Ensayo

La nueva era en la Casa Blanca


Los Estados Unidos de Vladimir Trump

Paranoia. Miedo. Liberales equivocados. Enojos supremos. Campo vs ciudad. Rojos vs azules. Blancos vs todos. Nazis. Polarización sin diálogo: no conozco a mi adversario. El problema de la promesa demócrata del cambio a largo plazo y la tentación republicana del cheque a fin de mes. El error de proyectar nuestro deseo. El realismo sucio. Pueblos chicos, infiernos grandes. El verdadero “americano” y el “americano” idealizado. Bukowski y la real realidad. Amy Poehler se aburre con los hechos. Hillary nos ilustra —pero aburre con los hechos. El Amado Líder y su magia realista. Mito de Casandra, efecto túnel. Hitler en el siglo XXI. Houellebecq, Churchill, Eichmann, Leonard Cohen. Una sociedad de mierda. Twitter, el partido global. Fuerzas de choque. El enemigo interior. Diego Fonseca ha escrito estas palabras con la idea de encontrar algún orden a lo sucedido en las elecciones de Estados Unidos. Confiesa que lo hizo con la casi firme certeza de que no sabe si alguna vez lo hallará, pero en este texto se acerca a qué pasó.

 [ 1 ]

La marea roja de Trump

 No sé adónde vamos desde aquí. ¿Es America un Estado y una sociedad fallidos?”, Paul Krugman,“Our Unknown Country”, The New York Times.

 

 Una semana después de las elecciones presidenciales, volví a casa en Estados Unidos desde Sudamérica. En la escala intermedia en Texas tomé el Skylink, el pequeño tren de altura que conecta las terminales del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el habitáculo viajaba un grupo de diez o doce personas. La madrugada era apacible y fresca y mi viaje había sido ordinario, pero yo estaba inquieto.

Cientos de veces he visto a mis compañeros de viaje y no he hecho más que preguntarme cuál tendría hijos, cuál dormiría menos o más que yo, a quién me sacaba ventaja porque parecía más viejo que yo siendo, suponía, más joven. Pero ahora era distinto. Las elecciones me habían enjaulado el ánimo y no podía considerar mi regreso a Estados Unidos como algo normal. Al cabo, volvía por primera vez desde que la mitad de los votantes resolvieran soltar a The Kraken dándole la presidencia a Donald Trump. Así que ahora miraba a mis compañeros de viaje con una ansiedad silenciosa, para juzgarlos, sin conocerlos más que por un golpe de vista, tratando de dimensionar qué lugar ocupaban en las dos veredas en que ha quedado dividido Estados Unidos tras la elección de Trump.

El pasaje estaba compuesto por una selección amplia de gentes, todas medio adormiladas. Un gringo enorme, en la cuarentena, con la cara cuadrada y el pelo rasurado, barrigón pero todavía no al punto de que la grasa ocultase sus músculos. Un chico jovencito, moreno, con pantalones baggy y zapatillas Nike Air Max que bailaba suavemente siguiendo la música que le dictaban los auriculares conectados al iPhone. Un señor indio de la India en traje de negocios que jamás despegó sus anteojos del iPad. Dos trabajadores del aeropuerto vestidos en el uniforme del personal de tarmac de American Airlines: latinos, dicharacheros, ruidosos. Una mujer mayor, fantasmalmente blanca, que llevaba un enorme café en su regazo, su silla de ruedas guiada por otra señora, esta vez asiática. Un negro gigantesco vestido de negro, los ojos como dos puntos únicos de luz. Tres o cuatro tipos tan anodinos que costaba distinguirlos del grupo general. Mientras los veía comencé a preguntarme quién de ellos podría haber votado a Trump. Cuál daba el perfil, quién escapaba a la categoría.

Descubrirme en esa situación me dejó con la frente marcada. De repente me sentía como un personaje de una historia de espías en la vieja Berlín de la guerra tratando de determinar quién sería aliado y quién enemigo, quién colaboraba con los nazis y quién, discretamente, pasaba por una persona regular y era en realidad un buen amigo de la resistencia. Era una situación incómoda y extraña. Un solo hecho, la votación que ponía al hombre menos indicado al frente de la Casa Blanca, había trastocado mi comportamiento social. Medía a las personas por una suposición, las juzgaba sin mayores elementos y, desde entonces, condenaba toda posibilidad de relación —y me condenaba a mí mismo— sobre la base del pre-juicio.

Me considero una persona inteligente pero he visto que no soy ajeno a los mecanismos del miedo yde la paranoia capaces de corroer los acuerdos mínimos de una sociedad. Y sentía que ese tipo de persona no era yo, sino una construida por las circunstancias, empujada a la sospecha por un aire que había comenzado a bajar y ocupar todo nuestro espacio de manera sigilosa. De algún modo pensé en La peste de Camus. Al bajar del Skylink ya había tomado mi decisión: los votantes de Hillary ganaban 7 a 4. Uno de los latinos, decidí, había elegido a Trump.

El día de la elección estaba en Argentina y aun no sé si eso fue una fortuna o una condena. Pasaba unos días relajados junto a mis padres pero no estaba cerca de mi familia más próxima, en Estados Unidos, por la que trabajaré cada década por venir. Tuve la extraña sensación de que habían declarado una guerra cuando yo estaba fuera, que la perdíamos y que no podía hacer mucho. Pasé toda la noche de la elección actualizando mi navegador, calculando promedios electorales en cada estado, obsesionado por los votos pendientes de contar en las grandes ciudades de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Acabé a las cinco de la mañana del día siguiente, ya con nuevo presidente proclamado, agotado como si hubiera sostenido el mundo sobre mis espaldas.

Aún me es difícil de asimilar el golpe de la elección. El primer día desperté con la sensación de que estaba en una pesadilla, al segundo lo hice con el deseo de estar metido en una. Ahora estoy a la expectativa con los nervios en vigilia. Los anuncios lentos del nuevo gobierno, las definiciones que escasean, los nombres que se barajan en el azar de los cargos del gabinete: administro esas noticias como quien escucha partes de guerra que relatan cómo la ciudad está siendo cercada progresivamente, cómo las fuerzas propias caen ante el avance del adversario y cómo ese mismo adversario llama a que depongamos cualquier resistencia porque, ahora, inicia su dominio.

No puedo obviar la metáfora bélica ni puedo ocultar que, una y otra vez, me encuentro pensando el ascenso de Donald Trump como el ascenso de Adolf Hitler. Esta elección es un parteaguas histórico por el riesgo político de Trump para la democracia estadounidense y las relaciones globales pero también lo es a nivel humano, porque ya nadie se mira como parte de una misma sociedad. La elección de Trump ha roto la cohesión. Y yo me siento bajo sospecha y pongo a los demás bajo sospecha. De hecho, cuando mi avión tocó tierra en Texas, a mi regreso, enfrenté al oficial de migraciones con los músculos de la cara hechos roca. Y nada había cambiado. Los oficiales de Migraciones y Aduanas estaban todo lo simpático que se puede estar a las cinco de la mañana, pero yo miré a quien selló mi pasaporte tenso, esperando una reacción a mi condición de ítalo-argentino residente en Estados Unidos, de spic, de extraño. El tipo fue amable como luego lo fue el agente de aduanas —un sesentón gigante de voz trémula— que bromeó porque la aerolínea dejó mi maleta en Sudamérica pero, al menos, me trajo a mí, “de vuelta a casa”.

Tengo miedo ante una situación inmanejable y su sordidez inherente, su violencia contenida, me sobrepasa a menudo y acabo con la sensación de haber sido secuestrado por fuerzas más poderosas que mi propia razón. He escrito estas palabras con la idea de encontrar algún orden pero con la casi firme certeza de que no sé si alguna vez lo hallaré. Estoy atravesado por mil ideas que se arremolinan y me tienen en el aire, yendo de aquí por allá sin ninguna claridad sólida.

¿Qué pasó?

¿En qué momento nos barrió la marea roja del tóxico Donald Trump? CNN mostró la caída de cada estado en manos del Partido Republicano con una mezcla de incredulidad y negación. Era como si la renuencia a aceptar la realidad fuera nuestra última baza antes de despertar a la pesadilla.

¿Por qué fallamos en verlo? ¿Cuán grande fue nuestra ceguera? ¿En qué momento dejamos que las encuestas se convirtieran en la realidad, en cuál decidimos que la probabilidad de voto era el voto realizado? Tanto deseamos que ese monstruo político, ese émulo a escala de una pesadilla neofascista y hitleriana, cayera al final, tanto nos convencimos a nosotros mismos que la sociedad americana no se permitiría tamaña derrota, que no vimos que eran nuestras propias ideas, nuestras aspiraciones, nuestro deseo el que nos impedía comprobar lo obvio. Donald Trump estaba ganando en los estados clave con una campaña que, para más de media humanidad, era un ejercicio de bajezas oprobiosas.

¿Qué pasó? ¿Por qué perdimos una elección decisiva no ya para un país, sino para la humanidad?

 trump_putin_der_1[2 ]

Blancos en un velorio liberal

 ¿Quiénes vociferaban “Lock her up! Lock her up!” como posesos? Los hombres. ¿Quiénes se paseaban como machos encabritados golpeando a otros, amenazando a otros, empujando a otros? Los hombres blancos. ¿Quiénes estaban a su lado o dos pasos atrás para sostener esa rabia? Sus mujeres.

 

Según las estadísticas finales, Trump ganó por una combinación de factores liderados por raza y género con el sustrato de la marginación de una economía más tecnificada y el miedo —inducido efectivamente por Trump— al cambio y al futuro. Trump fue votado de manera indiscutible por los blancos, en particular hombres sin educación del Medio Oeste y más de la mitad de las mujeres. Mientras muchos veíamos ilógico o raro que Trump viajase a estados con larga tradición demócrata, él trabajaba allí la voluntad de esos grupos con devoción de iluminado. Trump se benefició también porque Hillary Clinton, aunque se quedó con casi la totalidad del voto negro y dos tercios del latino, obtuvo menos votos que Barack Obama en condados clave de estados pendulares.

Los blancos no querían demasiado a Hillary y respondieron con agrado al mensaje proteccionista de Trump. El gap de género fue el mayor en seis décadas. El número de votantes obreros —un segmento que ya no parece darle su confianza como antes a los demócratas— favoreció de manera elevada al Partido Republicano. Los hombres blancos votaron a Trump en un número largamente mayor a los votos recibidos por Mitt Romney cuando desafió la reelección de Obama: Hillary, al cabo, una mujer, provocó un enorme rechazo de los menos formados. En muchos habló el orgullo masculino —varias encuestas hablaban de cómo los republicanos sentían que el país se había feminizado, pero el macho también se expresó en el género femenino: en Quartz, afirman que el triunfo de Trump entre las mujeres blancas (otra vez, sobre todo las que tienen poca educación) llegó porque muchas aún consideran que los hombres son sus salvadores.

La elección se resolvió por una suma de factores perfectamente racionales —que esa razón no sea la nuestra no los convierte en irracionales, per se— sin comportamientos colectivos cruzados por una raison d’être. ¿Por qué un millonario captó a muchos de los más pobres? “Un elemento poco conocido de la brecha [cultural de clase] es que la clase blanca trabajadora resiente a los profesionales, pero admira a los ricos”, dice Joan C. Williams en Harvard Business Review.

Dos mundos, dos mundos distintos, dos mundos distintos que no se hablan: Estados Unidos es un país polarizado y en brusca tensión. Un tiempo antes de las elecciones, una encuesta de Pew Research decía que muy pocos simpatizantes de Hillary y Trump tenían amigos cercanos en el otro lado de la fuerza. Los que menos eran los más jóvenes y los afroamericanos, y el fenómeno parece un correlato de la profunda división que marca al país. Ambos grupos ven a la sociedad, la cultura, la economía y el modelo de nación de manera muy diversa y parece difícil un diálogo que encuentre terreno común en especial tras la profundización de la grieta en la última década.

Hillary y los demócratas tuvieron su público en las grandes ciudades donde la globalización y las economías más modernas, vinculadas a los servicios, tienen lazos con el mundo e intercambios culturales variados. Trump y los republicanos se han hecho fuertes en el interior profundo, menos diverso y tolerante, más aferrado a las formas tradicionales —industriales, agrícolas— de producción. Las ciudades, por su dinamismo, están pobladas además por habitantes más jóvenes, dispuestos a tomar riesgos; son, con más determinación en esta elección, azules. El interior del país, mayoritariamente rojo, está ocupado por los más viejos, que quieren una economía más estable, tienen aversión al cambio y, dada su menor expectativa de vida, necesitan más asistencia del Estado que en las costas urbanizadas. La mayoría del país es red profundo, incluidos estados tradicionalmente blues en los Grandes Lagos; los demócratas quedaron afincados en toda la Costa Oeste, un fragmento del suroeste y el noroeste del país, entre la frontera con Canadá al norte y Virginia al centro. Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.

Hay una crisis de clase entre unos y otros, como parece surgir de The Dignity of Working Men de Michele Lamont: los campesinos blancos y los obreros pobres se consideran en la misma liga que los ricos —ellos producen riqueza, crean cosas, arman algo—, pero los profesionales —esos clasemedieros universitarios y urbanos— se parecen más a parásitos: hablan, no usan las manos. Los ricos están lejos y se idealizan, los profesionales dan las órdenes a los trabajadores. Hillary simboliza la arrogancia de esa elite profesional con su discurso bien aprendido y de palabras raras; Trump tiene todo el dinero del planeta pero habla y se comporta como un camionero borracho en un bar: el vocabulario enroscado versus el straight talker.          

Trump es más parecido al americano promedio real que la expectativa liberal de lo que tendría que ser el americano promedio ideal. La mirada liberal es una construcción de laboratorio, un deber ser; Trump encontró bajo la alfombra al hombre real, lo miró y entendió qué podía querer. Se lo dio en un show diario por la TV y Twitter y pasó con su ambulancia abierta a subir a todos. Nosotros ocultamos nuestros gases y vamos al baño a evacuar; ellos se rajan pedos que aprietan en los sillones para no ser descubiertos o se ríen si lo son. Political correction versus el deslenguamiento desenfrenado: perdimos nosotros.

Nuestro discurso fue moral, el de Trump inmoral o amoral. Nuestro discurso fue principista: lo que debe ser. Políticamente correcto, como esperamos que una democracia moderna y civilizada se comporte. Protección para los más pobres. El fin de guerras idiotas. El fin de un bloque criminal de más de medio siglo a Cuba. El debate de mejores salarios mínimos a punto de salir. Despenalización de drogas livianas. Facilitar que una mujer decida qué hacer con un embarazo indeseado.

