Ensayo

¿Quién más quiere un futuro erótico?


De la desmaterialización a la desimaginación

¿De verdad es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo? Hernán Borisonik se pregunta qué nos trajo a esta performance social permanente que obtura las ganas de fantasear más allá de los problemas cotidianos. ¿De qué manera la idea de antropoceno, la IA, la profesionalización de la academia, la obediencia algorítmica y la estandarización hasta del goce alienan sistemáticamente la creatividad colectiva? Cómo soñar un futuro menos colonizado y más tecno-eco-político. Cómo despertar de la pesadilla del relato policíaco, de la distopía y la extinción.

No es solamente un gobierno de turno, aunque sin duda también lo es. Pero es un gobierno de turno que hace síntoma de un panorama histórico global. Panorama en el que la teoría ya no funciona como solía hacerlo. Es un momento de crisis transversal que, en su arista filosófica, evoca el período helenístico griego: tras la muerte de Alejandro Magno, la idea de que Atenas era el ombligo del mundo se confrontó con la realidad de ser una provincia más, en comparación con culturas como la india, que desafiaron su percepción de centralidad y magnanimidad. Entonces, mientras el gran constructo filosófico griego del socratismo se derrumbaba, se fue dando un repliegue hacia pequeñas escuelas éticas, más centradas en el cuerpo y las conductas individuales. 

Hoy vivimos un proceso comparable a ese. Ante la caída de la Modernidad (con lo bueno y lo malo que esto supone), nuestra época está fragmentada en pequeños mundos, en pequeñas burbujas morales, y lo que antes era vivido como una totalidad coherente se convierte en una multiplicidad de perspectivas dispares e irreductibles. La totalización de la teoría, la estructura que alguna vez sostuvo la formación filosófica de quienes nacimos en el siglo XX, se muestra limitada. Nos encontramos ante la demanda de algo nuevo, de una forma que permita reencontrarnos con la teoría pero bajo otros parámetros, reencontrar para reencauzar. 

¿Queda algo para defender de esa perspectiva totalizante o el hecho de que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo marca el agotamiento total de una forma de vida? ¿Estamos ante un límite conceptual, ante el agotamiento de un marco teórico, de un horizonte de sentido? Este no es el fin de la imaginación, pero sí de ciertos modos de imaginar. Lejos de una era de desmaterialización —como a veces se sugiere—, vivimos una era de desimaginación, en la que tanto la opacidad digital como la estandarización algorítmica, obturan nuestra capacidad de concebir el mundo de maneras distintas.

No se trata de una reducción en la materialidad ya que, aunque la “experiencia de usuario” sea de inmediatez e inmaterialidad, los cables, la fibra óptica y los servidores siguen siendo elementos físicos subyacentes y necesarios, tanto como la energía, sustancias y trabajo humano que se usan para crearlos. 

Hay, eso sí, una pérdida en la capacidad de concebir imágenes mentales. ¿Qué imágenes tenemos del dinero, de su fisicalidad, de sus recorridos y sentidos de circulación? ¿Cómo representar mentalmente la jerarquización y el tránsito de las imágenes digitales que inundan nuestros dispositivos? Estamos siendo testigos de una externalización o disminución de nuestra facultad para construir representaciones abstractas de aquellos bienes que desempeñan papeles fundamentales en la cultura contemporánea. Esta transformación radical de la forma en que la mediación monetaria se presenta en las relaciones sociales afecta los modos de vincularse con el dinero, pero también la capacidad de conceptualizarlo y comprenderlo.

En sus reflexiones sobre Auschwitz y el nazismo, Georges Didi-Huberman acuñó la frase maquina de desimaginación para referirse al modo en el que el fascismo buscaba hacer desaparecer cualquier posibilidad de reconstruir el horror vivido por sus víctimas. Secretismo, silencio, y enterramiento para eliminar la psique, las lenguas, los restos e incluso los instrumentos, los archivos y la memoria de la desaparición. Esta máquina funciona en base a una política que se vale de “imágenes, instituciones, discursos y otros modos de representación que socavan la capacidad de los individuos para dar testimonio a un sentido crítico y diferente de rememorar y definir la ética y la resistencia colectiva”. 

