Comencé a escribir ¿Por qué? cuando se conoció la noticia de que Mauricio Macri había quedado a tres puntos de Daniel Scioli en la primera vuelta de las elecciones de 2015 y, mas sorprendente todavía, que María Eugenia Vidal, por entonces semidesconocida vicejefa de gobierno de la Ciudad, le había arrebatado al peronismo la gobernación bonaerense. Hoy el dato se ha perdido en la neblina del pasado pero hubo que esperar casi hasta la medianoche para que el Ministerio del Interior se decidiera a cargar los resultados del escrutinio provincial. Retengo todavía la escena de desconcierto en la TV Pública, donde un par de horas –un siglo- antes yo había pasado como opinator electoral, y que ahora miraba desde mi casa. Desconcertadas como el resto de la Argentina, las autoridades del canal reaccionaron del único modo posible bajo esas circunstancias: tratando de no mover nada, de refugiarse en la inercia del no innovar, idea políticamente sensata pero que chocaba contra la lógica televisiva del minuto a minuto. Se sucedían entonces largos tramos de un graph fatalmente congelado, con los analistas convocados para hablar del resultado obligados a procesar la noticia en vivo, sentados en sus banquetas incómodas.
Como suele ocurrir con estas cosas, el libro empezó como un juego, un tanteo primero personal y después trasladado a las conversaciones con otros periodistas, politólogos y amigos con los que veníamos reflexionando acerca de la formación y el ascenso de la criatura política macrista. El 13 de enero de 2013, es decir antes de la derrota del kirchnerismo en las elecciones legislativas de medio término, yo había intentado, en una nota en Página/12, una primera aproximación:
“Macri es la expresión de una nueva derecha latinoamericana cuyo origen es el mismo que la nueva izquierda: la caída del Muro de Berlín, el fin de la amenaza comunista y la distracción relativa de Washington respecto de América latina. En este nuevo entorno geopolítico, el clásico partido militar desapareció como vía de acceso al gobierno, y el poder –económico, mediático, corporativo– comenzó a buscar la forma de construir alternativas propias. En este sentido Macri es un líder democrático, que disputa elecciones y, si las pierde, reconoce sus derrotas. Y es, también, un líder posneoliberal (lo cual no quiere decir que no pueda ser neoliberal, o un poco neoliberal). Conviene ser claro en este punto: la gestión macrista en la Ciudad es mediocre desde prácticamente cualquier punto de vista, pero no privatizó las escuelas (aunque aumentó los subsidios a la educación privada y subejecutó el presupuesto para la pública), ni instaló un shopping en el Durand (aunque descuida la salud pública) ni les pide el DNI a los bonaerenses que se atienden en los hospitales porteños (más allá de sus declaraciones xenófobas)”.
Pero la ola amarilla recién se estaba formando y todavía cabía esperar que el macrismo se afianzara como un fenómeno novedoso y ganador, sí, pero limitado a la Ciudad de Buenos Aires, una experiencia municipal y de vuelo corto. “Estos tipos nunca van a entender el Conurbano”, era la frase que circulaba por esos días. Con la perspectiva que da el tiempo es fácil reconocer en ella la trampa más habitual del análisis político: confundir diagnóstico con programa, pronóstico con deseo.
La subestimación fue la marca de esa época: para escribir mi libro revisé los diarios y los análisis previos al primer triunfo del PRO en la Ciudad, y todos coincidían en que era virtualmente imposible que una persona como Macri, integrante del jet-set de revista del corazón, hijo de la patria contratista y dotado del acervo cultural de un periodista deportivo promedio, se impusiera en una ciudad como Buenos Aires, culta y progresista. Después, cuando su victoria fue evidente, el recurso a la subestimación se desplazó a la gestión: podrá ganar, pero jamás contentará a los porteños. Cuando su apoyo se extendió a todos los barrios, incluyendo los del Sur, y obtuvo cómodamente su reelección, y luego logró coronar como su sucesor al menos carismático de los políticos argentinos, llegó el momento de desestimar sus chances nacionales. Y después, con el hombre ya convertido en presidente, cuestionar su capacidad para gobernar: por eso el verdadero shock emocional no sucedió en 2015 sino en 2017, cuando el kirchnerismo jugó su última carta (la candidatura de Cristina) y perdió.
Macri demostró que era capaz de gobernar la Argentina con altos niveles de legitimidad social y quienes todavía hoy creen que lo suyo es una casualidad de la historia parecen esas patrullas perdidas de soldados japoneses que pasaron tres décadas en la selva del Pacífico pensando que el Imperio del Sol había ganado la Segunda Guerra Mundial.