Cuando se sancionó Obamacare, sentí alivio. El programa se ha desmoronado desde entonces, víctima de los errores del gobierno y de la avaricia de las aseguradoras, pero su espíritu era balsámico: por fin en Estados Unidos, un país donde el Estado debe hacer un esfuerzo por justificar su misión, había algo parecido a un sistema de salud basado en el sentido común —cuidar y proteger al enfermo, no condenarlo a la muerte financiera por su dolencia— y no sólo en el triunfo del cabildeo de las corporaciones. Cuando el matrimonio homosexual y los derechos asociados ganaban estado tras estado —a una pensión para los viudos y viudas, por ejemplo, a adoptar y tener niños— tuve la sensación de que vivíamos algo parecido a una extraña utopía respirable. Las cortes en Estados Unidos apoyaban los derechos igualitarios para todos y ese influjo corría pronto hacia otros países y así Argentina o Brasil o Colombia sancionaban sus propias leyes.

Miraba esos momentos con cierta simpática incredulidad. Las decisiones que todo liberal espera habían necesitado nada más de una familia negra en la Casa Blanca para que comenzasen a caer con una facilidad pasmosa. Uno podía llegar a dejarse llevar por la noción de que, después de décadas de dar una batalla ideológica retórica, Obama había quitado el tapón que habría el dique y las decisiones salían con una facilidad asombrosa.

Había una familia negra —una familia negra— al frente del proceso de transformación liberal más profundo del último medio siglo y una candidata, Hillary Clinton, provista de una agenda programática que podía profundizar los ochos años de progresismo pausado de Barack Obama. ¿Cómo eso podía salir mal? ¿Cómolos Estados Unidos de América podía decir no a una sociedad definitivamente mejor?

Si los Padres Fundadores resucitaran y nos vieran en operación se hubieran vuelto a echar en los sepulcros satisfechos de no tener que volver como fantasmas vigilantes: cuanto se propusieron tenía intérpretes cabales en los liberales del siglo XXI, sólidos, comprometidos con un mundo que podía llegar a ser una pradera soleada poblada por personas en convivencia pacífica y respetuosa donde cada hombre era Charles Ingalls y cada mujer su esposa.

Frente a esa axiología del deber ser, Trump fue la calle sucia y el arrabal, el ricachón chabacano y burdo, un ejemplo indeseable de bravuconería arrabalera. No había en Trump civilidad. Las buenas ideas del mundo nuevo liberal parecían haber terminado su carrera, agotadas, antes de llegar a la cuna de Brooklyn donde berreaba un niño naranja. Pero ese Trump tenía mucho más de realista que nuestras pretensiones. Su imperfección era la imperfección del mundo como se vive a diario fuera de nuestras buenas maneras liberales. ¿Cómo eso podía estar bien?

Ahora tengo la sensación de que estamos asistiendo al sepelio de una época que pudo ser maravillosa, como si se tratase de un ser joven que murió antes de tiempo. Nos reunimos a llorar su despedida, todos presa de un desconsuelo que debilita los músculos. Transitamos adormilados por el día y nos revolvemos en la cama por las noches.

He perdido muchas veces, pero en la madrugada del 9/11 sentía que era la primera en que habían derrotado. Un día antes, los liberales podíamos tener una presidenta que nos daba márgenes. Había una esperanza y por eso todo estaba abierto. Discutiríamos, volveríamos a cambiar. Sucederá lo mismo ahora, pero nos tomará tiempo reaccionar.

Pero en la jornada clave, en Estados Unidos se había reunido suficiente gente como para elegir de Presidente del Mundo a un tipo capaz de producir este miedo, toda esta tristeza y un puño de angustia en la garganta y el pecho.

“No es melodrama”, escribí por ahí en esos días, “quiero abrazar a mi hijo y sonreírle”. Todavía quiero.

 trump_putin_caja_3 [ 3 ]

Grab her by the pussy –y el realismo sucio

We failed, liberales. Miserably.

 

Nuestro desajuste de percepción costó, tal vez, los próximos veinte o treinta años, toda una generación, de cambios sociales. Nuestra convicción es que debía importar la indecencia de Trump, la ignorancia de Trump, la brutalidad y violencia de Trump. Pero es discurso era la superficie, no el fondo de las decisiones de las personas. Millones de ciudadanos prefirieron obviar todo eso y darle la presidencia a Donald Trump en vez de a una mujer correcta como Hillary Clinton. Esto es, tuvo más aceptación un depredador sexual que una mujer que debió tolerar a otro depredador sexual. Esto no es lo correcto, pero ¿acaso lo correcto es determinante?

Pongamos, por ejemplo, que hablamos sucio. There is dirty talk everywhere. Los esposos, los amigos, las familias en sus reuniones de Navidad, los que sextean. Hay realismo sucio en cada esquina de la vida, pero uno no espera ese comportamiento en un candidato presidencial. Hay una carga moral distinta cuando se trata de la función pública. Recuerden a Anthony Weiner, a los senadores republicanos afectos a los encuentros escabrosos en las sombras y recuerden, por traer el asunto, el impeachment a Bill Clinton.

El realismo sucio de Trump se respira en las ciudades chicas de Estados Unidos, en sus pequeños pueblos rurales y en los extramuros de las capitales podridas del Rusty Belt, los bares del medio oeste, las tardes lentas de las planicies del centro y los campos petroleros de Texas. La gente habla sucio, piensa chancho, hace cosas raras.

Los equivocados fuimos nosotros: nuestras aspiraciones de un mundo mejor, limpio y de buen aroma, se chocaron con las manos callosas de los operarios industriales, la hediondez del tipo que debe olfatear petróleo a pie de trépano o absorber el olor a bosta de los establos, la grasa que se cuela en las narices en las pollerías o los mataderos. La vida real es más dura fuera de las ciudades de edificios altos y nuestras oficinas de graduados universitario más o menos luminosas con temperatura regulada y asientos ergonómicos.

Quiero decir: Trump grabb her by the pussy y todos protestamos porque está mal pero lo cierto es que, fuera de una competencia electoral, fuera de los micrófonos y las luces, grab her by the pussy es más que una excepción. Metafóricamente, el realismo sucio, amoral o inmoral, machista o border tiene una normalidad ganada. Puede que no suceda en nuestros clubes chic, pero vayan a un vestuario de fútbol, a una cena de amigos de secundaria, a los bares de los márgenes. ¿Cómo eso iba a ser un problema para los electores de Trump? Lo era para nosotros, liberales contenidos por convicción o por temor al castigo social. Pero no lo fue para —caramba— más de la mitad de las mujeres blancas, que votaron por Trump. Ellas son mujeres, madres de niñas, adolescentes, jóvenes mujeres, y grab her by the pussy significó nada. Para cada una de ellas, nada.

¿Es posible que esa idea de un mundo mejor, solidario y tolerante, sea sólo producto de nuestro deseo? ¿Que Estados Unidos sea, en realidad, en el hueso, ese animal indefinible —pero peligroso— que ha votado a Trump? ¿Es posible que con Obama hayamos conocido una coyuntura especial —donde nuevos derechos civiles y un mayor respeto por las personas parecían el camino a seguir—, y que eso haya sido todo? ¿Una muesca?

  trump_putin_izq_2[ 4 ]

 El asalto de los outsiders

 

Bien mirado, hay un comportamiento sistemático en el electorado de Estados Unidos, al menos desde 2008. Obama fue también un outsider; nadie se lo esperaba en el Partido Demócrata, adonde fue el primero en arruinar la fiesta de consagración de Hillary como heredera del patriciado moderado del partido. Ciertamente, tampoco los republicanos supieron cómo domarlo: nadie tenía mucha idea de a qué era vulnerable, tal era el desconocimiento sobre él. Sucede ahora que, tras ocho años en el gobierno, Obama se ve como parte del sistema y parece haber estado allí bastante tiempo, pero su origen reconoce una forma migratoria similar a la del Tea Party, a Sanders y a Trump: todos vienen por fuera de las orgánicas partidarias y todos ganaron algo a su modo.

Desde hace ocho años, el establishment del sistema político de Estados Unidos ha estado sometido a la presión de los candidatos alternativos, una panda de más o menos desconocidos que irrumpen en la fiesta de un club selecto, tan cómodo consigo mismo que no ha puesto vigilantes a sus puertas. En 2008, Obama era un novato sin alcurnia partidaria, un don nadie de Chicago con apenas dos años como senador y unos pocos más en una posición menor como organizador comunitario. Sin embargo, se metió como cuña donde no estaba planeado que entrase con un discurso que mezclaba emotividad y racionalidad. Lo mismo hizo el Tea Party —aunque sin la parte de la racionalidad racional, digamos— en el Partido Republicano, donde asomó como banda de asalto y acabó convertida en su vanguardia esotérica después de minar como guerrilla la arquitectura de la organización. Y ahí está Sanders, único senador independiente y socialista del país que, una vez que decidió incorporarse al Partido Demócrata, disputó hasta el final la primaria y, de ese modo, consiguió llevar sus genes discursivos hasta moldear la plataforma de Hillary. Y luego, por supuesto, Trump. (Y quizás debiera incluir también a Occupy Wall Street, cuyo entusiasmo acabó diluido pronto muy probablemente porque, por su propia decisión, jamás quiso mudarse al interior de una fuerza política, hasta ahora una aparente precondición para discutir poder real en Estados Unidos.)

Las personas están cansadas desde hace tiempo de la distancia de los políticos profesionales. Harta del uso y la poca atención. Y no parecen estar demasiado preocupados por meterle cargas de profundidad a cada partido si con eso consiguen hacer saber su descontento. ¿Que esas decisiones ponen en riesgo el futuro del sistema democrático, de la economía y la nación? Es un modo de verlo; el otro es que, si esto pasa, si están estallando los enojos, es porque la clase política produjo sus condiciones. Los ciudadanos han venido y seguirán explotando opciones políticas con tanta naturalidad y despreocupación que más que elegir candidatos a la primera magistratura parecieran estar testeando marcas de mermeladas en el supermercado. Esa es la calidad democrática construida.

trump_putin_der-4[ 5 ]

Tan profesional que no parecía humana

 

Para nuestra lógica, Hillary fue una candidata dedicada. Con muchas fallas, pero sin dudas preparada para dirigir una nación. Nunca perdió la compostura, su estatura intelectual es incuestionable. Presentó políticas de Estado que detalló hasta el agotamiento. Fue compasiva, inteligente, amable. Evitó caer en todo tipo de bajezas, mantuvo la estatura intelectual y moral hasta el final. Fue presidencial de inicio a fin.

Los debates presidenciales fueron el único momento donde ambos candidatos pudieron ser confrontados y comparados frente a frente. Hillary ganó los tres. Fue docente, didáctica, estricta con Trump. Fue irónica con categoría y terminante frente a la ignominia del otro. En el primer debate fue tan superior que Trump era un sujeto disminuido, enojoso y reactivo. Perdía la compostura con facilidad, interrumpía como un descosido. Hillary fue la maestra que envió al asiento al peor estudiante del curso a que aprenda con cuidado.

O mejor debo decir que esa fue la Hillary que vimos nosotros. Según las evaluaciones post elecciones, los debates apenas incidieron a favor de Hillary en cuatro puntos, de modo que no fueron determinantes para su triunfo —tal parece que evitaron una derrota mayor. Y ese es el punto: la perspectiva de la prensa y los intelectuales liberales, de las clases medias educadas, fue que Hillary ganó sin dudas las discusiones en la TV. Pero para los votantes de Trump y algunos indecisos, su comportamiento calcificó su determinación. Para ellos, Hillary fue pedante, agresiva, distante. Aburrida, intragable. Una diletante de discurso académico, elevado, inhumano. Tan profesional que no parecía humana.

Cuando los moderadores de los debates o los periodistas hacían preguntas difíciles para cuestionar las posiciones —cuestionables— de Trump, sus partidarios no veían un reclamo por transparencia para que un candidato ampliase su punto de vista o aclarase una barbaridad. No veían un llamado a que se retracte de dichos y acciones aberrantes: veían una trampa, un ataque, una muestra más de cómo la prensa liberal preparaba una avanzada para destrozar al único hombre que decía las cosas como eran. Cuando esos mismos comentaristas cuestionaban a Hillary por su manejo de un servidor privado, veían un staging, una actuación: debían hacerlo, sigue la lógica, para mantener las apariencias. Cuando una decisión está tomada, cuando se afirma un dogma, difícilmente se vea más allá de él —y eso vale también para el método de nosotros, los liberales, durante las elecciones.

 

[ 6 ]

 Bukowski, Amy Poehler y tú-vives-tu-propia-realidad, Donald

 

Al día siguiente de la elección leo en El Español un texto firmado por Santiago Gerchunoff donde recupera el poema “En agradecimiento”, donde Charles Bukowski, uno de los últimos poetas pendencieros, rescata a “la más vilipendiada de las especies humanas”, el hombre blanco norteamericano de clase media, a quien se critica, insulta y ningunea sin que él proteste. Y no protesta, dicen los liberales del poema y duda Bukoswski, porque tiene ese hombre tiene la sartén por el mango. Y entonces, “me descubro ante el hombre/ blanco norteamericano de clase media/ el hazmerreír/ de todos,/ el payaso,/ el bruto,/ el espectador de tv,/ el bribón,/ el bebedor de cerveza,/ el cerdo sexista,/ el marido inepto,/ el bobo,/ barrigón/ descerebrado/ capaz de aguantar cualquier/ maltrato possible/ sin decir/ nada/ limitándose a/ encender otro/ puro,/ repatingarse en el/ sillón e intentar/ sonreír”.

Trump demostró que las campañas electorales necesitan oneliners y show.

Amigos: nosotros ofrecíamos razón, planes, policy. Trump ofrecía a ese panzón descerebrado torpe cerdo machista del hombre blanco norteamericano de clase media una batalla por pelear. Nosotros enfriábamos la discusión para civilizar el tono. Trump lo recalentaba con llamados a la emoción, bromas de escuela secundaria, paparruchadas de bar y charlas de vestidor sobre mujeres bellas—charlas realistas de vestidor sobre mujeres bellas. Trump le hablaba al oído de los Chinaskis echados en el sofá de Bukowski.

Cuando en esos debates se veía a esa Hillary detallar políticas con acierto y aplomo, siempre on the money, el contraste —sin importar si se trataba de empleo, política exterior, humanidad hacia las personas en problemas o educación— era pasmoso.

Escribí en “Niño Donald, siéntese y aprenda”:

“La noche del primer debate presidencial, en uno de los exámenes que determinarán si puede no ya egresar con algún honor sino al menos hacerlo con la calificación mínima, Hillary Clinton puso en línea a Donald Trump como una maestra encara al peor estudiante de la clase. Clinton, que podría ser Commander-in-Chief, en el primer debate fue Teacher-in-Chief. Fue magisterial, ordenada y didáctica para presentar políticas en cada tema de la noche —desde comercio a raza, creación de empleo y crecimiento de la economía— mientras Trump se refugió en la miseria de los camorreros: sacar al otro de quicio y patearlo cuando está en el piso. Trump balbuceó en comercio —en menos de cinco minutos atacó a México cinco veces y luego otras diez a China— y jamás dio precisiones sobre cómo creará empleo y atraerá millones de dólares expatriados a Estados Unidos. Fue errático en política exterior, frívolo en materia racial y peligrosamente incompetente en asuntos nucleares. Tropezó y desvarió”.

