Casi sobre el comienzo de Guerra Mundial Z, Brad Pitt y su familia esperan, refugiados en un pequeño departamento, a que llegue el amanecer y el helicóptero que irá a rescatarlos. Es lo que pactó con sus antiguos jefes de la ONU, que lo necesitan para que salve a la humanidad de los zombies. En ese pequeño departamento, una familia de latinos alojó al héroe, su mujer y sus hijas, y les dio de comer. Así, pasada la noche, y acaso como compensación, antes de ir a la terraza por la que pasará el helicóptero, Brad Pitt intenta convencer al padre de esa familia latina de que los sigan. Le dice que él aprendió en sus peligrosas misiones en la ONU que sobreviven los que están en movimiento. No habla castellano, pero el hijo del pater familias latino hace de traductor. Sin embargo, en un momento es el propio Brad Pitt el que habla en castellano: “Movimiento es vida”, dice, y el hombre, a pesar de que sabe que los zombies podrían llegar a su refugio, rechaza el ofrecimiento: el miedo a salir es más fuerte. Mala elección: lo atacan mientras Brad Pitt y los suyos (a quienes se suma el hijo del hombre, el traductor, quien sí decide seguir al héroe) se salvan.
Lo que dice Brad Pitt sobre el movimiento es acertado para un mundo como el de Guerra Mundial Z, donde los zombies son tan veloces: no solo hay que moverse, hay que ser muy rápido. Sin embargo, toda esta velocidad física y mental, como si el blanco solo viviera del negro y viceversa, debe ser equilibrada con el don opuesto: el de saber detenerse a tiempo, saber mirar, estar en calma para ver los elementos claves que den la pista de cómo ganar una guerra tan desigual, tan poco clara y tan sin solución. Es lo que hace Brad Pitt: dos o tres veces, a lo largo de la película, detiene su mirada en las situaciones que le terminan por dar la clave que empezará a resolverlo todo.
¿A qué viene todo esto? A que Lola Arias, que es nuestra Brad Pitt, en su proyecto Campo minado-Teatro de Guerra hace exactamente lo mismo. Velocidad, contemplación y supervivencia en modo Guerra Mundial Z.
Ya en Mi vida después y El año en que nací, dos de sus obras anteriores, Lola Arias había mostrado todo lo que se podía hacer con el tópico de la supervivencia. El truco de poner en escena a diferentes sobrevivientes de los años 70 y jugar con las intensidades y texturas era una forma de abarcar ese problema, que incluye al de la herencia y al del futuro. Todo pensado desde la pura acción y desde el puro presente del hecho teatral, con un manto nuevo y artísticamente muy prometedor: el de pensar también en cómo sobrevive el arte. Sobrevive moviéndose al lugar de lo que nadie espera. Siendo más vida que arte. La propia obra parecía ser la vida de todos esos sujetos que en cada ocasión se daban cita. Incluso parecía ser la vida del tortugo longevo con dotes adivinatorios que no solo había sobrevivido a los 70 sino también a un accidente casi fatal que se dio durante los ensayos de la obra Mi vida después.
Ahora: ¿combate Lola Arias contra los zombies?, ¿participa de una guerra mundial? Todo puede ser. Depende de a quiénes llamemos zombies y a qué cosa llamemos guerra mundial. En todo caso, la premisa de Brad Pitt “Movimiento es vida” es una premisa para sobrevivientes que Lola Arias parece tomar al pie de la letra a lo largo de todo el recorrido de su nuevo experimento artístico, donde trabaja con veteranos argentinos e ingleses de la guerra de Malvinas.
Ella, que en principio no combate contra los zombies veloces de Guerra mundial Z, en la guerra del arte del Siglo XXI se mueve bastante rápido: reúne materiales, gente, ideas, recursos y hace una videoinstalación; luego rearticula todo eso y hace una obra de teatro; luego rearticula, y una película. Es cierto que le lleva tiempo, no todo es tan rápido como parece. Pero de golpe hay una ilusión de simultaneidad, una imagen de tornado que se manifiesta muy bien, por ejemplo, en momentos como este: el (re)estreno conjunto de Campo minado y Teatro de Guerra en una misma ciudad.
