Imagen: Alejandro Kuropatwa, serie Cóctel, 1996.
En el último tiempo, experimentamos una ansiedad generalizada por la llegada de las vacunas para mitigar los efectos del COVID-19. Vemos aterrizar aviones con dosis racionalizadas porque el primer mundo las acaparó. Mientras que en los países pobres el virus no da tregua, enfermando a viejos y trabajadores, en el norte vacunan a los menores de edad. Los ideales de la superación personal –para enfrentar la crisis económica– y el negacionismo –para evadir las políticas sanitarias– recorren el mundo como un modo de negociar la muerte.
Para los que nos dedicamos a pensar las experiencias artísticas de la posdictadura al sur del continente, la actualidad arroja imágenes similares y muchas preguntas sobre nuestro pasado. En 1981, hace cuarenta años, se detectaron en Estados Unidos los primeros casos de una grave inmunodrepresión que, aparentemente, solo afectaba a los varones homosexuales a través de infecciones oportunistas. Pocos años después, luego de una pequeña guerra científica entre Francia y Estados Unidos, se llegó a la conclusión de que el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, de ahora en más sida, era producto del Virus de la Inmunodeficiencia Humana, el vih. Las vías de transmisión las conocemos. A quiénes afecta, a todos.
Una mañana, mientras hojeaba una revista El Porteño de 1985, encontré una nota titulada “Llegó el sida”, escrita por el periodista Daniel Molina. No era lo que estaba buscando ese día, pero el archivo se revela de esa manera. Tiene la fuerza de desafiar el reloj. El título de la nota me llamó la atención. A la vez que se presentaba como una verdad absoluta, podía sentirse la incertidumbre de aquellos años. El virus poseía ese carácter fantasmal mencionado por Néstor Perlongher en una subnota que acompaña el texto de Molina. Años más tarde, esa primera entrega desde San Pablo adquirió la forma de un libro: El fantasma del sida (1988). La nota solo estaba acompañada por una fotografía a contraluz en la que aparece una mano apoyada detrás de un vidrio. La mano pertenece a un cuerpo que no podemos identificar porque el rostro está difuminado. Había pocas imágenes para el sida, pero esta fotografía alude a esa primera situación de aislamiento violento de los enfermos, la suspensión de la libertad en los hospitales, la inhibición del placer por miedo a contagiar, la persecución policial.
El vih se vivía como una situación individual de proyección minoritaria, sin ecos en las mayorías y con escasas soluciones oficiales. En los registros de la prensa gráfica, 1985 fue el año del vih. Rock Hudson, actor de Hollywood, falleció en octubre de ese año luego de una persecución mediática obsesionada con su aspecto. Pero en la historia del virus hubo años más esperanzadores: en 1987 se creó en Nueva York ACT UP como respuesta a la emergencia sanitaria y social producto de la desidia gubernamental. Había un virus que avanzaba sobre centenares, pero al presidente Reagan no le importaba porque los afectados eran los “indeseables”: homosexuales, travestis, drogadictos, migrantes.
ACT UP se multiplicó en diferentes ciudades de Estados Unidos y otros países. El itinerario de sus acciones marcó un punto de inflexión en los mecanismos de protesta y desobediencia civil del activismo contemporáneo. Se hicieron funerales en la vía pública, se tiraron las cenizas de los amantes en los jardines de la Casa Blanca. Se construyó una estética furiosa.
En Latinoamérica, las agendas del activismo gay se reorganizaron con el fin de combatir la discriminación, asegurar la investigación y el acceso a la salud y, posteriormente, garantizar el cóctel de medicamentos que hizo del virus una enfermedad crónica. Los programas de televisión se llenaron de personas que pusieron el cuerpo en épocas en las que el vih era concebido como una enfermedad ominosa. Nuestra comunidad obtuvo una gran visibilidad y un sentido de lucha que se extendió a otras problemáticas. Gays, lesbianas, travestis, transexuales coparon las calles de Buenos Aires y otras ciudades junto a redes nacionales integradas por mujeres y varones heterosexuales, familiares y amigos.
