Texto publicado el 15 de abril de 2020.
Rodolfo se levanta y va al baño. Se mira fijo al espejo, coteja en su reloj. Tiene 30 minutos para la reunión que fijó su jefe. Se ducha, se abrocha la camisa y se peina mientras revisa los papeles que debía preparar para el encuentro. Va a la cocina, prende la cafetera junto con la computadora. Ubica la taza a un costado de la computadora y antes de sentarse cierra las puertas de las habitaciones donde su mujer y sus dos hijos aún duermen. En la pantalla empieza a sonar la conexión de distintas aplicaciones de videollamadas. Primero tendrá una reunión a solas con su jefe por Skype. Después, una grupal por Zoom. Está un poco nervioso, todavía no maneja bien esos programas. Pero sentir la tela del pantalón pijama y el calor de las pantuflas en sus pies lo calma, es su mundo íntimo presente como nunca en una reunión de trabajo. Su rebeldía y su derecho adquirido durante la cuarentena. Ríe.
La vivienda familiar se ha convertido en un territorio en disputa: sesiones de escuela, reuniones de trabajo, tareas domésticas conviven como nunca lo habían hecho. Cada miembro del hogar va encontrando su propio espacio físico que le permita realizar obligaciones, tener un poco de ocio o simplemente aislarse y pasar un rato sin estar en contacto con nadie más. Hacer algo que nadie más sepa. Tener un poco de intimidad.
Para los sectores medios confinados, hoy la intimidad está amenazada. En estos días de cuarentena su par antagónico, lo público, ha perdido su tradicional espacio, todo aquello que estaba por fuera de los hogares. Si hasta hace pocas semanas desde las ciencias sociales pensábamos los modos en que la intimidad invadía y redefinió el espacio público, mostrándonos que los límites entre la vida privada y la vida pública no fueron más que una invención de la modernidad asociada a las lógicas de producción y patriarcales, ahora la cosa cambió.
Por el confinamiento, las distinciones taxativas e infranqueables entre lo público y privado quedaron en jaque: todos los días nos esforzamos y fracasamos en mantener dicha separación. Ahora, lo público y lo privado se solapan en un mismo espacio físico, se entrecruzan sin fusionarse formando un salpicado propio y singular en cada hogar. Y son las redes tecnológicas las que nos permiten interactuar con ese afuera y llevar adelante esta obra en la vida cotidiana.
Tomamos o damos clases, nos conectamos para reuniones o encuentros laborales, citas amorosas, sesiones de análisis, clases de zumba, realizamos llamadas y para ello elegimos -del modo y en el momento que podemos- cómo presentarnos, de la misma manera que presentamos un producto o nuestro trabajo. Para cada ocasión, elegimos los lugares donde conectarnos según el tipo de fondo que queramos dar a nuestra imagen proyectada. Nuestros hogares se transforman en los escenarios de telenovelas improvisadas. Al comunicarnos con el afuera intentamos reproducir una lógica propia de esos espacios públicos: representamos casi de un modo autómata nuestros supuestos sobre lo que debe mostrarse y lo que debe mantenerse oculto.
Para una reunión de docentes e investigadores, ubicamos los autores de referencia en un lugar visible, acomodamos el mate de manera que nos acompañe sin estorbar, elegimos portarretratos familiares o personales en lugares adecuados para el tipo de reunión. Para una sesión de análisis el terapeuta intenta generar un ambiente de calidez y distensión, acomoda un cuadro o abre ventanas, mientras nosotros tratamos de ubicarnos lo mejor posible en la silla. También nos peinamos, maquillamos y vestimos de una manera específica -al menos en la parte visible del torso-, e intentamos silenciar los espacios donde escenificamos nuestras tareas.
Pero junto con ese montaje controlado se cuelan imágenes, videos o sonidos que exponen algún aspecto de nuestra intimidad, de la de quienes viven con nosotros o de la de les otres con quienes nos comunicamos. Nos vemos tentados a descifrar o simplemente expuestos a secretos que estaban confinados a la vida doméstica. Desde la aparición desnuda de la pareja de un docente que se viralizó en pocas horas en las redes, hasta los ladridos de perros, discusiones con las parejas, gritos de hijes y música en alto volumen, forman parte de la información que compartimos. El jefe, la jefa, el superior, el compañero de trabajo o colega, puede meterse en nuestros hogares y conocer más de nuestra organización doméstica. En el esfuerzo, a veces ciclópeo, por ocultar como si fuéramos un orfebre que busca la mayor perfección para que no se descubra el montaje de una pieza sobre la otra, quedamos expuestos al fracaso, a que emerja ese sonido, esa persona, ese detalle que indique un desacople manifiesto. ¿Por qué nos esforzamos tanto?
En los trabajos que realizábamos hasta hace unas semanas, la vida cotidiana, las biografías, las sexualidades y los sentimientos permanecían en un claroscuro. Claro que se daban filtraciones, pero cuidábamos su exposición. Y para ello, la distancia entre trabajo y hogar resultaba una garantía. Hoy, lo público y lo privado comparten un mismo escenario: nuestros hogares. Hoy, ambos mundos se superponen, conviven, volviendo difusas sus fronteras. Hoy, tenemos que resguardar la intimidad aún dentro de nuestros propios hogares.
