Pandemia, crisis e incertidumbre


Mitológicas del derrumbe

Los mitos trabajan como un hojaldre: se superponen múltiples capas de sentido que permiten interpretar la crisis actual reponiendo jerarquías, distribuyendo las partes y reestableciendo un orden perdido. Micaela Cuesta y Agustín Lucas Prestifilippo indagan los mitos de la “plandemia”, la “nación fácil” y la "justicia de la sociedad" para desandar la pandemia según lxs argentinxs. Este trabajo es parte de un estudio cualitativo realizado por el equipo del GECID en Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA – Lectura Mundi).

Algunos mitos contribuyen a que el sujeto haga de la crisis la oportunidad de una recomposición. Narran una historia, ofrecen una lógica en la que las cosas se encadenan iluminando un mundo menesteroso. El costo es la obturación imaginaria a la comprensión racional de los hechos. Lacónicamente: la clausura del sentido. Los mitos trabajan como un hojaldre; se superponen múltiples capas de sentido procedentes de distintas temporalidades y geografías, del Sur al Norte, desde el pasado más remoto hasta los sucesos semanales transmitidos por televisión o la noticia que llega en una cadena de Whatsapp. Encajonando estas duraciones y espacialidades, estos temas y planos diversos, los mitos producen una lógica que permite significar la actual crisis reponiendo jerarquías, distribuyendo las partes y reestableciendo un orden perdido.

El tiempo del confinamiento

Eso eterno, idéntico a sí, que se repite siempre igual. El día de la marmota. Si bien lo que es eterno es lo que resiste, insiste, permanece, eso mismo produce desgaste. No se gasta pero desgasta. Cansa, estresa, preocupa. Para muchxs desespera. Y lo que desespera genera angustia: es lo inesperado, lo desconocido, lo inimaginable.

La sobrecarga de trabajo, la exigencia de adaptación a las nuevas tecnologías, la reducción de empleo, la desocupación, los negocios que cierran para no volver a abrir. Ser “una de las beneficiadas” que sigue cobrando el sueldo tampoco redunda en tranquilidad o relajo. También para ellxs fue desgastante. Porque desgasta esa obsesión de todo lo que viene de fuera de casa. Tener miedo, cuidarse desgasta.

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La incertidumbre, el no saber qué va a pasar de ahora en adelante, cómo va a seguir la economía, lo que está por venir tanto a nivel social como personal es una sensación horrorosa. Y, para muchxs, mentirosa: porque si bien hubo muchos contagios, somos 44 millones y se murió el 0,001% de la población. Tenemos un montón más de personas todavía. En este sentido fue desastroso, no rindió lo que se esperaba que rindiera. Se llegó a los mismos casos que Europa y se terminó de destruir una economía que ya venía maltrecha. La actividad se fue al tacho y la gente ya no respeta ni le teme a nada. 

La posibilidad de que todo esto pueda decodificarse en términos evolutivos quedó un poco lejos: si bien hizo experimentar cosas nuevas para las que no se estaba preparado, no sirvió –salvo excepciones– para reinventarse. La gran mayoría lo vivió con molestia. Fue caótica, y a casi todos afectó psicológicamente. Algunx, incluso, lo consideró un intento de limpieza de las personas poco útiles para la sociedad.

 

El erizo 

 

Pero si la pandemia atemoriza, disuelve el suelo y expone al abismo en el que aparece la fragilidad propia; si el aislamiento agobia, agota y desgasta, hay también fenómenos que irritan, que generan bronca, que tensan los nervios y ubican al sujeto en el estado de una indignación constante próximo al encono. Se trata de sentimientos de agravio que sólo pueden elaborarse trazando una comparación en la que unx se mide con otrxs en referencia a las políticas estatales ante la inseguridad, el virus, la precariedad de las condiciones, o la impaciencia de una convivencia familiar confinada. Alguien siente una falta de respeto porque su integridad moral no ha sido reconocida, o ha sido despreciada. 

 

Este comparativismo universal, en el que todo encuentra su sentido por referencia a otro que lo ilumina, eriza al resentimiento que no puede desgajarse de la experiencia del derrumbe. La pregunta que sintetiza ese encono es: ¿por qué a ellos (“bolivianos”, “paraguayos”, “presos”, “homosexuales”, “travestis”) sí y a (a mis familiares, a mis semejantes) no? 

