Imágenes: Capturas de Carlos Pascua en el ex SI del documental “La arquitectura del crimen". / Planos del ex SI del documental “La arquitectura del crimen”.
Antes de ser un esclavo en el mayor centro clandestino de detención que tenía la dictadura en Rosario, Carlos Pascua fue un tigre. Organizaba paros en la fundición Cura con los otros delegados y si se enteraban que los compañeros de una fábrica no se sumaban, que trabajaban a puertas cerradas, se subían a un colectivo hasta esa fábrica y tiraban la puerta abajo para sacar a los carneros. Porque así eran las huelgas en los años 70. Pero cuando lo secuestraron, una madrugada de septiembre de 1977, a los 32 años, con esposa y dos bebés, la jaula se cerró. El tigre criado en el campo correntino hizo lo que tenía que hacer para sobrevivir.
Soportó las torturas en la planta baja del Servicio de Informaciones (SI), una oficina en la esquina de la Jefatura de Policía, invisible para el resto de la ciudad aunque funcionaba en pleno centro. Después de dos semanas de golpes y picana, lo bajaron al subsuelo, un espacio compartido con otros presos políticos. Descender a ese lugar, a diferencia de subir a La Favela, un pequeño entrepiso, era algo bueno. Bajar era estar un poco más lejos de desaparecer o de ser asesinado en un falso enfrentamiento.
En el subsuelo del SI, con la cara hinchada como una morcilla y aún sin poder masticar nada, Carlos Pascua cocinó para los policías de la patota, reparó techos, pintó una pared.
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–Sabés que si nosotros hacemos un entrepiso acá vamos a tener un lugar lindo. Vos que sos albañil, ¿te animás a hacerlo? –le dice a Pascua el jefe del SI, el comisario Raúl Haroldo Guzmán Alfaro.
–Y, si hay alguien que me ayude sí.
–¿Cómo podemos hacer?, ¿tenemos que buscar a un arquitecto?
–Yo trabajé en la construcción, hay que medir la altura de cuánto tenemos de piso ahí y calcular que te queden los techos casi iguales. Se canaletean las paredes que son grandes, se meten vigas en la grieta, se techa y chau está listo.
La maquinaria represiva necesita más espacio. Se acerca el Mundial de fútbol de junio de 1978 y Rosario es una de las sedes del torneo. Carlos Pascua, su hermano mayor Valerio, detenido antes que él, y otros presos comunes que la patota trae desde la Unidad III (la Redonda) empiezan las obras en el centro clandestino. ”Diego”, uno de los guardias, hace de capataz.
Hormigonean la escalera que va de planta baja a La Favela y estiran el entrepiso para crear dos nuevas oficinas. Carlos rompe paredes, prepara cemento y junta escombros con una pala, como quien que cava su propia tumba.
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Vendado y tirado en el piso, el que siente el frío del cemento fresco en el encofrado de la escalera del Servicio de Informaciones es Enrique Grigioni. Es 8 de enero de 1978 y la patota lo acaba de detener en la cancha de Newell’s. Él es de Central pero fue con su hermano y lo marcó un ex compañero de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Enrique, como las dos mil personas que pasarán por ese hueco de Dorrego y San Lorenzo entre 1976 y 1979, recorre el camino habitual. Interrogatorio y torturas, casi siempre a cargo de José Rubén “El Ciego” Lo Fiego. Espera días sin tiempo en planta baja. A él también le tocará pasar al subsuelo.
Ahí conoce a Gustavo Actis, detenido desde noviembre de 1977. Enrique tiene 22 años, es ingeniero químico, optimista y le gusta el fútbol. Gustavo, 24, ingeniero civil y prefiere el básquet. Se hacen amigos. Juntos suben a limpiar el polvillo de la obra que hacen los Pascua. Son testigos de los avances.
Un mes antes del Mundial, una madrugada de mayo, a Gustavo Actis lo sacuden con la peor de las frases que se pueden escuchar en el SI.
–Despertate, te llama el Ciego.
Lo llevan arriba con otros dos presos, todos ingenieros. Suben a las patadas del subsuelo a la planta baja y de la planta baja al entrepiso. Son de los primeros detenidos en entrar a las nuevas oficinas. Los esperan sentados en una mesa rectangular debajo de una bombita que da una luz mortecina y que cuelga sin lámpara: Lo Fiego, Lucio César “El Ronco” Nast, Carlos Ulpiano “Caramelo” Altamirano, Ramón Telmo “Rommel” Ibarra y Mario “El Cura” Marcote.
