Ocho, nueve, diez, hasta doce horas por día. Ese era el tiempo que se pasaba leyendo el adolescente Jonathan Franzen (Wester Springs, Illinois, 1959) cuando volvía del colegio (un lugar donde no era especialmente feliz). Ese tipo de entrega –física, mental, espiritual- hacia los libros confirmó un destino elegido un tiempo antes en perfecta soledad: ser escritor. Franzen tuvo bien claro desde siempre (al igual que Rodrigo Fresán o Emily Dickinson o Borges) que deseaba escribir libros y contar historias en las páginas. No había plan B. El viaje fue de la lectura a la escritura. Una aventura tan grande y extraordinaria como cualquier otra. Ahora bien, ¿qué tipo de escritor deseaba ser Franzen? En su último libro de ensayos que acaba de salir, El fin del fin de la tierra (Salamadra), hay un decálogo llamado “Diez normas para el novelista” que ya desde el comienzo puede dar una posible respuesta. El punto 1 dice: “El lector es un amigo, no un adversario ni un espectador.” Ese es un aspecto para pensar en la obra de este escritor: siempre tener en cuenta al lector para hacerlo arribar a zonas de la experiencia humana complejas al que solo se puede llegar desde esa pista de despegue fabulosa que es la ficción. Hay un statemen ahí: la ficción, para Franzen, en este siglo XXI sigue siendo totalmente irremplazable. Por eso sus novelas no bajan de las 500, 600 páginas, porque todavía confía plenamente en la ficción como artificio que nos conecta con el corazón atemporal de la especie. Y porque necesita ese espacio de largo aliento para acompañar al lector (como se acompaña a un amigo) a un territorio lleno de vida y experiencias humanas. Todavía sigue siendo eso la lectura: una puerta de acceso a todo aquello que pasa por debajo de los radares del presente. Cuando Franzen dice que “un lector es un amigo” es porque todavía está pensando en quién fue: ese joven que lee ocho, nueve, diez, hasta doce horas por día. Para ese lector ideal escribe. Como todo gran escritor, Franzen dialoga consigo mismo esperando que alguien más comparta sus obsesiones. Como todo artista valioso, Franzen trata de construir puentes imposibles.
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AC/DC: antes de Las correcciones y después de Las correcciones. Así podría definirse la relación de Franzen con la publicación exitosa, la fama desmedida y la relevancia cultural (aparición en Los Simpsons, etc,). Pero también es un momento donde confluyen varios ríos de sentido de su relación con la escritura a distintos niveles.
Por un lado, con la salida de sus dos primeras novelas, Ciudad veintisiete (su debut de 1988 donde trataba de ganar por acumulación de microhistorias pero no consigue nivelar las intensidades, lo que se traduce en pasar absolutamente desapercibido para lectores y críticos) y Movimiento fuerte (salida en 1992 y donde se concentra más en los vínculos humanos –aparece una familia disfuncional por primera vez- y también ya se perfila su interés por la ecología y la preocupación por el medio ambiente), se termina un tipo de escritor que estaba detrás de conquistar esa entelequia llamada “Gran Novela Americana” (ya volveremos sobre esto). Es decir: desde Moby Dick de Melville hasta acá, en USA siempre se intenta conquistar esa obra de ficción que condense un estado de situación y funcione como fotografía de la Historia, que retrate y, sobre todo, explique qué está sucediendo en el norte de América. Digamos que Franzen se sacó esa mochila de la espalda, del cuello y de la cabeza para trabajar más tranquilo. Básicamente era un escritor que no se estaba divirtiendo con lo que escribía, sino que estaba preocupado por hacer “carrera”. Pensaba que el escritor tenía una función social y eso debía corresponderse con obras que se preocuparan por dialogar –y teorizar- con los problemas que la sociedad atravesaba en su presente. Pero había un problema. Franzen es lento para escribir: un mínimo de 5 años (a veces mucho más) entre una y otra novela. Cuando terminaba un libro, los problemas que movilizaban su escritura eran cosa del pasado y quedaban desfasados cuando llegaban a la mesa de novedades de las librerías. De acá, de este problema –porque escribir es buscarse problemas-, surgieron algunos puntos de fuga como soluciones:
Primera intuición estratégica del nuevo Franzen: para un escritor, el presente que atraviesa la época que le toca vivir no es nada, solo importa la historia que quiere contar, y si la historia está bien contada de algún modo dialogará con su tiempo.
