande. “Eso es Los Grobo. Nosotros no somos grandes. Somos el cardúmen”.

***

La familia vive enfrente del Malba, el Museo Latinoamericano de Buenos Aires, en Palermo Chico, desde hace tres años. No les gusta la ciudad y todavía extrañan el campo, pero se mudaron para estar más cerca del aeropuerto: Gustavo Grobocopatel pasa una semana por mes en Brasil, donde está ahora una parte sustancial de su grupo económico, con sus nuevos socios: empresarios locales y la multinacional Mitsubishi.

En el café del Malba, donde suele atender, le preguntamos de qué modo la parábola de su vida es una parábola de la Argentina: bisnieto de inmigrante judío que se convierte en uno de los veinte mayores empresarios del país, protagonista determinante del boom de la soja, el yuyo al que debemos la prosperidad de los últimos años y la ubicación de la Argentina en el mapa del mundo a futuro.

-Hay un tipo que está haciendo un trabajo sobre el ciclo de vida de Los Grobo—responde-. Dame un papelito en blanco…Dice que a las empresas hay que entenderlas como ciclos de vida. Entonces, hay un ciclo desde el año ‘84, en que se fundó la compañía, hasta el año 2000. ¿Qué pasó durante ese período? La empresa fue de accionistas familiares, con una impronta familiar, y hubo tensiones propias entre un pulso que profesionaliza y un pulso que familiariza, entre un pulso que descentraliza en red y un pulso que centraliza en empresa familiar. Todo eso pasó hasta el año 2000. En el 2000, mi padre nos dona la empresa a nosotros,  y ahí empezamos un proceso muchísimo más claro de profesionalización hasta el año 2007. En 2007 entran los brasileños. Ahí se consolida la profesionalización, porque ya hay socios que no son familiares.

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Siempre señalando el papelito con las rayas, sigue:

-Nosotros hicimos un proceso de crecimiento muy grande, llevó casi 30 años, en el que profesionalizamos una empresa familiar, la hicimos crecer regionalmente, la industrializamos, la integramos verticalmente, de productores pasamos a proveedores de servicios, de proveedores de servicios a industriales, incorporamos tecnología, incorporamos mejores prácticas, incorporamos socios, ahora se asoció Mitsubishi, la compañía está en Brasil. ¿Cuál es la brisa que mueve la hoja en este período? Si no hubiese sido una década perdida la famosa década del 80, yo acá (señala en la línea el “hito” del 2000) hubiese llegado antes. No me hubiese llevado 17 años hacer lo que hice; me hubiese llevado diez. Si el sistema impositivo argentino hubiese sido diferente, yo no hubiese tenido necesidad de venderle a los brasileños parte de mi empresa para crecer; lo hubiese hecho con mi propia inversión. Si eso hubiese pasado, tal vez yo hubiese sido una Bunge o una Cargill, de ese tamaño, en el mundo. No lo soy. Es parte de las restricciones que tuve. La empresa cada vez es menos argentina, pero yo voy a lograr hacer lo que quería. En vez de a los 50, a los 60 años. El balance de la parábola ¿cuál es? ¿Argentina podría haber tenido una multinacional argentina cien por cien del tamaño de Cargill dentro de diez años? Sí. Hubiese podido. Yo hubiese podido. ¿Argentina la tendrá? No, no la tendrá. Porque parte de mis ganancias fueron a la sociedad, a los distintos usos que le dio el Estado. Ahora, obviamente que no con mi guita solamente; con la guita de cien mil productores. ¿A la Argentina le interesa, cree que vale la pena tener multinacionales o no? Eso es un gran tema. Yo no estoy seguro. Porque no está mal que tenga una empresa argentina con Mitsubishi de socio, porque es parte de la dinámica de la globalización. Nuestra empresa es la única en Argentina que tiene socios brasileños, japoneses. Vos no tenés una empresa con una mirada multicultural en sus accionistas. Tenés empresas que tienen intereses en Brasil. Por ahí, puede ser que las restricciones se hayan transformado en una ventaja para la empresa. Pero eso no lo sabemos.

En la estancia nos habla de un encuentro con el ex presidente Alvaro Uribe en el que le planteó su modelo de agricultura sin propiedad de la tierra como un modelo posible para Colombia, un país agrario en el que el acceso a la tierra (o la falta de acceso) es uno de los grandes motivos de conflicto social.

-Si me hubiesen tocado las reglas de juego de Colombia, seguramente hubiésemos armado una empresa multinacional mucho más rápido y puramente Argentina-afirma.

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Su mujer, sentada a su lado, apunta:

-Acá es “combatiendo al capital”.

Grobocopatel agrega que hace falta “calidad del Estado”, que sólo puede lograrse con ayuda de los empresarios y también, en menor medida, de las ONGs (Paula es vicepresidenta de Poder Ciudadano). ¿Y qué tendría que hacer el Estado? Invertir en infraestructura, educación, servicios públicos: ocuparse de la escuela pública de Carlos Casares, que sostienen los padres, y de hacer una autopista desde Buenos Aires. “Y todo eso requiere capital de afuera, deuda, para que haya servicios públicos de calidad. Si viene deuda para hacer las autopistas, las escuelas, la educación, los trenes, bienvenida la deuda”.

Para eso sirve el Estado. Para lo demás, están los empresarios.

-La innovación, la creatividad, la política de crédito no sirven si no hay emprendedores, si no hay empresarios. ¿Quién va a liderar? Si no tenés derechos de propiedad establecidos, si no podés ganar guita, es imposible.

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Pero –es su razonamiento-, como el Estado argentino ha fallado, Los Grobo es cada vez menos una empresa argentina.

-Nosotros emotivamente estamos ligados a la Argentina, pero la empresa tiene un camino diversificado que no depende exclusivamente de lo que pasa en la Argentina -explica-. Si Argentina no ofrece oportunidades, terciaremos más en otros lugares. No estamos huyendo de acá.

Paula interviene:

-A pesar de que nos va como el orto.

-Nos va mal -coincide él- . Perdemos plata y tenemos que poner guita en la empresa. Acabamos de tener que hacer una capitalización por 20 millones de dólares. Vendimos campos. A causa de la convergencia entre la sequía y el sistema impositivo y modelo de producción.

***

-Decís que si estuvieras en otro país que no fuera la Argentina hubieras tenido una empresa más grande en menos tiempo, te iría mejor. Pero ¿no es esa una típica interpretación argentina? Del argentino que piensa que es alguien con talento pero está en un país de porquería, y que si estuviéramos en otro país nos iría mil veces mejor. ¿No te parece que Los Grobo, y vos como empresario, sólo son posibles porque ocurrieron en la Argentina?

Y, recién entonces, se apura a responder:

-Obvio. Sí. Ni hablar. Yo, yo … No, al contrario, yo estoy totalmente de acuerdo. Yo llegué acá porque Argentina me dio la oportunidad.