Desde su emergencia, el virus generó una cultura visual donde los estereotipos y los estigmas se tensaron con el deseo, el sexo, la posibilidad de una vida más digna. Las noticias estaban obsesionadas con los casos de contagio más excepcionales, con el impacto que genera un cuerpo demacrado ante la lente de una cámara. Hicieron del vih un “cáncer gay”, pero también volvieron invisibles a las mujeres que vivían con el virus, a las personas en las que la infección se entrelaza con lo precario. Si las salidas de las dictaduras quedaron anudadas al desarrollo de la política neoliberal, el vih puso un límite a la vida en sus expresiones más vitales: la identidad, la juventud, la proyección de un futuro, el libre ejercicio de la sexualidad.
En junio de 2017, junto a Lucrecia Palacios, coordinamos el seminario “Efectos virales. Respuestas políticas y artísticas al vih en las últimas décadas”, en el MALBA. El motivo: la exposición Tiempo partido, del colectivo General Idea, curada por Agustín Pérez Rubio, por ese entonces director artístico del museo (1). Lucrecia era la curadora de programas públicos y venía desarrollando una serie de actividades en torno a las exposiciones que, en vez de fijar certezas, expandían el horizonte de sentido que genera la curaduría. Los programas públicos de Lucrecia tenían ese perfil: no eran un apéndice ilustrativo y conceptual de las exposiciones, sino una propuesta capaz de trazar nuevas lecturas y ampliar el alcance de una muestra; un dispositivo que se despliega en las paredes del museo pero que puede agitar el pensamiento, salirse de la institución, abrir mundos. Este trabajo, inédito en los museos de Buenos Aires, habilitó la posibilidad de armar un seminario que convocó a muchas personas pero que resultó indiferente para el mundo del arte.
Durante dos días, tuvieron lugar conferencias, mesas redondas, paneles de discusión y proyecciones sobre el vih en Argentina (2). El arte, la literatura y el activismo fueron puntos de partida para pensar los efectos virales que había generado la epidemia. Nuestro título se basó en un libro que nos movilizó en los meses que planeamos el seminario, Viajes virales: la crisis del contagio global en la escritura del sida (2012), de la escritora chilena Lina Meruane. El libro plantea dos cuestiones para trasladar y debatir en el ámbito de las artes visuales, donde aún este tema ha sido poco explorado: el virus produjo un mapa alternativo del continente, se conectaron fronteras impensables, se generó una temporalidad propia no anclada en la cronología lineal. El virus estableció las condiciones necesarias para una escritura seropositiva que se hizo eco de la biopolítica y la farmacología, pero también de las formas de vivir juntos, que replicó y desestabilizó los lugares comunes de la enfermedad.
Las ideas de Meruane iluminaron tanto al seminario como a la edición de esta compilación que reúne algunas de las intervenciones que formaron parte de esa jornada y otras que han sido parte de distintos intercambios con colegas a los que nos interesa pensar el desarrollo histórico del vih (3). Por un largo tiempo, el vih tuvo un lugar menor en las escrituras sobre el arte contemporáneo. Al igual que sucedió con las mujeres artistas y el arte feminista, los análisis y las discusiones quedaban circunscriptos a la breve extensión que ofrece un apartado o una nota al pie de rigor.
En el caso de Argentina, las lecturas pensadas únicamente desde el sentimiento celebratorio de la vuelta de la democracia no lograron prestar atención a la presencia de los remanentes de la última dictadura militar como tampoco a la calamidad que significó el vih para una generación golpeada por la violencia represiva y el desgaste social generado por el deterioro de la economía. Hasta hace poco, hablar del vih era introducir en un ambiente auspicioso –como el de la profesionalización del arte, como el de los nuevos derechos civiles– un tema doloroso donde las muertes se acumulan y los duelos siguen abiertos, donde las brechas por el acceso a los antirretrovirales aún existen como consecuencia de la distribución desigual de la riqueza.