Y luego:

 

“Clinton pronto notó que Trump no sería mayor adversario. No iban cinco minutos y ya había sugerido que no era sino un malcriado crecido con dinero de papá apenas interesado en beneficiar a otros tan ricos como él. Trump intentó llevar el juego al terreno del estudiante irrespetuoso dueño del aula (…) Inquieto y fuera de control, mordió cada anzuelo lanzado por la Teacher-in-Chief. Su boca se frunció en una O pronunciada, como muestran los peces que respiran con problemas”.

 

Y finalmente:

“A lo largo de la noche, Trump fue un irresponsable en sentido estricto: jamás tuvo un papel juicioso. No asumió que discriminó a afroamericanos ni a una Miss Universo, minimizó haber sido demandado y se quejó de ser auditado demasiadas veces. Un solo intercambio pudo definir su calidad moral para siempre. Clinton lo acusó de no pagar impuestos federales por años y él procuró apostillarla con engreimiento —«Eso es ser listo»—, pero ella captó la frase como las maestras que escuchan con oídos en la espalda mientras escriben en la pizarra, y le devolvió la respuesta sin siquiera mirarlo: si así es un tipo listo, entonces él no habría apoyado jamás a maestros, policías y millones de personas del corazón profundo de la América electoral que dependen de esos fondos. «Los impuestos son nuestra responsabilidad, no algo para evadir», respondió más tarde un cómico a Trump.

 

Trump fue menos infantil, hormonal y propenso a las bravatas que durante los debates del GOP y aún menos que en campaña, cuando nadie puede rebatirle, pero el hombre que proclama que instaurará la ley y el orden se encontró durante todo el debate con que la ley y el orden eran encarnadas por la firmeza y calma de Clinton. Trump no sabe nunca de qué habla y Clinton sabe demasiado bien qué se juega en la Casa Blanca: «Donald», le dijo una vez Hillary, «tú vives en tu propia realidad»”.

 *

 Donald, tú vives en tu propia realidad.

Otra vez: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.

¿Han visto esas películas donde un personaje ojeroso rebobina y reitera una y otra vez, enfermo de obsesión, unas palabras que ahora le resultan reveladoras pero antes le pasaron desapercibidas?

Pues aquí está. Den Play: Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad.

 

Donald nos demostró que nosotros vivíamos en nuestra propia realidad electoral, no él. Donald tenía el pulso de la realidad. Donald vivía en la realidad correcta. Donald conectaba con las personas, que escondían su determinación a votarlo avergonzadas de la retahíla de desprecio que caía sobre el hombre por su —indiscutible— ignorancia supina para todo lo que no fuese su propia vida.

El tipo que dice ser el más listo —el tipo que desprecia al Estado y no le paga impuestos dirigirá el Estado que debe recaudarlos: dadle al loco el manejo del psiquiátrico— era el listo indicado para sus votantes. En el transcurso de cada debate, Trump pasó más de un episodio donde era un mejunje de nervios y vacilaciones que nada más podía escupir generalidades espantosas y torpezas supremas y se paseaba por el set exhibiendo, ora un desconocimiento supino de mucho y una ignorancia profunda de casi todo lo importante, ora una actitud desafiante de guardaespaldas de discoteca mafiosa plantándose detrás de Hillary.

Donald-tú.vives-en-tu-propia-realidad se convirtió en la realidad correcta. Para los votantes clave en los estados clave —los que dieron a Trump el colegio electoral, no la mayoría de votos—, esa realidad era conveniente. El Trump horrendo no era tan horrendo, parece, como sus deseos de que algo cambie, como sea, con quien sea —pero no con los que ya han estado demasiado tiempo al frente.

Trump se jactaba de que los medios don’t get it. Nosotros creíamos que sí: era —es— un exudado de la sinrazón, vergüenza dickensiana, “agitador de toda calma imprescindible, levantisco irresponsable, incapaz con ganas, burro graduado, tú, maloliente, pedante, pomposo malvestido, calvo pretencioso, tahúr, aventurero, cowboy con pelo de muñeca, llano, rey de sí mismo, el prospecto más sombrío de Occidente, hórrido y fiero, cultivo repugnante de insensibilidad, siniestra aglomeración de cabellos, espeluznante expresión de mi género, ejemplo indudable de poco hombre, transpiración anal”.

Y tenía razón: we didn’t get it. Creo, hoy, que siempre supo que su discurso calaba en una vasta conjunción de personas identificadas con distintos aspectos de lo que él es y proyecta. Su misoginia podría espantar a algunos hombres y algunas mujeres más o menos moderados, pero más de la mitad de las mujeres blancas no le sacaron el cuerpo: es más que posible que, para ellas, esas mujeres que eran grabbed by the pussy fueran tontas y sin carácter, algo que ellas mismas, firmes y sólidas compañeras de sus hombres, batalladoras de insulto y armas tomar, no son.

Trump espantaba la sensibilidad liberal con sus burlas a un periodista discapacitado, a mujeres obesas y no muy agraciadas. Insultó a un juez de origen mexicano al que acusó de animadversión por eso, su origen mexicano —¿y la gente, concluiremos, le creyó eso? Maltrató en el pasado y volvió a hacerlo en la campaña a una Miss Universo latina, a la que consideró poco más que un cerdo y llamó Miss Housekeeping —¿y eso fue tolerable para sus votantes? Trump ofendió con su insulto a una periodista inquisitiva que, decía, tenía demasiada sangre saliendo por su cuerpo, en alusión a un cambio de humor durante el periodo. Era horrendo, bruto, incivilizado. Para nosotros. Para muchos, las mujeres cambian de humor cuando tienen la menstruación y la suya era una broma on the spot; el periodista discapacitado no era sino un debilucho y esas mujeres feas, pues, bueno, son feas: tampoco ellos saldrían con ellas.

Escribí por allí, en julio de 2016, tras la Convención Nacional Demócrata que nominó a Hillary:

 “Fue caluroso en Filadelfia y fue fervoroso y fue, sobre todo, histórico. Hillary Clinton es ahora la primera mujer que puede suceder al primer presidente negro de Estados Unidos, y ese es mi lado sano del caleidoscopio del inicio de este largo cuento. El malo, el desacomodado, me muestra que en este mismo país casi la mitad de la población puede mirarse al espejo cada mañana, besar a sus hijos con todo el amor que uno puede y, con una sonrisa beatífica, acabar votando a Donald T***p”.

 

En un episodio de final de temporada de “Parks and Recreation” en 2013, Leslie Knope, la concejal interpretada por Amy Poehler, debe enfrentar a su némesis, Jeremy Jamms, el dentista del pueblo, para renovar su puesto. Knope propone entonces adicionar flúor al agua potable de Pawnee, su pueblo, pero Jamms, que se opone, le presenta una campaña brutal aliado a la compañía local de refrescos. “Yo tengo de mi lado hechos, ciencia y razón, y todo lo que él hace es sembrar el terror…”, dice Knope a su asistente. “¡Oh, Dios, va a ganar!”

Donald-tú-vives-en-tu-propia-realidad resultó ser Liberales-ustedes-viven-en-su-propia-realidad.

 trump_putin_izq_7[ 7 ]

 Sugar Daddy Donald, nuestro líder religioso

 

Un cowboy. Un John Wayne. Un épico. Trump ganó contra todos.

Trump no construyó un GOP ideológicamente monolítico sino un movimiento a su medida. Un hombre contra el sistema que creó su propio sistema de reemplazo, uno que gira a su alrededor.

Dije:

“[Ganó] Contra los demócratas, contra el Comité Nacional Republicano, contra las élites y barones de su partido, contra la oposición de la intelectualidad y los medios, contra la percepción global. Tendrá a su favor el Senado y la Casa de Representantes. La mayor parte de los estados. Decidirá —válganos el universo— la composición determinante de la Corte Suprema de Justicia, jueces que dictarán, por décadas, la validez de numerosas reivindicaciones sociales obtenidas y deseadas. [Trump] Tiene en sus manos la llave de un poder cuasi omnímodo. Si entiende bien ese mandato, tiene ante usted una oportunidad y responsabilidad únicas. Si lo entiende mal, y no soy figurativo, será una tragedia”.

 

En la lógica de Trump siempre se trató de ir por todo. La ley, para Trump, está escrita por la voluntad de sus cojones. Impondrá cuanto pueda y le dejen y aceptará los límites de la ley —¿a regañadientes, hasta que cambie la correlación de fuerzas?— cuando no tenga mayor remedio. No hay demagogo, autócrata, autoritario de manual, líder de secta que no busque crear un mundo a su medida.

Si serás líder populista, romperás los moldes de la organización para que la organización se parezca a ti. Fijas las reglas, pones la mesa de lo decible y discutible. Cuando estableces eso, mueves las fichas como quieres. Te ocultas, eres opaco, muestras lo que quieres, haces cuanto quieres. Forzarás al límite las posibilidades de la ley y empujarás a tus adversarios a callejones de difícil salida. Los imbéciles criminales que van por las calles asustando personas diciendo ser supporters de Trump son funcionales a Trump: preparan el miedo, lo difunden, crean un clima de tensión generalizado. Asustarán hasta someter la conciencia ajena o asustarán hasta que alguien les responda con igual o mayor violencia. Esos son los momentos del Gran Líder: la violencia es tanta en nuestras inner cities —ya decía yo en la campaña, ¿vieron?— que debemos intervenir con dureza. Y entonces pide por más fuerzas militarizadas en las calles, poderes para intervenir. El camino hacia el autoritarismo que desemboca en autocracia y fascismo nada más necesita que los buenos no hagan nada cuando los malos empujan la democracia al abismo.

En los actos de fe propios de las religiones y las organizaciones fanáticas, las fallas del líder se subliman, siempre, bajo alguna posible cualidad superior. Trump ofreció una parte de sí a cada grupo de seguidores. A los nazis del KKK, a los xenófobos y a los blancos más traumados les dio en ofrenda a los criminales, violadores y narcotraficantes mexicanos —y una ley para bloquear el ingreso de musulmanes—, todos listos para ser deportados o contenidos por un yuge, beautiful muro. Ofreció a la derecha militarista la promesa de barrer a ISIS con la determinación que, decía, no tuvo Obama ni tendría Hillary. A los conservadores religiosos entregó blableos de defensa provida. A los desempleados, entregó la promesa de empleo seguro. A los conservadores puros, su propia determinación y una Corte Suprema adicta para echar por tierra con el liberalismo de los últimos tiempos. A los cubanos, el fin del acuerdo con los Castro. Cerraría la canilla del gasto para placer de los fiscalistas; revisaría todos los tratados comerciales para la aprobación de cuanto blue collar creyese que eso será beneficioso. Policías de ciudad y policías de frontera se cuadraron frente al autoproclamado candidato de la ley y el orden. Una masa multitudinaria asintió gustoso cada vez que alabó a la Asociación Nacional del Rifle o los animó a defender su derecho de inventariar armas de todo tipo en casa. A todos, en definitiva, les puso enfrente una cornucopia de promesas que apelaban más a sus miedos y a sus deseos que a la razón.

Y funcionó.

Y lo hizo incluso a pesar de sí mismo. ¿Qué era misógino? Pues las mujeres de Trump no se dejan tocar tan fácil y, además, decían ellas, así hablan los hombres, vamos. ¿Qué su plan fiscal es dañino? Bueno, habrá que probarlo. A nadie le gusta pagar impuestos, a todos les gusta pagar menos impuestos y, después de todo, ¿acaso los otros lo hicieron mejor? ¿Y su falta de capacidad militar? Bueno, hay asesores y hay militares y hay Pentágono, ¿no? Y él es ejecutivo. ¿Acaso no hizo miles de millones? ¿Acaso no un ganador? Hizo billones en negocios como los casinos y la construcción, donde abundan los tipos duros. ¿Cómo dudar de que el bully no será el Bully-in-Chief contra los malos? ¿Qué no cumple sus pactos, promete fantasías? C’mon, ¡es un jugador de póker! Un gran negociador. ¿No es brillante, acaso, sacar ventajas en un negocio? Mejor joder a que te jodan. ¿IRS? Aquí está tu sugar daddy: US$ 916 millones de deducciones, pérdidas suficientes para no declarar impuestos federales por una década. Take that from The Donald. ¿China, OTAN, México, todos esos que se benefician a costa de The Little American Guy? Ya verán cómo es un tipo duro en la mesa de negociaciones. ¿Que es un millonario que jamás hizo nada por nadie más que sí mismo, incluso cuando se trataba de filosofía? Hombre, ¿acaso no queremos ser todos millonarios? Es un self made man, un tipo como todos. Y como tal, insulta como todos, duda como todos, se rasca los huevos como todos, tiene errores, agachadas, mira traseros como todos, tropieza como todos. Trump, dirán, es uno de nosotros. No es parte del establishment político —ciertamente no lo es—, no quiere a Corporate America —y Corporate America lo ha humillado por su chabacanería circense. Donald J. Trump es un tipo que creció en Brooklyn, uno que supo hacerse su camino a pesar de todo y de todos. ¿Que su padre le dio el dinero para arrancar? ¡Pues ya hubiera querido yo que el mío hiciera lo mismo! ¿Que estafó a demasiada gente con su universidad? Bueno, you know, this is America, the home of the braves: aprende a defenderte o cierra el puto trasero.

 [ 8 ]

Al matadero como caballos con anteojeras

 

 “La totalidad de los animales y una aplastante mayoría de los hombres viven sin sentir nunca la menor necesidad de justificación”, escribe Michel Houellebecq en Sumisión. “Viven porque viven y eso es todo, así es como razonan; luego supongo que mueren porque mueren, y con eso, a sus ojos, acaba el análisis”.

Tendemos a racionalizar todo, claro. Somos liberales: el mundo ha de avanzar por la ciencia y las ideas; la historia jamás acabará. Pero es posible que esa misma racionalización condene nuestros análisis. El voto de Trump pudo haber estado profundamente marcado por cuestiones más prosaicas que el análisis. De hecho, Trump es un candidato sin políticas: sólo tiene anuncios. Una vez que rascas la superficie, ninguna de sus ideas tiene más de dos centímetros de profundidad.

