Números de nueve, diez, trece cifras. Billones de comunicaciones almacenadas, decenas de miles de empleados públicos dedicados a espiar. Una ingeniera informática comprime archivos, un tipeador ingresa códigos y el HSBC de Sinaloa exige horas extra a su criptógrafo. Se recalienta el megaconducto que penetra la arena de Las Toninas. Un fisgón de la National Security Agency intercepta desde Fort Meade un diálogo en árabe y reclama traductor, otro se excita con una conversación ajena y un juez de Comodoro Py se deja extorsionar. El copy-paste seduce a la analista de la CIA que redacta un memo sobre la Triple Frontera. Facebook nos enjabona. El empleado de un estudio panameño repasa los títulos excéntricos de las sociedades fantasma sin saber que “Todos los nombres”, el libro de Saramago, lo aguarda en una biblioteca.
Alguien se olvida una ventana abierta y otro, asqueado de tanta mugre o agente de otra mugre, violenta el secreto. Graba, duplica. Peca. Una vez más, el sistema encuentra a su enemigo frente al espejo. Mientras se dispara al infinito la capacidad de espionaje y almacenamiento, más agentes se requieren para su procesamiento. La condición humana no admite que centenares de miles dediquen sus vidas a guardar secretos que, incluso, los tienen como víctimas.
El prosecretario de redacción de La Nación recibió un mensaje a las 18.03 del viernes 8 de mayo del año pasado. Escribió Marina Walker, subdirectora del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, su sigla en inglés): “Tengo algo con ángulo argentino fuerte. Mucho más que en cualquier otra historia reciente. En unas dos semanas te podré contar".
Asomaban los Panama Papers, unos 11,5 millones de documentos, 2,6 terabytes con datos sobre 214.000 sociedades offshore dibujadas durante cuarenta años por el estudio panameño Mossack Fonseca: oro.
Hugo Alconada Mon es uno de los cuatro argentinos, 34 latinoamericanos y 197 miembros que integran el ICIJ. Horacio Verbitsky (Página 12), Ernesto Tenembaum (Radio Vos con vos) y Daniel Santoro (Clarín) forman parte del club, pero a ninguno de ellos les fueron ofrecidos los terabytes panameños. Verbitsky preguntó a Walker a qué se debió la omisión y aguarda respuesta.
“Recibimos alguna inquietud, yo también hubiera preguntado”, reconoce Walker desde la sede del Consorcio, en Washington. “Hay que aclarar algo. El hecho de pertenecer al ICIJ no les da ingreso automático a los proyectos. Verbitsky, por su gran trayectoria y su carrera exitosa, nunca tuvo la iniciativa de ser un miembro activo. Al igual que Tenembaum”.
¿Y Santoro?
“Con Santoro sí hemos trabajado bastante, tenemos una relación muy fluida, pero esta vez decidimos abrir el juego, no porque haya hecho algo malo o para reprochar; al contrario, siempre ha colaborado”, aclara la mendocina Walker, quien entre 1997 y 2003 trabajó en el diario Los Andes, antes de partir a Estados Unidos.
La vicejefa del ICIJ sumó, en cambio, a Mariel Fitz Patrick. Un encuentro ocasional en Washington, el interés específico por cuentas de Lázaro Báez en Mossack Fonseca y un pedido de referencias (“todas fueron muy buenas, en Fopea nos dijeron que era excelente, y lo comprobamos”) terminaron por volcar la balanza a favor de Fitz Patrick, quien por entonces integraba el equipo de Jorge Lanata, en Canal 13 (Grupo Clarín). “Entiendo que en la Argentina había polarización en los medios, pero yo confío en el periodista, ni hablo con los editores; no tengo por qué polarizarme yo”.
Lidiar con un mar de información, sean papeles o bytes, requiere método y paciencia.
Un ejemplo. Entre los 251.287 textos diplomáticos del Departamento de Estado divulgados por WikiLeaks en 2010, la palabra “Kirchner” aparece en más de 1.400 documentos, de lo banal a lo revelador. El cable en el que el funcionario estadounidense escribió “Magneto”, con una "t", en lugar de “Magnetto”, podría ser el que dé cuenta de un mundo. Qué decir de Szpolski, Spolski, Spolki, Szpolsky o Espolqui. Una minuta de apariencia inofensiva sobre el clima de inversiones en la Argentina puede contener la inusual aclaración (PROTECT) junto al nombre de un ladero de Sergio Massa.
Método y paciencia es lo que tuvo el grupo de periodistas de La Nación que viene desarrollando informes ejemplares, con entrecruzamiento de grandes volúmenes de datos, y al que tocó remontar el dossier panameño. En un año intenso, dominado por Nisman, el deslizamiento electoral y el cambio de gobierno, los cronistas fueron pizpeando, como pudieron, la carpeta panameña, hasta que, avanzado el verano, quedaron inmersos en los papeles de Mossack Fonseca.