–A ver, ustedes que son terroristas, ¿dónde pondrían una bomba para hacer un atentado contra el Mundial? –pregunta el Ciego.
El silencio inunda todo: un maremoto de segundos pesados.
–¿Qué lugar del tendido del sistema de coaxil para la televisación del Mundial que viene desde Buenos Aires a Rosario puede ser vulnerable a un ataque? –insiste Lo Fiego con una campera tipo pilotín blanco y su cartuchera de cuero con cierre donde lleva la pistola 45.
–¿Tienen un mapa? –se le escapa inocente a Gustavo.
–Dejate de estupideces que te saco cagando, eh, y respondé.
–Bueno, no sé, habría que ver cómo es la traza.
–¿Qué es la traza?
–Y, por donde viene el cable subterráneo. Tiene que haber una cámara de inspección cada tanto en la red. Son cámaras que conviene ponerlas por seguridad, cajas de 60 por 60 con espacio suficiente para que tenga un cañero y que pase el cable –dice Gustavo que mientras gana tiempo se acuerda de un apunte y empieza a leerlo en su cabeza como un salmo de salvación. – Entonces habría que ver si esos cables llegan a un tablero y quizás esos lugares puedan ser pasibles de un atentado.
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Una torta frita, un mate cocido, el ruido de los mazazos contra la pared y de la mezcladora de cemento en el patio interior de la Jefatura Policial que da al Servicio de Informaciones. Esa es la rutina para Carlos Pascua, más joven y flaco, y su hermano Valerio, unos años mayor y más gordo, mientras trabajan en la planta baja del centro clandestino. A veces la tarea se interrumpe porque la patota sale de cacería con sus disfraces y pelucas o llega con un detenido, y ellos vuelven al subsuelo. Abajo no hay tareas porque están los presos: las mujeres en dos habitaciones pequeñas y los hombres en las cuchetas del fondo.
Cuando la obra para ampliar el SI se detiene, uno de los jefes o subjefes se lleva a Pascua a su casa y entonces hace de albañil a domicilio.
El comisario Felipe Orefice lo trata bien, Carlos cree que es una persona muy buena. Lo lleva a la mañana a su casa y se queda todo el día. Almuerza con él y con su esposa. De a poco, pone los cerámicos, las mesadas. Completa todas las terminaciones de una construcción inconclusa durante varios meses.
“Cuando vos querés ir, yo no te obligo, pero en lugar de estar acá te vas para allá”, le dice Orefice. Carlos piensa que no está mal. Cada tanto Felipe le da unas monedas pero sobre todo puede salir del encierro.
A otro jefe, Haroldo, le hace “el fino”: la terminación de las paredes, pintura y algunos arreglos. También trabaja para el Choborra, otro policía al que le gusta el vino y vive solo porque su esposa murió. Las salidas se repiten una tras otra: se lo llevan todo el día a trabajar y a la tarde vuelve a ser un preso.
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–Y vos, ¿por qué estás acá? –sorprende a Carlos Pascua el teniente coronel Horacio Verdaguer, el nuevo jefe policial que desplazó en 1978 a Agustín Feced, el más sanguinario de los represores de la ciudad.
–La verdad, hasta ahora no sé por qué.
–¿Pero vos anduviste en algo?
–Yo siempre del trabajo a mi casa. Solo fui delegado en la fábrica Cura de Granadero Baigorria.
–No, pero eso es obligación en todas las fábricas. ¿De dónde sos?
–Correntino, del departamento de Goya.
–Ah, yo soy de la capital de Corrientes. Mirá, decime, ¿vos qué hiciste, ponías bombas? A mí me lo podés decir, contame a ver qué podemos hacer.
–Nada. Nosotros nos criamos en el campo sin maldad. Me extraña que yo caigo detenido y no hay causa. Si hubiese motivos yo lo aceptaría pero no encuentro motivos.
–¿Cuántos hijos tenés?
–Dos.
–Yo te voy a ayudar, vos no tendrías que estar acá, vos tendrías que estar en tu casa con tu familia. Lo que hicieron con vos está muy mal pero yo te voy a ayudar para que salgas.