En el mito de Casandra, la mujer es una pitonisa incomprendida que anuncia las fatalidades sólo para ver que los hombres o no la entienden o la desoyen. La fatalidad liberal estaba allí pero sólo nosotros, los liberales, no la veíamos. Trump hacía campaña en pueblos chicos de Wisconsin y Michigan e iba a Pennsylvania, donde estaba cantado, cerrado con candado y con la llave revoleada lejos, que ganaría Hillary. Al cabo, esos son territorios de blue collars demócratas, es el norte y el oeste del país, no Texas, no Alabama y no el suroeste. ¿Qué tan estúpido eral tipo que viajaba a territorios donde no tenía chance de ganar? El efecto túnel es peligroso porque elimina el contexto y la perspectiva, y los liberales fuimos al matadero caminando como caballos con anteojeras: mientras las ciudades daban bien para Hillary, Trump subía a su ambulancia una armada de desdentados y heridos en los pueblos rurales que nadie quería recorrer.

Y he allí el punto: no importan. Sólo a los junkies políticos ideológicamente comprometidos y a los liberales interesan las cuestiones de fondo. El grueso de la población, he sostenido varias veces, tiene por principales actividades en su vida trabajar, consumir y emplear su vida social en familia y amigos. No tienen interés por las grandes cuestiones más allá de si esas grandes cuestiones, de algún modo concreto, afectan su realidad próxima. ¿Información, debate? What for? Basta tener lo mínimo para creer que uno no se pierde los grandes hechos. Para tomar decisiones importantes están los profesionales. Para eso elegimos congresistas, gobernadores, presidente cada cuatro años.

En los pueblos mineros de Virginia, en las fábricas de Michigan y las siderúrgicas de Pennsylvania quieren trabajos, no discusiones. Quieren pagar la renta a fin de mes y las cuentas del médico. En ciudades al límite de la resignación el cambio climático es un asunto demasiado lejano. La vida se decide pay check after pay check. Si Trump ofrece trabajo, bienvenido sea. Si Hillary ofrece un mundo sostenible, ¿eso paga la cuota escolar? Cuando un minero del carbón vota por Trump es porque ofreció, directa y simplemente, a lot of jobs. Cuando Hillary promete nuevas regulaciones contra industrias sucias para reducir el impacto del cambio climático y favorecer una matriz energética renovable, pone demasiadas palabras en juego pero el trasfondo se lee fácil: not a lot of jobs.

La defensa del medio ambiente es un lujo para el que tiene deudas, niños, un futuro no muy provisorio, está enfermo o demasiado viejo y su educación es apenas básica para la economía del siglo XX pero vive en el XXI cuando el mundo va para otro lado. Trabajo, no medio ambiente. Plata en el bolsillo, no palabras de oenegé.

Por pudor ideológico, parece, un liberal puede perder una elección capital. No es nuevo: lo he visto. Llamémosle el factor No-voto-a-Hillary-porque-soy-Susan-Sarandon. ¿Cuántos votantes de Bernie Sanders, aun cuando él mismo llamó a disciplinarse, le corrieron el cuerpo a la gris Hillary? A la izquierda no le gusta ensuciarse en el realismo político: prefiere las alturas de la Gran Verdad, del comportamiento correcto, del Buen Pensamiento y la Claridad de Ideas. Un intelectual liberal puede cometer el error de optar por el fragmento erróneo en la proposición lo perfecto es enemigo de lo bueno. Mientras, el mundo nos pasa por encima. Entre talkers y doers, el hacedor gana: nadie aguanta demasiado tiempo un discurso moralista. A los toros se los agarra por los cuernos, no se les convence con Habermas. Hay que salir a la calle y hacer algo. Ensuciarse en el barro de las contradicciones. Menos charla, más acción.

Al otro lado, entre quienes han vivido de trabajos y un modelo de país —de economía, de ideología, de nación— que se evapora, el escenario no precisa demasiadas explicaciones. Ellos enfrentaban de manera pragmática —cortoplacista, sí, pero práctica— una situación que los liberales biempensantes adoradores de las estrategias sostenibles no contemplamos: muchos no toleraban la prepotencia, el sexismo y la estupidez ignorante de Trump pero igual lo votaron porque ofrecía ideas simples y reconocibles. Trabajos para quien no tiene, dinero para blindar fronteras que creen necesario amurallar, prohibiciones a extranjeros que suponen peligrosos, matrimonios de hombres y mujeres y no de John y John —más cuando no saben si John es realmente John y no Rachel.    

Trump habló el lenguaje de la calle y del locker room, de las reuniones de amigos y de un tipo común que no sabe nada de política pero ha hecho dinero y no tiene compromisos: como tal, se supone que puede hacer mucho y que, como empresario, será ejecutivo. Él lo dijo: él es un doer, los demás son talkers. Y al americano promedio, convénzanse, le gusta que se hagan las cosas pronto y sin demasiado debate.

Al frente, Hillary: aburrida, larga, explicativa, señorona, maestrita, petulante con un tipo como Trump —uno que habla como yo, Joe, ex soldador en Michigan. Hillary da peroratas de balances geopolíticos, compromisos con aliados globales, equilibrios, consensos, acuerdos: todo eso toma tiempo, todo eso no provee soluciones ya. Hillary tiene ideas complehas que requieren explicación —la razón—; Trump tiene dos o tres ideas sencillas de digerir dichas en un lenguaje poco complicado. Y las repite siempre, y no gasta demasiadas palabras. Fast food político. Y es divertido, y ella no. Y es nuevo, y ella no. Y es hombre, y ella no. Y es tramposo, pero ya nos confesó que lo era, eh; ella mentía y no dijo nada hasta que la descubrieron. Crooked Hillary. The Donald, my man.

[ 9 ]

La magia realista de Donald Trump

Escribí en “El realismo mágico de Donald Trump”, durante la campaña electoral:

“En julio, poco antes de la Convención Nacional Demócrata, Newt Gingrich, uno de los explicadores oficiales de Donald Trump, se sentó con CNN a discutir las estadísticas de crimen en Estados Unidos. La presentadora recordó que las cifras mostraban una tendencia a la baja pero Gingrich defendió su idea de que, en realidad, las personas se sienten más amenazadas. «Lo que yo digo es igualmente verdadero», dijo con la misma porfía de su jefe político. «Yo voy con lo que la gente siente; usted vaya con los teóricos».

“Newt Gingrich es un sofista pero tiene razón: Trump ha demostrado que la realidad es una ficción que sólo precisa de la fe de sus seguidores para convertirse en verdadera. Gabriel García Márquez definió al realismo mágico como un hecho rigurosamente cierto que parece fantástico. La campaña de Trump funciona al revés: su «magia realista» consiste en fantasías que parecen ciertas a ojos de sus creyentes. Tal vez por eso las frases que Trump más reitera sean llamados a la fe. «Confíen en mí». «Créanme».

“Como si alguna vez hubiera leído a Kant, Trump crea una realidad con su palabra, pero es una realidad turbia. En la doctrina trumpiana no hay revelación sino ocultamiento, abunda la manipulación, escasea el sentido común. Predomina la forma sobre el fondo.

“La campaña de Trump es un ejercicio de credulidad carismática, una estafa masiva. Está dirigida a las emociones de sus creyentes, no a la razón. Por eso cada vez que la prensa y Hillary Clinton procuran comprender la lógica de su juego de timo, Trump se ríe en sus caras: «They still dont get it».

“Las ideas de Trump parecen provenir del universo bizarre. En su campaña no hay espacio para fórmulas, métodos, políticas: sólo la promesa de un fin sin importar los medios. Allí está la idea de repatriar casi US$ 5 billones de dólares de ganancias corporativas y hacer crecer el país a casi 4% cada año para crear 25 millones de nuevos empleos, algo si no imposible al menos improbable. Es un proyecto mesiánico donde el líder todo lo sabe y no se discute. «No me pidan que les diga cómo los llevaré allí», dijo en un mitin. «Nada más déjenme llevarlos».

“Y el engaño funciona. Al decir de Gingrich,los seguidores sienten a Trump y él sabe cómo hablarles: simple, al nervio y a la sangre.

“Pero si la ausencia de razón puede ser audaz, el delirio suele ser fatal. «Yo soy su voz», dijo Trump en la Convención Republicana, ante el rugido de la masa. «Yo puedo arreglar esto solo». Trump no es un político bondadoso sino un demagogo brutal, adorado por la derecha más retrógrada del país. ¿Qué puede pasar cuando el mayor ejército del mundo quede al mando de un mesías inestable que se cree infalible?

“América Latina tiene una larga tradición de líderes portadores de verdades reveladas. Vengo de un país, Argentina, que en 2016 cumple setenta años marcado por una fe política, el peronismo, que parece inagotable. Desde el primer gobierno de Juan Perón, en 1946, su movimiento se erigió como una fuerza mística que resistió persecuciones y perduró estirando sus fronteras ideológicas. Ya cadáveres, Perón y Evita se volvieron figuras de culto, Algo similar sucedió en la última reencarnación peronista, el kirchnerismo. Cuando murió Néstor Kirchner en 2010, sus sucesores montaron a su alrededor una religión de consumo rápido, bautizaron calles y escuelas con su nombre y hablaron de él como un ánima presente.

“Es común en América Latina afirmar que nuestros dirigentes pueden hacer de cada nación un lugar más iconoclasta que Macondo pero Trump ha demostrado que también hay caudillos en la 5ta Avenida de Manhattan. “Los gringos nos han ganado”, me dijo Alberto Trejos, el ministro de Costa Rica que negoció el último tratado de libre comercio latinoamericano con Estados Unidos. “En Cien años de soledad, García Márquez inventó diecisiete Aurelianos Buendía con una cruz de ceniza en la frente, pero Trump supera toda ridiculez”.

“En algún punto, los americanos y los latinoamericanos no somos tan distintos. Mientras en América Latina los nacionalismos de izquierda movilizan a los crédulos con una pasión patriótica sobreactuada —una cierta fe—, en Estados Unidos, todavía una sociedad puritana, la credulidad religiosa es consubstancial a la política. De hecho,  la Constitución misma postula que los hombres son iguales porque “el Creador” lo dispuso, así que en tiempos desesperados la sociedad estadounidense suele ver a su presidente como un mesías capaz de salvar la integridad nacional. Sin ir muy lejos, Oprah Winphrey, sacerdotisa de la iglesia catódica,  dijo que Barack Obama era «The One».

“El peligro de Trump es su egolatría descontrolada que no reconoce dogma, institución o límite. Los valores son secundarios a su propio yo: Trump pide que no crean en ideas sino en él, como si fuera la síntesis de la sabiduría, rey o dios. En América Latina sabemos cómo es dejar en manos de caudillos incontrolables el destino colectivo. Y lo sabían también los Padres Fundadores de Estados Unidos cuando decidieron eliminar la figura del derecho divino de los reyes de la Constitución. «Virtud o moralidad son resortes necesarios del gobierno popular», escribió en esos años George Washington. El problema: ni virtud ni moralidad habitan la fe de Donald Trump”.

La gente votó a Trump con las vísceras, la verga, el cheque del próximo mes, dios de su lado, la vagina, la tradición y la familia, la avidez, el deseo, el fusil de asalto en el closet y el cráneo caliente. No que no piensen: pensaron en quitarse de encima a los políticos profesionales que, sienten, viven en el mundo burocrático de Washington DC bien pagados por sus impuestos. No pensaron demasiado las consecuencias de las ideas —no políticas— de Trump, pero eso habla también de que el estado de cosas pudo no dar para más: si no pensaron no era que no supieran o supusieran, tal vez era que no les importaba porque estaban, ante todo, demasiado enfadados.

La ignorancia es antes un asunto de voluntad que de incapacidades, al cabo. Quizás eligieron no saber más. Quizás nada más les bastaba saber que lo que creían era lo adecuado y correcto, aunque no fuese verdadero. De modo que, como muchos, decidieron dejar en manos del líder las decisiones importantes, como tantas otras veces. Pero esta vez es un líder distinto, un outsider, uno que habla, es, como ellos: un americano que quiere ganarle al sistema. ¿Que la decisión les costará? Seguro, pero ya llegará el tiempo de preocuparse por eso. Trump tendrá un tiempo de gracia, como todos, antes de que le caiga encima un enojo conocido. Mientras, le han dado la diestra por un rato. “Somos americanos”, decía el General Custer protagonizado por Bill Hader en Night at the Museum. “Nosotros no planeamos, ¡hacemos!”.

Y si bien el enojo puede primar, los enojos no se limitan al rechazo al establishment y sus políticas. Hay enojos raciales, contra los extranjeros en general, contra los grandes empresarios, contra Washington, contra los políticos profesionales, los latinos, los mexicanos en particular, cualquier musulmán, los negros. Algunos podrán ser justificables, otros son simplemente aberrantes. Pero Trump fue el vector ideal para reunir todas esas demandas: un hombre sin un cuerpo ideológico definido, un oportunista. Alguien que hará lo necesario para llegar, ganar y permanecer. Alguien que un día dice blanco y poco después hallará la excusa cromática para presentarlo como negro.

[ 10 ]

El cartero trajo una postal sepia de Alemania

 

En 1922, en el primer texto escrito por The New York Times sobre Hitler, el periódico

habla acerca de la emergencia del político bávaro —Hitler llevaba apenas un año como jefe del Partido Nacional Socialista alemán— en un texto que procuraba restar peso a las acusaciones de xenofobia y racismo que comenzaban a crecer. En 2015, el diario republicó el texto, apenas cuatro meses antes de que Donald Trump lanzase su campaña presidencial creando a los mexicanos como sus enemigos principales. Los dos párrafos centrales del texto de Hitler en 1922 son los siguientes:

“Varias fuentes confiables y bien informadas confirmaron la idea de que el antisemitismo de Hitler no era tan genuino o violento como sonaba, y que sólo estaba usando la propaganda antisemita como un cebo para atrapar a masas de seguidores y mantenerlos entusiasmados, entusiastas y en línea para el momento en que su organización estuviera perfeccionada y lo suficientemente poderosa como para ser empleada eficazmente con fines políticos. 

“Un político sofisticado atribuyó a Hitler una peculiar habilidad política para acentuar el antisemitismo, diciendo: «No se puede esperar que las masas entiendan o aprecien sus objetivos más finos. Debes alimentar a las masas con bocados o ideas más crudas, como el antisemitismo. Sería políticamente incorrecto decirles la verdad sobre dónde realmente los estás guiando»”.