El equipo que dirige Alconada Mon sigue allí atrapado, porque la fuente “está viva”. Cada tanto, el diario alemán Süddeutsche Zeitung (SZ) recibe otra tanda de bytes encriptados que transmite su informante anónimo por vía electrónica. Luego, el ICIJ sube los datos a la nube que comparten los asociados.
A esta altura, los periodistas de La Nación desearían que se calme el “fuerte impulso moral” que recibió la fuente de SZ (así lo caracterizó el periódico de Múnich) porque los tiene exhaustos. Cada ampliación implica volver a peinar una base de datos de 25.000 nombres, conjunto que incluye funcionarios y exfuncionarios, sus familiares, índices onomásticos de libros de investigación, proveedores del Estado, grandes empresarios…
Así, cuando parecía que todo estaba bajo control, surgió otro soplido moral desde Panamá y apareció un nuevo nombre: Luis Saguier. Con una breve nota titulada “La Nación a sus lectores”, el periódico informó el domingo pasado que uno de los seis hermanos de la familia propietaria ocupaba un renglón de los Panama Papers.
“El ICIJ eligió a Hugo por su reputación y su performance en filtraciones anteriores. Hugo nos pidió ser implacables con todos los sectores políticos y empresariales”, cuenta Maia Jastreblansky, una de las redactoras que atacó la montaña panameña.
Como Verbitsky o Pagni hace años, el apellido Alconada Mon recorre las redacciones. “¿Lo leíste hoy?”.
El cronista (41 años, hincha de Estudiantes de La Plata) exhibe una virtud que lo distingue del promedio: la información dura que da a conocer se puede valorar de diferentes maneras, pero rara vez los aludidos se esfuerzan por desmentirla; prefieren, más bien, brindar su interpretación de los hechos. No fue casual que cuando una fuente tentó a Alconada con el pescado a todas luces podrido de las cuentas en el exterior de Máximo Kirchner y Nilda Garré, el periodista de La Nación lo dejó para la competencia.
Alconada tuvo su Gustavo Luteral. Así como Marcelo Tinelli no fue el primer elegido para dirigir Showmatch, Hugo tampoco había sido seleccionado para ingresar a la sección Economía de La Nación. Como Luteral ante el llamado de Telefe, otra colega declinó la oferta del diario fundado por Bartolomé Mitre, por lo que se abrieron las puertas para quien luego escribiera “La Piñata”. Su incorporación fue el 2 de enero de 2002. Ese día de calor, el periodista, que había pasado por El Día, las universidades de La Plata y Navarra, escuchó el discurso inaugural del presidente provisional: “El que depositó dólares, recibirá dólares…”.
Lunes 4 de abril. Título principal de Clarín: “Mencionan a Macri en papeles secretos de paraísos fiscales”. La Nación, a dos columnas de seis: “Revuelo en el mundo: filtran datos de paraísos fiscales”.
El despliegue resultó contrastante, como si los papeles se hubieran cruzado para desmentir el cliché de que La Nación le pasa el trapo a Clarín. Para el diario y la web de la calle Tacuarí, el protagonista fue Macri. En cambio, para el diario de Avenida del Libertador 101, la prioridad se la ganó el socio de Cristóbal López en la explotacion del Hipódromo, Federico de Achával; luego, el intendente de Lanús, exministro de Hacienda y exejecutivo de Sociedades Macri, Néstor Grindetti, en el mismo nivel que el exsecretario de Néstor Kirchner Daniel Muñoz; y, en cuarto orden, abajo, en página par, el Presidente de la Nación. La web del periódico conservador también remó contra la corriente.
El rostro de Macri era usado por medios del mundo para ilustrar los Panama Papers, desde El Deber, de Santa Cruz de la Sierra, hasta Al Jazeera, de Qatar, y CBS, CNN, BBC, Financial Times... Tres días antes, un estudio de la UCA (1,4 millón más de pobres con Macri) había propinado al gobierno de Cambiemos su primera tanda de titulares adversos en la prensa internacional. Tanto esfuerzo y pericia para jugar al filo de las palabras sirvió de poco cuando el comando de la información se desplazó fuera de la frontera.
Twitter se partía entre quienes creían ver un intento de ocultamiento en medios afines al gobierno (que no son pocos) y los defensores de La Nación, quienes observaban que, pese a la proximidad del diario con el ideario de Macri, la informacion se había publicado, o al menos, no se había borrado.