En cuanto a los años noventa, tanto en Argentina como en otros países de Latinoamérica y Europa, las genealogías del arte contemporáneo fueron analizadas a través de dicotomías que muchas veces fueron un callejón sin salida para la investigación: global/local, multiculturalismo/Estado-Nación, modernismo/posmodernismo, industria cultural/artesanía, etcétera. En ocasiones, cada escena ha sido eclipsada por las biografías de uno o tres artistas, por lo general hombres, que obtuvieron consagración institucional. Mientras que el vih, una experiencia colectiva que se desplegó entre décadas, que afectó a hombres y mujeres de diferentes sectores sociales, que contaminó las imágenes, que canceló trayectorias, que generó políticas del cuidado y alianzas entre distintos grupos, que produjo una cultura visual y un archivo, no fue tenido en cuenta en profundidad al momento de revisar el pasado. Fue en los estudios literarios donde este tema comenzó a adquirir mayor protagonismo en consonancia con la importancia que adquirió el concepto de biopolítica. Los síntomas que se manifiestan en la lengua son ineludibles. Esta perspectiva teórica fue clave en tanto la biopolítica –la pregunta por la vida, la pregunta por el gobierno de la vida– nos permitió volver atrás para pensar las transformaciones de la cultura y la política, el peso del poder médico sobre los cuerpos, las relaciones sociales y su dimensión afectiva en la esfera pública y en lo privado, la subjetividad.
Las teorías queer y las epistemologías trans originadas en el norte, pero apropiadas y discutidas en el sur, para generar las propias, las regionales, contribuyeron fuertemente a este estado de la cuestión. Aquí es donde el virus funciona como una caja de resonancia para pensar el arte: ¿cuáles son los sonidos que una época logra amplificar y enmudecer? Los ensayos, las entrevistas y los textos históricos de este libro intentan dar respuesta a este proceso que se ubicó en el campo cultural y en el arte, pero que según la geografía estableció diálogos con el activismo y las acciones políticas que hicieron de los cuerpos un territorio de disputa. He planteado una división provisoria, –experiencias seropositivas, archivos y saberes situados– con el fin de organizar la lectura y focalizar los aspectos más distintivos de cada texto. Sin embargo, las imágenes, los testimonios y las referencias migran entre las páginas, contaminan cada parte del libro como una experiencia que no termina de cerrarse.
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1 . La exposición Tiempo partido, de General Idea, colectivo de artistas canadienses integrado por AA. Bronson, Felix Partz y Jorge Zontal, tuvo lugar entre marzo y junio de 2017. General Idea fue pionero en el arte conceptual y la exploración de los medios de comunicación como sistemas de información. En el contexto de la crisis del vih-sida en Nueva York, los artistas comenzaron a trabajar sobre su vida cotidiana; obras como Un año de AZT (1991) dan cuenta de su experiencia con el virus. En 1994, Partz y Zontal fallecieron de causas relacionadas al sida. Hasta la actualidad, AA. Bronson es el encargado de difundir el legado artístico del colectivo.
2 . El seminario tuvo lugar el miércoles 14 y el jueves 15 de junio en el auditorio del MALBA. Fue realizado con la colaboración de la Universidad Nacional de Tres de Febrero y la Fundación Huésped. Participaron Gabriel Giorgi, Marta Dillon, Mariana Enríquez, Pablo Pérez, Diego Trerotola, Lisette Lagnado, Fernanda Carvajal, María Laura Gutiérrez, Guillermina Bevacqua, Daniel Jones, Sergio Maulen, Kurt Frieder, Estela Carrizo, Alba Rueda, Mariana Iacono, Matías Muñoz y María Riot.
3 . Algunos de los textos que forman parte de este libro fueron presentados en el panel “Imágenes y escrituras seropositivas: respuestas al vih-sida en Argentina, Chile y Brasil durante los años noventa”, que coordiné en el marco del III Simposio de la Sección Cono Sur LASA 2019. Del mismo, participaron Alicia Vaggione, Javier Gasparri, Fernanda Carvajal y Mario Cámara.