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Pascua deja el SI los viernes a la tarde por calle San Lorenzo. Camina cuatro cuadras por el centro de Rosario sin hablar con nadie: de Dorrego hasta Paraguay. Se toma el trole y se baja a seis cuadras de su casa en Buenos Aires y Battle Ordoñez, en zona sur.
Pasa el fin de semana con su mujer y sus hijos: en medio del encierro nació Cecilia, la tercera. Pudo verla porque Caramelo Altamirano y su mujer lo llevaron un día de trabajo y le regalaron un bolso con ropa para la nena.
Los lunes Pascua vuelve a las 7 de mañana al SI, como le juró a Verdaguer que haría. Ingresa a la Jefatura de civil, como otros policías del grupo de tareas. Si alguien le pregunta algo dice que trabaja en el Servicio de Informaciones. Para Pascua, el centro clandestino es mitad prisión y mitad trabajo cama adentro de lunes a viernes. Cada 15 días sube a tomar mates con Verdaguer. Hablan mucho, el teniente habla mucho.
–La cosa va cambiar algún día y el que estará preso voy ser yo. Anda a llevarme un atado de cigarrillo cuando yo esté detenido. Porque esta gente ha hecho todo mal, por el poder. Es la ambición, el dinero, los poderosos, todo lo manejan los grandes capitalistas. Esto es un atropello tremendo a la humanidad pero nosotros cumplimos órdenes. Tendríamos que cumplir con lo que el Supremo ordenó pero no respetamos su deseo. El día que nos vayamos de este mundo vamos a tener que ir al juicio final. Y ahí veremos qué pasa por no reconocer al Supremo.
Los dos correntinos son creyentes. Pascua conoció a Cristo en 1971 y se hizo evangelista. Escucha atento como si estuviese ante un profeta. Graba todo, podrá repetirlo 40 años después con los ojos bien abiertos.
–Como vos no pudiste ir a una facultad ni nada, te voy a enseñar a manejar tu vida para cuando salgas de acá. Para que aprendas a andar sin tropezarte. Nunca te vayas a oponer a la Policía si te para, o te llama la atención, siempre obedecé. Después hay tiempo para ir un abogado si te maltratan. A vos te tienen que pagar todos los días que estuviste acá y por todo lo que trabajaste.
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El ingeniero Gustavo Actis es “Il cuoco”, el cocinero de los presos del subsuelo del SI. A veces discute con Pascua porque le saca el perejil o una cebolla. Actis administra las provisiones que traen los familiares, dos veces a la semana, y Pascua las de los policías. El roce es habitual.
A mediados de 1978, el lugar es una especie de cárcel sin rejas. Ya no tiene el rigor y la dinámica de los interrogatorios constantes en la planta baja –con los gritos y quejidos, sobre todo a la noche, y la radio a todo volumen para taparlos-. Pero sigue la convivencia con los guardias de la patota, que bajan y piden un mate o se sientan a comer con ellos. Eso desorienta, daña como un ruido agudo de fondo.
Actis lo vive como una cuarta dimensión. Pueden escuchar a Hugo Guerrero Marthineitz en la radio, ver a Neustadt y Grondona en la televisión que le llevó su suegro y hasta leer el material prohibido que secuestra la Policía y deja en los estantes de la pared.
Cuando empieza el Mundial, se organizan para ver los partidos de Argentina alrededor de un Hitachi blanco de 16 pulgadas, a color, que es la envidia de la patota. Armaron una tribuna con dos tarimas de madera, de esas que se usan para sacar las fotos en las escuelas, que nadie se explica qué hacen ahí.
Son unos 15 detenidos y se suman los policías que están de guardia. Gritan los goles, se miran porque el 6-0 a Perú jugado en el Gigante de Arroyito parece arreglado pero no pueden decirlo ahí, tiran papelitos como una rebeldía. Son una viñeta de Clemente.
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El sábado 24 de junio de 1978, un día antes de la final de Argentina y Holanda, a Gustavo Actis, Enrique Grigioni y otros cinco presos del SI les avisan que los llevan a la cárcel de Coronda, a 120 kilómetros de Rosario. Actis le pide por favor al guardia de turno que le deje a su suegro una maqueta que construyó. Los últimos meses, para mantener la cordura, el joven socialista y ateo armó una iglesia con palitos de fósforo. Si ese templo sobrevive al infierno, quizás él también.