La crítica de un corresponsal del SZ, uno de los dos diarios más influyentes de Alemania y el que había recibido el archivo original con los Panama Papers, rompió los esquemas. Cuestionó el amparo de “los grandes medios” a Macri y se preguntó qué habría ocurrido con la cobertura si quien hubiera prestado su nombre a Mossack Fonseca hubiera sido Cristina Kirchner (CFK).
Alconada Mon se sintió aludido por el texto de Boris Herrmann, el corresponsal de SZ en Sudamérica, con sede en Río de Janeiro. En su réplica, el prosecretario de La Nación acusó a los alemanes de ejercer un doble estándar, ya que en las semanas previas — según dijo—, el SZ pretendió inflar los casos de López y CFK, cuando ninguno de los dos aparecía involucrado directamente en las cuentas panameñas sino a través de allegados y, en el caso de la expresidenta, con vínculo tenue.
No coincidió con el cuestionamiento del alemán Herrmann la mendocina Walker. Por el contrario, elogió el abordaje de La Nación. Con el correr de los días, la web oficial de los Papers, manejada por el Consorcio, ubicó a CFK como una de las figuras más expuestas bajo el título “the power players”, por las inversiones del exsecretario de su esposo fallecido. A una semana de la difusión de las sociedades fantasma, los tres políticos destacados en la home de ICIJ eran CFK y los accionistas en Panamá Petro Poroshenko (presidente de Ucrania) y Bidzina Ivanishvili (expremier de Georgia). Entre las varias noticias del sitio sobre cómo afectaron los papeles de Panamá a mandatarios de Islandia, Azerbayán, China o Rusia, ninguna menciona a Macri ni, increíblemente, al premier británico David Cameron.
Si la foto del bandido del transporte esposado había forcejeado en la agenda informativa con los inversores argentinos en Centroamérica, el arresto prime time del contratista kirchnerista Lázaro Báez desplazó al ostracismo al segundo papel panameño en el que se dejó anotar Mauricio Macri y a todos los otros sellos offshore en los que aparecieron su padre, sus hermanos, su primo, su mejor amigo, su exministro de Hacienda, su sucesor en Boca, el jefe de Inteligencia, el ministro de Derechos Humanos, el hijo del rey de la pauta macrista y Lopérfido. Hasta ahora, no fueron publicados nombres de magnates que no integran “la ruta del dinero K” o “la ruta del dinero M”, pero que siempre se las ingenian para hacer negocios con K y M.
En el medio, terció Página 12. Sus periodistas, sin acceso por el momento a los datos en manos del ICIJ, acudieron al Registro Público de Panamá y de ese modo tan básico, sin whistleblowers, consorcios de investigadores o bases encriptadas, pudieron ampliar la lista de cuentahabientes que son familiares del Presidente y contratistas de su gobierno.
¿Hubo oportunidad para otro abordaje de los Panama Papers? En teoría, sí, porque Canal 13 y La Nación tienen diferente dueño, pero la decisión fue no asumir el desafío de la competencia y ambos trabajaron bajo el paraguas del “periodismo colaborativo”, coordinando metodología, plazos y contenidos. Un criterio.
¿ICIJ abrirá el juego?
Walker: “Puede ser que sumemos a algunos, pero no haremos una nueva ronda. No se me ocurre quién puede ser más generoso que nosotros, nadie comparte la información de esta manera”.
En cualquier caso, no alcanza con un periodista experimentado que sabe cómo ganarse la confianza de la gatekeeper de ICIJ, o con colegas jóvenes dispuestos a pasarse noches enteras desentrañando el jardín de los senderos que se bifurcan. También se necesita un management que habilite pasajes en avión e incorpore expertos informáticos, y una jefatura editorial que no se precipite, como nos contó “Spotlight”. Empresarios de medios sin vocación, jefes de redacción advenedizos, buscadores de dinero fácil: abstenerse.
La proclama de “transparencia total” es otro cantar.
Alconada Mon fue también uno de los periodistas contactados en 2011 para difundir los cables argentinos de WikiLeaks — junto a Santiago O’Donnnell, editor en Página 12 — y, como miembro del ICIJ, recibió hace más de un año la planilla de Excel con 4.600 cuentahabientes argentinos de la sucursal Ginebra del HSBC, sigilosos que forman parte de los 106.000 de todo el mundo dados a conocer por Hervé Falciani, un informático francés, exempleado del banco. De ese listado, al que ICIJ tituló SwissLeaks, La Nación se limitó a identificar empresas y excluyó mayormente nombres propios, con el argumento de proteger a personas ante eventuales secuestros. “El 80 por ciento de las cuentas tenía menos de 200.000 dólares”, explica el autor de “Boudou, Ciccone y la máquina de hacer dinero”.
