Día histórico”, repitieron los periodistas María Laura Santillán y Rodolfo Barili, enorgullecidos por la misión que les tocaba. Incluso con mayor entusiasmo lo habían dicho otros ya en la edición de 2015, la primera vez que los candidatos se midieron en la TV en la historia de la Argentina. Entre uno y otro evento medió la aprobación de una ley del Congreso, en noviembre de 2016, que convirtió a los debates televisivos en una obligación a la que los políticos, en adelante, deberán someterse. Los debates llegaron para quedarse, parece. Y lo de “histórico” se repite a cuento de un supuesto salto en la calidad democrática, pero cabe la sospecha de que sea exactamente lo contrario: el triunfo del formato acaso sea una victoria de la lógica del espectáculo por sobre la de la política.
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Luego de tres emisiones se puede ya adelantar un balance. ¿Hubo un salto en calidad democrática? ¿Permitieron los debates evaluar mejor las propuestas de cada candidato? Las intervenciones, pautadas en lapsos brevísimos, no sirvieron para desplegar argumentos ni para abundar en otra cosa que en consignas genéricas o chicanas. No se produjo ningún “diálogo”. No hubo intercambio racional de ideas; el debate propiamente dicho brilló por su ausencia.
Para lo que sí brindaron espacio fue para la proliferación de falsedades sorprendentes. Por la distancia entre lo que Mauricio Macri dijo que iba a hacer en 2015 y lo que hizo luego, corresponde considerar a su campaña de ese año como la más falaz de la que se tenga registro. No sólo no cumplió con sus promesas de campaña (algo habitual entre políticos) sino que prometió específicamente no hacer cosas que sus opositores advirtieron que iba a hacer y que fueron las que efectivamente hizo apenas asumido. Alberto Fernández abrió su intervención en esta primera ronda de 2019 denunciándolo por ello. Pero eso no impidió que Macri volviera a mentir ostensiblemente en casi todos los datos que diseminó. Mintió sobre los motivos, los montos y los usos de la deuda externa que tomó. Contra toda evidencia, afirmó que había elevado el presupuesto de ciencia y tecnología. Presentó éxitos fantasiosos en la lucha contra el narcotráfico. Pintó un panorama irreal sobre los logros de su gestión y no dijo una palabra sobre las políticas que tomaría en un eventual segundo mandato.
Lejos de facilitar el acceso de los ciudadanos a información veraz sobre los candidatos, el formato de debate fue, al menos hasta ahora, una formidable plataforma para la mentira. Irónicamente, la ley prevé duras sanciones si un candidato falta a la cita, pero ninguna si miente de forma deliberada. Como si lo que importara fuese que el show tenga lugar, más que su supuesto fin de brindar información a la ciudadanía.
El entorno mediático, al menos el televisivo, no sirvió como contrapeso. Más bien lo contrario. Al finalizar el debate las coberturas de la TV no advirtieron sobre la información falsa vertida por los candidatos. Más que analizar lo dicho, apuntaron a las formas y al modo de aparecer de cada uno. En sintonía con lo que señaló Macri durante la emisión, se detuvieron especialmente en el lenguaje corporal de Alberto Fernández y en su dedo índice en alto, tomado como signo de soberbia y autoritarismo. Lo mismo que en 2015, los medios continuaron luego con el gerenciamiento de las percepciones, al proclamar “ganador” y “perdedor” de la contienda. Al finalizar esta edición, TN anunció que las encuestas que acababan de realizar habían dado por ganador a Macri (algo que se demostraría falso) Al día siguiente la gestualidad de los candidatos y las percepciones de “la gente” dieron lugar a decenas de notas en la prensa gráfica. Sobre las mentiras vertidas se dijo poco y nada: el debate giró todo el día en torno del dedo índice de Fernández. Gestos, imágenes y sensaciones, a la misma altura que los contenidos verbales.
A esto se sumó la parcialidad de la labor periodística de quienes condujeron los debates. En 2015 había sido muy evidente: durante la primera ronda, a Macri le habían abierto el micrófono para una palabra final fuera del acuerdo (aprovechó para jactarse de su buen estado físico) y la última frase que escuchó la audiencia fue la de Luis Novaresio, el hombre de América TV, diciendo “Gracias por demostrar que sí, se puede en la Argentina” (usaba el eslogan “Sí, se puede” de la campaña del PRO). Pero eso no fue todo. En ambos debates ese año Marcelo Bonelli, del Grupo Clarín, aprovechó su turno para hacer una descripción sombría del estado de la economía que evidentemente perjudicaba al candidato oficialista. Incluyó además una referencia incorrecta al índice de pobreza infantil de UNICEF (por supuesto exagerándolo). Nada de esto sucedió en esta primera ronda de 2019: por un acuerdo entre candidatos, los periodistas debieron limitarse a presentar a los oradores y medir el tiempo y no pudieron editorializar durante sus intervenciones, algo que lamentaron más de una vez en la previa.