Los llevan a la nueva prisión en tres Ford Falcon. El domingo 25 amanecen cada uno en una celda individual en un pabellón con otros detenidos que aún no conocen. Afuera llueve, tienen frío. Es raro pero esa puerta cerrada, el guardia del otro lado, es un alivio. Una reja que divide y aclara puede parecerse a la libertad.
Los hermanos Pascua y los pocos detenidos que quedaron en el SI suben al entrepiso a ver la final con los policías. Llegan los goles de Mario Alberto Kempes y Argentina le gana 3-1 a Holanda. La habitación que construyó la mano de obra esclava es un griterío. Los que están libres y los cautivos, los que estuvieron de los dos lados de la picana festejan en el mismo lugar.
En Coronda, Enrique Grigioni se entera del resultado del partido días después. Las noticias del mundo exterior llegan a cuentagotas. Por una voz de una celda vecina cuando los guardias no están, por el conducto de los inodoros que se vacía de agua a propósito o por golpes en la pared en código morse. Enrique está contento: campeones, le gustaría salir a festejar. Gustavo Actis se preocupa: “La puta madre, no salimos más, me van a enterrar acá adentro”.
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Carlos Pascua abre la puerta de su casa en Callao al 4800, barrio chato de la zona sur de Rosario, en pantuflas y con cara de dormido. Recién se despierta de una siesta. Por sus caminatas diarias se mantiene firme con su metro setenta y pico. Una risa le achina los ojos. Se pone una boina marrón y se sienta en la cocina. Su casa es una ex cochera que dividió en dos con un mueble y una tela que hace de puerta. De un lado está la pieza y un baño, del otro el pequeño estar.
Alquila el lugar hace 11 años. Reparó el techo, acondicionó las paredes y las pintó clarito, como el SI. Tiene un horno a garrafa, un lavarropas chico, una heladera, el televisor y una mesa. En la pared cuelga un diploma de la Iglesia Evangelista. Ahí cumple su rol de consejero de vecinos y fieles.
Cuando Pascua predica sobre el bien y el mal, sobre las semillas y los frutos, sobre la familia, sobre dios la cara, su tono firme y pausado se vuelven hipnóticos. Si recuerda su detención durante la dictadura es menos enérgico, duda, mezcla temas.
El otro día Pascua vio en televisión los goles del Mundial 78 y se acordó de aquella final, del griterío en el SI. En la misma oración dice que “lo torturaron grandemente” y que “al final todos eran como una familia”.
De los doce delegados y subdelegados que conoció “solo quedamos tres o cuatro para contarlo, al resto los boletearon a todos”. De los jefes del SI habla con respeto: Caramelo Altamirano, condenado por secuestros, torturas y asesinatos, “es una buena persona”. Y se alegra que José “Archie” Scortechini esté preso porque fue quien lo torturó. Pero él ya no tiene enemigos.
Nunca declaró ante la Justicia. Las salidas a su casa de los fines de semana lo marginaron de la lista de testigos de uno de los pocos crímenes que ocurrió dentro del SI y se juzgó, en parte, en el juicio Feced II en 2014 (este año comenzó Feced III en la Justicia Federal). Conrado Galdame murió de un disparo en medio de una sesión de tortura, un sábado de diciembre de 1978. Para encubrir el asesinato, la patota montó un falso enfrentamiento en la casa de ese estudiante y mató a otros dos jóvenes peruanos. Esos crímenes marcaron el fin del SI como centro de operaciones y de la autonomía de la patota policial.
El decreto 1430 que firmó Jorge Rafael Videla el 29 de junio de 1978 dejó “sin efecto el arresto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional” de Carlos y Valerio Pascua. Los hermanos siguieron detenidos hasta agosto de 1979. Valerio murió años después.
Carlos volvió una sola vez al SI, en mayo de 2015. Fue en medio de las obras para convertir al SI en un Espacio de Memoria. Abrieron puertas que la dictadura cívico militar tapó, demolieron parte de los entrepisos para descubrir la altura original de los techos pero conservaron la estructura por su valor testimonial. Las dos oficinas que hizo Pascua quedaron en pie. Ahora funciona el Archivo audiovisual de juicios de lesa humanidad. Las computadoras se pueden consultar de forma libre. El nombre “Carlos Pascua” sólo arroja dos resultados: dos menciones de ex detenidos en sus declaraciones.