Después de varios meses de discusión interna, el Frente de Todos presentó en el Congreso el proyecto de aporte extraordinario de grandes fortunas. El texto original busca recaudar alrededor del uno por ciento del PBI, del cual el 50 por ciento lo cederían sólo 253 personas, según datos de la AFIP al 31 de diciembre de 2019. Con esa referencia, la medida alcanzaría a 9298 patrimonios de más de 200 millones de pesos declarados: un 0,02 por ciento de la población. Sin embargo, la discusión parlamentaria ya está flexibilizando el aporte y la fecha de cálculo por lo que, seguramente, terminaría siendo una contribución todavía menor. Este gesto, que incluso se considera por única vez, busca cubrir una ínfima parte de la reactivación económica que será necesaria después del desplome que indican los pronósticos.
De acuerdo a estimaciones de la CEPAL, el PBI de Argentina caería este año un 10,5 por ciento. Este derrumbe estaría acompañado, además, de uno de los mayores incrementos de la desigualdad en la distribución del ingreso en la región, junto con Ecuador y Perú. El análisis de la CEPAL sólo considera ingresos por fuente laboral, por lo cual las medidas que tomen los gobiernos para transferir mayores recursos hacia los sectores más vulnerables contribuirán a reducir esa brecha. El Estado argentino asiste a 21 millones de personas —casi la mitad de la población total del país—, a través de políticas como el Ingreso Federal de Emergencia (IFE), la Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP) y la Asignación Universal por Hijo (AUH). Más allá de no ser suficiente, esta asistencia garantiza un umbral mínimo para evitar una crisis social de mayor escala a la luz de la pandemia que muestra que la desigualdad no es reflejo de desbalances suntuarios sino de la posibilidad de sobrevivir. Así, desde una perspectiva de justicia tanto social como fiscal, resulta razonable y necesario que el 0,02 más rico del país haga un aporte que en ningún caso superaría el 3,5 por ciento de su patrimonio. Sin embargo, es indispensable mirar la situación con un lente todavía más holístico. ¿Qué aportan realmente las élites más privilegiadas a nivel global?
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Un informe de OXFAM revela que, entre 1990 y 2015, el uno por ciento más rico del globo emitió el doble de carbono respecto a la mitad más pobre de la población mundial. La desigualdad de las emisiones —causantes de la crisis climática— es de tal magnitud que el diez por ciento más rico de la población mundial agotaría por sí solo el presupuesto de carbono en 2033, incluso si el resto de la población mundial redujera sus emisiones a cero. Este presupuesto significa el máximo de carbono tolerable para no superar 1,5 grados de aumento de la temperatura, definido como meta en el Acuerdo Climático de París de 2015.
La información que revela OXFAM demuestra que las élites son las principales responsables del colapso climático y ecológico que atravesamos. Una crisis con cargas históricas que debe analizarse transversalmente: las naciones y corporaciones con las mayores emisiones —EEUU, la Unión Europea y China—, las áreas de la economía que más crisis climática producen —los combustibles fósiles y la deforestación sobre todo para producir carne— y las élites a cargo del colapso, cuya bandera no flamea en casas de gobierno sino que cotiza en bolsas de comercio.
Creer y repetir que el cambio climático es un problema de todos equivale a otorgar una amnistía encubierta a los verdaderos responsables. Pero cuidado, no nos relajemos: Argentina es una de las treinta naciones con más emisiones per cápita (cada argentino emite lo equivalente a cada europeo) y tiene una de las matrices energéticas más dependientes de los combustibles fósiles de la región, en casi un noventa por ciento. Y aunque los escenarios tienden hacia la descarbonización, los planes económicos de todos los sectores políticos mayoritarios avizoran incrementar la explotación y exportación de hidrocarburos de la mano de las corporaciones transnacionales con mayor responsabilidad histórica.
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Miremos al mundo: la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dijo hace unos días que pretende que el bloque reduzca sus emisiones un 55 por ciento para 2030, en relación con las emisiones de 1990. Esto refleja -con mayor justicia que el compromiso actual que establece una reducción del 40%- el esfuerzo que debe hacer Europa para que la temperatura global no supere 1,5°C de aumento de temperatura en relación con la era preindustrial. Además, el 30 por ciento de los 750 mil millones de euros que la Unión Europea asignó al plan de reconstrucción pospandemia se destinarán a la adopción de medidas climáticas. En Estados Unidos, el candidato demócrata Joe Biden prometió una inversión de dos billones de dólares (sí, billones de los nuestros) para descarbonizar su economía. Estados Unidos y Europa son referentes del ideal occidental de mercado, en gran medida los ganadores de la Revolución Industrial y los mayores responsables por el colapso actual. Entender esos movimientos permite comprender hacia dónde, y a qué escala, se están moviendo esas economías. Pero las transiciones no quedan ahí. El presidente chino, Xi Jinping, anunció en la apertura de la Asamblea General de Naciones Unidas el compromiso de lograr un pico en sus emisiones antes de 2030 y alcanzar la neutralidad en carbono en 2060, una señal muy fuerte del país con la segunda economía y las mayores emisiones del planeta.