Así y todo, los sesgos políticos de los conductores y de sus medios de pertenencia se hicieron notar. Los canales de TV aprovecharon la atención de una gran audiencia para editorializar sin dificultades desde los estudios, antes y después del debate. Pero además, la propia selección de los periodistas a cargo de la conducción de los encuentros de 2019 recayó sobre notorios antikirchneristas, incluyendo caras emblemáticas del “periodismo de guerra” del Grupo Clarín. Los profesionales más conocidos entre los que se identificaron con el kirchnerismo, por el contrario, quedaron fuera. El supuesto “campo neutral” para el debate no fue tal e, implícitamente, se dio legitimidad a las voces de algunos y no a las de otros.
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La costumbre de organizar debates televisivos entre candidatos se difundió desde los Estados Unidos. Aunque hubo algunos antecedentes, el 26 de septiembre de 1960 se realizó en Chicago el primero de escala nacional, con el famoso cruce entre Richard Nixon y John Fitzgerald Kennedy. Desde entonces la práctica fue copiada por otros países y hoy se celebra en casi la totalidad de América Latina. ¿Significan realmente una contribución a la calidad democrática? En su país de origen los especialistas no están convencidos. Algunos los apoyan, pero otros han advertido que no ayudan a percibir los defectos y virtudes de los candidatos ni mucho menos la conveniencia de sus propuestas. Según sus detractores, los debates resaltan la habilidad de los políticos en el arte de la elocuencia, el magnetismo de su personalidad, su capacidad de manejar los tiempos televisivos o el atractivo de su imagen, antes que sus dotes de buen demócrata o la pertinencia de sus ideas. Lo que el público ve es una actuación y es eso en definitiva lo que juzga. Una actitud o un rasgo físico poco agradable (como la sudoración nerviosa de la frente de Nixon en 1960), un momento de titubeo captado por la cámara, una acusación repentina, un mal chiste, una gestualidad agresiva o un pequeño error al hablar pueden afectar el voto. No porque demuestren que el político en cuestión sea menos capaz, sino porque crean la sensación de que lo es. Por supuesto, el público no decide sólo por lo que ve en un debate; puede informarse de muchos otros modos. Pero las encuestas muestran que una porción importante del electorado estadounidense confía en ellos como referencia principal (a veces única) a la hora de decidir su voto.
En Argentina el formato se abrió camino a partir de un impulso decisivo que vino del campo empresarial. La iniciativa nació en 2014 en Pilar, en las aulas de la Escuela de Negocios de la Universidad Austral, entre un grupo de docentes e hijos de poderosos empresarios, algunos de ellos de conocida vinculación con el macrismo. La impulsó luego CIPPEC, un think tank fundado por personas que luego pasaron a ocupar altos cargos en distritos gobernados por el PRO y cuyos fondos provienen, entre otras fuentes, del gobierno norteamericano y de corporaciones multinacionales. La organización fue puesta en manos de una ONG creada para la ocasión, Argentina Debate, conformada por personas del mismo perfil sociopolítico y con un coordinador general que también terminaría designado como funcionario del PRO. Luego vino el acuerdo con los medios, por el que se dividieron la conducción del evento tres periodistas de los principales canales privados. El lugar elegido para el debate fue la Facultad de Derecho de la UBA, como para dar una falsa apariencia de cosa pública a lo que fue, en esencia, una iniciativa 100% del sector privado.
Faltaba todavía garantizar la participación de los candidatos. Y en 2015 la presión mediática fue implacable: se exigió que los aspirantes a la presidencia se prestaran a una iniciativa mediática de origen empresarial, bajo el argumento extorsivo de que no hacerlo era prueba de insuficiente vocación republicana. La oportunidad de darse a conocer para los de menos intención de voto hizo lo suyo, de modo que todos aceptaron el convite, con excepción de Daniel Scioli, quien decidió no participar en la primera ronda. Por ello fue duramente castigado: la producción del evento decidió dejar un atril vacío en escena, de modo que su ausencia fuera visualmente sugerida como una falta de respeto a la “sana costumbre republicana” del diálogo, según las palabras de uno de los conductores de esa noche. Scioli aprendió la lección y concurrió a la segunda vuelta. La victoria de los medios quedó refrendada poco después, cuando el Congreso retomó la idea y le dio fuerza de ley (aunque les costara, como pequeña derrota, perder la potestad final sobre la organización, que ahora pasó a la Cámara Nacional Electoral).
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Que la imposición de los debates implica la victoria de la lógica mediática sobre la del campo político se notó en el predominio de las formas y los códigos visuales por sobre los contenidos verbales de los candidatos. Alberto Fernández debe soportar hoy que la atención esté sobre su dedo índice y no sobre lo que dijo. Pero no es menos cierto que sus propias intervenciones –como las de Macri y varios de los demás candidatos– tuvieron el formato de pequeños spots publicitarios. Más que un debate, fue una sucesión de propagadas y eslóganes.
