La economía boliviana será la que más crecerá en 2019 en Sudamérica. Ratificará un dinamismo que se mantiene desde hace 14 años y que le ha permitido reducir la pobreza de 60% a 35%: entre 2005 y 2018 alrededor de un millón de personas pasaron a formar parte de la clase media. Todas las mediciones recientes del humor de la opinión pública describen una ciudadanía moderadamente satisfecha con la situación socioeconómica y que considera que sus hijos vivirán mejor que ellos.
¿Por qué entonces Bolivia aparece en medio de una crisis política después de unos comicios en los que el Presidente Evo Morales habría evitado -según cómputos oficiales- una segunda vuelta por apenas algunas décimas, pero obteniendo su más bajo nivel de apoyo desde su primera elección en 2005?
Otra vez, las pantallas parecen devolvernos la imagen de un país divido entre habitantes de las regiones del oeste y el este, o entre pobres indígenas y clases medias acomodadas. Igual que en los aciagos tiempos de la polarización generada por el conflicto constitucional y regional de 2008. ¿Es que Bolivia no ha cambiado nada después de más de un decenio de estabilidad política, progreso infraestructural y modernización social?
Los clivajes que se estaban dirimiendo hace una década forman parte de la actual coyuntura. Pero son los nuevos malestares, nacidos y criados en esta década de rápida transformación social, los que explican mejor algunas de las paradojas de esta crisis. Algunos de los éxitos del proceso conducido por Evo Morales serían los que incubaron comportamientos, percepciones y subjetividades que influyeron para que su propuesta reeleccionista fuera derrotada, por muy poco, en el referendo del 21 de febrero de 2016 y para que las elecciones de este año se hayan vuelto tan controversiales, apretadas y polarizadas.
Esta crisis nació por la desconfianza en el proceso electoral presidencial y parlamentario en el que se debía resolver si el actual Presidente Evo Morales podía acceder a un cuarto mandato consecutivo de cinco años. El germen del malestar vino del agitado proceso de habilitación de esa candidatura, inicialmente descartada por un artículo de la actual Constitución. En febrero de 2016 el Gobierno lo había intentado modificar a través de un referendo, pero en esa votación se rechazó esa posibilidad por un apretado 51,3% de votos. La modificación fue finalmente admitida mediante un fallo del Tribunal Constitucional en 2017 a raíz de una demanda que argumentaba que la prohibición de optar a una reelección vulneraba los derechos básicos de los afectados.
Por supuesto, las fuerzas políticas opositoras y una parte importante de la población rechazaron esta habilitación: desde hace dos años las movilizaciones callejeras y acciones políticas en su contra se hicieron habituales. Se llegó, pues, a un proceso electoral en el que la candidatura de Evo Morales nunca fue admitida del todo por sus adversarios y en torno a la cual se fue instalando una aguda polarización. Varios analistas ya habían pronosticado lo complejo de esta elección en un clima tan apasionado: además de la división social, varias encuestas indicaban que la ventaja de Evo Morales sobre el candidato opositor Carlos Mesa se situaba en un rango de alrededor de 10 puntos, la diferencia mínima para un triunfo en primera vuelta. Este escenario abría la posibilidad de un balotaje muy incierto, a la vista de un país electoralmente partido después del referendo de 2016.
En la noche del 20 de octubre esa polarización se agudizó aún más. El conteo preliminar del 85 por ciento de las actas del órgano electoral mostraba que Morales vencía a Mesa por una diferencia de alrededor de 7 puntos: podría haber segunda vuelta. Sin embargo, era posible que esa distancia se ampliara dado que el restante 15 por ciento correspondía en buena parte a zonas rurales, históricamente favorables al oficialismo.
En un clima de tal tensión e incertidumbre, era de esperarse que las autoridades electorales actuaran con extrema prudencia y transparencia. Pero la emisión de los resultados preliminares se interrumpió por un día, mientras se instalaba el conteo oficial de las actas físicas. Para algunos se trató de un grave error de un órgano electoral debilitado por los frecuentes cambios en su estructura y liderazgo. Para otros fue la evidencia de irregularidades en el proceso.
En la noche del lunes 21 de octubre, el conteo preliminar indicaba que la distancia se habría ampliado a algo más del 10 por ciento: una victoria en primera vuelta del oficialismo. El anuncio desató el rechazo del candidato opositor, protestas y actos de vandalismo muy violentos que tuvieron como alguno de sus blancos las oficinas del órgano electoral y casas de campaña del partido oficial.
