Ensayo

Lecturas de la crisis


Libertad, igualdad y 2001

La crisis económica azuza el fantasma 2001. Sol Montero propone volver al año maldito no para establecer comparaciones sino para entender cómo a partir de allí el kirchnerismo y el macrismo buscaron moldear, conducir y representar a la sociedad a partir de dos lógicas políticas en tensión y todavía vigentes: la igualdad y la libertad, el pueblo movilizado y el hombre común despolitizado. ¿Estamos frente a una nueva crisis de la “palabra política”?

Se ha dicho que Cambiemos es hijo del 2001, tanto como lo es el kirchnerismo. No por la naturaleza económica de aquella crisis, tampoco por su dimensión estrictamente institucional, sino porque fue una crisis de sentido, una crisis de representación pero en un sentido más vasto que el que le atribuyen los politólogos: fue una crisis de reconocimiento de la legitimidad de la palabra política. Es a la luz de esa dislocación de sentidos que hay pensar los últimos 15 años. De allí emergieron dos grandes lógicas políticas en pugna, que anclan a su vez en tradiciones o imaginarios divergentes: una lógica nacional-popular y una lógica liberal-conservadora.

 

En definitiva: para pensar el macrismo, y especialmente el modo en que el macrismo anuda sociedad y política hay que volver sobre la crisis del 2001 y sobre el kirchnerismo. Pensemos por ejemplo en el modo en que ambos conciben al adversario político. Se dice que el kirchnerismo politizó lo social, y que el macrismo despolitiza. Esa afirmación puede relativizarse: la experiencia del kirchnerismo muestra que este redujo a sus adversarios políticos a sus intereses materiales, prosaicos, espurios y que allí donde había un antagonismo político, identificaba un problema social; allí donde había una diferencia ideológica, veía una diferencia económica irreductible.

 

Los adversarios, vistos como poderes fácticos de la sociedad civil (empresarios, medios, organismos de la sociedad civil), y no como actores de la sociedad política con los que, por ejemplo, se compite en elecciones, aparecían entonces como una instancia extrapolítica, ajena a la política, y también dominante sobre la política: para ser políticos, debían “armar un partido y ganar las elecciones”. Se trataba, según aquella mirada oficial, de actores sociales que solo usan a la política como un instrumento para lograr sus fines espurios. La política aparecía entonces como una esfera relativamente débil frente a esas fuerzas. En última instancia, ¿qué puede hacer la política frente esos poderes fácticos que “son los mismos de siempre”, que siempre están y estuvieron ahí, al acecho, amenazantes, con idénticos e invariantes móviles? La política queda paralizada frente a los poderes fácticos: quienes pueden sortearlos, combatirlos y derrotarlos son seres extraordinarios, capaces de ver antes y más allá lo que otros, subsumidos a los poderes fácticos de los medios o los intereses económicos, son incapaces de advertir.

 

Se trata de una posición epistemológica vanguardista que afirma un saber como autoevidente y transparente para aquel que es capaz de captarlo, y obtura por lo tanto no solo otros posibles saberes o pareceres, sino sobre todo la contingencia interpretativa sobre el movimiento de las cosas.  

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¿Cómo piensa Cambiemos al adversario político? Lejos de estar encarnado en poderes fácticos, en corporaciones, el adversario de Cambiemos es puramente ideológico, es netamente político (y además, tiene una expresión política en sentido estricto: es un competidor), se fundamenta en una división entre nosotros y ellos que tiene un sustrato imaginario, y remite a un antagonismo existencial: ese otro es el kirchnerismo, y su existencia niega la propia más allá y más acá de los intereses inmediatos: “Soy capaz de comer arroz con tal de verlos presos [a los K]”, dice el votante cambiemita.

 

El modo de anular a ese adversario no es otro que su descalificación moral en términos del par verdad/mentira, transparencia/turbiedad, moralización que termina reduciendo, nuevamente, esa diferencia a una escisión inconmensurable, excluyendo al otro del campo de lo aceptable. Finalmente, ¿qué puede hacer la política frente a un otro mentiroso y oscuro?

