Ensayo

La reforma laboral


Los jefes pueden dormir tranquilos

¿Se puede pensar la reforma laboral sólo desde la condición de clase trabajadora o desde el género, sin vasos comunicantes? Frente a un proyecto que redefine las nociones de “trabajador” y “derecho” y limita la cuestión de género a medidas apéndice, Ileana Arduino propone más feminismo para profundizar la discusión. Una lectura del proyecto de reforma laboral que cruza a autoras como Virgine Despentes, Nancy Fraser y Rita Segato con datos de la ONU y la OIT que alertan sobre las consecuencias de un ajuste laboral.

El feminismo cómplice del neoliberalismo

La llamada reforma laboral viene a encubrir con manto legal múltiples y cotidianas violaciones que sufren ya enormes contingentes de la clase trabajadora. La propuesta consiste en, pulverización de derechos mediante, extender esos abusos y lo que hoy llamamos ilegal, a todo el conjunto de los trabajadores alcanzados por la ley de trabajo. Cuando hace unos días, en este mismo contexto, aunque respecto del acuerdo de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) y los trabajadores que montan electrodomésticos en Tierra del fuego, su secretario general dijo “dunda dunga o firmar” sintetizó el brutal acompañamiento entre misoginias y brutalidades neoliberales. Una expresión que permite ver cómo mientras la avanzada del capital reclama para sí disponer de  leyes – ya sabemos, la seguridad jurídica reclama cuidado de las formas- que les permitan tratar a los trabajadores como cosas, el régimen de estatus patriarcal provee “metáforas del abuso”, dándole letra al ritmo del ajuste clasista.

Y ante eso es muy limitado pensarlo todo solo bajo la condición de clase trabajadora o todo desde el género sin vasos comunicantes, además del auxilio de diversas condiciones que atraviesan la existencia de las personas: la raza, la condición migrante, la edad, entre otras.

Quienes buscamos la atención que las cuestiones de género tienen en las distintas agendas porque sabemos que ese borramiento es causa y efecto de violencias, no encontramos aquí mayores novedades. Varios son los aspectos temibles de la propuesta. Entre los desaguisados, figura la ausencia de perspectiva de género, aun cuando los cambios orientados por metas flexibilizadoras como las declamadas por quienes impulsan esta iniciativa han demostrado tener impactos nada alentadores en términos de violencias de género. Todos sabemos que, aún insertas laboralmente, la mayoría de las mujeres, lesbianas, trans y travestis, lo están en condiciones de precariedad y asimetrías varias, largamente analizadas en distintos trabajo, con una atención pública inversamente proporcional.

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Una anotación inevitable acerca de este silencio sobre nosotras ni más ni menos que en una reforma laboral. Esa insistencia en una neutralidad que es puro androcentrismo es también la confirmación de que habitualmente sólo se vuelve la mirada hacia nuestro lado cuando se trata de discutir sobre sujetos victimizados; si acaso hablarnos, reconocernos, que sea en los confines de la víctima. 

Ese desprecio por la dimensión de género en las políticas públicas, aparece subrayada por la inclusión en el debate, en modo adorno, de una licencia por paternidad que a esta altura solo responde a un uso ridiculizante de las demandas feministas. En el mismo sentido va la inclusión de un artículo que permitiría acordar sin distinciones de género jornadas de menos horas con igual pago a la jornada completa para quienes tengan personas de hasta 4 años a su cargo.

Resulta que ahora deberíamos confiar en que la revolución que implicaría que el trabajo de cuidado sea pago y con co-responsabilidad quede librado a un posible acuerdo de partes, entre las que hay un patrón, solo porque la ley nos avisa que podemos acordarlo. ¿Si en nuestro sistema jurídico lo que no está prohibido, está permitido, cómo es que las patronales no se han lanzado decididamente a cooperar con tamaña tarea?

Intuyo que esos acuerdos estarán predominantemente en el horizonte de la posibilidad, raramente materializados, porque hay otros acuerdos ancestrales que impiden que las voluntades se orienten en ese sentido: el pacto de machos asegura que sea no sea una reivindicación masiva de quienes siguen sin atender el llamado trabajo reproductivo. Los jefes pueden dormir tranquilos. Las mujeres que los pidan deberán lidiar con el estigma propio de la condición reproductiva, junto con las parejas lesbianas u homosexuales, en fin, igualadas en la subalternización.