 

El sujeto duda, y en las ruinas de sus certezas acuden otras tanto más viscerales: la irritación se siente en el cuerpo, contrae la piel, tensa y acalambra la musculatura. Como un erizo.

En este contexto, la imaginación hace su trabajo y trama los mitos…

 

Mito 1: La “plandemia”

 

Todo mito evoca un origen. Pregunta: ¿De dónde viene el virus? Respuesta: “Fue implantado”. Tenemos que remontarnos a los tiempos en los que todo comenzó. El relato nos explica que el virus es una consecuencia de una acción, que puede ser reconstruida por su sentido mentado en los sujetos agentes que los sostienen. La génesis soporta dos tiempos. Primero, dice el mito, el virus ha sido implantado. Por Grandes Poderes, China, Rusia, por ejemplo, que han encontrado una forma anónima pero eficaz de barrer con la población excedente y de enriquecer a sus industrias farmacéuticas que se han visto beneficiadas por el negocio de las vacunas. Segundo: una vez difundido el virus, los gobiernos de turno, como el argentino, han aprovechado la pandemia, como coartada para reforzar sus controles sobre las libertades individuales. Cerrar la economía e imponer una vacuna son acaso los dos emblemas del autoritarismo con el que actúa el peronismo en contra de la voluntad de los individuos. Para lograrlo, el gobierno ha movilizado una batería de recursos económicos y sociales para ampliar su poder en la capilaridad del cuerpo social. Planes sociales financiados con cargas impositivas desorbitantes han sido distribuidos por doquier para garantizar la sumisión de unos y, en el futuro, el caudal de votos necesarios para conservarse en el poder. Por ello, conviene hablar de plandemia: detrás del virus hubo un plan, el de un control sin límites de los gobiernos a los individuos, instrumentalizando a los dependientes de siempre, que han servido como ejércitos del mal para que lleven adelante sus guerras contra la gente de bien. Estas masas son conglomerados manipulables que, paradoja de la historia, están dispuestos a todo, detentores de un poder sin control alguno.

Mito 2: La nación fácil

 

El mito reza que la Argentina siempre abrió las puertas, siempre fue generosa. La cuestión, como en muchos casos, es el límite; como cuando se confunde libertad con libertinaje. El problema es que la nación pasó de ser abierta, hospitalaria, a ser fácil. Dejó entrar a cualquiera (para que hiciera cualquiera), como si no hubiera ley ni control. Es la propia Argentina la que permite esos abusos, la que se deja abusar. A quien recién llega le da rienda suelta y, a veces, hasta más libertades y derechos de los que gozan los nacidos y criados. La sensación es que a quienes ni siquiera son ciudadanos de acá se les da todo; ellos pueden todo, mientras que a los de acá se les dice “no, vos no podés”. Como si tuvieran coronita

 

El peronismo –o comunismo– abre las puertas y deja que todos tengan los mismos derechos que tenés vos. En ese marco es lógico que el inmigrante se confunda y crea que no es él el que tiene que adaptarse al país, sino el país a él. Para este mito es la nación, y no cada uno de los individuos que la componen, la que se deja, la que abre ese margen al desacato. Una nación vuelta fácil es la que habilita extralimitaciones. Permite que otrxs se atiendan en el hospital: que un venezolano, un boliviano, un paraguayo, tenga prioridad antes que un argentino

 

Indignación, vergüenza y horror son los tonos afectivos que asoman ante la certeza de que hay gente que se desplaza de sus lugares de origen o residencia para aprovecharse de algún bien o servicio nuestro. Vergüenza de quienes ahorran para venir a hacerse chequeos médicos dos veces al año; horror ante la imaginación de aquellos que cruzan la frontera para cobrar el IFE u otro plan social. Indignación por permitir que vengan de afuera a usufructuar de una jubilación que años atrás se repartía sin miramientos. Todo lo que les entregan es lo que les quitan a los argentinos…  

Una nación fácil se presta a ser usada: primero por el extranjero y después por el Estado, en particular, por los políticos. Los políticos dicen: “te doy tanta plata para que me votes”. Todo medio se justifica para tal fin: agilizan todos los trámites de registros y DNI, hacen la vista gorda. Cada beneficio otorgado es un voto a ser contabilizado. Consecuencia: un país sobrepoblado de inmigrantes, cuyo exceso es reclutado por esas agrupaciones de gente de bajos recursos