A partir del pensamiento de Giorgio Agamben, se pudo decir que el mundo actual no se diferencia en nada de la lógica del campo de concentración, en la que la excepción es la regla y las decisiones soberanas no son predecibles. Con eso, la máquina de desimaginación se extiende al planeta completo y la lógica disciplinaria de “los mercados” militariza la vida social, bajo una fiebre consumista determinada por la estandarización del goce. Una cultura híper segmentada en la que se disuelve lo colectivo, pero en la que, a la vez, cada individuo persigue algo premoldeado por poderes muy concentrados es una cultura que llama a gritos a la institución de una imaginación radical como arma de lucha. 

En un texto sobre neoliberalismo, Henry Giroux utilizó fugazmente la expresión de Didi-Huberman para referirse a un conjunto de “aparatos culturales” que incluyen a los medios de comunicación y a la “cultura de la pantalla”, cuya “pedagogía pública funciona, principalmente, para socavar la capacidad de las personas para pensar críticamente, imaginar lo inimaginable e involucrarse en un diálogo pensativo y crítico”. Así puede explicarse la guerra cada vez más abierta a los derechos conquistados, a las prácticas científicas y a la canalización y mediación institucional de los conflictos. De modo que, para acrecentar sus ya concentrados privilegios, ciertos sectores extractivistas animan la licuación del tejido social e imponen un régimen de desapego, odio, ansiedad y depresión, vacían de contenido a la democracia y la disfrazan con algunas expresiones formales y el acceso “universal” a ciertas plataformas privadas. 

Pero más allá de estas impresiones generalizables y evidentes en determinados escenarios, hay otras caras de la desimaginación actual que, aunque acaban por fortalecer a los mismos poderes, merecen ser observadas más profundamente. 

Antropoceno: retorno de lo real, obturaciòn de la teoría y ocaso de la metáfora

Para enfrentarnos a la velocidad y aceleración de los tiempos actuales, que vienen de la mano de una distensión del tejido social, hay que comprender sus vínculos con el crecimiento de la desigualdad estructural y las tensiones políticas que las acompañan. 

¿Qué marca la aparición del concepto de Antropoceno (y todos sus derivados y análogos) si no un límite? En el contexto del “fin del mundo” y la extinción, surge un notable énfasis en el retorno de “lo real”: la planetariedad como método para un planeta que se convierte en objeto de estudio y, a la vez, en nuevo sujeto en plena policrisis, las futuridades y la transformación de los cuerpos como agentes afectados delinean un camino hacia la experiencia directa como fundamento del conocimiento. 

Esta tendencia desdibuja el sitio del pensamiento conceptual, priorizando una literalidad y un “experiencismo” que se presentan como ineludibles e inmediatos. Sin embargo, y con todo lo que aporta, esta centralidad de la diversidad de lo real restringe las posibilidades interpretativas y limita la capacidad de situar estos fenómenos en un marco de comprensión más amplio, que permita verlos no solo como hechos, sino como elementos integrados en una red de significados y relaciones.

La irrupción de una literalidad sin mediación conceptual obtura la teoría, desplaza la metáfora en favor de un presentismo multiplicador que opera en reemplazo de la experiencia y del entendimiento. Y esto cierra espacios de especulación sobre el significado y la distribución de lo humano y lo no humano en esta época. Es una lógica que subraya un cambio hacia nuevos realismos que, en ciertos casos, acaban reemplazando la abstracción por la simplificación que, en efecto, es hoy la explicación dominante del mundo. 

Este desplazamiento hacia la literalidad y el experiencismo se alinea con el funcionamiento de la llamada inteligencia artificial (IA), que procesa enormes volúmenes de información mediante asociaciones pero sin hipótesis comprensivas. Como dijeron Rouvroy y Berns, los algoritmos no buscan comprender, sino que explican y predicen la realidad por correlación de información. Presentan la asociación de datos como explicación, evitando el paso por su ubicación en un contexto mayor de sentido. La metáfora, que en otro tiempo permitía articular relaciones complejas y posibilitar imágenes y figuras comprensibles, es vista ahora como innecesaria, excesiva o confusa, siendo preferible el reverso jurídico de la definición discreta. 

