Ensayo

Masacre de Orlando


Un asesino de molde

Se dijo que el autor de la masacre de Orlando era homófobo, islamófobo o que actuó inducido por su adhesión a ISIS. Para el filósofo Flavio Rapisardi, víctimas y victimario están cruzados por sentidos y buscar un nombre que explique la matanza es una operación necoconservadora. “El asesino es un perfecto molde de una cultura”.

Fotos: Victoria Pickering

Las cien millas que Omar Sidique Matenn hizo hasta Pulse no fueron por ver a dos hombres besándose. Pensar que eso fue un “epifanía” que lo llevó a planear una acción impecable en sus siniestros resultados es obviar que no vio otros besos, que no está escuchando el debate presidencial, que no mira la TV o que vive en la burbuja de John Travolta de los años 70. Omar sería un marciano de tendencia dormida y latente que lo llevó a ir “justo” la noche latina a picar carnes morenas y acompañantes wasp. Este es el patético relato paterno que solo pretende calmar su carrera moral como pater familis. Lo siento: el asesino de su hijo es un perfecto molde de una cultura donde se discuten situaciones “sobredeterminadas” –diría Altuhser- a la que usted aporta.

Los tiros de Omar no mataron solo maricas, sino heterosexuales tirando a la melanina oscura, repitiendo, reescenificando esas ejecuciones a mansalva que se practican, de manera silenciosa, en la frontera con México.

Cincuenta muertos latinos/as con un arma comprada con facilidad, en una noche de ondular caribeño de caderas y torsos, lleva al menos a preguntarnos si una categoría tan psiquiatrizada, y por lo tanto vaciada de sus implicancias estructurales, puede explicar esta horrible masacre de una población cuyo promedio de edad no superaba los treinta años. Muchos ni siquiera tenían domicilio en Orlando, ciudad gusana y conservadora que no temió hacer fraude para quitar la presidencia a Al Gore en el 2000.

Ya son varios los debates que se producen sobre esta categoría tan empobrecedora como “homosexual”: ¿fobia? ¡Por favor! Aquí hay una clara configuración de sentidos discriminatorios que, como tales, operan en la realidad produciendo lo que muy bien Daniel Feierstein “etapiza” en su idea de proceso genocida: “marcaje”, “descalificación” y, dados ciertos intereses y condiciones, el “exterminio”.

En este sentido, Omar manifestó al menos dos veces, según lo que se conoció hasta ahora, afirmaciones de marcaje racista. La denuncia la hicieron sus “compañeros” de trabajo en función de frases en la que manifestó algún tipo de adhesión al jihadismo, esa versión fascista similar a la del Opus Dei o el judaísmo ortodoxo que, si aún no se inmolan para llevarse puestos a otros, es porque están del lado de los que mandan.

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Es una obviedad: desde las Actas Patrióticas post 11S, parece que en Estados Unidos es más alarmante una declaración pro Jihad que la violencia de género que su ex compañera sufría a manos de este carnicero. Su propia ex lo declaro: no practicaba ninguna forma del Islam, solo lo declamaba. Algo así como hacía Videla en la coqueta iglesia de avenida Cabildo.

Algunos analistas políticos apelan a un esquema psi que desconozco: sostienen que el acto de Omar fue una “muestra de manifestación de adhesión” al Estado Islámico. Yo puedo entender que la falta de vendas en los hospitales responda a decisiones macroeconómicas aparentemente tan lejanas como el endeudamiento macrista, pero imputar a ISIS la inducción de la conducta de Omar es reeditar un cambalache que solo proyecta los terrores y pesadillas que la propia política exterior estadounidense viene construyendo desde hace decenios. Si esto fuera cierto tendríamos a Massot, Kraiselburd, Noble, et al, en cárceles comunes.

Obvio que semejante matanza, que ubican como posterior en número de muertes al 11S, cayó como bocadillo en esta atípica campaña electoral norteamericana. Donald Trump, que debe conocer más gays y lesbianas por el solo hecho de haber compartido el lecho con Ivanna Trump, icono puto mundial, se enfrenta a una bruja también  carnicera como Hillary Clinton.

Salgan del calor de la batalla twittera y verán que Donald Trump, si bien ahora agita el antiislamismo (conveniencia de coyuntura), forma parte de lo que los think tank estadounidenses consideran la transversalidad “no intervencionista”. La economía estadounidense esta desgastada (aunque lejos de la crisis terminal predecida sin éxito, de manera eterna, por el troskismo) por lo que tanto Trump como los sectores más liberales del Partido Demócrata comienzan a oponerse a la noción de gendarme activo y piden a la OTAN la socialización de los costos y acotar sus incursiones rapaces. En cambio, la “simpáctica” Hillary siempre tuvo el dedo cercano al botón invasor no solo por su alianza con el conglomerado industrial-militar, sino también por ser representante de la gerontocracia a la que Obama solo melló cuando tuvo intenciones y viento a favor. Ahora Hillary y Trump sueñan con el maletín plateado, pero calmadas las aguas, veremos que quedó de esa transversalidad precavida frente a invasiones por motivos que no necesariamente son humanistas.

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Ya es vergonzoso que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y sus Think tank hayan elaborado una doctrina como la “human security” que tiene un “aire de familia” a la noción de DDHH, pero que es lo contrario: un decálogo de excusas que autorizan invasiones, figurando entre ellas la violencia de género, la discriminación a la diversidad sexo-genérica entre otras. De ser así, y para ser coherentes sería bueno que se ataque al ISIS y Nigeria que queman a las personas LGBT y por qué no a los propios estados del gigante del norte cuyo cinturón biblíco es una bonita excusa para crímenes de odio sistemáticos que el FBI contabiliza prolijamente y que sería bueno analizar para ver si cuál es su sistematicidad.

Víctimas y victimario están tan cruzados por sentidos que buscarle un nombre que lo explique es una operación necoconservadora que siempre le quiere escapar a lo que tiene que hacer: luchar contra el exterminio; esa etapa final de la práctica que produzca la revolución verdadera: la que desarticule la diferencia como modo de vivir la desigualdad.