Los rugbiers y el crimen en Villa Gesell


No son manada

El crimen de Fernando Báez Sosa abre muchos interrogantes. Miriam Maidana los recorre y los interpreta a través de un tamiz: los ideales. No esperamos que los pibes de clase media sean los protagonistas de las violencias porque el rol de “peligrosos” está socialmente asignado a los jóvenes de clases populares. Los rugbiers de Villa Gesell no son manada: son personas que nos obligan a pensar las violencias desde una perspectiva de clase, edad y pertenencia.

“No te quiero y no te necesito/ no te molestes en oponerte,

te golpearé/ no es tu culpa estar siempre equivocado/

los débiles están ahí, para justificar a los fuertes”

The beautiful people / Marilyn Manson 

Cada verano diferentes ciudades son “ocupadas” por jóvenes que parecieran haber guardado toda su capacidad de resistencia para pasar unos días de vacaciones en casas y departamentos milimétricamente aprovechados, durmiendo lo menos posible, bebiendo a tope y tratando de ocupar su cuota sexual para un año nuevo que comenzará con incertidumbres al respecto. En vacaciones no hay que dar tantas vueltas: nos gustamos un poco ¡y ya!

Hace muchos años que Villa Gesell es una ciudad “iniciática”: enero recibe a miles de adolescentes y jovencitxs que pasarán los primeros días de su vida sin la mirada de adultes familiares. Sin dudas, algo que han venido deseando por años. Chau asados y milanesas, hola arroz y tres botellas de vodka.

Hasta que once adolescentes patean hasta matar a uno, y la colorida postal se inviste de tragedia. ¿Cómo puede ser? Ah, pero eran rugbiers los asesinos. ¿Te acordás de Puccio? ¿Te acordás cuando asesinaron en Brasil a Ariel Malvino -además de patearlo y golpearlo en el suelo, le tiraron una roca en la cabeza- y los asesinos fueron encubiertos por sus familias y aún hoy, casi quince después, no fueron juzgados? ¿Te acordás del linyera quemado por juveniles del SIC que resultó que el linyera no era tal sino un ex jugador del club? Que infinidad de casos comprometan a jugadores de rugby, ¿es un indicador?

Vamos a dejarlo en suspenso por ahora. Vamos a ocuparnos del tema de las clases y las “buenas familias” que engendran -por consanguinidad, pareciera- ”buenos hijos”.

Armemos una escena: en un barrio de Capital Federal una mamá y un papá lloran el desconsuelo de que su hijo regrese de sus ansiadas vacaciones muerto, en un cajón. Son grandes elles. El papá dice, llorando: “No creo que vuelva a tener hijos”. Como si fuera poco lo que recibirán serán restos golpeados, hinchados, desfigurados de quien apenas hace unos días se sacaba con ellos unas sencillas fotos de brindis en un departamento que presumimos chico, con un árbol de Navidad y ese beso con la madre orgullosa de su único hijo, que había estudiado becado en un colegio caro de CABA, que había completado el CBC y que en marzo del 2020 debería cursar la carrera de Derecho.

El padre es encargado de un edificio de departamentos. Vivían los tres en un pequeño espacio.

Ahora serán dos. 

El más joven nunca será adulto. 

Fue asesinado.

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Cuando ustedes piensan en las “buenas familias”, ¿cómo las piensan?

Mientras hermanos y familiares hablaban bondades de “los rugbiers de Zárate” (“mi hermano es técnico en seguridad e higiene y está de novio”, “algunos son peleadores pero mi hermano no, es buenísimo”, y así) el Club Arsenal Zárate Rugby se vio en la obligación de emitir un comunicado: al asesinato de Fernando lo nombran como “lamentable pérdida”, enuncian “no pregonar ni fomentar” hechos como los que lo llevan a emitir el comunicado -¡un asesinato!- y por último informan que de probarse la participación de algún jugador de su institución en el episodio será “suspendido de la actividad”. 

Así actúan los adultos ante un asesinato en grupo: cuidado, cuidado, no te portes mal que te suspendo. 

Pero -ya sabemos- los que carecen de ideas y actúan por impulso son adolescentes y jóvenes.

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Uno de los problemas que surgen cuando pensamos en la/s violencia/s es que decir “asesinato” parece que es hablar de un plan, de un relato con argumento. 

Pues no. En la mayoría de los casos los asesinatos suceden de forma tonta: le manchó la camisa con vino, no le puso sal a los fideos, se vistió en forma provocativa, le cruzó el auto.

Esto no le quita las violencias: ¿si yo golpeo a alguien puede ser que la persona se tropiece,  caiga mal, se desnuque? Sí. Pero no es un asesinato planificado, no tiene serialidad y -lo peor- está “naturalizado”. ¿Qué quiero decir? Pensemos en los femicidios: más de la mitad de las mujeres asesinadas habían hecho denuncias previas contra sus agresores. Pero no hubo Ley allí que tome dimensión del daño: eran mujeres “habitualmente golpeadas”, por decirlo de alguna manera. Con retirarlo de escena del violento ya estarían a salvo. Y no, sabemos que no. Porque la violencia está instalada y no se extingue con una separación.

Los actos en grupo tampoco. Ante un ataque las grupalidades suelen hacerse fuertes por lo numérico, por lo superior. No sé cuánto pesa cada uno de los once jóvenes atacantes, pero para un deporte de fuerza y contacto como el rugby calculo que podríamos promediar unos 90 kilogramos. Imaginen 990 kilos contra un joven de 70 kilos. Más allá de quién le hubiera pegado la patada que lo terminó de matar, matar ¡lo mataron todos!