Así, la relación entre el realismo antropocénico y el modo en que funciona la IA hay puntos de confluencia. No sería problemática, en términos metodológicos, la reducción de los fenómenos complejos a sus dimensiones más evidentes, si no limitara la capacidad de cuestionar o reformular nuestra relación con el contexto y con el conocimiento mismo de ese contexto. Esto neutraliza el poder transformador de las palabras y las imágenes. 

Esto, siguiendo ideas como las de Claire Colebrook, limita la capacidad de pensar más allá de la realidad inmediata y de los problemas de corto plazo. En sus reflexiones sobre el Antropoceno y la crisis ambiental, Colebrook observa una suerte de fin de los futuros posibles. La conciencia de la catástrofe ecológica y el impacto humano en el planeta configuran una visión cerrada, donde lo posible parece limitado a la supervivencia y adaptación al desastre, reduce la capacidad de proyectar mundos alternativos, modos de vida no condicionados por el imperativo del crecimiento y la acumulación. De ese modo, la cultura contemporánea convierte la catástrofe en un espectáculo, la conciencia de clase en desidentificación, la motosierra extractivista en arma política. 

La crisis se vuelve tan cotidiana y estéticamente aceptable que pierde la capacidad de despabilar. Nos topamos con sistemas tecnológicos y ecológicos incontrolables que no logramos comprender pero que parecen leernos a la perfección, como el virus que penetra y daña o el algoritmo que define votos y consumos. Las mayorías precarizadas y empobrecidas experimentan una clara percepción de la disminución de sus capacidades de agencia, en oposición a círculo concentrado que quiere controlarlo todo y que, paradójicamente, obtiene grandes adhesiones de quienes perciben la impotencia, pasividad y melancolía por el “Hombre”.

En ese contexto, las narrativas colectivas se diluyen y las subjetividades quedan aisladas en sus crisis particulares, encerradas en imaginarios altamente fragmentados y desintegrados.

Exomatización y “desmaterialización”

La exomatización, según Bernard Stiegler, es un proceso mediante el cual las funciones cognitivas y fisiológicas humanas se delegan a sistemas técnicos externos. Los seres humanos, al exteriorizar sus capacidades en artefactos y tecnologías, crean extensiones de sí mismos. Inicialmente, la técnica y las herramientas funcionaban como exo-organismos, medios externos que complementaban y ampliaban las capacidades humanas, desde el lenguaje y la escritura hasta los sistemas complejos de organización y memoria. Este proceso, central para la evolución humana ya que ha permitido no solo almacenar conocimiento sino también estructurar formas de pensamiento y organización social cada vez más complejas, conlleva el riesgo de idiotizar y generar momentos entrópicos (es decir, una disposición a favor de las fuerzas del universo que inexorablemente llevan a un equilibrio aniquilante).

El proceso de exomatización se desplazó hacia la esfera de la imaginación. Con la inteligencia artificial y las tecnologías avanzadas de simulación, las máquinas comienzan a desempeñar un papel activo en la producción de representaciones, juicios, imágenes y narrativas que tradicionalmente correspondían a la creatividad humana. Estas máquinas empiezan a ser capaces de imaginar en nuestro lugar, generando contenido sin necesidad de una intervención humana explícita. Una de las facultades más intrínsecamente ligadas a la excepción humana, parece estar exomatizándose, volviéndose una función técnica que ahora también opera desde fuera del individuo.

Stiegler advierte que esta transferencia no es neutral: puede llevar a una estandarización del proceso creativo, puede conducir a una cultura donde las posibilidades creativas se definan y se restrinjan dentro de las fronteras impuestas por estos sistemas, una “imaginación” técnica que, aunque expansiva en términos de cantidad, es potencialmente reduccionista en términos de diversidad y profundidad.

