Fotos: Federico Bianchini
El lunes 17 de febrero de 2014 cerca de las ocho y media de la mañana, el biólogo Emiliano Depino se despertó sin recordar lo que había soñado. Quizás por aquello de que los paisajes de la Antártida son tan intensos que allá los sueños sienten pudor de revelarse. A través de la ventana, vio el gris casi quieto de la caleta, el piso blanco: parecía no haber viento. No iba a ser uno de esos días en los que la naturaleza manda y el hombre obedece unívoco. Salió de su habitación en el llamado alojamiento nuevo, una especie de container con cuartos a cada lado del pasillo y, antes de ir al baño, golpeó dos veces la puerta de la habitación donde dormía la bióloga Maricel Graña Grilli sin obtener respuesta.
Al final del pasillo, en la pequeña cocina, calentó el agua para un té y comió algunas de esas galletitas repetidas día tras día hasta el hartazgo.
Desayunó fugaz, casi como un trámite. Muy de vez en cuando se levantaba Depino para desayunar en la casa principal, a unos doscientos metros de su cuarto. Allí, a partir de las siete y media, el jefe hacía anuncios y uno de sus ayudantes leía el pronóstico del tiempo, la previsibilidad de blanco alrededor de la base, la fuerza del viento. Y había tartas, mermeladas, fiambres y café, pero el biólogo prefería prescindir de esas delicias con tal de dormir un rato más.
Luego de lavar su taza, volvió al cuarto que compartía con el bioquímico Lucas Martínez Alvarez. Chequeó que todo el equipo estuviera listo: la tarjeta de memoria, las pilas, los cables, la cámara, el equipo de grabación. Metió en la mochila unas nueces y unas almendras, livianas y energéticas.
Desde el teléfono ubicado en el pasillo marcó el tres y luego el cinco y escuchó una voz ronca que del otro lado decía: “cocina”.
—No vamos a almorzar en la base. Estamos por salir hacia el refugio. ¿Habrá algo que haya sobrado de la cena de ayer o fiambre para unos sándwiches?
—¿Cuántos son?
—Tres.
—¿En cuánto salen?
—Media hora.
—Pasá por acá un rato antes —le dijo alguien del otro lado.
Vio, a través de la puerta abierta del cuarto, a Maricel que preparaba las redes, el inflador, los tubos para las muestras de sangre, los GPS.
Depino volvió a su habitación. Si hubiera ido al desayuno se habría enterado de que el pronóstico anunciaba un viento de 17 nudos del este, nubes bajas hasta 240 metros, visibilidad buena (12 kilómetros) y una temperatura de tres grados bajo cero. De cualquier manera, en la Antártida uno se abriga sin preguntar: la sensación térmica, siete grados bajo cero.
Se puso el pantalón térmico, los tres pares de medias, uno sobre el otro. Luego, el pantalón de Goretex. Una remera térmica, otra más gruesa y un buzo; el anorak, gorro para tapar las orejas y guantes.
Depino no es friolento pero sabe que, quieto, los grados bajo cero se sienten como si el viento soplara entre las venas.
Antes de salir, con dificultad se puso las botas, hasta casi las rodillas. Movió la palanca metálica que traba la puerta y aísla la intimidad de la campaña de los soplidos furiosos y al pisar la nieve, en la cara, sintió que estaba en la Antártida.
Caminó hasta la cocina del alojamiento principal escuchando sus pisadas sobre el hielo. Allí, la palanca, quitarse las botas para no mojar el piso. Fue en medias hasta la cocina donde uno de los ayudantes le dio una bolsa de residuos negra. Dentro, había un pedazo de bondiola de un kilo y medio y un pan de campo, además de dos paquetes de galletita surtido.
En esa geometría blanca, miles de kilómetros cuadrados a la redonda, el alojamiento principal y el nuevo, los tanques de combustible con las letras de “Carlini”, el laboratorio alemán, el argentino refulgían naranjas. Aislados, pero próximos entre sí, como los cincuenta científicos, los veinticinco militares que entre enero y marzo comparten la vida aquí en la base argentina, ubicada a metros de la Caleta Potter. Porque luego, durante el resto del año, sólo son dieciséis: un científico, quince militares, los que transcurren a miles de kilómetros de sus casas.