 

Tras la elección, la prensa americana empezó cree que Trump, como el Reich, entrará en razón. Que la realpolitik se impondrá. Que el Partido Republicano no dejará que tome decisiones perjudiciales para su propio futuro como fuerza política. Que tal vez, tal vez, su racismo “no era tan genuino o violento como sonaba” y que se trataba de propaganda “como un cebo para atrapara mesas de seguidores y mantenerlos” y blablablá. Yo, también, en ocasiones me fuerzo a creer eso. Es una reacción casi natural de supervivencia: si Trump lleva a cabo su minuciosa cosmogonía del odio, esta nación se parecerá a la nación distópica de la serie “The Man in The High Castle”, donde la Alemania nazi no pierde la guerra sino que la gana y convierte a Estados Unidos en una sucursal de sus crímenes contra la humanidad. Aun no sé si mi deseo porque Trump no sea quien ha demostrado demasiadas veces que es —que no sea, que no sea, ruego que no sea—, aún no sé, digo, si mi deseo es producto de un optimismo institucionalista indestructible o de una estupidez igualmente irremediable. Los intelectuales, académicos, periodistas y políticos alemanes de la década de 1930 también vivieron bajo una ceguera autoprovocada ante Adolf Hitler —y otra vez, no temo a la comparación.

Ellos también creyeron por buen tiempo que Hitler podía entrar en razón. Y eso sucedía porque ellos eran parte del sistema a preservar: ¿quién que no viva dentro de esa sociedad desmoronaría el estado de cosas que necesita mejoras pero va en el camino correcto? ¿Qué cromagnon puede dudar que los homosexuales merecen idénticos derechos, que el aborto debe practicarse de manera segura, que la mujer tiene absoluta potestad sobre su cuerpo, que la salud debe ser barata y extendida, que es moralmente imperioso, porque la misma Constitución lo dice, que esas pobres almas que llegan como migrantes, con o sin papeles, merecen la misma oportunidad que nuestros abuelos irlandeses, italianos, alemanes? Pero ese es el punto de vista de las élites y las clases medias liberales —los paréntesis de las costas—, no del interior profundo de Estados Unidos, no del ejército de Orcos que rodea a Trump, ni de sus generales pardos. Mucha gente que votó a Trump está fuera de ese mundo perfecto. Los liberales no pueden entender cómo alguien podría echar un cerillo a ese mundo de promesas sanas y dedicarse a contemplar su quemazón sin inmutarse.

 [ 11 ]

El buen salvaje

 

Trump ganó en el campo, donde el mundo se ve muy distinto al mundo de las ciudades, y’all. (Nada menor: no ganó en ninguna ciudad con más de un millón de habitantes.) El cosmopolitismo es asunto inherente a las polis, que por algo las lleva en el nombre. En el campo el mundo es más recio y limitado. Pensamos eso a menudo: volver a la naturaleza como una expresión de una simpleza pura, incorruptible, que nos quite de los infinitos subterfugios, las insoportables capas de realidad que impone la vida citadina.

¿Es así? En realidad, el campo es brutal y se expresa con una, digamos, sugerente naturalidad sórdida. En el campo hay trabajo en el día y descanso en la noche, no una sofisticada vida diurna entre inversiones especulativas que pueden cambiar tu vida en minutos y Martini por la noche porque tu vida cambió en minutos. Esa aparente simpleza es tosca y horrenda en muchos modos por abyecta y agresiva a los ojos del urbanita. En el campo hay utilitarismo como en cualquier parte, sí, y flojera como en cualquier ciudad e intolerancia e ignorancia y egoísmo y avidez y codicia. Si no hay buen salvaje tampoco hay virtud elevada en el campesino, per se. Esa peregrina idea progresista de que los pobres y los obreros y los campesinos son reservorio de alguna cualidad superior es tan estúpida como estúpida fue la creencia de los estrategas de Hillary de que había estados industriales donde el triunfo estaba asegurado.

He vivido en el campo y conozco los límites correosos de su universo. Cuando un extraño llega a una ciudad pequeña, es una mosca en la sopa; se singulariza, es señalado, se habla de él a las espaldas. Pronto se construye una mitología del raro y distinto basada en rumores, pequeños retazos informativos, la distancia insidiosa del chisme. Ahora imaginen por un instante a esos mexicanos y salvadoreños marrones entrando al bar blanco del pueblo después de trabajar en los campos de alfalfa. O sólo caminar por la misma acera o comprar en el mismo supermercado ramplón que un viejo operador de grúa en Peoria, Illinois. Y piensen cómo esos extraños que llegaron siendo pocos empiezan a aumentar en número y se hacen más visibles, ahora en las calles del centro de la ciudad. Y ya no están solos: tienen mujeres, y tienen hijos: se están reproduciendo. Ahora supongan que ustedes se quedan sin trabajo o que la ciudad se afea y que alguien, un ser moralmente subnormal, dice que es culpa de esos individuos marrones que no nacieron ni crecieron en la misma tierra que usted. Haga crecer ese loop, zambúllase de a poco en la intolerancia. Vea Fox, participe de una iglesia presbiteriana de pastores blancos como usted. Sintonice The Apprentice por la noche para descansar, porque, vamos, leer cansa y NBC es liberal. Descubra —Ma’, come here, look at this— que el señor de The Apprentice, ese millonario insensible con el fracaso que te dice la verdad sin sedantes, se lanzará a presidente. Look, ma’, come here. Véalo bajar por la escalera mecánica y, minutos después, decir que México envía su peor gente —criminales, rappists, narcos. Y escúchelo prometer que los quitará a todos de esta tierra y que usted, buen americano, tendrá su trabajo de vuelta. Ma’, oh my good! Look at this guy!

Pero que sea el campo el que saltó es una circunstancia. Esa aparente liviandad de los habitantes rurales no es producto de un condicionamiento genético. No nacen estúpidos. La pobreza material puede condicionar la pobreza intelectual, y viceversa. Blanco, pobre y campesino no es epítome de los males de Estados Unidos. Una es una condición genética y nadie es culpable de nacer con un color determinado; las otras dos, pobreza y ruralidad, son marcadores económicos, producto de ciertas condiciones. Un liberal honesto debiera comprender eso: la ignorancia es asunto de voluntad, sí, pero en ocasiones esa voluntad ya motivada no permite escapar a las condiciones en que se da la vida. La falta de acceso a una educación moderna es un drama profundo del interior de Estados Unidos y en especial de las comunidades pobres. “En una era que ha puesto la identidad en el centro de la vida política, esa vida (rural) no es algo que cuente”, escribe Adam Theron-Lee Rensch. “Muy a menudo, la clase liberal no la ve como una identidad positiva que valga respeto o entendimiento, sino que desecha sus políticas como reaccionaria y militante o ridiculiza brutalmente sus visiones como ignorantes o repugnantes”.

Los cambios políticos no son un acto de magia ni una revelación divina. Cuando el Tea Party emergió, sentó raíz tanto en las ciudades como en los pueblos rurales. El Partido Republicano, que vive un proceso de medievalización que si no los enorgullece los erecta, ha alimentado la radicalización de un discurso torpe, anti-intelectual, bruto por donde se le mire. El primitivismo de sus dirigentes y su adscripción a la fe antes que a la razón tiene caldo de cultivo suficiente. Estados Unidos es la mayor economía del planeta, pero grande no significa necesariamente bueno. El país más poderoso del mundo exhibe uno de los peores resultados educativos entre las naciones desarrolladas. Sus jóvenes son, comparativamente, menos sabios o más ignorantes en ciencia, literatura, matemáticas e historia que otros muchachos de otras partes del planeta. La fe de los americanos puede estar desvaneciéndose, dice The Pew Center, pero tan lejos como en 2014 todavía cuatro de cada diez estadounidenses creía que dios había creado la Tierra diez mil años atrás. La traducción asusta: personas adultas que tienen creencias propias de niños de seis años están, en buen número, entre quienes deciden al hombre que comandará la mayor fuerza armada de la civilización.

  “No somos una sociedad de ángeles”, escribió Leon Wieseltier.

  trump_putin_der_6

[ 12 ]

Detrás de todo gran hombre, hay una [ calificativo ] sociedad

 

¿Está la idealización del self made men detrás del voto a Trump? Sin ninguna duda.

¿El espíritu del pionero que se enfrenta a los elementos y a los adversarios en condición de inferioridad? Nada más vean lo que fue la primaria republicana —todos contra Trump— y la elección general —todos contra Trump.

¿Hay un deseo oculto o explícito de ser millonario o pasarla bien entre sus votantes? Por supuesto. ¿Envidia y admiración? Yup. ¿Entonces también hay tirria porque, mientras duró la fiesta financiera, todos comieron y bebieron pero los más ricos la enfardaron más que los menos ricos? Así es. ¿Y con la crisis los más ricos siguieron bien mientras The Little Guy of Main Street la pasó canutas? Un solo dato: dos de cada tres dólares de nuevos ingresos fueron al 1% más rico —o sea, sí.

Caramba, ¿y también hay machos machitos machérrimos que festejan que haya metido el colgajo de su entrepierna en el tajo entre las piernas largas de mujeres bellas? Diablos que sí.

¿Racistas? (¿Acaso la Luna no es un satélite?)

¿Misóginos? Obvio.

¿Gente que quiera joderse al IRS, pagar menos impuestos o ninguno por años, jactarse de ello mientras habla de cuán rico se ha vuelto? Sí, sí, sí y sí.

¿Hay adoradores del hombre fuerte? Muchos.

¿Quien odia a los extranjeros? Yup.

¿A todos los extranjeros, a algunos extranjeros, a extranjeros que no son blancos sino extranjeros marrones o negros o asiáticos? Sí, a todos esos extranjeros-extranjeros.

¿Hay quien no odia a los extranjeros y no es racista y es buena gente y podría haber votado a Hillary o, más, a Sanders? ¡Sin dudas!

¿Hay mujeres que toleran en sus maridos lo que toleraron en Trump? Hay.

¿Y tipos que grab the pussy? Sí.

¿Hay gente que votó a Trump porque no estuvo Sanders? Con relativa probabilidad.

¿Y mujeres que no votarían jamás a otra mujer? Sí.

¿Y quienes no votaron a Hillary por ser Hillary? Indudable.

¿Hay nazis? (¿Acaso el día tiene no veinticuatro horas, el minuto sesenta segundos?)

¿Violentos capaces de dañar a otros? También.

¿Hay una bolsa de deplorables? Sí, y otras bolsas que no.

¿Hay gente que quiere ver presa a Hillary? Sí, y vociferan.

¿Hay imbéciles? Sí, y hay gente inteligente —la inteligencia tiene muchas formas.

¿Hay negros? Poco, pero es inevitable que no haya.

¿Y latinos? También —tres de cada diez hombres lo votaron— y hay también musulmanes y musulmanas.

¿Hay ignorantes? Muchos.

¿Hay gente que tragó hiel por cómo es Trump pero igual lo votó? No tenga ninguna duda. ¿Hay gente que dijo que no lo votaría o que votaría a Hillary e igual lo votó? Así es: son el shy vote, el voto vergonzoso.

¿Hay abuelos adorables, buenos papás, hijos aplicados? Hay personas impecables, decorosas, dignas. ¿Hay gente harta? Hay. ¿Frustrados, agobiados, gente que no pensó bien? Hay, y en buen número. ¿Hay gente a la que no le importó nada? Aha.

¿Y, seguro, hay gente que fue capaz de tolerar todas las cualidades execrables de Trump, que son muchas, y extrapolar una sola buena y, por esa sola, exclusiva, razón, votarlo? Donald Trump ganó y todo lo que necesita una persona para votar a alguien es una sola, exclusiva, razón —buena o mala, la que sea.

*

 Trump ha descorrido un velo o, de otro modo, levantado la alfombra bajo la cual se escondía, solapado, un discurso sectario, el siempre agazapado sentido del oportunismo y el individualismo de la cultura norteamericana. El fascista interior está ahora suelto; el self made man que aborrece del Estado interventor campea por las calles; el espíritu de los pioneros, que no quieren límites, parece resurgir.

Quedémonos en el punto más crítico. Nadie se vuelve racista de la noche a la mañana, ¿de acuerdo?, y Trump ha mostrado el verdadero rostro de una enorme porción de Estados Unidos. Trump ha dado voz a un animal por demasiado tiempo al acecho. Es altamente probable que la mayoría de los votantes de Trump no sean racistas y que muchos no tengan grandes problemas con nadie —es increíble que tengamos que poner este tema en la mesa—, pero los conservadores extremistas tienen la llave para ir donde quiera porque Trump no les ha puesto límites. Con los más machos y enojados —Lock her up!— han sido los más gritones y desvergonzados. Si Trump, como presidente, no condena los brotes racistas ni la violencia, naturaliza esos comportamientos como lo ha hecho durante la campaña. Sólo que ahora ya no es un candidato entre varios o uno de dos sino que representa al Estado, es su símbolo, imagen, primer prescriptor. Y si el presidente hace la vista gorda, yo, su votante, entiendo que, si no está bien, tampoco está mal maltratar a latinos, insultar a los negros, arrancarle el hiyab a una chica musulmana.

Es muy difícil determinar cuán racista es el elector de Trump —cuánto lo es cualquier persona—, cuán anti inmigrante, anti musulmán; cuánto odia a los latinos y cuántos kilos de machismo lleva encima. Nadie llena un formulario de aduanas con esos detalles ni los declara al fisco cada año: tengo tres octavos de nazi, dos tercios de intolerante y 75% de misógino, ¿cuánto debo?

Pero están allí y, en menor o mayor grado, esos votantes aceptaron tales condiciones también en Trump o, al menos, no parecieron molestarles de modo suficiente. Todas esas personas decidieron votar a Donald Trump a pesar de Donald Trump, conociendo con cabalidad de su indecencia y deshonestidad. No les importó poner en la Casa Blanca a un hombre con la moral de un paramecio. En un acto colectivo de negación, la sociedad americana determinó que un hombre incapaz dirigirá sin idoneidad la mayor economía del mundo, el mayor ejército del mundo, la mayor democracia del mundo. ¿Qué esperan de él? ¿Qué sea un “roba pero hace”? ¿Suponen que las aberraciones de Trump no los tocarán porque, quién sabe, no son latinos o lo son, pero tienen papeles? ¿Acaso las mujeres suponen que el desprecio de Trump por su género no les toca a ellas? ¿No les importará que quiera prohibir el ingreso de musulmanes? ¿Es porque ellos son cristianos? ¿Qué condición los hace presuponer invulnerables a un sociópata narcisista?

Que las personas estén frustradas y enojadas no hace automáticamente buena su elección. ¿Cómo es posible que 60 millones de estadounidenses —una Argentina y media o una Colombia y media— hagan la vista gorda a la brutalidad de Trump? Los demócratas e independientes que querían un cambio podían haber votado a Bernie Sanders pero para unos él no era una opción al inicio y para los otros no lo fue cuando sólo quedaba Hillary. Todos, sin embargo, tuvieron la misma opción que republicanos moderados, mujeres blancas, blue collars y latinos: un momento de decisión, privado y personal, para pensar. Pudieron elegir no votar, pudieron elegir votar a Jill Stein o a Gary Johnson. Anular sus votos. Protestarlo. Pero eligieron votar a Trump, y aunque la bronca haya sido elevada durante la campaña no fue un estado de shock emocional que les impidiera pensar qué estaban haciendo, válgame el infierno.

