Despedida a Horacio González


Incómodo

Son varias las afirmaciones de Horacio González que provocaron escándalo en ambas orillas de la grieta. Decía que si no era para discutir no se entiende para qué están los intelectuales. Fernando Rosso lo despide recordando algunos temas incómodos a los que se animaba el profesor y ensayista, dejando enseñanzas para el periodismo, la política y las disputas por la historia.

Aunque parece que pasó un siglo, hace apenas dos años en la era prepandémica y en el ocaso del macrismo, algunas afirmaciones de Horacio González provocaron el escándalo de cierta opinión pública de buenos modales en ambas orillas de la grieta. El affaire dejó enseñanzas tanto para el periodismo como para la política y las disputas por la historia. Fue una muestra de los temas incómodos a los que se animaba el profesor y ensayista, más allá de las modas de la coyuntura.

De una larga entrevista, se extrajo una frase sobre la necesidad de reescribir la historia argentina con una valoración “te diría positiva de la guerrilla de los años 70”. Se le extirpó el potencial (“diría”), se encendió un farol fluorescente y se la echó a rodar en la jungla de las redes sociales. Se fogoneó la furia de Twitter para medir la indignación recargada por anabólicos de trolls en lucha por un TT que se da por descontado. A los pocos días, una solemne declaración de un grupo de “intelectuales” repudió las afirmaciones porque fueron, literalmente, “una celebración de la muerte”. A señores y señoras que muy republicanamente ejercieron el negacionismo, que dictaminaron que Santiago Maldonado simplemente “se ahogó”; o que festejaron cada sentencia policial y troglodita de Miguel Pichetto o Patricia Bullrich, esto les pareció excesivo. 

Hubo intereses políticos e ideológicos en la movida, pero también jugó la temporalidad periodística y el frenesí que disuelve una discusión histórica en las necesidades de la pequeña política del aquí y ahora. En el medio, naufragó cualquier intento de debate serio sobre la cuestión, que es una de las más serias de nuestra historia reciente.

Foto: LA NACION / Matias Aimar

La polémica irrumpió también en el escenario de batalla por la historia. A nadie le importó que González dijera en la misma entrevista que también había que mirar de otra manera a Mariano Moreno, a Juan Manuel de Rosas, al Combate de Obligado y hasta la Campaña del Desierto. Consideraron que ya eran hechos consumados y materia prima para el trabajo gris de un archivo muerto. Nadie se indignó por estas imaginarias reescrituras de la historia lejana. Sin embargo, la sombra terrible de los años 70 tocó una fibra sensible. Se obvió el extenso itinerario del mismo personaje que nunca formó parte de una organización armada, que en la extensa entrevista ofreció ángulos interesantes para abrir varios debates y que, evidentemente, no estaba preparando el ascenso a los montes tucumanos o la recreación de la trágica experiencia del egepé de Jorge Masetti en Orán.

Pero, nuestros apóstoles republicanos optaron por otro tema, conscientes de que la insurgencia obrera y popular de aquellos años de ensayo general fue mucho más que la historia de las guerrillas. En todo caso, la lucha armada fue una de las manifestaciones de un fenómeno más general, no sólo nacional, sino internacional; discutible política y estratégicamente, jamás condenable desde el punto de vista de una moral abstracta. En la memoria emotiva de las derechas anida el temor por aquel instante de peligro. Fue la última experiencia que puso en cuestión, realmente, la estructura social, económica y política de su dominación. Quieren remachar el triunfo de la democracia de la derrota o lo que la filósofa Silvia Schwarzböck calificó como la hegemonía de la vida de derecha, que el 2001 relativamente había impugnado.

No se indignaron exclusivamente los referentes de la derecha. También se lo criticó desde las parroquias de cierto progresismo bien pensante y ferviente militante de esa gran nada a la que llaman “consenso”. Verdaderos expertos tácticos que se consideraban especialistas en la gélida racionalidad electoral, se ofuscaron porque no era el momento, no era políticamente correcto en aquellas horas de trabajosa persuasión de las almas sensibles de la clase media. Eran los tiempos del triunfo del cálculo sobre la audacia, de reconciliaciones múltiples y de los pibes para la moderación. No daba cortar con tanta dulzura. Hablar de los años 70 o las guerrillas en esos momentos en que la vida política del país parecía deslizarse hacia un equilibrado extremo centro era mear fuera del tarro.

En otras oportunidades, Horacio González había arruinado celebraciones similares de memorias selectivas y con verdades incómodas: «Da la impresión que el papismo es el único horizonte para pensar la Argentina», dijo en 2013 cuando Jorge Mario Bergoglio se consagró papa y de repente, papistas eran casi todos.

Ese mismo año también, desmenuzó la arquitectura de la culpa porque “cuando cometo un acto vergonzoso pero inmerso en las ambiguas madejas internas de una institución, la culpa parece divisible, es mía y de muchos. Se hace abstracta y por lo tanto ocurren dos cosas; ya no es de nadie y pertenece tan sólo a la Institución que, como toda institución, se funda en una culpa abstracta”. Y por si algún distraído lo creía demasiado enrevesado, con esos argumentos manifestó su disconformidad con el nombramiento de César Milani al frente del Ejército, cuando no pocos lo defendían como el general militante.

Foto: LA NACION / Matias Aimar

Tiempo después, en una entrevista en la que aseguraba que no iba a hacer declaraciones de amor, afirmaba que si no era para discutir no se entiende para qué están los intelectuales: “Si no, me voy a otro lado, me voy a cortar la ruta Panamericana. Llevo en mis oídos la música más maravillosa, un corte en la Panamericana”. Lo decía en referencia a la represión a las manifestaciones por los despidos de la empresa autopartista Lear, un conflicto vedado en la mayoría de los medios oficialistas de aquellos tiempos.

En la audacia sin tanto cálculo para plantear algunos temas incómodos y para ejercer libremente la independencia crítica se mide la talla de un pensamiento y de una coherencia. Un pensamiento que, tomado de conjunto, es distinto y hasta opuesto al mío, pero que tiene el mérito de mantenerse leal a la esencia de sí mismo. Discutir cómo se resuelven esas controversias es otro cantar, pero el hecho de ponerlos sobre la mesa es una manifestación invalorable de honestidad intelectual y compromiso político.