—Radio, radio.
—…
—Radiooooo, radio para Emiliano.
—Sí, aquí Walter, Emiliano, Buen día.
—Buen Día Walter. Estamos saliendo tres personas para el refugio por la costa.
—Copiado.
—Avisamos al llegar. Cambio y fuera.
—Perfecto. Cambio y fuera.
Se encontró con Maricel Graña Grilli en la puerta del laboratorio. Revisó el equipo y antes de empezar a caminar, hizo un comentario sobre una nube gris, densa y oscura que parecía clavada en un punto del cielo.
A pesar del metro ochenta y nueve de Depino, el skúa que ahora pasa por encima debe verlo como un punto negro que se mueve lento, deja una mínima estela de pisadas.
Camina Emiliano Depino los seis kilómetros que lo separan del refugio casi sin pensar. Siente, en la cara, lo áspero del frío aunque apenas empieza a moverse el cuerpo se calienta y transpira. Más adelante va Maricel: anorak naranja, mochila y botas negras, los rulos inquietos por el viento.
A la derecha, el océano glacial antártico salpicado por ásperos bloques de hielo blanco que de lejos brillan suaves y turquesas. Sobre la costa, algunos pingüinos se sumergen fugaces. Otros de pie, quietos, esperan quién sabe qué cosa inminente o tal vez sólo se detienen a intuir (los animales no piensan), a percibir abstractos el paso de lo que llamamos tiempo.
Debe tener cuidado Depino con los lobos marinos mimetizados entre las piedras que, quietos, duermen o simulan dormir. La mordida podría provocar una infección desesperante. A la izquierda, los cerros empapados de nieve. Cerca de la costa, los enormes elefantes marinos, ahora en época de aletargamiento, reposan uno junto a otro, brutales e inofensivos.
A unos metros de Graña Grilli que no baja el ritmo, en silencio camina Depino. Escuchando el ir y venir de su respiración, mira a su alrededor embelezado con el paisaje y de a poco se sumerge en sus recuerdos, fragmentos de historias que va acomodando transparentes unos sobre otros para mirar a trasluz. Piensa en el enorme jaulón de su abuelo: cardenales, cabecitas negras, jilgueros y corbatitas. El aletear alborotado cada vez que ese chico, él hace varios años, entraba con un copo casero y naranja hecho de red de bolsa de cebolla. De un lado al otro, iridiscentes, volaban los pájaros escapando del nene que los quería atrapar para darles de comer.
Camina y piensa, Depino, en la forma de agarrar esos cuerpos de pluma, rápidos y frágiles, que muchos de sus compañeros biólogos aprendieron de grandes mientras que él, de chico, con el papá de su mamá, el abuelo Nelson.
O cómo canta, o dónde come o toma agua, en qué momento tiene cría cada especie, datos indispensables cuando lo que quiere uno es cazarlos.
Porque los viernes, camina y piensa Depino, llevaba al colegio, Normal 3 de La Plata, donde su madre trabajaba como maestra de inglés, una mochila con las cosas de la escuela y otro bolso: la caña, los anzuelos, pantalón, remera y medias y después de clase con sus dos abuelos, arriba del Peugeot 504, derecho para el campo en Bavio.
Desde el asiento de atrás, preguntaba Depino, la voz aguda.
—¿Y por qué, abuelo, después de cazarlo hay que dejar al pájaro en una jaula iluminado por una luz tan fuerte?
Se turnaban, el materno Nelson, el paterno Héctor, para responder. Como suele suceder con los viejos, cada pregunta desataba una respuesta que se alargaba, flexible, se evaporaba en la charla.
—Si a este pájaro lo encerramos a las diez de la mañana, estuvo todo el día en la jaula sin comer y si anochece, atardece o se apaga la luz, posiblemente se duerma, seguramente se muera.
Lo dejamos, decía Héctor, respondía Nelson, dependiendo el caso, lo dejamos con luz, agua y comida, para que se piense diurno.
No se cansa Depino, porque el ir y venir hacia el refugio es cosa de casi todos los días a menos que nieve intenso o que el viento sople antártico, la lluvia no cuenta como obstáculo para que él, Graña Grilli, interrumpan su trabajo.