 

¡Qué distinto es esto a lo que sucede en otros países! Allí te hacen sentir la extranjería, no tenés tantos beneficios. Sólo entra gente calificada, que va a laburar, que va a invertir, que posee un emprendimiento. Quien tuvo la suerte de viajar por varios países sabe que te piden hasta que te bajes los pantalones. Ni bien llegás al aeropuerto o a la frontera, te llenan a preguntas y te piden certificaciones

 

¿La solución? Reducir la inmigración, sobre todo, la de los países sudamericanos. Acá entran muchos, se sabe; chorros en sus países, vienen acá para robar –no sólo a cobrar un plan– o vender drogas. El tema es controlarlos más, antes de su llegada y durante su residencia. Dejar entrar sólo a quienes vengan a hacer algo y aporten (con trabajo o conocimiento). Obvio, sin dar los mismos derechos –como sucede con los buenos países europeos–: sin el derecho a votar, sin el derecho a la salud pública, ni a la educación gratuita. Y si el filtro no se aplica de modo correcto, en caso de que alguno delinca, deportarlo y no dejar que ingrese nunca más

 

Podría, además, establecerse un cupo y, por ejemplo, para el caso de puestos de trabajo garantizar que ante la misma condición sea un argentino el que tenga prioridad. De ese modo evitaríamos que uno se sienta discriminado que es lo que ocurre cuando se emplean más trabajadores de otros países que de acá. Que se los emplee en trabajos de atención al público está bien, que vengan a hacer el rol que nosotros no hacemos es aceptable. Ahora, que copen las guardias médicas, los hospitales, los laboratorios, es demasiado.

 

De todas maneras, el mayor problema que tenemos con los extranjeros es que se vuelven argentinos. Cuando llegan son más educados, tienen mejor trato, tienen ganas de laburar. Pero después de estar un tiempo acá se vuelven vagos, se cansan, y empiezan a reclamar por cosas que antes no reclamaban.

 

Mito 3: La justicia de la sociedad

 

El tiempo mítico es cíclico. Nada nuevo bajo el sol. Las cosas suceden en repetición, y los hechos confirman lo que siempre fue. Hay una falla que no se deja ver; ha sido recubierta por un “concepto errado”: dar… sacar al que tiene para darle al que no tiene. Frente a este equívoco es necesario proponer una categoría reparadora: la justicia de la sociedad. Ella nombra una acción, una respuesta a un estado de cosas desequilibrado, “injusto”, que nos condena a la impotencia. Allí la ley no se aplica equitativamente: ellos quedan eximidos de su poder y alcance. 

 

Si las verdaderas instituciones encargadas de impartir justicia y de velar por el cumplimiento de las penas cumplieran con su tarea la justicia de la sociedad no sería necesaria. Si los derechos humanos valieran no sólo para el victimario sino también para la víctima, ella no se haría presente. Si a las fuerzas de seguridad les dejaran hacer su trabajo nadie la reclamaría. El problema es que quien mata queda libre y quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar es perseguido.  

 

Por lo tanto, en el comienzo las cosas no son justas, aquellxs que se mantienen al margen de las normas, actúan en las sombras en las que patinan sin efecto los controles, las regulaciones, las fiscalizaciones. En ese estado de naturaleza se llevan a cabo las peores artimañas para amasar riquezas: roban, usurpan propiedades ajenas, acumulan planes entregados por el gobierno. En esta vida por fuera de la ley la astucia mueve a los vivos de siempre a ganar dinero, prestigio, poder, a costa de los demás –nosotros– sometidos a la regulación legal, al pago de impuestos, a las restricciones de circulación. Así por ejemplo, quedar libre de la ley facilita el aprovechamiento de los recursos ajenos, permitiendo la alquimia de vivir sin trabajar. La justicia de la sociedad es el acto de reponer el orden de las cosas, ubicarlas en su justo lugar, dar a cada quien lo que merece. 

 

Los erizos reunidos, la gente de bien que ha despertado su sentimiento de indignación por el desequilibrio ante la ley, los independientes que viven de lo suyo sin pedirle nada a nadie, haciendo uso de su derecho a la desobediencia civil, aplican la ley. A través suyo ella se vuelve a fortalecer, acaso al costo de la vida ajena.