Claro que mejor que estén esas medidas que son avances aisladamente considerados. El punto es que en el marco de una reforma dirigida a pulverizar el trabajo como derecho, vuelve esa inclusión indisimuladamente cínica, cuando alrededor vemos el contexto oprobioso en el que están sumergidas las políticas de género e inclusión en la argentina actual.

Frente a esta avanzada que limita la cuestión de género a medidas apéndice es bueno recordar que el neoliberalismo en otros tiempos ha sabido de la instrumentalidad y la captura hegemónica de demandas feministas pero también hubo y vaya si lo hay entre nosotros! un feminismo que consiente esa alianza, que se limita al traslado de cierto léxico políticamente correcto, licuado en categorías técnicas, traficado en “informes”, reduciendo la diversidad a “criterios de ponderación” y administrado desde la reificación de las experticias tecnócratas.

La principal condición de permanencia en los pasillos del poder de ciertas versiones del feminismo, como gráficamente describe Verónica Schild en una relectura de los análisis de la relación entre  feminismo y neoliberalismo desarrollado por Nancy Fraser, ha sido el compromiso de no esbozar críticas al capitalismo y las desigualdades de clase. El silencio del actual Instituto Nacional de las Mujeres respecto de esta y otras reformas arrasadoras de conquistas básicas de la lucha feminista son un ejemplo vivo de estas facetas del feminismo que se describen aquí. 

No se trata de acallar ni de depreciar los reclamos que el proyecto presentado pueda movilizar ante la ausencia de cuestiones que por obvias no deben dejar de ser denunciadas y reclamadas: medidas para redistribuir el tiempo dedicado a la reproducción del capital dentro y fuera del ámbito doméstico, lo exiguo de las licencias de cuidado, la ausencia de servicios de atención para dependientes de trabajadores y trabajadoras, el borramiento completo de la población trans en los debates sobre inserción laboral aun cuando hace años se discuten leyes de cupo, entre otras que no son solo desatención misógina. Lo mismo puede decirse de esas mesas que muestran las fotos que el poder ansía (“tenemos la foto con la CGT”), monopolizada por ciertas expresiones de la masculinidad, como ocurre cada vez que hay discutir sobre el poder y al que aportan por igual dirigentes sindicales, gobernantes y empresarios.

Aunque si se obtuvieran avances con esas medidas ignoradas en la propuesta, o las mesas de discusión fueran más representativas en términos de género, la captura neoliberal encontrará comodidad si son resultados de planteos “de género” que no contemple la posibilidad de la articulación feminista con las demás expresiones del campo popular. No se trata de renunciar a esos avances ni demandas pero sí de poder calibrarlos. 

Al fin y al cabo, lo que el gobierno propone no es una invitación a discutir los términos de una relación entre sujetos trabajadores y empleadores, haciéndose cargo de la asimetría preexistente que siempre ordenó el mundo del trabajo bajo el principio de primacía de la realidad. Más bien redefinen la noción misma de trabajador y derecho como términos mutuamente implicados, no sólo un retroceso en clave histórico – jurídica a la primera mitad del siglo pasado, es un reordenamiento copernicano que propone correr el eje de la protección a la sumisión, del  trabajo como derecho al tratamiento cosificante. Una avanzada puramente instrumental, de quienes llaman costos a los que muchos otros llamamos derechos.

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Reforma y cosificación

 

Contrariamente a la invitación que muchas veces el campo popular ha hecho para subordinar las demandas de género, incluso calificándolas de comodidades burguesas o antipopulares, hace falta más feminismo para profundizar esta discusión. Hasta ahora, la otra vía no ha podido evitar aquello que ha escrito Virginie Despentes: “La confiscación del cuerpo de las mujeres se produce al mismo tiempo que la confiscación del cuerpo de los hombres. Los únicos que salen ganando en este negocio son los dirigentes”.

En ningún lugar del mundo hay evidencia que indique que con el rumbo que propone el gobierno con herramientas como las que pretende introducir esta ley se haya mejorado el acceso al empleo entendiendo como tal un acceso calificado, que asegure goce de derecho en relación con la satisfacción de un buen vivir, y no mera subsistencia como consumidores endeudados.

