Un hijo le pregunta a su padre sobre la utilidad de su trabajo: “Papá, explícame para qué sirve la historia”. Así comienza un libro formativo para muchas generaciones de historiadores, Apología para la historia o el oficio de historiador. Su autor es el francés Marc Bloch, uno de los renovadores de la disciplina.
Esa pregunta tiene hoy tanta actualidad como entonces, en la primera mitad del siglo XX. Pero quisiera responderla desde la convicción de que investigar, escribir y enseñar historia son inseparables. Leerán, entonces, una reflexión no sólo sobre los usos públicos del pasado, sino, sobre todo, sobre su potencial transformador. Una cuestión más: enseñar historia no debería ser nunca sinónimo de un momento de aburrimiento, ni para el docente, ni para los estudiantes; ni para el autor, ni para sus lectores. Así que también es una respuesta a la maldita pregunta sobre la utilidad desde la reivindicación del placer y el compromiso.
En un país como la Argentina, que siempre asignó a la educación pública un papel político clave, la historia, en particular, tuvo un rol preponderante en dos ejes: la construcción de una identidad a partir del pasado (la denostada “historia oficial”) y la construcción de ciudadanía (desde el “educar al soberano” de los inicios del moderno estado argentino a la “educación para la democracia” de los años posteriores a la dictadura militar de 1976). Lo interesante es que más allá de los altibajos e idas y venidas que caracterizaron a la política argentina, ciertos hilos conductores han permanecido firmes, visibles e invisibles. La persistencia de una historia de fuerte tono centralista es uno de ellos (las obras que pretenden algún nivel generalidad, si se refieren a las provincias, lo hacen desde la perspectiva porteña). El otro es el adosamiento al corpus fundacional anclado en las guerras de Independencia y la organización nacional de temas relativos al pasado reciente, con mayor o menor grado de conflicto (lo que evidencia el peso que la asociación entre “historia” y “efemérides” sigue teniendo).
Pero el más notable es que en nuestra relación con la historia hay una curiosa dualidad. Si desde comienzos de la década de 1980 enfatizamos en la necesidad de explicar la historia como proceso, los cambios y continuidades, en nuestro sentido común pensamos al pasado y a la historia como estáticos, y desde allí la miramos. Transformamos la película en fotogramas.
Buena parte de las características que le asignaron distintos autores a la mentada grieta argentina tuvieron que ver con posiciones en torno al pasado. A un supuesto uso abusivo por parte del kirchnerismo, sobre todo en su última etapa, se le opuso un uso también abusivo, sino de una deshistorización, al menos de “apaciguamiento” de la historia que las pasiones que la historia despierta a partir de una pretendida ecuanimidad y rigor a la hora de relacionarnos con el pasado.
Como en ambos casos los bastiones fueron defendidos por historiadoras e historiadores profesionales, adrede me concentro en la utilidad de enseñar historia. En primer lugar, porque es en el campo de las escuelas y la divulgación donde se libró y librará esa “batalla cultural”, se la admita o no. De allí que, en segundo lugar, como el pasado es de todos y es de nadie, la relación crítica con este requiere de ciertas capacidades que las escuelas deberían preocuparse por fomentar más que desvelarse por tales o cuales versiones de la historia. Porque la relación con el pasado es prospectiva: estudiamos historia para estar mejor preparados para imaginar un futuro, no para heredar un mandato o un legado.
En ese sentido, la historia, como disciplina, es una caja de herramientas formidable, como bien pronto descubrieron y potenciaron quienes le asignaron una utilidad política a su estudio y su divulgación.
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El estudio de las sociedades en el pasado es un reservorio de ejemplos para comprender nuestra propia sociedad, de juzgar políticas actuales a partir de conocer su origen y los procesos que las conformaron. Cuando esa relación dinámica, que no por ser crítica deja de construir algún tipo de apropiación se congela, o no se promueve, el vínculo con el pasado se reduce a su aspecto emotivo: los potenciales amantes de la historia se transforman en carne para las fake news y las explicaciones fáciles. Transformamos a la historia de relato en consigna.
Y esto es una verdadera pena. Porque si un valor tiene la historia es el de revalorizar la noción de la agencia humana en los procesos históricos, y la elaboración de explicaciones para entender el comportamiento humano a escala individual y colectiva. La historia es una ciencia que está dotada de todas las herramientas de la buena literatura y del drama, pues su objeto es el hombre. Es una ciencia cuyo laboratorio es imperfecto, pero un laboratorio al fin: al estudiar el pasado humano, podemos elaborar miradas más complejas para interpretar nuestro presente e imaginar un futuro.
La enseñanza de la historia y la disciplina sufren dos crisis de legitimidad. Ambas potencialmente productivas, pero que coyunturalmente las conmueven. Por un lado, seguimos pensando sus aportes en clave estatal – nacional (esto la transforma en una herramienta ineficaz frente a la globalización capitalista y el presentismo). Por el otro, hace años que las y los historiadores profesionales encuentran su legitimidad cuestionada, de buen o mal grado, por las distintas instancias de divulgación que el desarrollo tecnológico y cultural ofrece.