Segunda intuición del nuevo Franzen: el entretenimiento no tiene que estar enfrentado con la profundidad psicológica. La risa es parte fundamental de la tragedia. Meter más humor porque de ahí surge el vínculo de afecto con ese lector ideal.
Tercera intuición del nuevo Franzen: se necesita un espacio para dar lugar a estas historias que, en cierto sentido, se pueden desprender del contexto. Aparece la familia como campo de acción, relato y combate. ¿Existe algo más fuera de tiempo y siempre actual como la familia? La familia, al fin y al cabo y antes que nada, es un país como cualquier otro donde ocurre absolutamente todo (lo bueno, lo malo, lo irreversible).
Cuarta intuición del nuevo Franzen: al no tener tantas experiencias, digamos, reales, la ficción puede carecer de profundidad, elevación y, sí, honestidad. En esta época de su vida, el escritor pierde a su padre por Alzheimer (leer el ensayo El cerebro de mi padre) y tiene un divorcio que calificó de “desastroso” (un condimento esencial de todas sus novelas).
Una semana antes del atentado a las Torres Gemelas se publica Las correcciones: la historia de los Lambert, familia disfuncional –papá con Parkinson, mamá desesperada, hijos hiperescolarizados y así todo completamente en cualquiera- que están por reunirse para Navidad, que parecía mostrar de forma simbólica ese tren imparable de un país hacia su viaje al fin de la noche (y del milenio) en forma de encuentro con el terrorismo globalizado.
El libro vende más de 4 millones de ejemplares en todo el planeta.
Nacía un nuevo escritor.
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Hace poco me dijo Jonathan Franzen cuando le pregunté qué cosas modificaron su escritura: “Podría ser la edad. Creo que siendo una persona joven tenés como cierta ambición de pureza y yo quería ser un novelista puro. Para la época que mediaba los 30 ya había superado esas preocupaciones juveniles con prohibiciones absolutas. No tenés permitido escribir ensayo porque eso violaría la pureza de la novela… digamos que eso tiene sentido cuando tenés 22 pero no tiene sentido ahora.”
Era la clase de fanático religioso que se convence a sí mismo de que, como el mundo no comparte su fe (en mi caso la fe en la literatura), debe estar viviendo el fin de los tiempos.
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Como ensayista era una persona muy “iracunda y teórica”. Cuenta Franzen en el prólogo a Cómo estar solo (2002), su primer volumen de ensayos: “Consideraba apocalípticamente inquietante que los norteamericanos viesen cantidad de televisión y no leyesen a Henry James. Era la clase de fanático religioso que se convence a sí mismo de que, como el mundo no comparte su fe (en mi caso la fe en la literatura), debe estar viviendo el fin de los tiempos. Pensaba que nuestra economía política era una vasta confabulación cuyo objetivo concreto era frustrar mis aspiraciones artísticas, exterminar todo lo que me parecía encantador de la civilización y asimismo violar y asesinar, de pasada, al planeta.”