Esto plantea preguntas cardinales sobre el papel y la naturaleza de la creatividad en la era digital si la creatividad humana pierde exclusividad y, potencialmente, relevancia. Las máquinas pueden ahora generar obras de arte e idear soluciones sin necesariamente comprender su propio contenido, replicando y recombinando patrones que los humanos antes producían de manera intencional, pero también haciendo aparecer otros nuevos. 

En esta configuración, el papel del ser humano se transforma. Puede pasar a ser usuario o consumidor de las imaginaciones generadas por las máquinas. Distancia la relación entre individuo y proceso creativo, aliena una de sus capacidades esenciales y distintivas: la de proyectar futuros y concebir mundos. 

La exomatización de la imaginación no sólo redefine la creatividad, sino que también altera la relación del ser humano con sus propias capacidades y, sobre todo, el surgimiento de un nuevo reparto o distribución de “lo humano” entre actores diversos que incluyen bípedos implumes, pero también otros animales y máquinas. La transferencia hacia los sistemas técnicos implica un desplazamiento hacia actos de procesamiento y combinación algorítmica, basados en datos y patrones más que en experiencias y percepciones individuales. De algún modo, se desvanecen la tragedia y la vivencia subjetivas. La muerte de Dios se volvió viral, contagiosa. 

Este proceso técnico no es aislado, sino que forma parte de una gran transformación social, que incluye también la “democratización” de la expresión, la colonización del imaginario, la imposición de relaciones usuario-plataforma que condicionan las ya antiguas ideas de ciudadanía y derechos hacia direccionamiento de la “libertad” en su edición más empobrecida, reducida al scroll and swipe. La actual generación, depresiva y ansiosa, ve al futuro como irremediablemente peor que el presente, no puede imaginarse algo mejor. Ya no hay futuro heróico por el que hacer algo, sino una proliferación de miles de micro-futuros inmediatos que son muy solidarios con el tipo de predicción de los algoritmos. La conquista de lo común y el desmembramiento en burbujas aumenta la percepción de que los seres humanos son predecibles para algoritmos que son impredecibles, incluso para sus propios creadores. Por lo tanto, estaríamos pasando de la “lenta cancelación del futuro” de Mark Fisher a su estandarización. 

Criptomonedas y performance social permanente

La era actual está marcada por una poderosa concentración de poder en entornos digitales que permiten la rápida circulación de información, lo cual implica un problema inimaginable en la época de Marx, ya que los bienes digitales no enfrentan escasez y son abstractos e intangibles. Esta situación se debe a la matriz sobre la que se sustenta la estructura de la digitalidad contemporánea, que es el capitalismo financiero o neoliberal, que convierte a cualquier objeto cultural en informatizable, cuantificable y mercantilizable. O, como subraya Agustín Berti, contenidizable. La producción de inmediatez y sobreabundancia junto con la falta de límites inmanentes que caracterizan al mundo digital alejan las posibilidades de crítica o enfrentamiento a las condiciones dadas. Del mismo modo, efectúan una desimaginación del dinero, con impactos en las relaciones humanas y nuevos planteos éticos y políticos.

Ante los avances en el campo digital, se refuerza la naturaleza enajenante del dinero-capital. ¿Qué son, por ejemplo, las criptomonedas? Bienes digitales (y, en muchos casos, activos financieros) cuyas unidades sólo se diferencian por una serie de marcas y datos y que, en sí mismas, no se enfrentan a ningún tipo de escasez natural; su abundancia, en contraste a la del dinero tradicional, es absoluta. Las criptomonedas funcionan como espejo del desplazamiento contemporáneo hacia una representación abstracta y técnica del mundo, donde la capacidad humana de imaginar y la confianza en su agencia quedan relegadas.

La intersección entre materialidad y digitalidad nos posiciona nuevamente frente al problema de la desimaginación. Tenemos un mundo medial cada vez más abstracto e intangible, producto de la abstracción irrefrenable que opera el capital sobre el mundo. Nuestras relaciones humanas están mediadas por algo que escapa cada vez más a nuestras capacidades de representación. Frente a esto, se aplica un mecanismo de simplificación bestial sobre las interfaces. Se vuelve imperioso evitar que la oposición a la abstracción absoluta obture cualquier posibilidad de abstraer. 