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¿Cómo se configura el “nosotros” a partir de ese esquema? ¿A quién le habla el gobierno, cual es la “materia” sobre la que pretende forjar un lazo representativo? Si el sujeto político del kirchnerismo era el pueblo, un pueblo encarnado en un “otro” no radical sino necesitado, despojado, desplazado, un otro que debía ser elevado en sus condiciones de existencia en pos de la igualdad, el target del macrismo es más bien ese sector elástico, flexible, inasible, volátil, que es la clase media. El macrismo identificó en ese sector no solo un potencial aliado sino también un posible sujeto político, capaz de sacrificarse (de resistir el ajuste, por ejemplo) en nombre de un ideal. Ese ideal no es otro que la promesa del bienestar individual, pero no un bienestar estrictamente económico sino una realización individual fundada en méritos y esfuerzos, por fuera del paraguas del Estado: de allí el fracaso de la campaña de CFK en 2017, llamando a comparar “cómo estabas antes y cómo estabas hoy”. El corte no es económico sino ideológico.

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Lo interesante es que la configuración de ese “nosotros” permite dilucidar qué hipótesis tienen estos discursos políticos sobre “lo social”, sobre esa sociedad que pretenden moldear, conducir o representar. Y esto nos lleva nuevamente al 2001, a una crisis que se pensó como una crisis de la sociedad (desde abajo, de los movimientos sociales, de las asambleas, de la “multitudine”) y como una crisis desde arriba, del vértice, de la cúpula. En realidad, lo que esa crisis puso en juego –y lo que también se fue “olvidando” a medida que se consolidó la salida de la crisis– fue precisamente la legitimidad de la propia división entre sociedad y política. En esos días álgidos de diciembre de 2001 la distinción entre lo social y lo político quedó en suspenso. El olvido de la suspensión (efímera) de esa división entre sociedad y política fue lo que signó los últimos años de política argentina, y así fue como el kirchnerismo absorbió a la sociedad en el Estado, la moldeó y le dio forma desde el poder político, mientras que Cambiemos pretende, ilusoriamente, figurarse como un reflejo inocente, como una expresión no mediada, ni mediatizada de lo que piensa, dice y siente la gente común, el uomo qualunque.

 

En ese olvido, el kirchnerismo moldeó una sociedad-fan, una sociedad militante, movilizada, una sociedad de iguales y por lo tanto homogénea; es decir, un pueblo que es necesariamente uno y no admite ser muchos, ni mucho menos dos. Es lo que, en ese texto magistral que es “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes”, De Ipola y Portantiero denominan “fortalecimiento del polo nacional-estatal” en detrimento del elemento rupturista, acontecimiental, creativo de lo político, presente en esos días vertiginosos de fines de 2001. Y como fruto de ese mismo olvido, el macrismo identificó a una sociedad deseante de no ser movilizada, de recuperar su espacio privado, sus logros individuales. Una sociedad desafectada en absoluto del mundo de lo político. Es la sociedad que describe O’Donnell en “¿Y a mí que mierda me importa?”, la que ausculta Sebastián Carassai en Los años 70 de la gente común, la que vuelven a mirar los americanos para entender al votante trumpista, la que observa en última instancia Alexis de Tocqueville en su indagación sobre la democracia americana: es la sociedad toquevilleana 2.0. Una sociedad apática, desafectada, donde el lazo social es endeble: esa es la sociedad que Cambiemos identifica al mismo tiempo como blanco y como horizonte de su interpelación.