Por supuesto, yo no era el único que intentaba reflexionar acerca de este nuevo fenómeno político. El sociólogo Gabriel Vommaro fue el primer académico que trabajó el tema con rigurosidad y método, y de a poco comenzaron a multiplicarse los periodistas, analistas y cientistas sociales que, desde diferentes puntos de vista, con ángulos distintos, trataban de dar cuenta de la novedad. La mayoría de ellos participarían de los debates organizados por Marcelo Leiras en la Universidad de San Andrés para discutir el nuevo escenario político, publicados luego por Anfibia. Repaso la lista y me sorprenden tres cosas: la amplitud (del troskismo sensato de Fernando Rosso al liberal-macrismo de Hernán Iglesias Illa); la voluntad de entender más que de polemizar; y el rango etario (pos-setentista).
Pero no había, todavía, libros. Salvo el de Vommaro, los que habían ido apareciendo se centraban en la corrupción, los efectos regresivos del plan económico o la distancia entre el discurso edulcorado del gobierno y la realidad pura y dura de sus políticas. Aunque pertinentes y en algunos casos valiosos, mi impresión era que no alcanzaban a explicar al macrismo (y que no se proponían superar el rechazo que les producía sino reforzarlo). Por eso quise escribir un libro que no apuntara a denunciar al gobierno ni a desenmascarar la perversidad de su alma verdadera sino a explorar los motivos que hicieron que una mayoría de la población se decidiera a apoyarlo. Trabajé guiado por una única pregunta: ¿por qué funciona el macrismo? ¿Qué astucia de qué razón permitió que una fuerza de elite, integrada en su mayoría por varones porteños provenientes de los sectores más acomodados de la sociedad e identificados por una homogeneidad fonética inédita desde la recuperación de la democracia, se impusiera en un país con una arraigada memoria igualitarista y una pulsión plebeya a prueba de dictaduras y represiones?
Para escribir el libro hice algo que la crítica al macrismo en general se resiste a hacer: conversé con sus funcionarios y dirigentes, en especial con aquellos que dedicaron algún tiempo a pensarlo, que no son muchos. Leí sus libros, los entrevisté, compartí almuerzos, varios cafés; en otras palabras, me los tomé en serio. Me concentré en un grupo en especial. Sucede que, como todo oficialismo, el actual ha establecido una división del trabajo: un sector, integrado entre otros por Rogelio Frigerio y Emilio Monzó, se dedica a construir las mayorías parlamentarias, presionar a los gobernadores opositores y administrar la coalición con el radicalismo, tareas inherentes al ejercicio del poder que se desarrollan siguiendo el conocido método de los adelantos de coparticipación, el ahogo fiscal y la discrecionalidad en la asignación de la obra pública; es decir, de manera no muy diferente de otras experiencias del pasado. Los ministros, por su parte, gestionan sus respectivas áreas, supervisados por los dos secretarios de coordinación. No me detuve en ninguno de ellos, salvo para ilustrar algún argumento, sino en el núcleo que a mi juicio expresa la verdadera novedad del macrismo como fenómeno político, el que lidera Marcos Peña, el principal artífice del ascenso, e inspira Durán Barba, el gran teórico de las mayorías despolitizadas.
En general, la impresión que me dejaron fue la de un grupo cohesionado, casi diría militante. Amables y casi siempre accesibles, han hecho de la desdramatización, la relativización y el desapasionamiento un dogma de vida. Después de charlar con ellos me iba siempre con una impresión, que volqué en la conclusión del libro –una vez más- bajo la forma de una pregunta: ¿son o se hacen?
El ejercicio de contacto directo con la dirigencia macrista implicó un esfuerzo. Ocurre que, a diferencia de mis últimos libros, enfocados respectivamente en la izquierda latinoamericana, la repolitización global de los jóvenes y el ascenso geopolítico de Brasil, cosas que me provocaban sobre todo simpatía, en este caso me ocupaba de un fenómeno del que me siento lejos y al que observo con una mirada muy crítica. Por eso traté de no caer en el vicio del analista que se enamora de su objeto de estudio e intenté ser frío, nunca concesivo: entender no implica justificar.
En agosto del 2017, cuando ya tenía el libro prácticamente terminado, publiqué una nota en Página/12 con el título “El macrismo no es golpe de suerte”. La reacción fue sorprendente. Aunque ya había adelantado muchas de estas ideas en mis editoriales en Le Monde diplomatique, el artículo registró doscientas mil visitas en la web del diario durante el primer mes, generó una avalancha de tuits que hicieron que mi apellido, que como no es Pérez o González se identifica claramente, se convirtiera en trending topic, y disparó dos docenas de notas de respuesta, casi todas orientadas a cuestionar mi tesis de que el macrismo constituye una derecha nueva y democrática.
Revisé las reacciones en el capítulo 5, al que titulé “La nueva derecha: discusión con todos”. Allí descarté en primer lugar los argumentos ad hominem y los relacionados con mi honradez. También dejé de lado los razonamientos tautológicos, que más o menos decían así: la derecha es autoritaria porque es de derecha y así es la derecha (y afirmar lo contrario es por supuesto propio de alguien de derecha).
