Fotos: Prensa #GildaLaPelicula
Gilda, en medio de los flujos del neoliberalismo de los años noventa, conjugó su vida de clase media en el barrio de Devoto y el ser madre de dos hijos. Y habilitó un nuevo rol femenino en la música tropical. ¿De qué modos sus letras conformaron un visionario cancionero del feminismo que estaba tomando fuerza en la agenda democrática? ¿Cómo se cruzaban en sus shows la sensualidad, el catolicismo y los sectores populares? ¿Por qué se convirtió a la vez en una santa y en una musa del rock nacional? La película Gilda, no me arrepiento de este amor, dirigida por Lorena Muñoz y protagonizada por Natalia Oreiro, retoma la actualidad de estas preguntas en las coordenadas de la Argentina poskirchnerista, y muestra las contradicciones que atraviesa toda mujer que sale al ámbito público y se convierte en un corazón valiente.
God Only Knows
Corría el comienzo de la década de los noventa: Argentina no tenía aún la ley de cupo femenino, Hillary Clinton no había llegado al Salón Oval, Violeta Barrios de Chamorro recién había sido electa como primera presidenta latinoamericana elegida por el voto popular en Nicaragua, Cristina Fernández de Kirchner apenas había alcanzado su primer cargo político como diputada.
En esos mismos años, otra morocha argentina, flaquita, “brava”, y con ese don celestial para moverse arriba de unos altísimos tacos, trabajaba como maestra jardinera, estaba casada con el novio de toda la vida, criaba a dos hijos en edad escolar, se ocupaba de su casa y estaba por llegar al cambio de década. ¿Qué opciones socialmente disponibles se trazaban en la democracia de mercado para una señora de sectores medios nacida en 1961? Myriam Alejandra Bianchi había nacido en una familia tradicional de Devoto,había vivido varios años en Villa Lugano y después había vuelto al barrio de su infancia. Como todos los cuerpos destinados al mito, estaba atravesada por las formas de vida de su época, pero logró torcerlas. Una mañana, leyó un aviso clasificado en el diario en el que pedían vocalistas para un grupo musical. Ése fue el comienzo de todo: allí conectó con su anhelo postergado de cantar y conoció a Juan Carlos “Toti” Giménez, compositor y tecladista, quien se convertiría con el tiempo en su aliado musical, su compañero artístico y afectivo.
¿Qué música escuchaba Myriam? Tenía una mamá profesora de piano y un padre –fallecido en su adolescencia– que le había inculcado el gusto por los acordes de guitarra. A Myriam le gustaban géneros musicales diversos: Sui Generis, Charly García, Franco Simone, Dyango; la cumbia también. O mejor: lo que más le gustaba era cantar. Así, Myriam dio paso a las primeras audiciones de Gil, como la apodaban sus familiares y amigos. Después llegaron las actuaciones y ya fue Gilda, en sintonía con la femme fatale de la película homónima protagonizada por Rita Hayworth. Los primeros contactos con el mercado de la música tropical fueron difíciles. En esos años, las figuras femeninas eran Lía Crucet y Gladys “la Bomba tucumana”; mujeres que –por decirlo rápidamente– eran construidas desde el deseo masculino neoliberal: rubias teñidas, bustos operados, lycras adherentes. Gilda, acompañada por Toti, comenzó su propio camino del héroe, en el que tuvo que luchar contra este prejuicio doble: de género –era flaca, morocha y con poca delantera; difícilmente podría conquistar a los varones– y de clase –su perfil dulce, de maestra, de señora casada, difícilmente podría conquistar a los cumbieros–.