Este mismo año, la OIT ya tenía las mismas malas noticias de siempre para la relación género y empleo. En “Perspectivas sociales y del empleo en el Mundo – Tendencias del empleo femenino 2017”, publicado el 14 de junio de 2017, afirma que además de tener que una tasa de actividad de 27 puntos porcentuales inferior a la de los hombres, no se espera que el empleo femenino aumente en 2018. A ello se suma que de todas formas es muy probable que trabajemos más horas si se considera el trabajo no remunerado y que si no se deja de lado el dato constatable de que nosotras tenemos empleos más precarizados, el impacto de las recesiones y la retracción en materia de prestaciones sociales nos afecte también desproporcionadamente.

También desde Naciones Unidas, el Comité que monitorea la aplicación de la Convención para la Erradicación de la todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), acaba de publicar la Observación General N° 35 en la que precisa los términos de lo que debe entenderse como violencia de género. Entre sus causas se menciona la reducción significativa del gasto público, a menudo como parte de las denominadas “medidas de austeridad”. A la hora de enumerar qué contextos agravan esa violencia, la CEDAW menciona el aumento de la globalización de las actividades económicas, y en particular de las cadenas mundiales de suministro, la industria extractiva y la deslocalización”.

Como puede advertirse todas formas de organización de la producción, la inversión y la circulación de capitales que se alientan con medidas como las que impulsa esta reforma y sus políticas aliadas.

Las invoco porque además de ser informaciones poco conocidas, permiten ver cómo el discurso internacional no es uniforme. Lo mismo que el FMI exige es advertido por otros organismos como como medular para comprender cómo y porqué recrudece la violencia de género, además de desigualdad en el ámbito laboral.

Un régimen de promoción para acosadores

 

Son muchos los aspectos cuestionables pero entiendo que hay dos que resultan muy elocuentes para pensar cuántos cosas podríamos debatir más profundamente si las cuestiones de género dejaran de ser incorporadas como anexos al debate político.

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La reforma que nos proponen debilita los mecanismos de reclamo que asisten a los trabajadores cuando el empleador unilateralmente quiere modificar las condiciones de empleo: aunque le permite considerarse despedido, mientras la ley actual le da herramientas para que todo vuelva al estado anterior, con estos cambios sólo le queda reclamar conforme lo establezca cada convenio colectivo de trabajo (quien sabe cuándo) y en su caso, judicialmente.

Esa medida en sí misma es un nomenclador de maltrato laboral, es decir, las arbitrariedades en el cambio de tareas o su quita, cambio de destinos o entornos laborales, son modalidades corrientes de violencia laboral. Aunque cunde el subregistro y las estadísticas son malas, un informe de la Defensoría del Pueblo del año 2013, indica que sobre un casi 70% de víctimas de género femenino, estas modalidades de acoso laboral representaron en aquel año el 36% de los casos registrados por dicho organismo.

En el ámbito nacional los magros datos oficiales provenientes de la Oficina de Atención a Casos de Violencia laboral (OAVL), reproducidos por medios periodísticos, indican que el 60% de las denuncias son de víctimas mujeres. Casi el 89% de las denuncias provenían de casos provenientes del sector privado, el mismo para el cual se supone se está montando tamaño altar de sacrificio de derechos laborales.

Una reforma de estas características reafirma su coherencia cosificante. Al fijar reglas de disponibilidad de los trabajadores y reconducir los reclamos al infinito judicial pero impedir que las condiciones de trabajo se reestablezcan inmediatamente bajo la propuesta del  poder ejecutivo de implementar un auténtico “ceda y luego reclame”, aumenta el poder extorsivo del acoso. La nueva ley quita la sospecha sobre los cambios, los cubre con el manto de las necesidades de eficiencia y productividad y pone a las personas afectadas a batallar más costosamente frente al amedrentamiento.

La desregulación del empleo y sus resultados femicidas

 

Finalmente, un tema nada menor en economías fraudulentas con los trabajadores son las prácticas de tercerización en relación con el empleo. Son artilugios mediante los cuales desde los Estados, los organismos financieros, los organismos intencionales, las empresas privadas, las multinacionales que pueblan el “mundo global”, se garantizan reducciones de costos desmembrando proceso productivos y con ello desrreponsabilizando a quienes llevan la mayor ganancia de su condición de obligados frente a aquella fuerza de trabajo que usan para producir. Se diluye hasta la negación el vínculo entre quien trabaja y quien se beneficia de ese trabajo.