Para seguir viva, la enseñanza de la historia no puede ser pensada disociada de sus usos y de su divulgación, esto es: de su politicidad. Un aula, que es donde se encuentran las generaciones, es para la historia una suerte de acelerador de partículas, el lugar donde más probablemente se mantenga viva. Un adolescente se “extraña” naturalmente, por distancia generacional, de lo que aprende. Nos regala su asombro, aquello que para los griegos era la madre del pensamiento.
No le podemos pedir a la historia que escape al clima de época: y la época es banal. Son los tiempos de las redes, y las redes tendrán muchos efectos positivos pero tiene uno preocupante: anulan las dos dimensiones básicas de la acción humana: tiempo y espacio. Somos seres humanos y actuamos en un lugar y un momento determinados. Y eso es lo que estudia la historia.
En el presentismo, que es el clima cultural de la época, pasado y futuro, se superponen en un único presente interminable. ¿Para qué, entonces, enseñamos historia? Para recuperar las dos dimensiones básicas del pensamiento histórico y de la acción humana: tiempo y espacio. Somos y hacemos en un lugar y un momento determinados. Pero cuando esas variables tan elementales se rompen, quedamos desamparados frente a una realidad que no distingue el paso del tiempo, y en consecuencia anula una de las condiciones necesarias para modificarla si nos disgusta, nos indigna, o no nos es favorable.
La enseñanza de la historia es imprescindible para romper ese estado cultural de presente permanente. No para oponerle un pasado dorado al que regresaremos, mejores o no. Tampoco para reivindicar el mirar hacia adelante, la idea de una amplia amnistía general que sacrifique los conflictos en nombre del futuro, a cambio de bailar sobre nuestros muertos. Porque la historia es conflicto. Y enseñar historia significa ser capaces de identificar problemas, actores, situaciones, imaginar relaciones y soluciones. Es el laboratorio de lo que haremos con nuestro futuro, con el privilegio de estudiar lo que otras personas hicieron en el pasado ante sus propios dilemas.
En ese sentido, la historia es un “kit de supervivencia contra el fatalismo”. Así lo explica Patrick Boucheron: “si la historia es la ciencia del cambio (…) tiene que enseñarles a los chicos, primero, a no bajar los brazos nunca cuanto todo, alrededor de ellos, parece decir que no hay salida. Si debe transmitir valores, son valores de emancipación, y no de resignación. He aquí lo que hay que decirles a los chicos, sobre todo en tiempos particularmente difíciles como los actuales. Decirles, con toda sencillez: esos tiempos se terminan siempre, incluso los peores, incluso los que se presentan como inevitables, inmutables”.
Enseñar historia, entonces, sirve para hacer crecer la esperanza.
Cuando esto sucede, la esperanza irradia y fortalece el vínculo entre las generaciones. Son tanto los jóvenes como los viejos los que asisten a ese proceso, como quien ve abrirse una flor. La luz, cuando abre el día, nos ilumina a todos. Como esta semana de elecciones para el CENBA, el centro de estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires. ¿Puede haber algo más vital, más esperanzador, que ver a tantas chicas y chicos (re) apropiarse de ideas y conceptos mientras hacen sus “pasadas” por las distintas divisiones, para argumentar, convencer, y explicar sus plataformas? No hablar este año, donde el lenguaje inclusivo va ganando terreno, donde desprejuiciadamente –porque son otra generación- plantean sus urgencias y sus agendas. No es solo el presente de ganar una elección estudiantil, sino una imaginación del futuro puesta en acto.
El contraste entre la vitalidad de esas chicas y chicos que presentaban sus propuestas con las discusiones en el plano nacional ante las ya definidas elecciones presidenciales es emocionante. Porque es en ese tipo de instancias, cuando al argumentar se valen de las herramientas que hemos construido juntos, que la historia como instrumento aparece más viva que nunca.
Aunque esa mirada necesariamente deba en parte criticarnos.
Aunque no reconozcamos en ella la historia que en su momento imaginamos nosotros, para nosotros.
Esa perspectiva es el privilegio del profesor, pero no debería faltarle ni al investigador, ni al divulgador.
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Decir “estos tiempos” en una clase de historia puede, para algunos lectores, ser contradictorio. “¿No debería decir ‘en aquellos tiempos, en esa época, en aquel entonces?” La verdad es que no. La enseñanza de la historia es una narración, sí, de mujeres y hombres frente a situaciones concretas, para que a partir de las cuales, y con el “resultado cantado”, nuestros estudiantes formulen hipótesis, conjeturen, imaginen. Enseñar historia sirve para plantear las tensiones y relaciones entre el pasado y el presente a partir de cuestiones actuales organizadas en torno a conceptos anclados históricamente: por ejemplo el Estado (y problemas como su funcionamiento, la corrupción, su composición), la sociedad, la cultura, el poder, la organización económica, las guerras, las formas de la organización social, los conceptos de libertad...