Incluso, hasta la aparición del COVID-19, exhibir aspectos de lo íntimo podía ser algo positivo que aportaba a nuestro desempeño en la vida pública. Hace ya un buen tiempo que en las campañas electorales es relevante y efectivo mostrar la intimidad de les candidates como modos de dar cuenta de su verdadera esencia. Esta exhibición era una respuesta a la desconfianza a les politiques en general. Sin ir más lejos, Alberto Fernández paseando a Dillan lo muestra como un Alberto verdadero, que se exhibe como es en la intimidad, genuino, que no necesita estar coacheado. En esta “explosión” de lo íntimo, somos testigos y protagonistas de la exhibición y tematización de la intimidad y del sentir individual en diferentes ámbitos de la vida pública.
Sin embargo, la nueva realidad que marca el confinamiento obligatorio nos lleva a preguntarnos, ¿qué ocurre cuando la capacidad que teníamos para trabajar afuera de nuestros hogares pasa a estar determinada por el manejo que tengamos en el ámbito privado? Ya no se trata de dónde resguardarnos, sino de cómo lo podemos hacer. ¿Cómo conservamos la intimidad cuando el afuera es siempre nuestro adentro?, ¿es posible pensar la intimidad sin lo público?
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En su versión más clásica, la intimidad o la proximidad estaban asociadas a prácticas y representaciones de la sexualidad, la sensualidad, los afectos y/o los secretos. Cada una de estas nociones acarrea diversos dominios y modos en que la intimidad es definida, disputada, construida y/o transformada en los distintos sectores económicos, sociales, étnicos, genéricos y/o etarios de la sociedad. Junto con las emociones, los afectos y los sentimientos (y todo lo que pueda estar opuesto a la razón pública), ha quedado socialmente definida por su carácter interior que plantea la existencia de un “adentro” individual, auténtico y único, opuesto a un “afuera” extraño, impersonal y universal. Dar a conocer la intimidad sería ir develando, según las personas con las que interactuamos y los contextos sociales donde nos movemos, ese algo dentro nuestro. A mayor intimidad, mayor nivel de conocimiento sobre nuestro mundo interior.
En verdad, estamos imbuidos en una lógica que supone que la intimidad consiste en un mundo interior, profundo, auténtico, al que no se accede desde el exterior y, por lo tanto, sólo conocido por nosotros mismos. De igual modo que lo entendíamos desde los inicios de la modernidad, la intimidad es la esencia, lo que constituye a nuestra persona. Si la intimidad es ese algo interior que me constituye como persona única, lo que sucede en la intimidad resulta confiable, esto es, lo más cercano a la verdad que podemos tener de las personas. Hoy el confinamiento nos obliga a repensar las estrategias y hábitos que teníamos hasta hace poco para mantenerla.
Los medios de comunicación y las redes sociales están plagados de imágenes y videos con sugerencias, consejos y alertas al respecto. En los canales de televisión desfilan conductores e invitades que dan tips para organizar los tiempos de trabajo, familia, limpieza, orden, ocio y descanso, y así mantener cierta armonía entre convivientes. En grupos de WhatsApp circulan desde memes de madres que adelantan en una cartulina las respuestas para que su hijes no interrumpan sus reuniones, hasta otros de padres que calendarizan los horarios de tarea online, lectura de cuentos y series con contenido; todas ellas parodias que hablan de las prácticas que debimos incorporar para mantener (no sin conflictos) las obligaciones del “afuera”. Hasta los chistes que hablan de cómo se van conociendo las parejas y familias a partir de la convivencia obligada son ejemplos de lo disruptivo de la cuarentena y de esos momentos de intimidad que la vida en lo público nos brindaba.
El confinamiento no sólo nos obliga a estar dentro de nuestros hogares -esa esfera de la privacidad por antonomasia-, sino que para quienes viven con sus familias, amigos/as o allegados/as, la simultaneidad de la vida común nos quita esa intimidad que nos brinda la soledad. Incluso para aquellos que viven solos, la sobredosis de intimidad puede llegar a ser abrumadora ya que sólo se transforma en un refugio cuando estamos durante grandes periodos de tiempo en el espacio público. Hoy, en muchos casos, salir -aunque sea caminar unas cuadras hacia el supermercado- puede ser encontrar la intimidad perdida. Recuperar nuestra circulación por los espacios públicos implica, a su vez, recuperar el modo que teníamos de pensar y resguardar nuestra intimidad.
El modo oculto de la intimidad en el hogar nos daba libertad respecto de aquellos con quienes compartíamos trabajos, experiencias, educación, deportes. Y a la vez, la vida pública nos daba intimidad respecto de aquellos con quienes convivimos en nuestros hogares. Pero en este tiempo las nociones de adentro-afuera; privado-público; afecto-trabajo; amor-dinero se trastocaron. Tal vez la cuarentena y sus consecuencias aceleren el desdibujamiento de estas fronteras históricamente antagónicas. Quizás salgamos de esto enfrentando una realidad en la que lo público y la intimidad no sean opuestos, sino que vida cotidiana, laboral y familiar se superpongan aún más como un aspecto de nuestras vidas que llegó para quedarse.
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Después de la reunión de trabajo, Rodolfo sale de la cocina en pijama con un cuaderno en la mano. Pasa por el living, donde los hijos se gritan y pelean por algo que no logra descifrar. Su mujer deja de mirar el celular, levanta la vista y le consulta si ya terminó. Ella tiene que avanzar en la gestión de su emprendimiento: necesita encerrarse, estar sola y pensar. Hoy el bien preciado para muchas familias urbanas es la intimidad y los acuerdos, disputas y negociaciones entre sus integrantes la tienen como botín.