Camina y piensa, Depino, en la búsqueda lejana de aquellos pájaros, el recorrido con su abuelo Nelson hasta los molinos, a ver si perdían. Donde había gota, había charco. Donde había charco, había pájaro bebiendo. O en el corral de los toros, el suelo veteado con los penachos rojos de los cardenales. Las tardes, bajo el bochorno de la siesta, detrás de una cortina, con el hilo en la mano, esperando durante horas que las palomas desconfiadas se atrevieran a cruzar el límite invisible bajo una zaranda sostenida por un palito, para tirar y ver cómo el animal aleteaba confuso.
A lo lejos, la luminosidad del cielo se difumina en nubes grises superpuestas. No termina uno de saber si son varias, una junto a la otra, o la misma, enorme, etérea y abarcadora, suspendida sobre el frío.
Camina y piensa, Depino, en cómo miraba de chico a las palomas, deteniéndose en el grisáceo marmóreo de las plumas, las patas ásperas y resecas, las uñas del animal; para luego liberarlas, sin más, satisfecho con lo aprendido después de la larga espera.
Camina y piensa, Depino, mientras recorre la lejanía blanca manchada con el sonido del viento, los ruidos de cientos de pingüinos, la leve transparencia del cielo. Piensa en su abuelo, en que aprendió y quiso enseñarle, para que se diera cuenta de que lo que le gustaba era caminar el campo, para que se diera cuenta de que no hacía falta atrapar los pájaros: bastaba acercarse, interesarse en ellos. Pero no es fácil cambiar a las personas. Menos cuando son viejas y, a empujones, la vida ya las ha cambiado.
Se descubre, Depino, ensimismado en su pensamiento caminando sobre una capa de hielo. Tras el ruido, una de las botas se sumerge hiriente en un arroyo de agua helada. Retrocede, ahora, sin acordarse de su abuelo, el jaulón, los pájaros, concentrado en la estabilidad de la piedra que debe pisar para no caerse.
Graña Grilli va adelante, pensando vaya a saber uno qué cosa. A lo lejos, un punto naranja intenso: debajo de uno de los cerros, asoma el refugio Elefante, una casa modesta, esencial en este paraje desolado.
Al llegar, Depino se saca la parte de arriba del anorak: el vapor sale de su espalda como si la piel fuera un géiser.
Después de prender el generador, avisar a la base que todo está bien (ya llegamos, nos vemos a la noche), toman unos mates. No se demoran mucho: el trabajo aún no ha empezado y el sol duda en aparecer.
Salen juntos. Buscan, por donde saben que está, el nido de un skúa, ave parecida a una gaviota grande y parda. Preparan el lanzarred, hecho con un inflador de aire comprimido. Se acercan lentos hasta que los dos animales, macho y hembra, los sobrevuelan inquisitivos.
Apunta Depino, cubierto por el sonido del viento, y oprime el botón. La red se dispara y engloba al ave que cae aleteando. Graña Grilli se acerca y, con delicadeza, agarra al skúa contra el piso. Lo desengancha mientras le encinta el pico filoso, mucha fuerza para cerrarlo y destrozar un dedo o un ojo, pero no tanta como para abrirlo. Así, el animal se tranquiliza. Ella lo abraza como si lo quisiera y es que, de algún modo, al dedicar su vida al estudio de este tipo de aves, lo hace. De a poco, el skúa, marrón aguilucho, se va aquietando. Lleva en la pata derecha un anillo, blanco y azul, con su identificación: MJL.
Depino forma parte del equipo de Graña Grilli, que está haciendo una tesis vinculando el uso del espacio con el estado nutricional de los skúas durante el período reproductivo. Así, anillan al macho, a la hembra y les colocan un GPS. Lo hacen tres veces: cuando la pareja está incubando, cuando el pichón acaba de nacer y cuando está bien emplumado. Diez días después, les retiran el aparato y les sacan sangre.