Decidieron votar a Trump a sabiendas, fue su determinación. Estos votantes no son geranios, no son un guepardo, no son amebas: son, cree uno, homo sapiens. Somos animales, pero nuestro rasgo distintivo por sobre el resto del reino es nuestra inteligencia. Y esos animales inteligentes decidieron desoír todo lo demás del mismo modo que nosotros nos cegamos a ver el rojo de su enojo y desesperación. Eligieron entonces al bigot por una sola razón —al cabo, identitaria— frente a todas las otras razones que pudieran decir algo en contrario de ese bigot. Al cabo, sólo es necesaria una razón cualquiera, no millones, para tomar una decisión. Que eligiesen a Trump legitima el discurso de Trump así no compren la totalidad de él. Trump no será un presidente por fracciones, un presidente apenas determinado por esa sola decisión por la cual lo voté. No gobernará a medias: será él, haciendo cuanto pueda para hacer lo qué, Donald J. Trump, quiera hacer. Todo él.

Elegir es un acto de responsabilidad, y no hay disculpa en eso. Tomas la decisión, lidias con sus consecuencias. Y cuando esa decisión es la elección del líder de una nación, haces objeto de esas consecuencias incluso a quienes no votaron como tú.

 * 

Occidente está en declive y Estados Unidos, bajo cuya bandera se ha erigido el último medio siglo, es una maquinaria oxidada pintada de cuando en cuando, cada vez a mayor costo, sin poder ocultar completamente la herrumbre. Los Estados no tienen la capacidad ya de sostener las demandas sociales: Europa lo sabe, en no más de dos décadas lo verá frente a su rostro América Latina. No se podrán pagar pensiones en el futuro nada mediato y, antes de eso, veremos a los hospitales colapsar, las infraestructuras depender cada vez más del auxilio de benefactores y buitres y las cuentas fiscales habrán de requerir maquillaje o privatización o un mecenas o vaya a saber qué para sobrevivir a la ficción de que los Estados aún pueden ocuparse de sus ciudadanos sin que las fuerzas políticas internas, sobre todo las afincadas en las regiones más ricas, empujen a secciones enteras de un país a un inaudito proceso de secesión.

Es triste que la fábula de nuestra época resulte la progresiva dilución de la civilización. Triste que no hayamos aprendido nada de las catástrofes humanas del pasado. Trump es un emergente, una casualidad y una causalidad, un punto más en la progresiva derrota que se auto infligen las clases políticas —travestidas en organizaciones profesionales de cortesanos que legitiman su lugar, muchos aun con vocación pero demasiados con demagogia barata— y, con ellas, las democracias representativas.

Amigos liberales: las encuestas no son votos. Hillary no lo hizo tan mal —de hecho, ganó el voto popular— pero la estrategia de dejar regiones y estados sin atención porque eran del palo en una competencia electoral volátil gana el campeonato de la estupidez política. El discurso biempensante deberá ganar color y calor, no cientificismo frío. Pocos disputan que Bernie Sanders podría haber ganado a Trump —disputa, por otro lado, de absurdo consuelo: nunca sucedió— pero es cierto que el Partido Demócrata deberá hallar figuras que conecten tanto racional —que Hilary haya ganado el voto popular dice que la sociedad aún cree en ciertas ideas— como emocionalmente. Sanders acarreó a miles de jóvenes liberales y acercó a la política real a activistas y pensadores de izquierda que vieron que el aparato del Partido Demócrata, como el del GOP, tenía fronteras porosas y resultaba proclive a un take over de fuerzas masivas capaces de instalar un liderazgo. En el estricto sentido de ideas y sangre nueva, el Partido Demócrata necesita más Bernies Sanders y Elizabeths Warren. Si la nueva figura renovadora se llama Michelle Obama eso sólo lo dirán las elecciones de medio mandato de 2018, cuando la esposa del presidente Obama podría tener amarradas alianzas suficientes para avanzar con una candidatura —que, para no ficcionar las especulaciones, aún debe definir.

Tengan presente que Trump es producto de la incapacidad política para estar a la altura de la Historia. Se coló como agua por las grietas que la dirigencia no supo llenar, renuente a relacionarse con las personas, sorda al reclamo, ciega a las evidencias. Nuestros políticos han perdido la habilidad de convencernos de que la nación —ese invento de subjetividades, himnos, banderas y canonjías que funcionó por un par de siglos— puede todavía mantenernos a todos tirando para el mismo lado. Se ha hecho arduo convencer a las personas con la promesa de un país mejor en el futuro a cambio del sacrificio presente ante una ausencia espantosa de prescriptores institucionales creíbles y cuando a diario se les exhibe un mundo de fronteras culturales abiertas donde lo profano y lo sublime llega por la vía del intercambio de información 24/7. Trump ha medrado en un redil gigantesco y desamparado, no como lobo sino como macho cabrío disruptivo. El hombre de las manos pequeñas parece haber demostrado que tiene algo más grande que ofrecer que los demás.

 trump_putin_der_8 

[ 13 ]

El enemigo interior

En su primer tweet tras reunirse con Obama, Trump escribió: “Acabamos de tener una muy abierta y exitosa elección presidencial. Ahora manifestantes profesionales, incitados por los medios, están protestando. ¡Muy injusto!”

Curiosamente, no dijo nada de los sucesos denunciados en varias ciudades donde hombres blancos amenazaban a negros y latinos con la esclavitud o expulsarlos. Trump cuestionó a sus opositores, pero dejó hacer a esas fuerzas de choque tanto como en el pasado. Recién un día después retrocedería y, celebraría que “pequeños grupos” de manifestantes expresasen su disenso.

Muchos en la prensa liberal —yo incluido— chillamos con aquel tweet. Que ya es presidente y nunca fue un niño indefenso. Que no es serio. Man up. Y está bien, es lo correcto: ese tipo de comportamiento no debe ser tolerado. En verdad, es un acto de hipocresía de un hombre caprichoso e inmaduro de 70 años quejarse de quienes protestan su presidencia cuando él mismo, en 2012, a poco de la reelección de Barack Obama, hizo saber su intolerancia sin reservas. “No podemos dejar que esto pase. Debiéramos marchar a Washington y detener esta farsa. ¡Nuestra nación está totalmente dividida”, tuiteó primero y, apenas cuatro minutos después, “¡Vamos a pelear como el diablo y a parar esta gran repugnante injusticia! El mundo se nos está riendo”.

Del mismo modo, es incorrecto que Trump no cuestione, repruebe y censure de inmediato a las bestias que, sueltas de correa, salen a perseguir y denigrar a otras personas. Un presidente debe estar a la altura de su cargo como estadista, no provocar mayores divisiones. “Déjeme decírselo de otra manera, Sr. Trump: usted tiene la obligación de reparar las heridas que usted mismo provocó”, escribí en “Señor Trump, olvídese del muro”. “La primera magistratura no da derechos especiales sino obligaciones inexcusables. Un presidente debe convocar a los equilibrios pues su responsabilidad es el conjunto de la sociedad, no solo sus votantes. El presidente Obama corrió grandes riesgos por restaurar un diálogo que su partido procuró desmoronar. ¿Insistirá usted en esa lógica, profundizando la polarización y la brecha? ¿Hundirá usted la democracia estadounidense en un mayor retroceso?”

Pero es posible que debamos pensar que otra vez equivoquemos el acento del mensaje. Sucede que mientras a poco de ganar la elección Trump, grupos de personas que firmaban con su nombre amenazaban a decenas de personas en varias ciudades del país. En el sur, activistas del KKK tomaron un puente vestidos con sus conos blancos, portando carteles racistas. Y mientras a Trump le tomó dos horas en criticar a los protestantes en su contra y un día en pedir disculpas, le insumió.

Insisto: puede que estemos equivocando, como en la elección, el acento del mensaje. Trump no se queja —sólo— por caprichoso, temperamental y descontrolado. Su tuit tiene muy precisos destinatarios directos —sus votantes— e indirectos —el resto, nosotros. Cuando Trump dice que los medios alientan las protestas, está informando a sus seguidores que la campaña sucia que dijo que la prensa había montado en su contra durante la campaña sigue —y seguiría— durante su presidencia. Que esos protestantes son, junto con los medios, liberales dispuestos a entorpecer su gestión. Cuando comentaristas como Charles M. Blow piden que lo consideren parte de la resistencia porque él respeta la institución presidencial pero no a su ocupante, no costará nada a sus seguidores suponer una avanzada de desobediencia civil liberal peligrosa para la salud de su presidente. Cuando Rudy Giuliani, el posible procurador general de Trump, dice que esos protestantes de New York y otras cinco metrópolis son “niños malcriados”, que son “profesionales” y que “exageran sus miedos”, está dando a entender también el tono de un gobierno futuro: no se atenderá el cuestionamiento de gente que no sabe aguantarse el mundo, de liberales demasiado soft para entender la vida real. No hay razón atendible para una protesta, nos sugiere Giuliani, cuando quienes la encabezan son “malcriados”, gente sin justificación más que el antojo y la manía.  Un hombre de campo y un operario industrial de Flint sin trabajo a los cincuenta años saben lo que es rasparse con la vida jodida. ¿De qué se quejan estos acomodados de la ciudad?

Durante la campaña, Trump mostró nostalgia por los viejos tiempos en que si un opositor se metía en una linda reunión de buenos muchachos podía salir de allí en camilla o trompeado. Luego hizo la vista gorda cuando en sus actos o fuera de ellos, supremacistas blancos y nativistas insultaban y discriminaban a negros y latinos. Jamás se opuso a que su propia gente, a viva voz, amedrentase a la prensa en los mismos mítines —por el contrario, la estigmatizó asfaltando el camino para esas reacciones.

El mensaje para los seguidores, entonces, es: prepárense. Trump, nuestro hombre, ganó: ¿ahora estos liberales perfumados no reconocerán su mandato? ¿Acaso nuestra elección es de segunda categoría para que cuestionen a nuestro presidente electo ya antes de asumir? The President will be under siege. Si las palabras dicen, cuando Trump pidió que quienes amedrentan a las minorías se detengan, se mostró “triste” por los hechos, que redujo a “una o dos instancias”, pero en ningún momento calificó a los agresores como personas violentas y descolocadas. Sí, en cambio, dijo que las protestas en su contra habían sido construidas gradual y sistemáticamente —“I think it’s built up”— por los medios.

Dos modos de ver, dos motivaciones distintas, dos posibles reacciones institucionales: apañamiento para los agresores sin correa del riñón propio, acusaciones de maquinación y conspiración para los opositores. Como creó enemigos exteriores —migrantes indocumentados, China, México— con el cual amalgamar los miedos a los otros y a un mundo complejo, Trump está creando ahora un enemigo interior —los liberales, la juventud reactiva, los medios— que justifique un Estado de dientes apretados.

 trump_putin_der_9

[ 14 ]

La Rusia de Churchill —y un poema de Leonard Cohen

 

En octubre de 1939, poco menos de dos años antes de que la Alemania nazi invadiera Rusia en el verano de 1941, Winston Churchill, entonces primer ministro del Reino Unido, tomó la palabra en una misión de la BBC y lanzó una frase que quedó registrada como un trademark de la incógnita. “No puedo predecir las acciones de Rusia”, dijo. “Es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.

Churchill se refería a la incapacidad de determinar el interés nacional ruso en relación a los Nazis, interés que para él era clave a la hora de detener a Hitler en su avanzada por Europa. Como Churchill nunca pudo entender qué quería hacer Stalin, desde ese momento Rusia se volvió un estado canallesco.

Es curioso cómo la Historia persiste en su remanido recurso de la tragedia y la farsa. El apego de Trump por la opacidad, el juego sibilino y la indefinición respecto de actores y acciones cuestionables —de Vladimir Putin al KKK, de sus declaraciones impositivas a sus negocios con Rusia—, actualiza la frase de Churchill. Trump, y no es una metáfora, es a su modo el remedo americano de esa Rusia canalla. 

Trump juega con la dualidad, al gato y al ratón, a las escondidas; dice medias verdades, oculta el juego, trampea, miente con escuela goebbelsiana. Ha dicho que uno jamás debe anticipar sus planes, toda una definición de filosofía. Gusta del secreto y la conspiración en las sombras. Jamás dio un solo detalle de cómo actuaría la magia de sus ideas de gobierno. Incluso una vez electo presidente, Trump es una máquina de promesas vagas —pues no hay plan— envueltas en mentiras y fabricaciones.

Más de una vez he pensado que Trump emplea las palabras para ocultar sus intenciones verdaderas, no para expresarlas. Que juega un gran teatro bufo y perverso. Que mide el escenario con cada provocación nada más para saber si, llegado el caso, puede transitar hacia ese extremo con poca o ninguna resistencia o le conviene detenerse a medio camino. Trump gusta jugar al póker siendo a la vez el croupier, el jugador y el dueño de las cartas: quiere el control absoluto de la situación.

Un detalle: cada uno de sus asesores principales sobre un tema determinado tiene otro asesor solapándolo; hay dos y hasta tres sopladores de ideas en un mismo tema. Y luego está el círculo áulico, la familia —su núcleo de confianza. El comportamiento de Trump —él por encima de todos— sugiere a los zares y a los emperadores, a los absolutistas que medían el mundo con una escala de valores propia distinta de la dictada por las tradiciones humanistas. Trump dejará que sus asesores actúen y se arrogará sus aciertos como un rey o un autócrata. La línea será siempre vertical: los beneficios subirán al Amado Líder; las sanciones caerán gravitacionalmente sobre la cabeza de quien cometió el error. Trump animará la competencia entre sus hombres en busca el favor de su atención. Intervendrá sólo para corregir, comisionará el pago de culpas, administrará perdones y bendiciones a discreción.

Tres días después de las elecciones, The New York Times contó que, de acuerdo a sus ayudantes, Trump planeaba seguir con los mítines multitudinarios, una nota clave de su campaña, durante el ejercicio de la presidencia. Esas reuniones eran tan efectivas que, decían, sería un error suspenderlas. “Le gusta la gratificación instantánea  y la adulación que proveen las muchedumbres entusiastas”, dice el periódico. Piense y no reprima analogías: Perón, Chávez, Stalin, Hitler, Mussolini, Fidel… El líder autoritario —el Amado Líder, un narcisista de libro— adora el calor de las masas pues necesita de aprobación constante. Trump lanzará a la lapidación de sus asambleas a los ministros de su corte que no cumplan y los humillará —lo hizo con Chris Christie a horas de que le diera su apoyo en la primaria— si con eso fortalece su figura de hombre que actúa por determinación propia al margen de cualquier condicionamiento. En los cultos no hay espacio para controvertir la voluntad del Amado Líder. Se acepta su decisión, se calla, se obedece. La única imagen impecable ha de ser la de su Honrosa Majestad. Todos habrán de trabajar para él.

