La gestión de la pandemia


Lo último que el peronismo puede ser

El gobierno de Alberto Fernández promete poco y apenas habla del puerto a llegar. Hasta que no tenga su propio corazón político de respuestas a las demandas populares, seguirá vulnerable a que lo acusen de no saber representar a sus votantes. Algo de eso pasó en esos días. “Inadvertidamente o no, Horacio Verbitsky describió un clima palaciego de divorcio con la realidad de la gente que lleva casi un año esperando respuestas. Y eso duele porque es, precisamente, lo último que el peronismo debe hacer”, dice Julio Burdman.

"Me sorprende su sorpresa", dice un dicho popular. ¿Acaso alguien creyó que un bien escaso, codiciado y de provisión incierta como la vacuna anti COVID-19 iba a estar exento de las avivadas de los privilegiados? No estamos tampoco ante un caso exclusivo de viveza criolla, ya que escándalos similares se van descubriendo en otros países. Y entre países, también. Después de todo, querer salvarse primero es algo muy humano. Lo reflejan el cine y la literatura universal. Podemos trazar un paralelismo con Titanic, gran película de Hollywood que cuenta las historias de honor y miseria de personas en un barco que se hunde sin los botes suficientes para salvar a todos. 

Y sin embargo, este hecho aparentemente menor le costó la cabeza a un ministro importante en medio de una tormenta. El presidente reaccionó rápido. Pero conviene entender su dimensión simbólica para evitar que otros episodios similares  terminen empañando a la gestión en su conjunto.

La era de la escasez

 

El análisis político y las ciencias sociales no deberían perder tiempo con las muy humanas tendencias al favoritismo, el clientelismo y el particularismo, que son la regla, y dedicarse a entender el milagro de los mecanismos equitativos que garantizan el servicio universal, que son la excepción. Hoy, el milagro de que todos accedamos pronto a la vacunación requiere al menos tres cosas: 1) insumos de sobra, 2) un plan óptimo y transparente, y 3) compromiso de la dirigencia para que todos nos vacunemos. Las dos primeras condiciones ya sabemos que no están. Y las revelaciones de Horacio Verbitsky pusieron, lamentablemente, en duda la tercera.

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1. Sobre la escasez de vacunas, se trata de un fenómeno que nos excede. La vacuna es un producto de desarrollo reciente y eficacia apenas probada, que todos quieren y que la Argentina no controla. El mundo entero se convirtió en un "vacunatorio VIP": los países con más recursos económicos e influencia política compraron por adelantado grandes lotes de las vacunas principales, dejando al resto en un segundo plano. A pesar de la creación del Fondo de Acceso Global para Vacunas -el COVAX-, impulsado por la Organización Mundial de la Salud para ayudar a los países más pobres -grupo que la Argentina tampoco integra-, la distribución viene muy desigual y los científicos advierten que la humanidad, incapaz de organizar una vacunación universal, va camino a un gran fracaso moral. Las tres mil vacunas de Ginés son un reflejo local de un sálvese-quien-pueda mucho mayor.

2. Sobre el plan óptimo, que tampoco tenemos, cabe preguntarse si algo así sería posible en las actuales condiciones de escasez. Cuando hay poco de algo, tarde o temprano surge el sentimiento de injusticia.

Irónicamente, la repudiable probabilidad de un "vacunatorio VIP" para poderosos tiene un costado positivo, y es que pone algo de orden en la sociedad angustiada por el caos de la pandemia eterna. Ahora todos queremos la vacuna, y desarrollamos sentimientos de envidia y bronca por quienes la obtienen sin sacar turno ni hacer la fila. La vacuna Sputnik V, que hasta hace pocas semanas era despreciada por importantes sectores políticos y sociales, pasó a ser un bien de lujo. Y uno que se vuelve cada vez más exclusivo y demandado. Primero un paper publicado en la revista The Lancet la avaló como una de las mejores vacunas disponibles, y poco después descubrimos que políticos y empresarios mueren por inyectársela. Eso aumenta la probabilidad de que todo el mundo la quiera y, por ende, adquiere mayor valor. En economía, a este fenómeno se lo denomina bien de Veblen: el lujo cumple una función social. En este caso, además de lograr ponernos a todos en fila detrás de la vacuna, y anular a los escépticos de ayer nomás, el “vacunatorio VIP” tiene también la virtud de unirnos en la indignación contra un blanco fácil y burdo, y evitarnos peleas entre los que sí hacemos la fila. Si nadie se colase, las controversias surgirían igual: ¿por qué, digamos, médicos, policías o docentes serían más esenciales que los deliverys que pedalean todo el día, o los cajeros de los supermercados? Nadie nunca va a quedar conforme en un barco con pocos botes.

 

3. Sobre la tercera condición, la del compromiso de quienes gestionan, es probablemente la que menos influye en la producción de resultados efectivos, pero la de mayor impacto político. A diferencia de las dos anteriores, esta sí afecta directamente a la dirigencia. El gobierno nacional hizo de la gestión de la pandemia un eje ordenador, y espera ser evaluado por ella. Es el primer interesado en garantizar vacunas para todos, porque se juega todo su prestigio ahí. 