 

Pero no es casual que todos los autores mencionados, al identificar esas sociedades desafectadas políticamente, se estén preguntando por la relación entre democracia y autoritarismo, por las condiciones de emergencia de discursos y prácticas autoritarias en el seno de regímenes democráticos. Así lo dice O’Donnell: “Una sociedad puede ser al mismo tiempo relativamente igualitaria, y autoritaria y violenta”. Esa sociedad a la que Cambiemos interpela, ¿es el caldo de cultivo de derivas blandamente autoritarias, de una democracia delegativa y desinteresada de lo político? ¿O, siendo menos fatalistas, es una respuesta moderada a los ánimos intensos heredados, propios de una democracia sustantiva, popular, unanimista, que buscaba la homogeinización de lo social bajo el gran valor de la igualdad elevado por encima de su gran principio rival, la libertad? ¿Qué nos dice esta sociedad sobre nuestro régimen democrático?

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Todo régimen se define en virtud de principios, ideas, utopías, ilusiones, creencias (y los regímenes autoritarios no son la excepción, dice Claude Lefort). Cada régimen se guía o rige por una ilusión, por un ideal distinto, pero también por un “tono”, por una experiencia subjetiva. El ideal democrático, se sabe, oscila entre la igualdad y la libertad. En cuanto al tono, aquí también hay oscilaciones: podría decirse, tocquevilleanamente, que el espíritu democrático es moderado, suave, amable, regular. La democracia es el terreno del small talk, de la charla insignificante, de la conversación liviana que mantiene vivos los lazos sociales: eso valora Tocqueville en la democracia americana en oposición a la francesa. De forma contraria, rousseaunianamente puede decirse que la democracia es el régimen de la pasión igualitaria, de la intensidad pública, del amor por lo político. En cualquier caso, la democracia encierra un peligro, un reverso, que es el germen autoritario. Tocqueville lo vio muy claro: los dos caminos –el exceso e igualdad o el exceso de libertad–, por vías diversas, conducen o bien al despotismo de las mayorías o bien a una nueva tiranía: por exceso de pasión igualitaria o de su contrario, la libertad que lleva al individualismo y a la apatía, acecha el peligro del autoritarismo.

 

Toda interrogación sobre la democracia supone una pregunta por su reverso, por su “contraparte”, porque por su naturaleza la democracia es elusiva y solo es aprehensible por sus fracasos, sus debilidades, sus fallas. Y son estas fallas las que, en los últimos meses, muchos periodistas e intelectuales señalan insistentemente: fallas que, sin dejar de indicar la contratara de la democracia en su vertiente autoritaria, no obturan la pregunta por la contraparte de la contraparte, es decir, por las fuerzas y las potencias de la democracia, por su carácter de “sociedad histórica por excelencia”, y por su radical e inconmensurable diferencia con los regímenes autoritarios. A eso refiere la idea sostenida por Marcelo Leiras en el diario La Nación acerca del “deshielo” del consenso democrático del 83, un consenso en torno a algunos principios fundacionales e incuestionados que operan como pilares de nuestra democracia. “Hay un solo origen válido para los gobiernos: las elecciones. Lo único que las Fuerzas Armadas pueden hacer dentro de las fronteras es prepararse para defenderlas. Ningún objetivo político interno justifica el ejercicio de la violencia. La protección de la integridad física de las personas es la primera responsabilidad del Estado, es universal e incondicional. La expresión es libre”. Así resume Leiras las principales tesis de ese consenso, que parece debilitarse cada vez más ante la embestida gubernamental contra derechos fundamentales adquiridos.

 

En suma: el 2001 nos situó frente a una crisis de la palabra política, crisis de la que son hijos tanto el kirchnerismo como el macrismo. En ese campo político posterior al 2001 se configuraron escenas y lógicas políticas en tensión, una en nombre de la igualdad y otra en nombre de la libertad, que configuraron subjetividades e identidades políticas diversas, una encarnada en la figura unívoca y homogénea del pueblo, otra cristalizada en la figura del hombre común desafectado de lo político. En este escenario, pensar lo político supone necesariamente lidiar con la incertidumbre radical, con la falta de fundamento último a la que nos expone la democracia: esto no implica, que no se malentienda, adoptar una actitud relativista del “todo vale” sino, por el contrario, aferrarse a la idea de que la democracia es finalmente una institucionalización del conflicto y estar atentos a su reverso, a la tentación autoritaria que la acecha permanentemente.