Más allá de pensar estas decisiones como modelos a seguir, creo que sería más conveniente evaluar cómo podrían afectar a la economía global, en particular a la importación de consumos desde el sur global. Si ‘el norte’ deja de invertir en fósiles y pasa a financiar la consolidación renovable, ¿qué tan rentables serían las obras de infraestructura que desarrollemos para canalizar el petróleo o el gas que se plantea exportar? ¿Podemos imaginar la globalización de una sociedad posfósil en el transcurso del siglo XXI? ¿Esto sería un castigo o más bien una oportunidad?
Para tomar dimensión del saqueo y el extractivismo histórico, entre el siglo XVI y el XIX se embarcaron cien millones de kilos de plata desde América del Sur hacia Europa. Según cálculos del antropólogo Jason Hickel, si el mineral se hubiera invertido en 1800 a una tasa de interés del 5%, hoy estaríamos hablando de 165 billones de dólares, el doble de la economía mundial actual. ¿Cuánto le quedó a America del Sur? Según los datos de la CEPAL y del Banco Mundial, el PBI de América Latina y el Caribe participó en un 6,57 por ciento del total global de 2019. ¿Por qué los gobiernos, tanto progresistas como neoliberales, insisten con la receta de que la exportación de bienes del sur al norte nos traerá prosperidad? ¿No habrá que desafiar incluso la idea del crecimiento ilimitado del PBI e imaginar métricas redistributivas que cierren la brecha social y abandonen la dependencia fósil y agro-ganadera? Porque, no nos olvidemos: ese mundo que ya empieza a invertir en otras tecnologías, también estará atravesando una de las mayores crisis en, al menos, noventa años.
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Ya entrados al siglo XXI con toda su excepcionalidad, es hora de repensar las dinámicas Norte-Sur desde una perspectiva decolonial que nos permita asegurar una transición energética y alimentaria, al mismo tiempo que potencie la inclusión de las millones de personas que el sistema global dejó afuera. Para hacerlo, es necesario incorporar distintos aspectos al análisis, sobre todo, los dos más urgentes: la desigualdad y el colapso ecológico. Y repensar las fórmulas que tiendan hacia una profunda inclusión dentro de los límites ambientales.
Desde esa perspectiva llama la atención que, si bien el setenta y cinco por ciento de lo que recaudaría el aporte de las grandes fortunas se destinará a medidas de salud pública, apoyo productivo, soluciones habitacionales y educativas, el veinticinco por ciento restante se destinaría a la exploración, desarrollo y producción de gas natural —a cargo exclusivamente de YPF—.
Repasemos: un cuarto de lo recaudado por un aporte extraordinario con fines redistributivos en un contexto de emergencia sanitaria por una pandemia de origen zoonótico iría a subsidiar a la extracción de combustibles fósiles que agravan la crisis ecológica que atravesamos.
Según datos de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales, los subsidios a los fósiles representaron el cinco por ciento del presupuesto nacional de 2019, el equivalente a 15 millones de Asignaciones Universales por Hijo (AUH). El 47 por ciento de las erogaciones totales fue para Tecpetrol, la petrolera de Paolo Rocca, dueño de la tercera mayor fortuna del país con 3400 millones de dólares, según la revista Forbes. Un petroplanero con todas las letras. No sólo no aporta, sino que demanda cantidades astronómicas. Y cuando a pedido del FMI le recortan los beneficios, extorsiona al Estado desde el Poder Judicial. Retomando los datos de FARN, si Rocca no hubiese recibido ese aporte, casi siete millones y medio de argentinos podrían haber sido beneficiados por un apoyo equivalente a la AUH.
Las élites reciben subsidios estatales para rentabilizar sus negocios, trasladando los riesgos y los impactos económicos, sociales y ambientales al resto de la población. Negocios que, en gran medida, se dirigen a industrias que producen crisis ecológicas. Además, son individualmente responsables por la mayor parte de las emisiones que generan esos desastres, independientemente del aporte agregado y específico de las corporaciones que poseen o en las que participan. Con todo esto, cuando se plantea cobrarles un aporte por única vez, algo incluso tímido para lo que podría ser una política redistributiva como la que demanda la situación, se defienden con fiereza desnudando su angurria y la de los espacios políticos que operan para defender cada milímetro de privilegio del 0,02 por ciento del país.
También están los que todavía consideran que es necesaria la inversión privada para generar empleo, derrame y todo el argumento neoliberal que demostró en la atroz desigualdad y en la terminal crisis ecológica su versión más acabada. Sin embargo, uno de los ganadores de ese mismo sistema tiene otra versión. En una controvertida charla TED de 2012, uno de los cofundadores de Amazon, Nick Hanauer, dijo: “Puedo asegurarles que los ricos no creamos trabajo; el trabajo lo crea el círculo virtuoso entre consumidores y negocios que se pone en marcha cuando los consumidores aumentan su demanda”. Dijo llanamente que “un consumidor ordinario es más generador de empleo que un capitalista” como él. Y remató con una crítica a las políticas fiscales que benefician a las grandes fortunas: “Cuando las mayores exenciones y las menores tasas impositivas benefician a los ricos, todo en el nombre de la creación de empleo, lo que termina sucediendo es que los ricos se vuelven más ricos”.
En definitiva: los ricos ya están aportando. Aportan muchísimo. Por lo general, desastres sociales y ambientales. ¿No sería hora de que empiecen a devolver, aunque sea de la manera que menos les duele que es poniendo una porción de lo que les sobra? ¿No sería momento de que dejen de aportar crisis y empiecen a aportar soluciones?