 

Dedos en la llaga peronista

 

Tal vez no sea casualidad que todo esto haya sucedido pocos días después de la muerte de Carlos Menem. Beatriz Sarlo tiene una voz pública casi tan potente como la de Horacio Verbitsky, pero cuando ella aludió al mismo asunto a principios de febrero, con Menem aún en vida, no le prestaron tanta atención.

 

Menem es un gran parteaguas en la historia del justicialismo. Su fallecimiento puso -nuevamente- a los peronistas a discutir sobre la identidad del movimiento: algunos lo despidieron con palabras respeto; otros aprovecharon para deplorar su giro ideológico. No saber qué hacer con Menem es un problema para los peronistas. Mientras tanto, la vacuna también removió un debate similar. Dos ex peronistas de los 70 que entienden bien al peronismo, el mencionado Verbitsky y Patricia Bullrich, metieron los dedos en la llaga. Verbitsky, inadvertidamente o no, describió un clima palaciego de divorcio con la realidad de la gente que lleva casi un año esperando respuestas. La presidenta del PRO tomó el guante y recorrió los medios y las redes con un mensaje urticante: dijo que el oficialismo se convirtió en una oligarquía a espaldas del pueblo. Y eso duele porque es, precisamente, lo último que el peronismo debe y puede ser.

 

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El movimiento tuvo muchas caras y representó diferentes programas de gobierno, pero una de sus constantes fue que siempre estuvo en línea con las opiniones y creencias de sus votantes. En eso consiste su carácter popular: sea lo que fuere “el pueblo”, los dirigentes peronistas saben representarlo. Haciendo un epitafio de Menem, José Natanson recordó la pregunta de Ricardo Sidicaro sobre la política de los años 90: “¿por qué los trabajadores peronistas votan a un presidente que no los favorece?”.  Y en realidad, la respuesta era más sencilla que la pregunta: porque no creían estar equivocados. Las políticas que Menem impulsaba, comenzando por la convertibilidad monetaria que derrotó a la inflación, gozaron de aceptación popular; esto recién cambió a partir de 1997/8, cuando los estragos de la recesión y el desempleo se hicieron evidentes. Luego, crisis de 2001 mediante, las políticas económicas de recentralización del estado de los gobiernos de Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner también contaron con el apoyo de amplios sectores del electorado. Diferentes modelos, sí, y acompañados por los mismos votantes.

 

Sobre la continuidad de este apoyo, muchos dijeron -Sidicaro incluido- que predominaba la camiseta electoral. La tradición de que en tales y cuales barrios se vota masivamente al candidato que represente al peronismo. Algo de eso pudo haber, pero también es cierto que ese contrato electoral se renovaba en forma racional y consentida. Al igual que los votantes republicanos, que pasaron del libre comercio de Reagan al proteccionismo de Trump sin contradecirse. Porque ambos prometieron, con diferentes recetas, llegar al mismo puerto, y supieron interpretar lo que querían de ellos.

 

Uno de los nudos problemáticos del gobierno de Alberto Fernández es que promete poco, no muestra sus recetas, y apenas habla del puerto. No encontró su propio programa con apoyo popular. Sus votantes de 2019 lo acompañan mayoritariamente, conservan la fe en la camiseta, comprenden, aunque carecen de las razones. Todo tiene explicación y justificación en la pandemia, y en la crisis económica anterior a ella. No obstante, hasta que no tenga su propio corazón político-económico de respuestas a las demandas populares, seguirá vulnerable a que lo acusen de ser un gobierno que no sabe representar a sus votantes. Algo de eso pasó en esos días, y por eso el presidente se movió tan rápido.

La gestión de la pandemia obligó a tomar medidas antipáticas, y el presidente fue aplaudido por ellas. Esas cosas suceden solo una vez; no sería buena idea que el estilo de hacer lo correcto mal que le pese a la calle se apodere de toda la gestión. Cuando el Senado aprobó la legalización del aborto, largamente buscada por el movimiento feminista, una funcionaria celebró que el proyecto del presidente se hubiera impuesto a pesar de haber tenido que "nadar contra la corriente". En efecto, para quienes son partidarios de una causa, ganar una batalla en un contexto de adversidad es un doble motivo de orgullo. Sin embargo, en esa corriente contra la que se nadó había unos cuantos votantes propios. La agenda transversal de género es menos popular de lo que muchos funcionarios suponen. Y lo mismo aplica a las políticas antipunitivistas en seguridad pública. Si seguimos recorriendo el organigrama del gobierno, veremos que el espíritu pandémico lo impregnó de una ética de la responsabilidad y las propias convicciones, dejando muchas veces de lado el probado método peronista de averiguar qué pide la mayoría antes de tomar una decisión. Sería recomendable recuperarlo, porque si el poco relevante caso de las vacunas se convierte en una metáfora de los tiempos, las consecuencias serán fatales.