Escribí en “Trump, el ‘bad hombre’ y el fin de Estados Unidos”:

“Los Estados Unidos de Donald Trump (…) son un rugido, Sauron o un llamado al combate: el fin de una nación conocida. ¿Puede haber paz tras su siembra de uvas de odio? (…) Los Estados Unidos no eran perfectos, pero ahora lo son menos, expuestos a la vergüenza global de que un ignorante jactancioso, más bruto que un vaquero analfabeto, pudiera llegar a centímetros de la presidencia. Trump ya hizo del mundo un lugar peor. Sus imitadores no tardarán en animarse a más.

“En los ocho años que unieron al Tea Party con Donald Trump, el Partido Republicano perdió el presente y enloqueció su futuro. La ignorancia y el desinterés por comprender un mundo más complejo crearon un nuevo actor político en Estados Unidos, incapaz de lidiar con las instituciones, que demanda soluciones determinantes e inmediatas y no tiene respeto por ideas distintas al American Way of Life del dominio blanco del siglo XX. Un niño de tres años tiene más autocontrol que su candidato y dos de cuatro piensan con más calma que sus votantes.

“Ese actor político es la bestia que Trump soltó y que merodeará al gobierno de Clinton. No quiere diálogo: quiere obediencia y acción. Trump ha hundido los cimientos del primer partido de la derecha racista europea en el continente americano, un tercio del electorado que supone a Estados Unidos dominado por los agentes locales de una oscura conspiración global. Ese nativismo recargado de xenofobia y odio racial condenará al Partido Republicano a la búsqueda de una nueva alma como una derecha moderna capaz de ofrecer propuestas económicas inteligentes. ¿Tomará una, dos generaciones?

“No: los Estados Unidos de la democracia liberal no existen más. Están desafiados por una sociedad hipertensa. La promesa del Sueño Americano es una pesadilla negra. La educación pública, regida por la decisión de los estados y no del gobierno federal, está afectada por serios problemas de calidad formativa y presupuestaria. El modelo de salud parece diseñado para matar de estrés financiero a las familias; los bancos, los millonarios y Wall Street tienen una gran vida sin responsabilidades sociales; millones de personas trabajan demasiado duro en pos de una promesa —puedes crecer, esta es la tierra de las oportunidades— que no se cumple”. 


Ahora es el turno del Gran y Amado Líder, Hosanna.

Escribí en “La república bananera de Donald Trump”:

“Aunque puede ser divertido comparar a Trump con un subproducto alucinado del Tercer Mundo, es menos confortable asumir que el hombre es fogoneado por millones de estadounidenses que piensan como él. Trump no surgió de la mente de un humorista sudamericano: aventurero, inmoral, macho, ignorante, racista y xenófobo, es un arquetipo del poder blanco que parecía acorralado —o barrido bajo la alfombra— hasta que encontró en la televisión el dictadorcillo adecuado. Cuando Trump aseguró en el debate que estuvo años sin pagar impuestos, nada lo diferenció moralmente de un robber baron o de un oligarca ruso. Y cuando dice que puede ordenar la persecución de sus opositores políticos, no resulta formalmente distinto de Vladimir Putin o de Nicolás Maduro. En Putin, Trump halla su reflejo de autócrata de país dominante; en Maduro está su símil (…) bananero”.

El líder profético, padre putativo de los regímenes autoritarios, debe ser interpretado, y en esa opacidad reside su fuerza. Hitler alentaba un discurso de odio que luego las SS, sin que él lo pida, ejecutaban en las calles contra judíos, gitanos, homosexuales: los otros. Hitler creaba enemigos y adversarios que pondrían en riesgo la seguridad de la nación y la vida de sus ciudadanos. Esos hombres no eran verdaderos alemanes, eran extranjeros o gentes extrañas, anormales, que no profesaban sus mismas creencias, la fe en el ser, una misma religión nacional. El temor nubló a los alemanes. Los políticos repetían ideas sin acierto. La angustia de verse en una crisis terminal para la que ningún padre de familia tenía solución, sirvió la salida a soluciones prontas y determinantes. Hitler ofrecía esa clase de magia o de fe. A cambio de obediencia y lealtad, él salvaría a la gran Alemania investido de poderes absolutos. ¿Cómo lo haría? No había que preocuparse por detalles: él, el líder, estaba allí para guiarlos a buena distancia del desastre y devolver a Alemania al sitial que le correspondía. We’re gonna win so much that you’ll get tired of winning”decía Trump—. Make America Great Again.

En Selected Poetry, que reúne el trabajo de Leonard Cohen entre 1956 y 1968, uno puede hallar este poema, All There is to Know About Adolph Eichmann:

EYES:……………………………………Medium
HAIR:……………………………………Medium
WEIGHT:………………………………Medium
HEIGHT:………………………………Medium
DISTINGUISHING FEATURES…None
NUMBER OF FINGERS:………..Ten
NUMBER OF TOES………………Ten
INTELLIGENCE…………………….Medium

 

What did you expect?

Talons?

Oversize incisors?

Green saliva?

Madness?

 [ 14 ]

El presidente de Twitter

La mayoría de los medios serios de Estados Unidos y del mundo practicaron un ejercicio de periodismo democrático: sin pausa por más de un mes, denunciaron la indecencia e intolerancia de Donald Trump con la expectativa de minar su candidatura presidencial, un riesgo cierto para la democracia, un problema difícil para las relaciones internacionales y un daño probado para la convivencia en Estados Unidos.

Trump denunció que los medios tenían una oscura agenda en su contra, que mentían y harían cuanto pudieran para acabar con él; mientras, usó a Twitter a la TV para mentir y cimentar esa misma candidatura. Cuando el Partido Republicano le restó soporte, una heterodoxa operación de base —las iglesias evangélicas lo apoyaron monolíticamente— aportó estructura de campo.

El resultado es conocido: Donald Trump es el presidente electo de Estados Unidos; los medios no consiguieron desplazarlo.


Lo pondré en una línea: no crean en el poder omnímodo de los medios. Esa leyenda no existe.

Ninguna de las historias sobre Trump —cada una de sus muestras de indecencia y deshonestidad—fue un montaje. Sin embargo, la verdad perdió en las urnas aun cuando estuvo fogoneada por las mayores organizaciones de prensa del mayor mercado periodístico del planeta.

¿Una razón? Los medios aún se ajustan a teoría: no cambian conductas de plano, por impacto espontáneo, sino que refuerzan las que están en proceso de transformación. Los cambios siguen dependiendo de la interacción humana, no de la mágica suposición de que una caja de TV o un papel de periódico inducirán mis comportamientos. Creemos en nuestros pares, nuestros líderes, gente de confianza. Sus palabras y actos influyen más en las decisiones que The New York Times o Anderson Cooper.

Pero hay fenómenos interesantes, a medio camino entre ambos mundos. Mientras vivíamos en el mundo analógico, nuestros contactos eran mayoritariamente presenciales. Nos veíamos en las escuelas, los clubes, una asociación. La calle. La mayor comunicación virtual era, a diario, el teléfono de casa. Las redes sociales han creado un mercado de intercambios intermedios, donde no es necesario moverse de casa para crear la sensación de que estamos, en verdad, en diálogo. No ver al otro en vivo no parece mayor problema: interactuamos. Esas redes, en apariencia, han resultado más efectivas —me resisto al término “determinantes”— que los viejos medios para moldear percepciones. Antes, un medio emitía y nosotros debíamos buscar a nuestros amigos y colegas para discutir. Ahora, cualquiera emite y la discusión es instantánea en Twitter o Facebook.

El siglo XXI está moldeando un nuevo actor político que los partidos, instituciones del siglo XIX, no leen con facilidad.

Los partidos fueron el canal de expresión de las audiencias políticas porque proveían un punto de reunión a expresiones que precisaban de cierta amalgama masiva. Pero eran —son— imperfectos y sub-óptimos: si gana la mayoría, a las minorías las suelen ahogar antes que incluirlas. El ciudadano común, incluso en las internas y primarias, puede quedarse sin voz.

Para más, a medida que la política se hizo profesional y los asuntos de estado se complejizaron con relaciones internacionales más dinámicas, los partidos se volvieron máquinas de producción de cuadros. Su distancia con la sociedad civil —la gente en la calle— se amplió. Los partidos acabaron como parte de una superestructura lejana, fría. Pareció crecer la idea, acertada en buena medida, de que volvían a tocar la puerta de las casas y a hablar con las familias cuando precisaban sus votos cada cuatro o seis años. Entonces unos señores y unas señoras bien peinados y de dientes arreglados vestidos con ropas que podrían pagar dos salarios de los vecinos se veían cara a cara con votantes que desconocían y para los cuales eran personas igualmente desconocidas pero personalidades perfectamente famosas que veían por la TV.

Los partidos vivieron demasiado tiempo de promesas incumplidas, tirando de su capacidad como únicos instrumentos para canalizar descontentos orgánicos en las democracias. Internet y las redes cambiaron esa dinámica. Las redes facilitan la salida del enojo y la disconformidad tanto como las buenas ideas. Tienen controles muy laxos y de reacción lenta para el vituperio, de modo que cualquiera puede revolear allí buenas y malas ideas, verdades y ficciones, a dios y el diablo.

En las redes, las personas encontraron un medio para decir lo que piensan sin que ninguna autoridad —partidaria, institucional, política: sin que ninguna moral— condicione su comportamiento. Es el reino de los trolls y es el espacio de Trump Nation: allí Donald Trump se coronó en el primer Presidente de Twitter —y Twitter en el primer partido global con candidatos espontáneos y heterodoxos en todo el mundo.


Por supuesto, bien sabemos, la intermediación no reemplaza a los actores directos. Brexit fue una expresión de la mayoría silenciosa al igual que el No en Colombia y la elección de Donald Trump. Los expertos explicaron, los periodistas contaron, las razones se expusieron. Pero millones de personas —mayorías de 51.9%, 50.2% y 47.5%— desoyeron a los medios y reaccionaron más de acuerdo con motivaciones que con clarividencia intelectual. Quien está enojado primero actúa y luego piensa.

En Colombia, Álvaro Uribe alimentó el enojo. En Brexit, Boris Johnson alimentó el enojo. Trump, se sabe, es la denominación oficial del enojo. No importó la verdad para sus votantes: Uribe, Johnson y Trump mintieron descaradamente, fueron sistemáticamente confrontados con los hechos y, como si a nadie importase, arriaron las victorias a sus rediles.

Los expertos en redes saben que, una vez difundido un rumor con la idea de provocar un daño, las reacciones tempranas son claves. Pero aun cuando el problema se atienda pronto, la condición atomizada de las redes reduce los resultados al control de daños pero no restituyen la reputación. Johnson convenció a UK de las maldades de la UE, Uribe del horror del Sí a la paz colombiana y Trump de una crisis terminal inexistente. 

Para cuando la resistencia a sus discursos se extendió —tardía— ya habían ganado los corazones de las personas. El uso de “corazones” no es baladí: sus opositores plantearon ideas, razones, explicaciones, argumentos; ellos conmovieron. La razón obliga a procesar información dotándola de sentido en contextos. Elaborar una explicación toma tiempo. Pero las emociones son primitivas e inmediatas y su expresión tiene más veloz cabida en las redes que el discurso cartesiano, que requiere de una paciencia analógica que la velocidad de internet no posee.


Volvamos a Donald Trump, entonces, el presidente de ese mundo donde los grupos de choque se llaman trolls —o son de verdad y andan por las calles— y el Ministerio de Desinformación reboza de bots.

Esto es una primera reflexión, todavía un brochazo abierto: Twitter funciona para las clases urbanas y los más jóvenes, pero ¿lo hizo igual con los mayores en las ciudades y el campo? Donald Trump fue un catalizador preciso para el enojo de los hombres y mujeres blancas de las ciudades con menos educación. Lo dicho: gente agotada de promesas que no se cumplen y reactiva a los políticos que cada cuatro años bajan de las alturas olímpicas de Washington a pedir sus votos y del establishment que cuida sus privilegios de corte y de Corporate America que se forra con el trabajo de miles de trabajadores aplicados como ellos. ¿Fueron las redes clave ahí? ¿O, como en el campo, lo fueron las iglesias evangélicas, las reuniones comunitarias y de biblia del domingo?

Trump arrasó —arrasó: fue devastador— en las comunidades rurales de Estados Unidos, donde predominan los votantes blancos y más ancianos. Donde, generacionalmente, el hombre manda sobre la mujer. Donde dios pesa más que el Estado y el Estado es un peleador liviano frene a la idea del self made man y el pionerismo. Y donde hay menos pasaportes —es un hecho— para viajar al mundo.

El mundo es más simple —no es una crítica— cuanto menos se conoce de él.

Los medios —porque este es el punto básico, inicial, de estas primeras ideas— no fueron tan determinantes en esta elección. El canal Fox –que durante años ha promovido las ideas radicales que abonaron el terreno para Trump– dejó de apoyarlo demasiado temprano cuando eligió alinearse con los barones republicanos, previsibles, parte de la misma troika institucional. Trump, el outsider, encontró cobijo en las publicaciones de más extrema derecha, al punto que su tercer jefe de campaña fue editor de la vomitiva Breitbart, una máquina de conspiranoia, racismo y xenofobia abiertamente filonazi. Pasado el tiempo, cuando su candidatura fue oficial, el miedo superó a la burla y no hubo medio liberal que no buscase socavar la línea de flotación de Trump desnudando su moral indefendible, su indecencia abierta y su petulancia ignorante e incapaz. Incluso medios republicanos llamaron a votar por Hillary Clinton.

Y sin embargo.


Hay un nuevo comisario en el pueblo.

Los newsrooms, las redacciones de los medios, han perdido el control de la producción social del discurso publicable que tuvieron durante el siglo XX. El nuevo público tiene demandas que condicionan a los medios y tienen oferta de múltiples plataformas donde buscarlas si esos medios no dan respuesta. Las audiencias no son cabritos de matadero.

El gran aprendizaje de la elección para el oficio tal vez radique en que sea preciso volver al inicio de los tiempos: abajo, a la calle, en la comunidad. Los medios tradicionales, sobre todo, son, en demasiadas ocasiones, productos súper-estructurales de intelectuales liberales. Tal vez los medios digitales, si operan como el viejo nuevo periodismo —ensuciándose las patas—, tengan un pulso más claro.

Tal vez el asunto sea hacer lo de siempre: leer las encuestas pero corroborarlas a pie en calle. Si algo no se ve bien, decía el viejo Gardner Botsford, es porque no está bien.