Como evento público, los debates están pasando a ser el clímax de la campaña electoral. Reemplazan así al otro acontecimiento que antes ocupaba ese lugar: el de los actos callejeros de cierre de campaña. La diferencia entre ambos no es menor. Ciertamente, los dos son puestas en escena, pero los sentidos que transmiten son diametralmente opuestos. La diferencia fundamental es que en los actos el candidato le habla a una multitud. Por supuesto que no se trata del Pueblo argentino, sino apenas de una parte: los militantes, votantes y curiosos que se acercan ese día. Pero de cualquier manera se trata de un colectivo interesado en la política que se hace presente para apoyar a su dirigente preferido. En la tradición argentina, además, la multitud “dialoga” con su referente: grita y exige definiciones, impone consignas con sus cánticos, lleva demandas en sus carteles, en fin, interpela al candidato de muchas maneras. Se trata, en definitiva, de una puesta en escena en la que la movilización colectiva y la voz popular tienen un lugar.
Por contraste, en los debates en TV los candidatos son sólo interpelados por otros candidatos y por periodistas. No hay participación de multitudes. De hecho, a los invitados que presencian el show se les exige permanecer en estricto silencio. El público implícito no es un colectivo activamente movilizado: por el contrario, se compone de individuos que miran cada uno la televisión, pasivamente, en el espacio privado de sus hogares. Los propios candidatos apelan a ellos en tanto individuos. Macri, por caso, abrió su primera intervención en el segundo debate de 2015 diciendo: “Quiero empezar hablándote a vos, que estás en tu casa, terminando el fin de semana en familia, preparándote para ir a trabajar mañana” (estilo impensable en un acto callejero, donde la presencia popular obliga a referir a lo colectivo). También Scioli arrancó saludando a las “familias de todo el país”. En este evento, la presencia popular es doblemente borrada de una escena en la que no aparece de cuerpo presente y sólo es aludida como conjunto de individuos aislados.
Pero la supresión del protagonismo popular es incluso más profunda. Porque ante la falta de su presencia y de su voz, los que se autoproclaman sus representantes, en la puesta en escena, son los periodistas. En el debate de 2015 lo hicieron de manera candorosa. Rodolfo Barili, el hombre de Telefé en la conducción, fue el más entusiasta en el intento de borrar de la vista el papel central que ocupaban él mismo y sus colegas: en la primera vuelta afirmó que, en la preparación del evento había participado “toda la sociedad argentina” (algo evidentemente falso). En la segunda, sostuvo que lo que sucediera desde el comienzo de la emisión “no está en nuestras manos; forma parte de la historia”; al comprobar la abundancia de menciones al debate en Twitter, agregó que “la República Argentina, el ciudadano que va a elegir a uno o a otro, ha estado pendiente de este debate” y aprovechó para despedir a los candidatos agradeciéndoles “en nombre de toda la sociedad”. Apelando a la misma legitimidad, Novaresio asumió el papel de legislador cuando proclamó, en la primera vuelta, que el debate se transformaba desde entonces en “un bien público” y un “derecho de los ciudadanos”. En la segunda vuelta llevó su potestad legislativa hasta el futuro, al agregar, en tono imperativo y arrogante, que “desde hoy y para siempre” en la Argentina habrá debates televisivos.
Al actuar como si su propio protagonismo no hubiese existido, como si su voz pudiera confundirse con la de “la gente”, como si el show hubiese sido definido por la ciudadanía y respondiera a sus derechos, los periodistas se asumían como única voz autorizada a representar al Pueblo antes de que éste se expresase en las urnas. Asumían para sí la legitimidad que le cabría al Pueblo como sujeto (un atributo que en los cierres de campaña está al menos puesto en la escena a través de la presencia vociferante de una multitud ahora borrada del mapa). Y además, contribuían a definir al Pueblo como una colección de individuos sentados pasivamente frente al televisor, decidiendo qué candidato le parecía el mejor. O, dicho de otro modo, en un tipo de actividad que se vuelve difícil de distinguir de la del consumidor puesto a elegir entre los productos que ofrece la publicidad con sus imágenes y eslóganes.
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Jaime Durán Barba, desde hace años el estratega de campaña de Macri, lo dice sin tapujos: la comunicación política debe ocuparse de gerenciar las sensaciones. Argumentar es cosa del pasado. El tiempo de la palabra terminó: hoy reina la imagen y “la forma es el mensaje”. Alejandro Rozitchner, uno de los asesores más cercanos a Macri, coincide desde uno de sus libros: el dirigente político debe evitar dar explicaciones. Mejor es que sea como un “artista” que se comunica con el votante a través de sensibilidades y emociones.
Los debates presidenciales, al menos tal como vienen funcionando hasta ahora, colaboran con esa concepción. Lo que importa de ellos no es el supuesto diálogo que habilitan –por otro lado inexistente– sino justamente su formato, la manera en que moldea lo que puede decirse, el contrapunto que establece implícitamente con la movilización callejera, el modo en que obliga a la moderación de los gestos y, con ella, de la propia política. Si algo muestra la imposición de ese formato, como si fuese la expresión única e indispensable de la conversación democrática, es el avance de la visión empresarial sobre el espacio público, el de los medios de comunicación sobre la política, el de la imagen sobre la argumentación, el del espectáculo sobre la deliberación, el del individuo pasivo sobre la ciudadanía como colectivo activo.