El proyecto dice entre sus fundamentos: “la evolución de los procesos productivos en nuestra sociedad se manifiesta en un aspecto singular, como es la articulación de sus diferentes etapas en distintos sujetos que contribuyen a su realización”, lo que en el mundo real equivale a distribuir y fragmentar cadenas de producción encubriendo dueños reales que se aprovechan de la explotación de trabajadores altamente precarizados, cuya contratación triangulan, sin responsabilizarse por nada, llevándose todo.

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Si bien esta práctica es un problema instalado, en este contexto de refinancierización de la economía en detrimento de economías productivas, esa herramienta viene a consolidar sus máximas posibilidades de explotación sobre las espaldas de las personas trabajadoras. Se eliminan las pocas restricciones que aún existen, en particular, la eliminación de la responsabilidad solidaria entre las subcontratistas (terceras) a quienes se delega ciertas actividades y los peces grandes (dueños) que se benefician de este esquema. Se rifan las seguridades laborales bajo formas de organización de la producción que triangulación mediante hacen de la precariedad de muchos, el motor de acumulación de ganancias cada vez más pocos.

En algunas zonas los estragos producidos bajo la dinámica del montaje y desmontaje de líneas de producción cual tetris al servicio de la evasión de responsabilidades, como los que se benefician de estas reformas, con consecuencias notables, tal como ocurre con las franjas maquiladoras que se esparcen a pura violencia e instalando otras nuevas, por distintos países de Centroamérica. Se nos presentarán estadísticas sobre boom de empleo femenino, sin duda se produce pues la demanda de ocupación responde a necesidades acuciantes que otras políticas producen, pero la cuestión es qué calidades ostenta y a qué costos.

En México ciudades como Juárez o Tijuana antes de la implementación del Tratado de Libre Comercio del Norte (TLCN) en 1994, a cuyo amparo explotó una nueva fase de maquilas, tenían las tasas de homicidios por debajo del promedio nacional. Hoy se encuentran entre los 20 municipios más violentos del país, con casi 900 maquilas ente ambas ciudades, población migrante interna altamente feminizada sin nexos comunitarios, sin recursos en las ciudades para el apoyo en tareas de cuidado, auténticas explosiones demográficas al servicio del capital que se interesan por la afluencia de personas entendidas como estricta fuerza de trabajo.

Se trata de una escala aún desconocida aquí y no es que necesariamente deba replicarse o sea calcado, mucho menos de imponer esas experiencias para encasillar el análisis, pero de ahí a ignorarlas hay un largo trecho. Tienen notas comunes con lo que aquí se está impulsando como credo económico financiero y plantean la necesidad de insistir en la relación entre las perspectivas de género y las configuraciones del mundo global.

Los motores de la flexibilización en otras latitudes, bajo la invocación del mantra de la inserción global, exhiben costos exponenciales en vidas humanas, afectación del medioambiente, debilitamiento de organizaciones sindicales, disolución comunitaria, violencias criminales y en particular violencias femicidas a escala sistémica e interpersonal.

Escenas terroríficas que estas reformas llamadas dinamizadoras de la economía ya han mostrado aunque no tienen casi presencia en los debates locales, más allá de las militancias feministas populares. Mientras, vemos ganar espacio a los discursos sobre la rentabilidad macroeconómica y otras abstracciones, que niegan la crueldad bien real de que el capital también se produce y reproduce a través de violencias que caen sobre existencias depreciadas que, si hace falta, se gestan con leyes como estas.

Se nos propone un debate como si fuera de solo de leyes, de modelos, en abstracto, pero renunciando a experiencias concretas de esas violencias. La invisibilización de las experiencias que llegan desde el feminismo retrae la discusión sobre los efectos de muerte y mutilación, saqueos, racismos, reacciones neocoloniales, que estructuran estas avanzadas a escala global, con implicancias necropolíticas que alcanzan a las comunidades en cuyo contexto estas políticas flexibilizadoras tuvieron cauce.

Como enseña Rita Segato “si entendiéramos la formas de la crueldad misógina del presente, no solamente entenderíamos lo que está pasando con nosotras las mujeres y todos aquellos que se colocan en la posición femenina, disidente y otra del patriarcado, sino que también entenderíamos lo que le está pasando a toda la sociedad. Los indicios muestran que se trata de un edificio cuyo material está formado por la amalgama de las corporaciones y el Estado; por alianzas de todo tipo entre actores corporativos, lícitos e ilícitos o de ambas cualidades a la vez, y agentes de gobierno; por razones que se invocan como «razones de Estado» y son, en verdad, «razones de empresa».