Al día de hoy, de los depósitos iluminados por el whistleblower Falciani, sólo se conocen principalmente dos recortes editoriales: uno divulgado por la AFIP de Ricardo Echegaray y otro, por La Nación.
Pero hay otros. En cuanto accedió a la información, Marcelo Zlotogwiazda eligió dar a conocer en la revista XXIII las sesenta mayores cuentas personales en el HSBC de Ginebra. Una de ellas pertenece a la familia Rodríguez Larreta, de lejano parentesco con el actual jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Con diez millones de dólares depositados, la cuenta tiene como una de sus titulares a María Elisa Mitre de Rodríguez Larreta, hermana del director de La Nación, Bartolomé Mitre, y exaccionista de empresas del grupo.
Distinto fue el recorrido de los cables del Departamento de Estado. Hacia septiembre de 2011, la difusión de los 251.000 documentos de WikiLeaks ya había acercado tres oleadas. Para la primera, Assange, un hackactivista del siglo XXI, se asoció con cinco damas honorables del hemisferio norte, categoría siglo XX (Del Spiegel, El País y Le Monde) y XIX (The New York Times, The Guardian). En el atardecer del 28 de noviembre de 2010, juntos lanzaron la promesa global de “información transparente contra el secretismo de los gobiernos”.
Al poco tiempo, WikiLeaks buscó pistas de aterrizaje en la periferia. Al menos en América Latina, sus partners fueron, sobre todo, medios tradicionales que aportaron el beneficio de la proximidad y el perjuicio de la uniformidad editorial.
No fue del todo el caso de la Argentina, donde los puertos de entrada resultaron un medio de izquierda y otro conservador, pero a la hora de los libros — como Argenleaks, de O’Donnell — nos enteraríamos de que la suma de dos sesgos editoriales no equivale a disponer de toda la información.
El affaire entre Assange y las Damas del Primer Mundo terminó mal. La acusación más grave contra el fundador de WikiLeaks fue que no le importaba poner en riesgo la vida de fuentes citadas en los cables redactados por las embajadas estadounidenses. Con diez meses del Cablegate en el aire, Assange y los suyos terminaron de colgar todos los textos diplomáticos en Internet. (Al cierre de esta nota, se desconocían ejecuciones sumarias de informantes del Departamento de Estado cometidas por feroces dictaduras o carteles del narcotráfico).
Por entonces, los medios latinoamericanos decían que no quedaba una gota de leche de la vaca WikiLeaks. No era cierto; faltaba descubrir sus propias huellas.
La relación conflictiva entre gobiernos y medios tradicionales venía estructurando el debate político en la región, y sin embargo, editores y empresarios periodísticos quedaron a salvo de la megafiltración. ¿No era noticia que la Embajada de Estados Unidos compartiera el objetivo del gobierno kirchnerista — no los motivos — de reducir el poder dominante de Clarín? ¿No importaba que los hermanos Saguier hubieran expresado sospechas ante el embajador Earl Anthony Wayne, no sólo de que el gobierno pinchaba las comunicaciones de la redacción, sino de que estaba involucrado en un robo y un secuestro virtual contra periodistas de La Nación? ¿Y que la Embajada en Caracas hubiera recriminado al Grupo Cisneros, dueño del exitoso canal Venevisión, su pacto con Hugo Chávez mientras el gobierno le retiraba la licencia a RCTV, tan coorganizadores todos ellos del golpe de 2002?
¿Sabría el presidente ecuatoriano Rafael Correa, a la hora de acusar Assange de “romper las leyes de Estados Unidos”, que los textos de WikiLeaks exponían el fastidio de la Embajada en Quito ante el insistente reclamo de intervención que le formulaban opositores, empresarios de medios, periodistas y ONG?
¿Qué pasaba con el periodismo profesional y sus estándares éticos? ¿Dónde se alojaba la transparencia informativa frente al secretismo de los gobiernos?
El ICIJ informa en su página web que en los primeros días de mayo liberará la lista completa de hologramas anotados por el estudio Mossack Fonseca y de todas las personas allí implicadas. Los involucrados (SZ, ICIJ y La Nación) coinciden en que la divulgación no será total, ya que hay datos que “no son interesantes” o vulneran la privacidad de personajes no públicos.
Los aportantes al Consorcio son magnates y emporios de origen holandés (Van Vliet), estadounidense (Soros, Ford, Hewlett-Packard, Pew-Sunoco, Pulitzer), suizo (Rausing) y galés (Admiral), a traves de fundaciones y sellos.
En el caso de los cables del Departamento de Estado, la firmeza de WikiLeaks permitió vencer criterios editoriales ajenos a la transparencia informativa. Veremos si el “ímpulso moral” de la fuente del SZ llega a tanto.