De esa muestra, a través de un análisis con isótopos estables de carbono y nitrógeno pueden determinar de qué se alimentó el animal. Miden los triglicéridos, los ácidos grasos libres y el colesterol y evalúan si consume la grasa que tiene en el cuerpo; miden el ácido úrico y saben si consume proteínas de los músculos o puede sintetizarlas: si tiene alimento para él y el pichón y puede engordar o, por darle de comer a su cría, se debilita hacia la muerte. Estos datos se cruzan con el recorrido que hizo el animal en los últimos días que, con la información del GPS, un programa de computadora dibuja sobre un mapa. Porque si el skúa va a buscar la comida lejos, el nido queda desprotegido y otros skúas, carroñeros, traidores, atacan a los pichones.
Luego, también, Graña Grilli hace unos extendidos de sangre en un vidrio para ver glóbulos blancos en el microscopio. Porque en situación de estrés, falta de alimento o agresión de predadores, lo primero que el ave suprime es el sistema inmunológico.
MJL parece a gusto en los brazos de Maricel. Después, es metido en una bolsa de arpillera que en la parte superior tiene una balanza: pesa 1.575 gramos. Le sacan sangre y a esa sangre le ponen heparina, cadena de polisacáridos, para que no coagule. A las 14 horas, le quitan el GPS, clasificado como S26.
Luego lo sueltan y MJL revolotea sobre los científicos antes de irse en dirección al mar. Depino repite el procedimiento de la carga y el disparo de la red con el pichón (MAC), que tiene un torso de 69,12 milímetros y un pico de 41,06 milímetros. Lo miden en silencio, tal vez para no molestar al animal o porque están concentrados en tratarlo con cuidado, en que este contacto, quizás el único que en su vida tengan este ave con seres humanos, sea lo más breve posible.
Más tarde, el ejemplar MBM pesará 1.800 gramos. Su GPS (S39) será recuperado a las 15 horas.
Hace diez años, en la isla 25 de Mayo había más de treinta nidos de skúas y, meses más tarde, unos treinta pichones. Hoy, hay catorce nidos y de ellos sólo sobrevivirán dos pichones. Si bien se están estudiando las causas, se supone que la disminución se debe al calentamiento global, el cambio climático: el krill, que es la base de la cadena trófica, se reproduce debajo de témpanos, hielos superficiales. Si disminuye la cantidad de hielo que flota, hay menos krill; es decir, menos alimento para el resto de los animales.
Una vez terminado el trabajo, ya de vuelta en el refugio, comen un sándwich de bondiola, toman mate. Graña Grilli propone volver a la base, llevar las muestras al laboratorio y dejar a Depino para que durante un rato se dedique a una de las cosas que más le gusta hacer aquí: grabar sonidos de animales.
El primer año que Emiliano Depino llegó a la Antártida tuvo mucho tiempo libre. No había traído libros ni series, películas ni nada. Y aquí es fácil encerrarse, hundirse dentro de uno mismo. Ya habían desarmado el refugio, preparado todo para irse pero, debido al clima, hubo diez días más de expectativa y abulia.
Diez días en los que Depino pensaba que se habían ido las colonias de pingüinos, los skúas y los elefantes marinos. Y el barco, el Beagle, que no llegaba. Y la ventana climática, el buen tiempo necesario para salir de la base, que no se abría, y el encierro y las frases repetidas.
¿Qué hago acá?
¿Qué
hago
acá?
¿Qué hago?
Y el tiempo se volvía espeso, denso, casi sólido. Y los pensamientos, como satélites en el espacio, giraban por inercia. A veces alrededor de uno y otras, también, sobre sí mismos. Pensaba en su novia, María Florencia Lo Castro, en su papá Marcelo, su mamá Sandra, sus hermanos, Mariano y Florencia, no sabía qué hacer. En ese momento sintió Depino la fuerza de la naturaleza.
En la ciudad, se dio cuenta, estamos acostumbrados a otra cosa. Tocamos botones, prendemos, apagamos, vamos donde queremos: decidimos. En la Antártida, el clima manda. Piensa en el comentario de un amigo que le contaba las ganas que tenía de llamar por teléfono a su padre fallecido unos días antes. Compara Depino, de manera particular, el aislamiento antártico y la muerte.
