Academia, traición de clase y feminismo


Las palabras y el miedo al hambre

"Las intelectuales de origen obrero que conquistamos la palabra pública hemos tenido que camuflarnos", escribe Brigitte Vasallo y argumenta por qué el lenguaje pulido le resulta como un peaje para el ascenso social. También aporta experiencias -feministas y transformadoras- que ofrecen una reparación, abrazan los recorridos diversos y entienden que los discursos serán accesibles o no serán. Vasallo es una de las conferencistas de nuestro programa de formación Feminismo Futuro.

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Soy la primera generación de personas alfabetizadas de mi familia. La primera generación que lee y escribe y que, además, lo hace con fluidez, con tanta fluidez que ha devenido normal hacerlo, que apenas tiene importancia hacerlo. La primera generación que puede leer un periódico sin atrancarse, que puede escribir una nota sin que las manos se le pongan tensas por el esfuerzo de redondear las letras y sin que el resultado sea fonético más que otra cosa, inteligible por los pelos, si es que llega a serlo. La primera generación que no siente vergüenza al dejar esas notas, porque sabe que nadie se burlará de los garabatos que imitan a letras. 

En mi familia se hizo un esfuerzo grande para que yo estudiase. Un esfuerzo extraño e incómodo porque, cuanto más estudiaba yo, más me empoderaba en mi rareza, más me agenciaba de ese ser-yo extraño y marimacho que mi familia no quería ni ver. Cada vez que yo entraba en casa con libros bajo el brazo, una escena cotidiana desde que tuve dinero propio, me recibían con la frase “¡para qué otro libro con todos los que ya tienes!”, como si un libro fuese un jersey o unos zapatos, como si tener libros no llevase, necesariamente, a descubrir más y más libros, a querer más, incluso a ambicionarlos. Un esfuerzo doloroso, también, porque se pasó de rosca: tanto estudié que entendí que yendo por libre aprendía mejor. Volaba más, volaba más lejos. Estudiar dejó de ser el medio para convertirse en el fin. Aprender como lugar de existencia… pero sin interés alguno por los títulos, por los certificados. El sueño de ascenso social depositado en mí se alcanzó en formas que no eran ascenso social para ellos: el capital cultural, el capital social, el capital sexual. Pero no llegó el dinero, que era el ascenso que aprendieron a valorar a fuerza de pasar un hambre tal como suena. Lo repito para escribírmelo despacio: pasar hambre.

Porque yo también soy la primera generación de toda mi estirpe que no ha pasado nunca hambre.

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La lengua de origen

Las que venimos de la miseria y estamos en lugares de palabra, las que hemos conquistado la palabra pública gracias al esfuerzo colectivo de nuestra gente, hemos tenido que camuflarnos infinitamente. Hemos tenido que renunciar a nuestros dejes, acentos y pronunciaciones, a nuestros referentes e imaginarios para poder alcanzar ese lugar de palabra, para romper a cabezazos los infinitos techos de vidrio y de cemento que íbamos encontrando a nuestro paso. Y, en algún momento de este recorrido, el disfraz se nos ha quedado engachado a la piel, nos hemos creído ese disfraz, nosotras mismas hemos interiorizado el asco de clase y hemos comprado su ascenso social. Hemos hecho una metamorfosis de clase mucho más allá del ejercicio camaleónico necesario para el camino.

Escribimos con términos superlativos para y en la academia: es el precio que tenemos que pagar para que nuestra palabra sea escuchada, valorada, publicada, y para que logre encontrar las vías de la propia representación en los lugares de representación. Camuflamos nuestros dejes y acentos para lograr espacios inverosímiles, y silenciamos nuestro proceso de desarraigo, lo contamos de pasada, como si fuese una anécdota dolorosa y no una violencia sistémica. Compañeras obligadas a cambiar sus acentos en las escuelas de teatro con la excusa de una corrección impuesta por los de siempre, por los que tienen el poder de decidir qué es correcto y qué no. Compañera locutoras que reciben mensajes en las redes corrigiendo su dicción porque no es una dicción burguesa, bajo la excusa de cuidar el idioma a fuerza de desterrarnos de la palabra. El lenguaje esdrújulo, infinitamente técnico y perfectamente pulido, abrillantado, no es solo una barrera de clase, sino también un parapeto. Es la manera en que las clases culturalmente poderosas se atrincheran en su poder y esquivan, de paso, un diálogo posiblemente fructífero pero tal vez humillante, con la gente de la miseria.

Ese es nuestro peaje para alcanzar esos lugares.

Y, a veces, llegamos a la palabra. Pero el asco de clase es un asco persistente y conservamos el miedo a ser descubiertas, las impostoras del síndrome infinito, y nos llenamos, también, del orgullo infinito de las nuevas ricas culturales. Así que seguimos escribiendo, hablando y relatándonos como si ya no fuésemos lo que somos. Queriendo haber sido, en pasado.

Y seguimos escribiendo, hablando y relatándonos con esas palabras superlativas que nuestra gente no entiende.

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Soy consciente de que lo hace todo el mundo, soy consciente del poder que conlleva cada uno de esos términos y del riesgo que supone dejarlos de lado. Pero este texto no está dialogando con todo el mundo: este texto es una carta a mis compañeras de clase. Nuestra presencia en los espacios de palabra es contra-natura, pero no es un accidente: es el resultado de la lucha constante por la supervivencia de las nuestras, un esfuerzo tal vez no nombrado, tal vez no consciente en lo individual pero evidente en lo colectivo. Sacarnos una a una del espacio de miseria, arrancarnos de ahí, empujar a cada generación para ver si alguno de los eslabones logra salvarse. Así que lo nuestro no es lo de “todo el mundo”. Cada término superlativo innecesario, cada concepto que alcanzamos y que no devolvemos a las nuestras traducido a un lenguaje sin tecnicismos es una traición a nuestra gente, a nuestra historia, al esfuerzo que no ha empujado hasta aquí. Es una traición de clase, ridículamente evitable, además. 

Y mientras escribo me vuelve a la memoria una de las experiencias feministas más transformadoras de las que he vivido en los últimos años. Tuve la suerte inmensa de ser invitada al Primer Congreso de Feminismo Romaní por la Asociación Gitanas Feministas por la Diversidad y, compañeras, no sé si os lo he agradecido suficiente aún. Solo en ese espacio, y en un Congreso Islámico al que me invitaron compañeras y compañeros de Ceuta, he visto compartir mesa de manera totalmente natural a personas en todo el espectro del recorrido académico: desde algunas que no habían tenido acceso a la lengua escrita hasta personas con varios doctorados. Y la accesibilidad de los discursos, de todos ellos, me marcaron definitivamente. Ese es el camino, esa es la manera, eso es lo justo. Esa es la reparación.

A mi padre de acogida le debo el concepto de la traición, que él mismo recibió de su padre escogido. Es un concepto que me horrorizaba pero que al final, la vida y la muerte de él me han hecho entender. La traición, como el humor, hacia arriba. No hacia donde duele, sino hacia donde hace daño. Traicionar la clase impostada y desdoblarnos las veces que sean necesarias pero recordar siempre no solo con quién estamos hablando sino para quién lo hacemos.