La guerra. De eso se habla, en las pantallas, las calles, los silencios. Esta vez son 31 los muertos y la ciudad Bruselas, corazón político de la Unión Europea. En la memoria de todos se suman a las 132 víctimas del 7 de enero y 13 de noviembre del 2015 en París. Una cuenta instantánea, que nadie quería hacer, que todos sabían que habría que hacer, que volverá a hacerse: esto no terminó. El primer ministro francés no tuvo nuevas palabras para definir la situación: “Estamos en guerra”, dijo apenas se conoció el atentado. Idéntico a lo dicho luego del 13 de noviembre por el presidente de Francia François Hollande, como si repitiendo la palabra "guerra" se pudiera dar cuenta y simplificar el momento histórico que se vive, en el cual están inmersos continentes, pueblos, gobiernos, organizaciones políticas y religiosas.
En la prensa ya se advertía que Bélgica podía ser un objetivo inminente. El estado de alerta era de 3 sobre 4. Catro días antes, había sido capturado allí Salah Abdeslam, el último implicado directo en los últimos atentados de París. No solamente él, sino también escondites con armas, y hombres que habían logrado escapar. Bruselas, se sabe, es uno de los epicentros logísticos en Europa de la red terrorista. Se temía entonces. Y sin embargo.
Al ver las primeras imágenes en televisión, el polvo, los gritos, las corridas, las sirenas, el miedo, los testimonios de sobrevivientes, otra vez el terror se apoderó de todos. Esa certeza -allí uno de los poderes de esa metodología- de que puede suceder en cualquier momento, en cualquier lugar, a cualquiera. Que nadie está a salvo. Sea quien sea, haga lo que haga, piense lo que piense, rece a quien le rece. Así lo mostraron las pantallas durante todo el día y la noche, una y otra vez, con corresponsales, imágenes de las explosiones en el aeropuerto, en el metro, los escombros, fotografías de los autores -uno de los cuales escapó- velas, recogimientos, otra vez testimonios, declaraciones del primer ministro belga, de Ángela Merkel, el comunicado del Estado Islámico reivindicando los hechos, una ciudad vacía, una historia volcando. La guerra en casa bajo forma de fuego.
Sus otras formas están cada día visibles ante los ojos de todos: miles y miles de refugiados, hombres, mujeres, niños, intentando llegar, llegando. No son algo lejano. Ahí están organizando campamentos debajo de puentes en París, durmiendo bajo frazadas en las veredas, a orillas del río sena en pleno invierno, construyendo villas miserias al norte de Francia para cruzar a Inglaterra, villas que son reprimidas e incendiadas por la policía, asediadas por vecinos racistas, ayudadas por asociaciones. Lo que sucede en Medio Oriente no es algo lejano. Es una realidad de cada día, un tema de periódicos, de silencios, de políticos que han decidido en su gran mayoría cerrar los ojos, o abrirlos de la manera más siniestra: cerrando fronteras con Grecia, y llegando a un acuerdo con el Gobierno turco 4 días atrás para que, entre otras cosas, de cada dos refugiados que lleguen a Europa, uno sea llevado a Turquía. Sabiendo que allí no existe respeto por los derechos humanos: numerosos periódicos han sido cerrados, el pueblo kurdo ha venido siendo perseguido y bombardeado. Y sobre todo que el gobierno de Recep Erdogan ha venido colaborando con el Estado Islámico: dejando pasar combatientes, comprándoles petróleo robado en Siria. Un acuerdo con un cómplice de quien pone bombas en el mismo territorio europeo. Igual a la Medalla de Honor entregada por el presidente François Hollande al príncipe heredero de Arabia Saudita el pasado 7 de marzo.
Algo no está bien en esta guerra. Es una evidencia. Por eso el debate cuesta. Porque las muertes dejan terror, porque las políticas exteriores de los gobiernos europeos no pueden ser defendidas públicamente y porque muchos de los responsables de los atentados no vinieron de fuera. Fueron franceses, belgas. Nacidos y criados en barrios de París, Bruselas. Y ante eso las respuestas del Gobierno francés -está por verse qué sucederá en Bélgica- no fueron las esperadas. En particular la propuesta de quitarle la nacionalidad a quienes, teniendo dos, atentasen contra “la nación”. Una idea históricamente impulsada por la derecha fascista del Frente Nacional, retomada en el 2010 por la derecha con Nicolas Sarkozy. Dando lugar a la construcción de un enemigo interno: enemigo joven, popular, religioso, es decir musulmán, francés a medias, que los profesores deben detectar en los colegios -para denunciarlos a la policía- a través de la figura de “jóvenes en vía de radicalización”. Evitar así, esa es la explicación, que vayan a Siria, donde, según el primer ministro, se encuentran más de 600, y 168 ya murieron. Junto a eso fue instaurado el estado de emergencia, otorgando poderes extraordinarios a la policía, a los servicios de inteligencia, al ejecutivo. Para espiar, controlar, intervenir, allanar, pelear contra el terrorismo. Y mantener un control social ampliado. Como quedó expuesto durante la Conferencia por el Cambio Climático de Naciones Unidas, cuando la policía reprimió el intento de movilización e impuso arresto domiciliario a militantes ecologistas por declararlos una amenaza al orden público. O como ha pasado durante este mismo mes de marzo con las represiones a las movilizaciones contra la reforma de la ley del trabajo, llegando a prohibir que se realicen asambleas universitarias, como el pasado 17 en la Universidad de Tolbiac.
De a poco, de a golpes, se instala así un estado de excepción. Con un consenso generado por el miedo, por una violencia desconocida en Francia desde 1996, cuando un atentado en el metro había dejado un saldo de 4 muertos. Por una ola de explosiones y muerte que ha venido recorriendo Europa -anteriormente Madrid, Londres- que apuntó esta vez a su centro: una de las bombas fue puesta en la parada de subte cercana a la zona donde están instaladas las diferentes instituciones de la Unión Europea. Pero no solo ha venido sucediendo en el continente europeo, sino principalmente en Medio Oriente y África. Entre el 13 de noviembre y este 22 de marzo, 24 atentados fueron cometidos, de los cuales, más de 15 reivindicados por el Estado Islámico. El día anterior había sucedido en Bamako, capital de Mali.
Si Europa está en guerra, las coordenadas de la misma resultan entonces más complejas que el relato oficial que busca presentar al Viejo Continente como víctima, obligado a responder. La historia de la política exterior europea enseña que no es cierta tal linealidad. Existen intervenciones, aliados pragmáticos que luego se tornan enemigos, deseos de petróleo, jugadas de alto riesgo que luego pueden pagar las mismas poblaciones. Y la política interior indica que construir un enemigo a partir del motor del miedo y el odio, puede conducir rápidamente a mayores rupturas que las ya existentes. Cuesta pensar cómo seguirá, aunque todos saben que habrá que continuar contando las víctimas del terror. Mañana, pasado, dentro de unos meses, otra vez en París, en Bélgica, en Alemania, nadie sabe. Mientras continuarán llegando refugiados de a miles, huyendo de esas mismas bombas, poniendo a Europa ante el espejo de su crisis que la cubre de a poco de cenizas.