Silvia Schwarzböck reflexiona sobre la transformación de la imagen y la percepción en la era digital “posthumana”. Sugiere que las imágenes ya no se perciben de la misma manera que en la Modernidad. Habla de un “ojo descentrado”, que no se enfoca en el sujeto humano, que ha sido reemplazado por una infinitización de las imágenes, que se archivan en memorias no humanas y dispositivos externos. Esto externaliza nuestra capacidad de imaginar: la información ya no reside en nuestro cerebro, sino en dispositivos como la nube o las memorias digitales. La capacidad de imaginar no depende únicamente de las facultades cognitivas internas y de la experiencia emocional de cada individuo, sino de las imágenes accesibles al ojo digital, almacenadas, alteradas y compartidas sin la intervención directa de humanos. 

Las imágenes hoy no impactan, como lo hacían antes, a nivel subcutáneo, sostiene Schwarzböck (así como lo hacen, de algún modo, Andrea Soto Calderón y Joanna Zylinska); nos acostumbramos a una constante exposición a lo explícito y lo visual, desarrollamos una cierta insensibilidad a los efectos más remisos y una familiaridad con la violencia que son también un reflejo de la externalización de la capacidad de imaginar el horror, ya que las imágenes extremas son procesadas como simples elementos dentro de un flujo constante de información. 

El espectador contemporáneo se ha convertido en un soberano de su pasividad, alguien que puede recrear, consumir y archivar imágenes para participar en una especie de performance social permanente. 

Profesionalización e inflación categorial

Como respuesta al vértigo por la aceleración de los acontecimientos, y en concomitancia con un proceso de profesionalización y despolitización de la academia, vivimos una profunda alteración del papel del intelectual y el campo de la teoría. Al vincular éxito académico con métricas de productividad, publicaciones, y reconocimiento en medios especializados, las instituciones de educación superior incentivan una carrera que muchas veces relega la especulación y la imaginación radical a un segundo plano. En lugar de promover la crítica libre, los tiempos de la reflexión y los debates más abismales, la academia profesionalizada tiende a priorizar la conformidad con agendas de investigación más bien impuestas desde los grandes centros y estrategias que permitan obtener prestigio y financiamiento. Esta tendencia limita el riesgo intelectual y la conformación de comunidades de sentido, en consecuencia, se reduce el espacio para propuestas e imágenes verdaderamente transformadoras.

La inflación categorial en los campos teóricos también contribuye a esta limitación de la imaginación. En lugar de explorar nuevas formas de conocimiento, los académicos se ven impulsados a crear subcategorías, términos y teorías con el objetivo de establecer un nicho de especialización que los distinga. Esto, más que un avance significativo en el pensamiento, es muchas veces una estrategia para consolidar una presencia y autoridad en ese ámbito que incentiva más el desarrollo de carreras individuales que la comprensión de los fenómenos que se estudian. Y puede convertirse en un fin en sí mismo, creando un lenguaje especializado que, aunque sea intelectualmente refinado, se vuelve estéril y ajeno a la posibilidad del diálogo. Se eclipsa la posibilidad de discutir conceptos más generales como efecto o síntoma de la configuración actual del campo. ¿Cómo modular eso y escapar al fetichismo nominalista? 

El cambio de enfoque convierte al académico en un profesional de la teoría antes que en un pensador comprometido. La caída de la imaginación radical ocurre cuando nos vemos limitados a la búsqueda de la precaria seguridad que ofrecen los caminos establecidos y las tendencias aceptadas, y cuando las preguntas fundamentales son evitadas en favor de proyectos que garanticen un éxito mensurable. 

La academia incentiva a proyectar identidades públicas alineadas con las demandas externas de fama e influencia, desplazando los valores colectivos o contraculturales. En lugar de contribuir a una conversación imaginativa y especulativa, la necesidad de sobresalir individualmente lleva a una competencia por el reconocimiento (y por los escasos fondos) que empobrece el diálogo y empuja a los teóricos a plegarse a modas y tópicos rentables. 