Si tomamos en cuenta este dato -la superioridad física y númerica de los atacantes- aparece una doble vuelta. Estos jóvenes practicantes de un deporte que suele acompañarse con virtudes del tipo “compañerismo”, “lealtad”, “amistad” como un vehículo -incluso para que chicos y adolescentes se integren en el concepto de grupo- pueden sostener esas directivas en el campo de juego. 

Ahora, ¿qué pasa cuando no hay un rival ni una pelota en movimiento? Diez de los once rugbiers se negaron a declarar. Los acusan de “homicidio agravado por el concurso premeditado de dos o más personas” y ya aparecieron notas del tipo:En esa `previa´ los rugbiers tomaron tres botellas de vodka, una de ron, otra de fernet, dos vinos espumantes y una caja de vino. El lugar todavía está lleno de botellas vacías de diluyentes para mezclar con esas bebidas. También hay decenas de vasos de plástico dispersos por el lugar”. Esto no es menor: ¿cómo saben si todo lo tomaron antes de ir al boliche? 

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Desde su asunción, la nueva titular de Sedronar, Gabriela Torres, puso el foco en ubicar el consumo del alcohol como un problema: “La sociedad vincula el consumo problemático a un problema de jóvenes y de jóvenes pobres. Creemos que el Estado debe tener una política que interpele a toda la sociedad, y en ese sentido el alcohol atraviesa todos los sectores”. 

Acá vemos nuevamente con el concepto de “naturalización” de adolescentes y jóvenes que salen de vacaciones con amigos a la playa y se emborrachan antes de ir al boliche: ¿qué consecuencias extremas puede tener? ¿Cuál es el concepto de diversión y libertad que suponemos?

Los mismos medios de comunicación que llenan de palabras los veranos se ocupan de dar cuenta de testimonios de jóvenes: “Pusimos $800 para la comida y $1500 para el alcohol”, podría titularse la nota de adolescentes argentinos que veranean en La Pedrera (Uruguay). Otro ejemplo es el operativo en Playa Grande, Mar del Plata: una multitud de policías interceptó heladeritas portadas por adolescentes y jóvenes. El secretario de seguridad del Municipio aseguró: “Hay una ordenanza municipal que lo prohíbe. Pero esto en realidad es un cambio cultural, transmitirles que pueden hacerlo en cualquier otro ámbito, pero no en éste”. Clarito el señor: tomen lo que quieran pero no en la playa, que a las personas de bien les molesta. 

¿Un consumo problemático de sustancias -alcohol, pongamos por caso- transforma a una persona en un asesino? No lo creo. Desde mi experiencia clínica no es tan fácil matar a otra persona. Un problema que encuentro, sí, es la idealización.

Los ideales.

“La sospecha de que existe un abismo infranqueable entre lo que se dice y lo que se hace gobierna nuestra mirada frente a los otros. ¿A quién creerle si la impostura es lo que rige al mundo?” 

Violencia/s - Silvia Ons

Las buenas familias, la buena educación, ser lindxs, parecen trazar una línea divisoria: si los asesinos de Fernando hubieran sido diez chicos de Florencio Varela o La Matanza que dejaron el colegio y tienen familias destruidas, ¿los titulares hubieran cambiado? Sí: esperamos de ellos lo peor. Les hemos asignado el rol de “peligro”: nos cruzamos de calle si los vemos. Y cada tanto pedimos mayores penas: ¿por qué no, mejor, matarlos? Las cárceles están llenas, con lo caro que pago mis impuestos.

Yo discrepo con el término “manada” tan en boga luego de violaciones sufridas por mujeres, perpetradas por grupos de varones. Manada es un término que alude a un grupo de animales. Y no, estos chicos de Zárate no lo son. Son sujetos de lenguaje. Educados. Activos en redes sociales, con dinero para alquilar un chalet en una linda zona, con autos modernos. 

No podemos pensar las violencias sin discriminar en grupos -clase, edad, pertenencia-. ¿Por qué un adolescente que estudió en un colegio trilingüe debe ser “bueno”? Porque un adolescente que dejó el colegio a los 10 para “agarrar la calle” o la nena que quedó embarazada a las 12 ocupan el casillero contrario: son lo que tenían que ser. Casi animales, un peligro.

En el trabajo clínico con adolescentes con dificultades para tramitar las violencias una de las variables de salida al mundo son los deportes: es muy buena en general la experiencia de prácticas de boxeo, artes marciales, incluso rugby. ¿Por qué? Porque son deportes reglados: permiten y prohíben. 

Ignorar las violencias como una de las formas de intercambio más activas en la actualidad es uno de los mayores errores que cometemos los adultos: manejamos el auto con niñes mientras maldecimos y bajamos a pelearnos con cualquiera, nos masacramos en twitter, denigramos a educadores, odiamos a nuestros vecinos, deseamos la muerte de personas que no conocemos pero no, eso no es violencia.

¿Entonces qué es?

Y, capaz un adolescente muerto a patadas en una calle de una zona veraniega mientras a su alrededor sus amigos se van, muchos que andan por ahí filman con sus celulares, los asesinos que acaban de molerlo a golpes se van a dormir. Al lado, en el boliche, cientos de adolescentes bailan al ritmo de Cazzu, y una chica toma el celular y llama a la policía.

Por eso no sirve hablar de “la” violencia. Son violencias.

Y a veces terminan con un pibe en un cementerio.