Sandra Russo, por ejemplo, en un post en su Facebook: “Le contestan a Natanson con mucha elegancia. Yo no soy elegante. No me interesa la elegancia ni la ubicuidad permanente. Por supuesto que son opiniones, pero hablar a esta altura del macrismo como una ‘derecha democrática’ me suena sencillamente de derecha”.
Horacio González publicó en la web Nuestras Voces una respuesta directa a mi nota en la que citaba a Florencio Sánchez y a David Viñas y advertía sobre el riesgo de escribir “diagramas de auxilio” para el gobierno con un “mobiliario conceptual indulgente”. Horacio –que cultiva la polémica pública con elegancia, es original y al que siempre vale la pena hacer el esfuerzo de leer hasta el final– no sólo discrepaba con la idea de que el gobierno expresa una derecha democrática, sino que directamente dudaba también de que vivamos en una democracia. En otra nota, publicada en Página/12 unas semanas después, volvió sobre el tema. Pareciera que lo que quería decir allí es que el macrismo no es ni una democracia ni una dictadura; sin embargo, dejaba la definición en un limbo borroso con el que resultaba difícil discutir: “En este doble vacío (ausencia de dictadura y ausencia de democracia) es necesario bucear en las formas de actuación gubernamental respecto a instrumentos que tangencialmente son constitucionales, pero a la vez constituyen la forma de despellejar la constitución”, escribió González. Y luego definió al macrismo con cuatro palabras: “dictadura capitalista constitucional limitada”. Aunque seguramente todos estaríamos de acuerdo en que el macrismo es capitalista, ¿qué es una dictadura constitucional? ¿Y una dictadura limitada?
Por último, recogí la reacción de Ricardo Forster y Jorge Alemán, que tiñeron sus interpretaciones del erotismo propio de los hombres maduros. El ex coordinador estratégico del pensamiento nacional criticó a quienes creemos posible alguna relación entre derecha y democracia. “Un progresismo –me incluyó Forster– siempre dispuesto a entusiasmarse con el ensanchamiento de la avenida democrática gracias a que por fin supimos ganarnos nuestro lugar en el parnaso liberal-republicano de los países civilizados”. Pero en lugar de discutir mis argumentos, Forster citó un relato de Slavoj Žižek de la película From Noon Till Three (Sucedió entre las doce y las tres). La trama de la película, descripta un poco confusamente por Forster, se basa en un engaño que se devela cuando el protagonista, para ser reconocido por su antigua amante años después de su único encuentro, le muestra su pene. Ella, sin embargo, se niega a identificarlo como su antiguo objeto de deseo. Por una vez austero en los sinónimos, Forster simplemente escribió “pene”.
Jorge Alemán aclaró, en un diálogo con otros intelectuales reunidos por Tiempo Argentino, que él no era proclive a trasladar alegremente situaciones psicoanalíticas al ámbito de lo social, lo que sin embargo no le impidió explicar el avance macrista en estos términos: “Hay muchísimas historias descriptas por Freud en las que un sujeto padece abusos de todo tipo, está en una relación de régimen sádico, y sin embargo, con el tiempo, se da cuenta de que él mismo sostenía y estaba implicado en esa relación. No era exclusivamente víctima, sino que él era un activo partícipe de ese abuso”.
El mejor tuit fue el de @CoronelGonorrea:
Una comisión de ancianos de Pagina12, algunos ya muertos, condenaron a Natanson a morir en la horca, su cuerpo será comido por la redacción.
— Coronel Gonorrea (@CoronelGonorrea) 18 de agosto de 2017
Vuelvo al principio. Surgido de la pura perplejidad, Por qué se propone indagar la eficacia política del macrismo, detectar las tendencias sociales profundas con las que logró conectar -explicar, en fin, su éxito-. La tesis de la nueva derecha, sin embargo, cruza diferentes capítulos. No la defiendo aquí porque exigiría un espacio mayor y porque para eso, además, está el libro. Pero sí apuntaría que, frente a la avalancha de reacciones, me gustaba responder del siguiente modo: de acuerdo, quizás mis argumentos sean erróneos o concesivos o falaces, pero en ese caso, ¿por qué gana Macri? No vale gritar Clarín, agregaba, porque con la misma configuración mediática Cristina arrasó en 2011.
Así, esquivando los cascotazos, terminé el libro. Los ensayos de actualidad tienen la ventaja de que la materia sobre la que tratan cambia y se redefine al mismo tiempo que uno escribe, lo que permite ir probando teorías, midiendo repercusiones, corrigiendo datos. Descartadas las respuestas más pavas, el diálogo con quienes buscaban discutir en serio me ayudó a pulir mis ideas. El tono entre irritado y furioso que todavía acompaña muchos comentarios me convenció de que había tocado una fibra.