La especulación se desplaza de la filosofía a las finanzas y se producen ideas que se vuelven rápidamente recuperables y mercantilizables. Se consolida así un círculo de retroalimentación donde la imaginación radical es domesticada por los intereses de un modelo de academia (que ya no es el de la universidad o los equipos de investigación) y el mercado intelectual. 

Esta dinámica refleja una lógica de normalización de la teoría, limitando el potencial transformador que debería caracterizarla. Para colmo, esto sucede en un momento en que todo el sistema científico, especialmente aquella ciencia que no busca un efecto concreto e inmediato, está atravesando un profundo y violento ataque. La investigación “libre” como forma de vida se ve gravemente amenazada por fuerzas conservadoras a favor de la concentración de las decisiones. Por eso es importante insistir y perseverar en este estilo de trabajo y de diálogo que amplían las formas de relacionarnos con la realidad. 

Hacia una erótica del futuro

En la introducción del libro Dilemas contemporáneos de la Teoría Crítica de la sociedad, Santiago Roggerone, Agustín Prestifilippo y Alexis Gros afirman que “sólo mediante un gesto de actualización y traducción se puede presionar la tradición de pensamiento referida a la teoría crítica clásica hasta el punto de presionada hasta el punto del desborde productivo”. Esta imagen de un desborde productivo parece muy fértil, ya permite plantear hasta qué punto las preguntas clave de la tradición teórica y crítica pueden y deben ser replanteadas en diálogo con los desafíos contemporáneos y desde una perspectiva subalterna, sin perder de vista las mediaciones y tensiones históricas que dieron forma al presente. 

¿Es capaz la teoría crítica de renovarse y seguir interrogando al mundo? Tal vez, más allá de las fronteras disciplinares, este tiempo de urgencias llama a una serie de alianzas incómodas e inesperadas. Es fundamental poder imaginar una sociedad mejor frente al horizonte actual, resistiendo a la apatía, el realismo capitalista y la simplificación que lo caracterizan. Se trata de esforzarnos para decir algo nuevo, para encontrar una erótica del futuro que permita recuperar preguntas y miradas creativas, frente a la multiplicación de imágenes distópicas y de exhaución y extinción.

¿Cómo defender la abstracción teórica en un contexto como este? ¿Qué significa hacer teoría hoy? ¿Cómo enfrentarse al “como si” de Hans Vaihinger y asumir un lugar que sabemos que no es real, pero que debemos sostener? Una apertura productiva sería reponer las mediaciones que hacen a las jerarquías y localizaciones del pensamiento hoy. También, recuperar una defensa de la capacidad de la teoría crítica para seguir siendo relevante, para seguir interpelando al presente. A pesar de las dificultades, debemos seguir dialogando desde categorías y perspectivas preexistentes, actualizándolas sin perder de vista sus fundamentos.

Del mismo modo, ¿cómo pasar de un imaginario colonizado, asociado a la tecno-bio-política clasificadora, a un imaginario libre vinculado a la tecno-eco-política? Habrá que ver qué podemos imaginar para enriquecer la experiencia vital y adaptarnos creativamente (como siempre lo ha hecho la vida) a un nuevo nomos que se concentra en los extractivismos de la atención y los datos, pero que también, como hace siglos, está apegado a la mercantilización y la búsqueda del crecimiento y la acumulación económica en un mundo que cada vez queda más vulnerable y irrepresentable. 

En su Realismo capitalista, Mark Fisher reflexionó sobre las vías a través de las cuales el capitalismo absorbe toda forma de oposición, incluyendo la creatividad, integrándola en sus vectores de producción y circulación. Fisher vio cómo el sistema mercantiliza incluso las propuestas contraculturales (la cultura popular y la creatividad alternativa pierden su capacidad subversiva al volverse productos del mercado) lo que lleva a una alienación profunda y a la sensación de que no existen alternativas reales. 

Tomando en cuenta el célebre diagnóstico de Guy Debord, en La sociedad del espectáculo, donde se critica el modo en el que la sociedad moderna convierte cada aspecto de la vida, la Internacional Situacionista proponía prácticas como el détournement, una forma de apropiación creativa y subversiva que buscaba desafiar la hegemonía cultural, alineándose con el rechazo de la originalidad como valor burgués y cuestionando las formas institucionales de la creatividad. 