El Franzen ensayista nace, como muchos devenires en la vida de las personas, por razones puramente económicas. Sus dos primeras novelas no habían vendido nada y necesitaba comer, pagar el alquiler, esas cosas de la gente normal. Comienza a escribir ensayos para subsistir. Sin embargo, Franzen lo utilizó para algo más. Encontró en el ensayo una forma de desprenderse de todas esas preocupaciones (políticas, económicas, sociales, tecnológicas, médicas, del campo literario, y un largo etcétera) que tenía, no lo dejaban dormir y antes buscaba la forma -muchas veces forzada- de incluirla en sus ficciones. A partir de ahí, Franzen descubre una manera de bifurcarse: discutir y confrontar desde los medios de comunicación, crecer en aguas profundas emocionales en sus novelas (y quitarles tanto lastre de moralidad y juzgamiento). Pensar que desde ese momento, Franzen ya publicó 5 libros de ensayos (el último El fin del fin de la historia) y 6 novelas (la última Encrucijadas). Van muy juntos. Y a esta altura del almanaque no puede desprenderse uno de otro si uno quiere pensar en el tipo de escritor en el que se volvió. Porque es el ensayista que incluye un aspecto fundamental de su relación con el mundo por estos días: el avistamiento de pájaros. Una actividad que, literalmente, lo sacó del encierro (un estado kafkiano habitual para la forma de vivir la escritura que tiene) y lo empujó a conocer los cinco continentes (incluida la Antártida, y de paso Ushuaia), dándole una relación renovada con la naturaleza y su conservación.
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Podríamos decir que Franzen, a su propia manera, es un escritor que maneja la autobiografía de forma bastante directa. Su vida es la que está en los libros y es por eso que Libertad (con el que finalmente consiguió la medalla de “Gran Novelista Americano” gracias a una tapa canónica del Times) y Pureza son claves ficcionales para ingresar a su vida donde la familia es parte fundamental. En ese aspecto, la familia no es su tema favorito, sino que se vuelve un espacio que sabe recorrer para, sí, llegar a lo que le interesa y podría enunciarse de forma filosófica: ¿por qué las personas luchan por su esclavitud como si fuera su liberación? El tema de Franzen son los personajes. Su estirpe de novelista, en ese aspecto, es clásico: crear un personaje, seguirlo porque es fascinante, para que los lectores –con todo el viento a favor- se entreguen. Y a partir de él acceder a su mundo, su universo, que durante el tiempo de lectura es el nuestro. Siempre es esa erótica y seducción entre el lector y el personaje principal.
En Encrucijadas, su última novela de 2021, hace lo mismo de siempre (una familia disfuncional esta vez atrapada en una nevada) pero ocurre algo nuevo: viaja al pasado, a 1971. Franzen me dijo en una charla reciente que esto “no es ninguna venganza, esa es otra diferencia entre el yo de ahora y el de hace 30 años atrás. No pienso en vengarme de mi pasado. En este retiro que me encuentro, mirar 50 años atrás me permite ver lo que realmente es sin resentimientos pendientes, sin vergüenza, presentarlo de manera pareja, justa. Sin burlarme de los personajes, sin burlarme de la época, solo dejar que los personajes sean lo que quieren ser. Creo que ese es un avance que pude hacer en Encrucijadas, me deshice completamente de esa actitud que tiene el autor hacia los personajes. Siempre ha habido algún tipo de crueldad o prejuicio en las representaciones que hice de mis personajes en otros libros. Cada vez menos pero en este libro me deshice por completo de ese tipo de prejuicios.”
En este retiro que me encuentro, mirar 50 años atrás me permite ver lo que realmente es sin resentimientos pendientes, sin vergüenza, presentarlo de manera pareja, justa. Sin burlarme de los personajes, sin burlarme de la época, solo dejar que los personajes sean lo que quieren ser.
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A fines de los 90, Franzen le escribe una carta al gran Don DeLillo (uno de los padres de su generación). El tono es desesperado y refiere al estado deplorable de la literatura en USA. Franzen siente que la relación del norteamericano promedio con el libro está debilitada y por quebrarse (“este es un país antiintelectual”, dijo en muchas entrevistas), siente que es una pareja que está a punto de romperse. La pregunta cae como una bomba atómica en el centro de sus mayores preocupaciones: ¿la lectura está despareciendo? DeLillo le responde y cierra con esto: “Si la lectura seria disminuye casi hasta la inexistencia, posiblemente significará que la cosa de que estamos hablando cuando hablamos de “identidad” ha llegado a su fin.” Escribió Jonathan Franzen al respecto: “Lo extraño de esta posdata es que no puedo leerla sin experimentar una ráfaga de esperanza.” Estamos en 2023 y Franzen demuestra que esa esperanza sigue en pie. Y que la escritura de ficción (y la lectura) todavía importa.