Primero vino De corazón a corazón, luego La única, Pasito a pasito… con Gilda, y Corazón valiente fue el comienzo de la consagración, con el que obtuvo el disco de oro y doble platino en la Argentina. Gilda conquistó a los varones, conquistó a los cumbieros y en especial conquistó a las mujeres que veían en ella una posibilidad de autonomía: Gilda se había separado del padre de sus hijos, había desafiado los mandatos sociales y a los 30 años escribía sus propias canciones, una práctica inusual en el ambiente tropical (más aún decirle “Fuiste” a un novio o “Te cerraré la puerta para que aprendas” a un marido). Hay varias imágenes inmortalizadas de Gilda: la minifalda roja de charol, el top negro y la cruz colgando de su cuello, o el vestido azul con la corona de flores en la tapa de Corazón valiente. Gilda fue el espacio del umbral: educada en colegio religioso, se animaba a reversionar “Jesucristo” –la canción de Roberto Carlos–, a inaugurar espacios de rebeldía femenina en sus temas y a jugar con los efectos de sus sexys movimientos.
Su carrera pública fue breve y fulgurante. Cuando viajaba de un show a otro, el 7 de septiembre de 1996, murió en un accidente de tránsito en la ruta 12 de Entre Ríos, en el que también murieron su madre, su hija, tres músicos de su banda y el chofer.
Yo por ti volveré
Podríamos haber tenido otras películas sobre Gilda. El destino, la imaginación pública y la propia voluntad de su hijo Fabrizio hicieron que la película fuera escrita, protagonizada y dirigida por mujeres. Lorena Muñoz, una de las egresadas más prestigiosas del Cievyc, ideó la película después de una trayectoria en el documentalismo argentino: primero con Yo no sé qué me han hecho tus ojos, sobre la cantante de tangos Ada Falcón –junto con Sergio Wolf– y después con Los próximos pasados, sobre la historia del mural de David Siqueiros. La actriz y cantante Natalia Oreiro interpretó a Gilda desde un linaje espejado: siempre se asumió fan de Gilda rindiendo homenaje –en muchas de sus telenovelas la había cantado– y a la vez encaró una tarea interpretativa sutil y contenida que demuele la pantalla en los planos cortos. La película logra que Gilda vuelva porque el espectador empatiza con Natalia acercándose a Gilda, un gesto que refracta su propia carrera y su vinculación con los sectores populares: una chica linda de barrio que se ganó un espacio de varones, se convirtió en artista de culto y nunca perdió la estela masiva.
No me arrepiento de este amor no es un documental, es una ficción que ofrece una lectura de Gilda como la historia de una mujer que sale al ámbito público. Esta lectura se concentra en los años de ese cambio de vida y en las contradicciones que enmarca o fantasea: la inversión de los roles de género tradicionales cuando el marido cuida a los chicos en la casa mientras ella vuelve de trasnoche de los recitales; la relación amada y tirante con su madre y con su hija –la hija le reclama si ha echado al padre; ella le reclama a su propia madre por la relación con su padre–; la construcción personal y artística como un espacio de negociaciones y tensiones. A la vez, la película deja entrever a Gilda como una suerte de “princesa plebeya”: para unos, la versión “blanca” de un género subalterno; para otros, el relato sagrado de la mujer que se acerca a sectores marginalizados. Al respecto, una escena hermosísima de la película es cuando Natalia canta en un centro penitenciario sólo ante internos varones y se anima incluso a que bailen con ella, en los propios límites que les plantea. Este hallazgo de la película se basa en un video original de Gilda,
que puede verse en Youtube, y que la sintetiza como la mujer ícono que ablandó la actuación de género a fines del siglo XX al yuxtaponer santidad y sensualidad.
Gilda es Gilda en su mito post mortem: la estrella reconocida por el punk de Attaque 77 y por los gobiernos de distinto signo político, la santa laica de la muerte joven y trágica, la artista coreada en la cancha y en el mundo intelectual. La película lee a Gilda desde estas condiciones de lectura contemporáneas, y desde ahí se enfoca en las preguntas, en los pliegues, en el laboratorio vital de una cantante para quien su gran amor fue el ámbito público, su carrera artística. La película interpela porque, en definitiva, ella es común y excepcional a la vez: ¿a quién podría no gustarle Gilda?