Más acá en el tiempo, Andrea Fraser ha echado mano de la performance para exponer cómo la institución artística capitaliza la creatividad y la vuelve una actividad alienada. En obras como Museum Highlights, Fraser se apropia de los códigos institucionales del arte para mostrar la lógica de mercado y poder que atraviesa las prácticas creativas, criticando el rol de los museos y galerías en la creación de valor y exclusión social en el mundo del arte.

Si la imaginación se convierte en un recurso para reforzar estructuras de poder y alienación, es urgente la necesidad de liberarla de estas restricciones para devolverle su carácter auténtico y transformador. Stewart Home es un artista contemporáneo en cuya obra la relación entre creatividad y alienación aparece como un aspecto central para la crítica a las estructuras culturales y artísticas del capitalismo. En Neoism, Plagiarism and Praxis, Home argumenta que la creatividad, junto con otros aspectos de la vida, como el placer y el deseo, son utilizados como engranajes en el mantenimiento de un sistema de poderes muy establecidos. La creatividad, en lugar de ser una expresión genuina de libertad y realización humana, se convierte en una “abstracción alienante” que tiene el mismo efecto que la ya extenuada moralidad alrededor del trabajo. Así, lo que se presenta como un acto liberador se integra en una lógica sistemática que reproduciendo las mismas estructuras de subordinación que rigen el trabajo asalariado. Para Home, esta creatividad institucionalizada no libera al individuo, sino que contribuye a su sujeción, absorbida por un régimen de élites que la utiliza para fortalecer su propio estatus. Así, el arte fomenta una especie de ilusión de identidad que sólo refuerza la dependencia individual y colectiva. 

Home argumenta que la creatividad es inseparable de la historia ya que, en términos humanos, es inherentemente acumulativa, es decir, basada en contribuciones pasadas y colectivas. Sin embargo, en el capitalismo, esta creatividad se aliena y se presenta como propiedad privada (y, por ende, explotable), vinculando su valor a la originalidad y al mercado, y consolidando un concepto de propiedad que niega la creatividad como patrimonio común. Esta forma alienante de imaginar está profundamente arraigada en una cultura productivista y acumulativa.

Como dijo alguna vez Micaela Cuesta, se trata de persistir a pesar de todo, de persistir a pesar de la sospecha que recae sobre quienes intentamos hacer teoría, de persistir ante la sospecha generalizada, del recelo hacia todo aquello que se resiste a una traducción inmediatista o a la inmediata refuncionalización. Se trata de la persistencia de las preguntas pese a las lógicas del mercado (y del mercado académico), a pesar de la falta de recursos y la extenuación de las fuerzas en conseguirlos para poder continuar investigando, a pesar de las tendencias profesionalizantes de las que somos parte. Persistir a pesar de la mezquindad que también tiene nuestra realidad, de la que también formamos parte. Hacer de la infinita fragilidad en la que estamos una especie de refugio. Forzar ese déficit hacia el desborde creativo, con una pregunta persistente que corte la realidad de la desorientación y el sufrimiento. 

Por eso, es preciso reaccionar frente a este proceso de tribalización, a una especie de sobreactuación en torno de la identidad que ha ayudado a los sectores más conservadores a aferrarse a sus imágenes de normalidad y cercenar los ecos radicales. Ahí hay también una politicidad de la teoría: repensar la realidad, repensar la propia historia, reconstruir y mapear la historia en términos no policiales. Pensar cómo trazar puentes y construir mediaciones y des-diferenciaciones: allí donde acecha el peligro los encuentros se convierten en morada, en espacio de cuidado. ¿Cómo  abandonar una cierta actitud demasiado sensible a la diferencia, a los pequeños desajustes en los vocabularios, para no quedar subsumidos en una burbuja? ¿Cómo componer una conversación que tenga la potencia del entendimiento y la transformación (al menos de quienes participan de ella)? ¿Cómo reimaginar, cómo re-erotizar la imaginación radical, para ponerla en acción?