Porque además del movimiento de las formas artísticas, que se arman y desarman, se llenan de un sentido, después de otro y de otro más, y encuentran en la deformación un método para volverse blandas y duras casi al mismo tiempo, hay en la obra de Lola Arias un movimiento geográfico permanente, una gira continua. Un mes en una ciudad, otro mes en otra y en otra, y así. Son estrenos que no duran mucho, pequeños ataques comando que promueven la guerra de guerrillas del arte contemporáneo, una especie de batalla permanente donde las obras no dejan de estar en movimiento y en lucha por la supervivencia.
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Esto de “Movimiento es vida” es tomado incluso al pie de la letra si pensamos en cambios de lengua. Brad Pitt le dice “Movimiento es vida” a un latino que no entiende inglés. Pero ni aún así, dicho en castellano por el héroe, sus palabras hacen entrar en razones a su interlocutor. El miedo lo acorrala. El que sí entiende, en cambio, porque además de la frase entiende el esfuerzo por comunicar que está llevando adelante el héroe, el que entiende algo más que el sentido literal, el que entiende la necesidad de cambio y la dificultad de ese cambio, es el que habla las dos lenguas, el hijo de ese hombre que se convertirá en zombie, el traductor. Porque en esa película también es el traductor uno de los que se salva. Y Lola Arias, de algún modo, también apuesta a esa vía de la salvación mediante la traducción. No solo hay que ser rápido y estar atento: hay que hacer el intento de entender al otro, cambiar de una lengua a otra, mostrarse flexible en la exploración de todos los caminos posibles de comunicación. No solo entender lenguas diferentes. También los lenguajes distintos. El mundo es grande, las ciudades y las lenguas son demasiadas y hay que hacer el esfuerzo de entender al otro porque el otro, en definitiva, puede ser nuestro héroe inesperado.
El experimento de Lola Arias, así, no solo vive en inglés y en castellano: también registra el modo en que ese entendimiento (lingüístico, cultural) se va haciendo entre los que participan. De hecho, los cruces entre esas dos lenguas, a las que se suma la impresionante línea de fuga que implica la presencia, en el dialecto de uno de los veteranos ingleses (Sukrim Rai, un Gurka que cada vez que habla parece romper toda ilusión de entendimiento), de una lengua aún mucho más extraña que esas dos grandes lenguas mundiales, son uno de los puntos fuertes del díptico Campo minado-Teatro de guerra.
Un ejemplo: la escena central alrededor de la que se organiza todo Teatro de guerra (también presente en Campo minado, pero sin tanto subrayado) es una donde un soldado argentino que acaba de ser baleado por Lou Armour y sus hombres muere en brazos de Armour y le habla en inglés.
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Lola Arias rescata sobrevivientes y hace que esa supervivencia tenga un nuevo sentido. El sentido de sobrevivir a la experiencia dura de la guerra formando parte de la experiencia blanda del arte. ¿Última etapa en la misión de sobrevivir? Puede ser. Uno podría pensar: lo que hace Lola Arias no es ficción, trabaja con sujetos reales que cuentan cosas reales. Pero ¿es realmente así? ¿No hay figuras que estas mismas personas reales, luego de trabajar y trabajar en las distintas obras, van tallando? ¿No son las experiencias duras de la guerra, luego de todo el proceso, las experiencias duras de personajes creados para la ocasión? ¿No ven hoy esos veteranos sus pasados como si fueran los pasados de otros? ¿No se ven ellos mismos como productos de un show reconciliatorio?