En los días posteriores, el conteo oficial de las actas físicas al 99,9% ratificó la victoria en primera vuelta de Evo Morales con 47,07% de votos frente a 36,51% de Carlos Mesa. El MAS habría logrado también mayorías en las dos cámaras que conforman la Asamblea Legislativa y ganado en seis de los nueve departamento del país. Sin embargo, la oposición en su conjunto ha rechazado ese resultado y exige la realización de una segunda vuelta. Hay denuncias de fraude, no demostradas con claridad a esta hora, movilizaciones callejeras de ambos bloques, paros convocados por los comités cívicos regionales y una denuncia del Presidente de que se estaría gestando “un golpe de estado”. El único alivio, a esta hora, es que no se han registrado más incidentes de extrema violencia como los del lunes 21.
La crisis está en curso y la incertidumbre se impuso nuevamente en la vida política. Todos los actores se preparan para semanas complejas de medición de fuerzas y ojala de diálogo y negociación. Más allá del desenlace de corto plazo del conflicto, lo cierto es que una etapa de estabilidad política parece estar cerrándose en Bolivia: sea cual sea el gobierno que asuma en enero del 2020 parece que la crispación, la desconfianza y el desacuerdo seguirán siendo características de la política boliviana por un largo periodo.
***
A falta de bola de cristal para predecir lo que viene, parece más constructivo reflexionar acerca de ciertas interpretaciones estructurales de las razones de este desgarramiento que, desde el 2016, viene haciéndose cada vez más perceptible.
Los resultados de la elección ya aportan algunas pistas de las nuevas configuraciones sociales y territoriales que han emergido en estos años. Son estos nuevos mapas los están alimentando, además de los errores y objetivos de los actores políticos, el actual conflicto y los comportamientos electorales. El MAS sigue siendo la fuerza partidaria con mayor presencia territorial y social después de 14 años en el poder. Pero perdió mucha fuerza electoral en relación a los comicios de 2014: en ese lapso pasó de 62% a 47% de votos y redujo su presencia en distritos de clases medias e incluso en algunos barrios populares. Solo su base electoral rural y popular urbana más pobre le sigue siendo bastante fiel.
En las elecciones de 2014 el masismo se había impuesto en segmentos tradicionalmente opositores como el departamento de Santa Cruz y había mostrado una capacidad de atracción transversal a clases sociales y regiones. Hoy ganó por su desempeño en sus bastiones tradicionales. Se hizo evidente el mal humor de las clases medias tradicionales y de parte no desdeñable de las emergentes: las zonas urbanas modernas le fueron muy esquivas.
Ese 47 por ciento también es llamativo si se lo compara con algunos sondeos de opinión pública sobre el desempeño de Morales: alrededor de un 55 por ciento de los bolivianos aprueban su gestión. Además, casi el 60 por ciento de la población se siente relativamente tranquilo con su situación económica y una gran mayoría apoya las políticas distributivas y de nacionalización de sectores estratégicas impulsadas por el gobierno. Igual que en el referendo, parecería que un segmento significativo de electores que tienen una opinión favorable de la gestión del MAS no votaron por el presidente.
Ciertamente las voces más radicales suelen ser las que más se ven y escuchan en momentos de crisis, lo que lleva a la percepción de que el actual conflicto sigue enfrentando clases medias y ricas con sectores populares, o Santa Cruz con La Paz, o al mundo rural con las metrópolis. Pero ni el resultado electoral hubiera sido tan mediocre para Morales ni las movilizaciones opositores serían tan influyentes sino estuvieran detrás de ellas, también un heterogéneo grupo de ciudadanos molestos con el oficialismo por razones diferentes a los tópicos tradicionales de la oposición política y con sentimientos contradictorios y cambiantes sobre la actual gestión gubernamental.
La emergencia de un electorado más volátil e independiente tampoco es una novedad. Es propio de cualquier proceso de modernización social, que es justamente lo que ha pasado con particular intensidad en Bolivia en el último decenio. Basta pensar que a inicios de este siglo este país era uno de los más atrasados de Sudamérica, lo que se reflejaba en pobrezas y exclusiones estructurales y de muy difícil resolución.