Esta vez vino más preparado. Esta vez trajo películas, libros, un trabajo incompleto sobre burritos (pájaros chicos, caminadores, que vuelan poco o casi nada, andan en el suelo, trepan por las hojas en la selva ribereña) y, sobre todo, la grabadora.
Depino empezó a grabar sonidos de aves durante un curso que hizo en 2007, en segundo año de la facultad. Luego, su tío le regaló una parábola hecha con una ensaladera, un micrófono y un grabador con cassettes.
Un año después, otro curso, con una beca “estímulo a la vocación científica” del Consejo Interuniversitario Nacional pudo comprar un micrófono mejor. Y un amigo, que también grababa, le regaló para su cumpleaños el plato de la parábola: un plato que un investigador había usado en Alaska.
Luego, parte de una agujereadora rotopercutor, el mango de una bicicleta y un caño plástico, Depino armó el aparato con el que hoy graba elefantes y lobos marinos, gaviotines antárticos, petreles gigantes, petreles de las tormentas, fregettas, pingüinos papúa, adelia, barbijo y palomas antárticas, gaviotas cocineras, skúas y, aunque no lo hace a propósito, también viento. Porque aquí el viento está adherido al paisaje como la piel a nuestro cuerpo. No silba como cuando pasa a través de los árboles sino que grita ronco y bestial. Sopla tenaz. Avasalla indemne.
Todos los días, una vez que termina el trabajo que tiene que hacer con Graña Grilli, camina Depino, naranja sobre el fondo blanco, orientando esa especie de paraguas abierto que rebota los sonidos a un punto, en el medio, donde con precisión el biólogo ubica el micrófono peludo.
Se sienta, pura paciencia, cerca de la pingüinera. Resiste el frío: apunta y oye. Y cuando escucha algo interesante, aprieta el botón: la grabadora rescata lo sucedido dos segundos antes de ese momento.
Por ejemplo, puede apuntar a un pingüino Adelia que aletea, mira para arriba, y hace un tac, tac, tac suave, previo al canto, que de otro modo se perdería en el barullo, se volaría hacía el mar. Es tan sensible el micrófono que el biólogo debe ir solo y con cuidado: el rozamiento de la ropa, los pasos, un estornudo pueden arruinar la grabación.
Y es difícil: porque los pingüinos no cantan o pican el micrófono o hay mucho ruido: no tienen vocalizaciones complejas, ni variadas, ni un horario definido de canto como otras especies y el viento. Sobre todo el viento.
Días más tarde, en su pieza en el alojamiento nuevo o en el laboratorio, revisará Depino los audios, las grabaciones. Seleccionará algunas, las mejores, las pondrá en formato (entre menos doce y menos tres decibeles, en una calidad de 24 bits y 96 kilo Hertz) y las mandará por mail al laboratorio de la Universidad Cornell, en Ithaca, Estados Unidos, donde funciona una biblioteca mundial de sonidos de aves. Ellos las limpian, le sacan el ruido ambiente, trabajan el sonido y luego, además de devolverla a su autor, la ingresan en la biblioteca pública con el nombre de quien la registró.
Al terminar la grabación, le habla al grabador. Dice: especie, situación, fecha, punto GPS, comportamiento del animal, datos del clima, mucho viento o poco viento o si fue un canto natural o la respuesta a una imitación que hizo él. Porque algunas especies cantan tranquilas en su territorio y cuando ven a un biólogo llegar naranja se ponen a gritar fuerte, repetitivas. Y hay que aclararlo: no es lo mismo.
Luego vuelve al refugio.
Cuando entre a la base sentirá en el cuerpo el cansancio acumulado durante el día. Dejará la ropa lejos de la habitación: olor a skúa, pingüinos, elefante marino. Irá relajándose de a poco, quizás hable un rato con Lucas, su compañero de habitación, quizás recorra la base, vea quién está por ahí para charlar, tomar unos mates. O vaya al gimnasio a ver si encuentra contendiente para jugar un ping pong.
En un rato, temprano, vendrá la cena. Luego unas cartas o un juego, leer algo o ver una película, ir quedándose dormido de a poco y tal vez soñar: con una tierra pálida e inverosímil, tan lejana como increíble.