Puede ser. Es algo que flota en Campo minado y que convierte a la obra en algo incómodo. El solo experimento de juntar en un proyecto como este a veteranos que en otro tiempo fueron enemigos, y el de unir mundos que a priori parecen también enemistados, parece incómodo en sí mismo. Pero una vez que los veteranos salen a escena, y que el espectador ya sabe que todo ese aspecto del recorrido de la incomodidad ya fue hecho por ellos, ¿qué más se puede hacer? ¿Qué hacen ahí esos hombres que estuvieron en carne viva en una guerra y ahora están cubiertos por los atuendos de la catarsis y el gran espectáculo teatral? ¿Quiénes son? ¿Quién los puso ahí? ¿Para qué? ¿Qué tensión hay entre ellos? ¿Por qué reunir a antiguos enemigos arriba de un escenario si desde el momento en el que el espectador empieza a calentar su butaca ya sabe que si llegaron todos hasta ahí es porque no hay conflicto para narrar, sino casi puro abrazo catárquico?
Es como si Campo minado también pusiera en crisis la posibilidad de su propia existencia como obra. Es como si su gran producción (porque se trata de una obra de gran producción, de grandes dispositivos de puesta en escena para contar pequeñas historias dentro de una guerra que, entre todas las guerras, fue una de las más pequeñas) dijera: estamos haciendo teatro del grande, estamos dando ese gran abrazo reconciliatorio, miren qué grande que puede ser, y nada más. Y entonces queda un poco de olor a trampa. ¿Dónde se fue la vida? ¿Qué sobrevivió del experimento? ¿Puede ser realmente así ese abrazo? ¿Pueden entenderse tanto esos dos mundos? ¿No es un poco una farsa de comprensión, también, todo esto?
Bueno, quizá justamente ahí radica la gracia. En lo farsesco. Ahí está el show. Ahí está la inmensa puesta en escena. Y semejante despliegue es, en el fondo, la condición de posibilidad para que la obra pueda moverse y andar por el mundo gritando, para no morir, lo incomprensible que es todo en un mundo donde lo único comprensible parece ser, como en las películas de Brad Pitt, el lenguaje de la espectacularidad.
Pero si en Campo minado esa incomodidad no aparece acentuada, y todo el gran show hace pensar, más que nada, en que esa es una condición de posibilidad, es porque para eso existe Teatro de guerra. Cambiar de lenguaje, pasar del teatro al cine, de la abundancia de recursos de Campo minado a la escasez de recursos de Teatro de Guerra, parece abrirle la puerta al dilema, dejarlo ver en su temporalidad. Como si Lola Arias, atenta a que la foto de ese gran abrazo no dejaba ver bien las grietas y homogeneizaba el sentido alrededor de una guerra que de un lado y otro del océano sigue siendo un problema, hubiera necesitado rajar la superficie de la imagen y narrar el camino recorrido.
Así, en Teatro de Guerra el espectáculo se borra. Lo que en Campo minado parece un show dominado por la catarsis y el impulso reconciliatorio de dos mundos que todavía sangran y de golpe se encuentran en carne viva sobre el escenario con los atuendos de la espectacularidad, en Teatro de guerra es algo que se vuelve mucho más íntimo y singular. Y, lo que es más importante: además de contar ese recorrido de comprensión (y falta de comprensión, inevitable) que se fue produciendo entre los diferentes veteranos, conduce al núcleo del trauma. No solo porque repite una y otra vez la escena recurrente de Lou Armour, la del soldado argentino muriendo en sus brazos y hablando en inglés, sino porque, sobre el final, son los mismos veteranos los que, luego de entrenar a sus dobles, se sientan a verse a sí mismos como si el tiempo nunca hubiera pasado, como si todavía estuvieran allá en las islas y como si ellos siguieran preguntándose, ya sin show, incluso sin palabras, en absoluto silencio, qué son, qué representan y dónde están.
Teatro de guerra le devuelve la vida a Campo minado. Le permite sobrevivir, lo vuelve real. Ubica a Lola Arias, otra vez, en el lugar de quien pone en escena un nuevo capítulo de la supervivencia humana. En este caso, de la supervivencia de su propia obra por fuera de la lógica del espectáculo, pegándola otra vez, y acaso más radicalmente, a los sujetos, a las voces, a los cuerpos. Todos vivos, todavía.