Cúlpelos si desea, pero no es una derrota de los medios, al menos no en sentido estricto. No todos los medios operaron igual. Cárguese a la TV, primero, si desea ser generalista; pero elija con más cuidado, luego, a la prensa gráfica, que corrigió posiciones más velozmente que las cadenas. La mayor responsabilidad de la prensa, más o menos en conjunto, fue no tomar a Trump en serio sino considerarlo apenas un payaso y no un payaso peligroso. Cuando notaron la dimensión de su ascenso protofascista, corrigieron la posición. Cúlpela, en todo caso, de soberbia o falta de foco —y son dos pecados mayores, sí—, pero es más difícil suponerla actuando, con decisión y a conciencia, a favor de Trump.

Guárdese, sí, un espacio para Fox. Fox, el canal de referencia de los conservadores, hace tiempo que dejó de hacer periodismo como método: su negocio es el entretenimiento informativo, y allí Trump halló un primer canal para llevar su imaginario cuasireligioso a cada ciudad y pequeño pueblo rural. Para el momento en que Fox comenzó a tomar distancia de sus bravatas, chistecillos y barbaridades, Trump ya tenía un país de 10 millones de seguidores en Twitter y a las demás cadenas reproduciendo su inagotable retahíla de provocaciones al establishment: carne para quien quisiera saborear.

Pero incluso en ese caso, Fox no es magia negra: si el discurso y comportamiento de Trump tuvieron acogida en casi la mitad de los votantes fue porque esa mitad de votantes acuerda, parcial o totalmente, con alguna de sus ideas o propuestas. Los medios no crearon esas audiencias, nada más dieron a esas audiencias un arquetipo de personalidad que las satisfacía en varios niveles: self made man, deseo de reconocimiento, deseos de joderse al fisco —y salir librados—, tener mujeres bonitas, ser racistas abiertamente, o ser la mujer de un fanfarrón que se dice ganador y puede ser el ignorante más grande en dirigir la Casa Blanca pero, diablos, sí que sabe hacer dinero sin que le toquen el trasero. 

No, no es el medio: es, siempre, el mensaje.

Ésta es, en el fondo, una derrota de quienes creen que los medios son omnímodos manipuladores capaz de tratar a las personas como cajas negras a ser llenadas con contenidos tendenciosos, arteros. Si fuera así, si los medios fueran el monstruo omnipotente, hubiera ganado Hillary Clinton y Trump sería basura bajo una alfombra nueva.

No. Los medios periodísticos (liberales o conservadores) podrán suponer que informan a todos, pero su información no es procesada por todos del mismo modo. El uso determinará su significado. Un texto de The New York Times sobre la crueldad sociópata de Trump confirmará todas las creencias a los progresistas pero será una patraña, una pieza más de una sucia campaña, para quienes descreen de la prensa liberal de las grandes capitales.

No. Hay un mundo distinto allá afuera. Las redes estimulan intercambios virtuales que simulan los diálogos de la vida real y, porque son ubicas, dinámicas y espontáneas, facilitan una brutal circulación intelectual —admirable o deleznable—en las pantallas primero y, luego, en los cafés de las ciudades, en los pueblos del campo y en los barrios de los ricos y en las favelas y trailers de los cagados de todo.

La disponibilidad de noticias e información libres y en todas partes, lo que se llama ambient news, suele resolver las necesidades de la gran mayoría de la gente. Twitter es la mesa de café y Facebook el club donde luego discutirán sus impresiones sobre ellas con amigos, conocidos, seguidores. Sus enojos y frustraciones, su fed up, las ganas de dar una lección a representantes que no representan, líderes de paja, vendedores de humo.

El enojo siempre halla canal, por mutación o desafuero. Brexit. No en Colombia. Trump. La suma ha de seguir.

Los medios no saben —no sabemos— muy bien cómo manejarnos con las nuevas opiniones públicas. En el pasado, esa opinión pública pasaba por nuestras páginas: la opinión pública era la publicada, la que realmente existía. La mayoría silenciosa —esa entelequia que a veces se vuelve corpórea— ha demostrado que una masiva, desoída, encambronada opinión pública encontró sus propios modos de volverse publicada y articula sus propios voceros más allá de las legitimaciones de la civilización intelectual o política. Parece que nosotros no sabemos verla bien, pero hay vida más allá de nosotros.

Y no son marcianos.

[ 15 ]

Fuerzas de choque

“La gente siempre tiene algún campeón que pone encima suyo y alimenta hacia la grandeza (…) Ésta y ninguna otra es la raíz de la cual surge un tirano”.

—Platón, La República, VIII

Pánico.

Como si, de repente, estuvieras en tu casa y las puertas del edificio se abrieran en un solo movimiento y por ellas entrasen marchando tipos con botas altas y uniformes oscuros, la mirada fiera y los ojos acerados. Un ejército de ocupación en tu domicilio, quitando y sacando gente de sus comedores, alineándola en los pasillos, ladrando órdenes y señalando la nueva marcha. Que ya no se podrá hacer esto, que ya no se podrá tener lo otro.

El temor es paralizante y el temor absoluto, distópico. De modo que ante esos horizontes tendemos a buscar la normalización —un treat de la razón— de los personajes disruptivos. La necesidad de supervivencia nos empuja a pasteurizar el peligro. Como somos parte de cierto tipo de sociedad, vemos con preocupación que voces antisistema hablen de la destrucción del estatus quo, pero de inmediato procuramos convencernos de que eso no sucederá, porque nadie en su sano juicio, nos diremos, quiere acabar con las cosas buenas. Somos animales, pero animales profundamente especulativos. Ante el miedo, nuestros primos más básicos en la pirámide, huyen o atacan; nosotros, monos superiores, incorporamos a eso acomodar las expectativas. Más de una vez decimos que la tormenta que se avecina no es tan grave así que no es necesario guardar las cosas, acabar la fiesta. “La felicidad”, decía George Orwell, “sólo puede existir en la aceptación”.

Yo siento pánico. Mi decisión de racionalizar, mi expectativa porque Donald Trump no sea lo que supongo que es, es baja. Recaigo en ella una de cada diez veces; el resto del tiempo tengo los músculos tensos. No vienen buenos tiempos. Trump construirá un universo encima de las cenizas intelectuales de nuestro, Bobbio dixit, multiverso. No hay razón para creer que la virtud y la moral empujan a Trump. Alexis de Tocqueville decía que el Experimento Americano basaba su excepcionalismo en la idea de inclusión, no en la tiranía de las mayorías. Trump impondrá su ley, no los consensos. Es, al decir de David Ignatius, el Maquiavelo americano: “Para Maquiavelo, el liderazgo tenía que ver con el ejercicio decisivo del poder, no con la moralidad. La tarea del príncipe era crear un estado fuerte, no necesariamente uno ‘bueno’”. 

El ejército de asalto de Trump quemará los libros; lo que conocimos debe dejar de existir. El relato de Obama —cuya reelección Trump calificó de “tragedia”— ha de ser borrado de la Historia —y eso es un imposible, por supuesto, pero ese enemigo común a repeler amalgamará voluntades por un tiempo. Su retórica electoral no dejó dudas: si vio un desastre en la administración Obama, si por treinta años los políticos no fueron capaces de resolver los problemas, la Revolución Trump —como la denominan sus seguidores, sobre todo los nacionalistas y supremacistas blancos— debe barrer con todo.

El problema inherente a las pretendidas reinvenciones de las naciones es que suelen fracasar y dejan a esas mismas naciones que procuraban relanzar uno o dos escalones por debajo del punto de partida en que las tomaron los mesiánicos. En términos económicos, no hay una sola voz —ni una— que proyecte demasiadas expectativas de éxito a las ideas de Trump. Sus votantes acabarán frustrados otra vez —o peor— como con otros políticos pues sufrirán de manera directa las consecuencias de las acciones de su gobierno. La política en materia de comercio exterior provocaría una contracción en el empleo privado de casi 5% en dos años. El plan tributario de Trump ampliará el déficit —nada extraño cuando se trata del GOP, que en la oposición se exhibe como soldado espartano del presupuesto equilibrado pero en el gobierno es un emperador romano del gasto— y alguien ha de pagar las exenciones a los más ricos, vía consumo o mayor carga personal. Trump tiene mucho por ganar si lanza un plan de infraestructura billonario de inmediato, pero aún cuando el público festeje las obras que movilizarían el mercado interno, queda una gran pregunta republicana: ¿habrán controles suficientes para evitar que los megaproyectos no desaten una fiesta de corrupción que avergonzaría hasta los autócratas del subdesarrollo?

Fuera del dinero, que suele dar alas a los tiranos cuando las cosas van bien, hay un problema aún mayor: la convivencia misma. Los primeros micro atentados —insultos, ataques personales— preanuncian una resistencia mayor a las personas diferentes. Y diferentes han demostrado ser los objetos de esos atentados: latinos, una chica musulmana, varios muchachos negros. En Arizona, varios niños en las escuelas han preguntado a sus maestras si podrán volver a clases. Un muchacho afroamericano preguntó a mi hijo si volveremos a México —él cree que somos mexicanos—, una posibilidad que le angustia, dice, porque Matteo es su amigo. Un hombre blanco mayor insultó a una periodista brasileña que trabaja para The New York Times en el suroeste del país porque hablaba en español por su móvil. Un jardinero me dijo algo parecido. Y el joven que trabaja con él. Un vecino de origen mexicano, profesor universitario, meneó la cabeza cuando le pregunté por lo que se viene. Lo ven raro, dice. Lo miran raro. O tal vez él ya está paranoico, dice, porque tras veinte años viviendo en el país es la primera vez que siente con tanta intensidad que él es extraño.

Paranoia y miedo erosionan el pegamento de las relaciones sociales, la confianza en El Otro. Quien se siente atacado deja de tener una vida normal, pasa a existir en el sobresalto y la expectativa profética de lo peor. Y lo peor ya ha estado sucediendo y ante nuestros ojos: seguidores de Trump han golpeado a personas, comenzando por un migrante ecuatoriano que dormía en las calles de Boston a mediados de 2015, siguiendo por un hombre negro en un mitin en North Carolina en marzo de 2016. Trump condenó a regañadientes los ataques de Boston, nunca dijo nada sobre el asalto al hombre negro —unos minutos antes se jactaba del malevaje de antaño— y demoró en censurar los ataques y manifestaciones racistas y anti inmigrantes más recientes, cuando ya era presidente electo.

Uno de esos ataques del pasado —el golpe a un protestante negro— fue protagonizado por un anciano (que acabó procesado), pero una buena proporción de la violencia pasada y actual tiene como promotores a jóvenes y adolescentes. Uno podría acostumbrarse a los ancianos detrás de Trump, al cabo, eso pone un límite natural a los apoyos, condicionados por la expectativa de vida. Pero las ideas no mueren, por supuesto, y los planteos trumpianos —ese mazacote de dislates horribles— serían un problema cada vez mayor si detrás de ellos se aglutinan generaciones más nuevas, entre los veinte y los cuarenta años. Quien tiene a los niños, tiene el futuro de la Historia a mano: argamasa para moldear. Hoy, una Juventud Trumpiana, dada la retórica del jefe, no sería ninguna buena noticia para la salud democrática de Estados Unidos.

Los avances sociales pueden ser borrados del mapa por la nueva derecha de Trump. El legado de Obama puede desaparecer como si no hubiese existido. Trump no es un político normal sino un hombre acostumbrado a tomar las decisiones sin supervisión ni balances, a no rendir cuentas a nadie ni a explicar por qué las toma. Su show de TV era sintomático: Trump se deshacía de la gente sin explicar demasiado. Si un presidente se mide por la vastedad de su intelecto también es reconocible por la gente que elige para acompañarlo; en el gabinete de Trump encajaría sin roces el Senador Palpatine. Uno de sus asesores principales de la transición en temas migratorios, Kim Kobach, es el responsable de la restrictiva ley migratoria de Kansas, un halcón intransigente —tal vez una denominación usual e inexacta pero definitivamente práctica, pues el halcón es un ave rapaz que mata con precisión. Los responsables fiscales son contadores resecos: tanto entra, tanto sale. El neonazi Steve Bannon, un antisemita confeso, será el jefe de estrategia de Trump y pocos dudan del regreso del tosco y autoritario Corey Lewandowski, uno de sus ex jefes de campaña. La discusión al interior del gabinete en las sombras de Trump es tan violenta que Eliot Cohen, subsecretario en el Departamento de Estado de Condoleezza Rice, llamó a otros conservadores a “quedarse lejos”. “Esto va a ser feo”, tuiteó. 

Vienen tiempos difíciles. Me temo que el proceso de un mundo con reglas de acero será real, con mayor o menor profundidad. La clase política y los intelectuales a menudo han subestimado las tendencias autoritarias como si tuvieran un sacerdote interior clamando por dar una oportunidad a la redención de los malos. La periodista y activista rusa Masha Gessen, una opositora firme de Vladimir Putin, llamó en The New York Review of Books a tomar a Trump, un autócrata, a face value: “Creánle. Quiere decir exactamente lo que quiere decir. Cuando se encuentren pensando, o escuchen a otros reclamar, que está exagerando, esa es nuestra tendencia innata a buscar la racionalización”. “Las instituciones”, escribió, “no los salvarán. (…) Muchas de esas instituciones están enclaustradas en la cultura política más que en la ley y todas —incluidas las que están consagradas a la ley— dependen de la buena fe de todos los actores para cumplir con su propósito y defender la Constitución”.

Hay demasiado en juego. Tomó décadas a las organizaciones civiles conseguir que los argumentos en favor de las minorías sean comprendidos y me temo que esa es una compresión aún frágil, no una batalla definitivamente ganada. No estoy seguro de que el conjunto de la sociedad americana haya asumido que héteros y gays somos iguales. Me temo que los derechos de las personas musulmanas penden de un hilo y que los latinos no la pasarán nada bien, sospechados de ocupar un lugar que no merecen. No tardará en fluir, oficializada, la denominación de migrante ilegal en reemplazo de indocumentado, un término que ni siquiera había conseguido ganar la mente y el corazón de las mayorías. Ni los negros, que tienen sus batallas dadas y han llevado al presidente más progresista del último medio siglo a La Casa Blanca, pueden considerarse tranquilos. El aire ya se supone más pesado.

Trump es sangre fresca para el sistema sanguíneo de los peores ejemplos de la humanidad. La derecha extremista, los nacionalismos fanáticos y el racismo tienen candidatos renovados en Europa. Francia, Austria, Alemania e Italia soportan la presión creciente de una derecha cavernícola. Una nueva Edad Media política podría ser inaugurada con un simple mandato —no ya una reelección— de Trump. Una Corte Suprema de Justicia conservadora es todo lo que se necesita para oficializar el pensamiento retrógrado. Las cámaras oficialistas, apenas distinguidas hoy de Trump por minucias ideológicas, pueden legitimar el desguace de programas críticos para la salud de la sociedad. Mayor militarización de la policía, caza de brujas de inmigrantes, segregación ideológica y religiosa: The Dark Ages pueden estar a la vuelta del año.

Winter is coming.