El éxito de Morales fue romper con esa situación y avanzar en la modernización pendiente a través de voluntarismo, una política económica heterodoxa pragmática y un entorno externo favorable. Una nueva sociedad va emergiendo poco a poco: hay más ingresos y consumo, una cultura urbana individualista más intensa y menos preocupada de las diferencias étnicas y una frontera más compleja entre lo rural y lo urbano. Las expectativas y problemas cambiaron.
Un estratega político comentaba que para la primera generación de migrantes urbanos, beneficiados por el cambio, Evo era un personaje a emular. Era alguien como ellos. Para sus hijos, en cambio, el actual primer mandatario ya no tiene rasgos para representar tan automáticamente sus aspiraciones, que están ligadas a un destino profesional y a una cultura impregnada por pautas de vida urbana y consumismo y, por tanto, alejadas de la experiencia migrante y semi-rural de sus padres y de Evo.
Esto no quiere decir que estos segmentos se vuelvan necesariamente reacios al masismo, sino que le plantean retos novedosos para poder comprenderlos y comunicarse con ellos, más aun pensando en la gran dificultad de esa fuerza para adaptar su discurso y estructura, todavía muy enraizadas en la forma y retórica de la extensa red de sindicatos y organizaciones populares que la conforman, pero que ya no pueden abarcar las nuevas complejidades de la sociedad.
Así pues, al ritmo de la modernización social y la creciente búsqueda de autonomías y libertades de los miembros de las clases medias emergentes, se ha ido instalando un cansancio frente al liderazgo de Morales. Y con, él, la desconfianza en sus estructuras políticas y sociales, percibidas por estos nuevos sectores como burocráticas y alejadas de sus necesidades subjetivas y objetivas. En el referendo de 2016, esa fatiga explicó el imprevisto rechazo a la repostulación en zonas donde el MAS solía ser mayoritario. Sondeos post-electorales mostraron que casi un tercio de ese voto negativo no tenía tanto que ver con los discursos de defensa de la democracia o de crítica radical a la gestión del MAS, sino con un reclamo de renovación dirigencial en todos los niveles.
A la archi conocida coalición opositora compuesta por clases medias urbanas tradicionales y electores regionalistas de las tierras tropicales se le sumó un universo heterogéneo de votantes populares y de clases medias emergentes satisfechas por sus logros pero desconfiadas del poder y ávidas de novedad: esa fue la composición que derrotó por primera vez a Morales. En buena medida la dinámica de hace tres años se reprodujo en el reciente voto por la presidencia, no tanto en beneficio de Carlos Mesa, que aglutinó a las oposiciones clásicas, sino de un excéntrico candidato evangélico, el pastor Chi Hyun Chung, que alcanzó un 8,7 por ciento de los votos con un discurso ultraconservador y de rechazo de todas las elites políticas, tanto nacional-populares como liberales, transmitido ampliamente en las redes sociales con un lenguaje simple y lúdico.
En muchos sentidos, Evo y el masismo parecen tener grandes dificultades para descifrar la sociedad que ellos mismos fueron transformando en su largo mandato y para construir una institucionalidad que la empiece a contener y satisfacer. Lo cual podría implicar, en primer lugar, un trabajo intenso para remplazar viejos liderazgos, estructuras y políticas públicas en su propio campo. Pero, atención, no solamente el MAS están en el brete: Mesa y las oposiciones formales tampoco han ido más allá de una articulación de una gran coalición para sacar a Evo del poder. En su seno no hay visos de una propuesta superadora que tome en cuenta las evoluciones de los últimos años.
El riesgo del actual conflicto es que se interprete solamente en clave de las antinomias del pasado, que han vuelto a resurgir pues nunca desaparecieron totalmente, y que su devenir se refiera solamente a ellas. Que se lea allí solo una discusión sobre el equilibrio de poderes republicano, la calidad de las instituciones o la mayor o menor federalización del poder y se pase por alto la urgente adaptación de instituciones y políticas a la extraña, mutante e informal sociedad que nació bajo el mandato de Evo. Esta crisis es quizás un indicio más de un desajuste institucional frente al ritmo que han tomado las transformaciones modernizadoras en la base social y que impulsan la aparición de nuevos malestares y demandas. Esta cuestión, también presente en las viejas discusiones de la sociología latinoamericana, si no es resuelta oportunamente podría frustrar los progresos que conquistó Bolivia desde inicios de siglo y la volverla a sumir en la ingobernabilidad, sea quien sea el que salga victorioso de la actual coyuntura.