Esta concepción trabaja la historia incorporando la idea de que es una herramienta para la comprensión tanto del pasado como del presente. En palabras de José Luis Romero, se trata de que su enseñanza nos permita “pensar históricamente”: “La política no es más que el epifenómeno de planos más profundos de la vida histórica… Y llegar a comprender que los episodios espectaculares de la historia no pueden comprenderse sin entroncarlos en lentos y oscuros procesos subterráneos que se refieren a la vida de las sociedades, a su organización económica y a su creación cultural, es cosa a la que puede ayudar un buen profesor sin requerir de sus discípulos un excesivo esfuerzo de abstracción. No dudo que también se puede caer por esta vía en un simplismo escolar; pero no es un simplismo deformante, sino una forma elemental de los planteos que hoy hace la conciencia histórica”.
Conviene señalar que esta perspectiva, que algunos podrían considerar “instrumental”, es en realidad una vía para mostrar a los alumnos la historicidad de los procesos sociales, su lugar en la transmisión de la cultura humana, según nos recuerda Marc Bloch: “El pasado remoto imbuye del sentido y el respeto de las diferencias entre los hombres, a la vez que despierta la sensibilidad a la poesía de los destinos humanos”. Cuando Bloch escribió esto, estaba en la clandestinidad: su país acababa de ser ocupado por los nazis, y el historiador buscaba en la historia las causas de esa derrota nacional.
Aunque sabemos que son espacios distintos, con reglas específicas, no es fructífero sostener una disociación taxativa entre la investigación y la enseñanza, o, de manera más vasta, entre los “historiadores” y los “profesores”. Si bien son campos específicos de los trabajadores de la transmisión con el pasado, resulta más rica y promisoria la mirada del maestro uruguayo José Pedro Barrán (historiador, docente secundario, universitario y terciario): “para quien enseña, investigar es muy importante, porque ahí entendés lo frágil que es tu conocimiento, lo vulnerable, lo difícil que es lograrlo, y el contacto con los alumnos se dulcifica. Vos no das un conjunto de dogmas, de saberes inalterables. Entonces no solo sos más humilde sino que le das a entender al otro que el conocimiento que le estás transmitiendo se reestructura permanentemente. Transmitir eso a veces es más importante que transmitir verdades”. Las palabras de Barrán construyen una mirada sobre la enseñanza de la Historia en la cual el docente acompaña a los estudiantes en la reflexión sobre su lugar como sujetos históricos, mientras que les ofrecer información y elementos críticos para procesarla.
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Entonces, ¿para qué sirve enseñar historia? A lo largo del texto, Marc Bloch ha aparecido varias veces. No es casual. Porque es un referente, pero también porque su vida encarna las superposiciones que hay entre investigar, escribir, enseñar y divulgar. Su vida misma es una gran historia, y antes que nada, nos acercamos a la historia por el placer de escuchar buenos relatos, lo que no deberíamos subestimar. Al principio, nos acercamos a la historia como quien se acerca a un buen fuego tras una caminata invernal. Por la emoción que despierta una buena narración, por el drama humano anclado en personas de carne y hueso, como nosotros mismos, para secarse los pies, porque tal vez alguien nos invite a un plato de algo caliente.
A Bloch -historiador, veterano de la Primera Guerra Mundial y resistente durante la ocupación alemana- lo fusilaron los nazis en 1944. Dejó un testamento en el que decía que él podía ser muchas cosas, pero que, sobre todo, quería ser recordado como francés: “Unido a mi patria por una tradición familiar ya dilatada, nutrido de su legado espiritual y de su historia, incapaz en realidad de concebir otra en la que pudiera respirar a gusto, la he amado mucho y la he servido con todas mis fuerzas. Jamás he sentido que mi condición de judío supusiera el más mínimo obstáculo a estos sentimientos. No he tenido la ocasión de morir por Francia en ninguna de las dos últimas guerras. Al menos puedo, con total sinceridad, rendirme el siguiente testimonio: muero como he vivido, como un buen francés”. Antes, había escrito que en su lápida podría decir simplemente Dilexit veritatem: Amó la verdad. En su vida, una hermosa trama de identidades, legados, historias, proyecciones. Un embrollo del que un profesor de historia puede tirar de la punta del hilo, no para desarmarlo, sino para que quienes están con él encuentren sus propios cabos, y también tiren, enreden, tejan, aten.
Y destejan.
Sobre todo para que destejan.
La historia sirve para imaginar a dónde queremos ir. En un país que sigue siendo tan porteño céntrico en sus formas de pensar el pasado, es una forma de revisar nuestros vínculos, no solo al interior de la patria, sino en la región.
Más que un espejo del pasado, enseñar historia sirve para imaginar futuros. Una clase de historia “enseña” sobre el pasado, pero sobre todo ofrece elementos para recordar que, si antes hubo quienes diseñaron sus horizontes, hoy también podemos hacerlo.
En una clase de historia hacemos pequeñas revoluciones. Imaginamos cómo sería el mundo, a partir de leer y conocer cómo lo imaginaron otros antes que nosotros.
No hay alerta de spoiler que valga.