Ensayo

El estallido en Sudamérica


El neoliberalismo en su encrucijada

Desde hace algunas semanas las derechas sudamericanas están en jaque. Las resistencias en Chile, Ecuador y Argentina cuestionan por distintas vías al neoliberalismo postglobalizado. Porque la gente siente que ya no tiene nada o casi nada que perder. Menara Guizardi recorre tres respuestas a un modelo voraz que combinan la reacción inmediata al ajuste económico con la experiencia acumulada durante años de protesta.

Crédito fotos: Migrar Photo 

Neoliberalismo postglobalizado

“Pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad”, sintetizó en otros tiempos, tristemente parecidos con estos, el sagaz pensador sardo Antonio Gramsci.

Hace tres años, algunos cientistas sociales que acompañaban atónitos el plebiscito del Brexit o la campaña presidencial de Trump plantearon que estos sucesos internacionales anunciaban el fin de la globalización. A falta de nombre mejor, empezaron a denominar este nuevo periodo como “la postglobalización”. Al menos dos claves caracterizaban este momento.

Por un lado, el norte global daba muestras de salir de la crisis económica que desde 2008 golpeaba a los países centrales del capitalismo. La estabilización de esos Estados coincidió con el progresivo revés de las condiciones macroeconómicas de los países de América del Sur, que agotaron el boom de las commodities vivido a inicios del siglo XXI. La región entró en una recesión procesual: retrocedieron nuestras competitividades internacionales, bajó el valor de nuestras monedas con relación al dólar, mermaron nuestros mercados laborales y, con ellos, nuestros mercados internos.

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Estos contextos fueron usados con gran habilidad mediática por fuerzas económicas y políticas que, pese a ser viejas conocidas, se presentaron como una novedad: se disfrazaron de buenas oyentes de los nuevos deseos de la población; de moralizadoras y modernizadoras de los Estados. Munidas de discursos de persuasión masiva –como la performance de los globos amarillos de Mauricio Macri, en las elecciones del 2015, en las que prometía la “revolución de la alegría”–, constituyeron una narrativa hegemónica que anunciaba la llegada de una nueva derecha no-neoliberal. Mentían.

Personajes como el propio Macri o Sebastián Piñera en Chile, protagonistas de una larga trayectoria de corrupción empresarial del Estado, se presentaron frente a los electorados sudamericanos como la solución a la supuesta “corrupción” (económica, moral, política) de los gobiernos progresistas. Estos últimos, entre mareados y sorprendidos, tardaron en incorporar las autocríticas necesarias y en asumir el descontentamiento y los nuevos posicionamientos populares. Leyeron mal el contexto y siguen pagando, hasta hoy, por la persistente miopía.

Por otro lado, el avance de las derechas sudamericanas acompañó la derechización de los países del norte global. El espectro político de las democracias se desplazó en bloque hacia la derecha. Los discursos del odio retomaron la esfera pública global y anunciaron el final de la hegemonía multicultural que había caracterizado al neoliberalismo globalizado desde la caída del muro de Berlín. Claro está que el multiculturalismo representaba un modelo insuficiente de gestión de la heterogeneidad cultural y social: sus resultados desembocaron en políticas y desenlaces extremadamente violentos hacia los pueblos originarios y afrodescendientes, así como hacia las mujeres, transexuales, travestis y demás identidades no-normativas (o, como se dice en la jerga política, “las minorías”). Pero lo que vino después del multiculturalismo, el proyecto de la postglobalización para abordar a las diferencias y diversidades planetarias, resultó incluso más nefasto.

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La expresión pública del odio apareció (y fue cultivada) doblemente como condensadora y como catalizadora del malestar popular. El nacionalismo, el racismo, la misoginia y el macartismo permearon la esfera pública en diversos rincones del planeta. Su naturalización –es decir, la capacidad de los ciudadanos/as de a pie de adherir a estas lógicas y de sentirlas como cotidianas– se preparó lentamente, como dice Rita Segato, a través de una sofisticada pedagogía de la crueldad. Nos acostumbramos al sufrimiento ajeno. Difundida por el cine, música, redes sociales y videojuegos, esta pedagogía cultivó en cada uno/a de nosotros/as unos dispositivos para banalizar el sufrimiento de las demás personas  y a la vez convertirnos en perpetradores de diferentes formas de violencia.

Encrucijadas

Pero el segundo semestre de 2019 nos da muestras claras de que la expresión sudamericana de este neoliberalismo postglobalizado llegó a una encrucijada. El punto de saturación, así como la forma que toma esta saturación, es particular en cada escenario. En Bolivia las elecciones celebradas el 20 de octubre confirman el apoyo popular a Evo Morales, que en su campaña expresó con transparencia cristalina su oposición al modelo neoliberal. En Perú, uno de los países más aplicados del continente a la hora de aplicar recetas neoliberales, la reciente disolución del Congreso expone la tensión política y los desacuerdos sobre las vicisitudes del modelo.

Notamos en diversos rincones de la región que la pedagogía de la crueldad no nos preparó para naturalizar el sufrimiento propio y que, frente a los callejones sin salida de las reformas políticas que se están proponiendo, la gente siente que ya no tiene nada o casi nada que perder. Así las cosas, se están disputando tanto las condiciones para poner en jaque al neoliberalismo postglobalizado como las agonísticas apuestas por su permanencia. Las apuestas de contrahegemonía y de hegemonía están sobre el tablero.

En Chile, con las revueltas de los últimos días, tenemos un modelo radical de resistencia y respuesta estatal. El movimiento estudiantil, una vez más, salió a ocupar el espacio público para expresar el descontento popular frente al agudo recrudecimiento del modelo. No es algo que sorprenda: desde 2009 ha sido la principal válvula de expresión pública de la insostenibilidad de las medidas neoliberales. Representado por sus sucesivas generaciones de líderes y voceros,  los/as estudiantes chilenos/as debieron negociar con las fuerzas políticas de centro y derecha que gobernaron el país en la última década. Fueron diez años de peticiones frustradas; diez años de negociaciones que terminan en planes de ayuda nimios, muy lejanos a la demanda de acceso a la educación universal y gratuita (comprendida como un derecho).

Si hay algo que el movimiento estudiantil aprendió en este lustro es que, sin un cambio de modelos, negociar pareciera inútil. A esta conclusión también llegaron los/as jubilados/as aplastados por el sistema neoliberal privatizado de pensiones: llevan cuatro años marchando por las calles del país. Y los usuarios de los sistemas de salud públicos y privados, que protestan por pagar muy por sobre la media internacional mientras reciben servicios conocidos por su mala calidad. Las movilizaciones en Chile también constituyen la producción cultural de una respuesta política. En ella se están construyendo posicionamientos políticos que permiten el reconocimiento mutuo entre sujetos adscriptos a formas heterogéneas de identidad y de agencia ciudadana. El movimiento es transclase, trangeneracional y transgénero. Esta es su diferencia con relación a otras demandas que, atomizadas en fracciones sociales, no pudieron convertirse en una narrativa general. Esta narrativa está reinventando un ethos colectivo que desde hace tiempos venía siendo aplastado por los rieles del neoliberalismo chileno.

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Los gobiernos chilenos encabezados por las fuerzas políticas que alguna vez se autodenominaron la Concertación y, luego, la Nueva Mayoría –y que también alguna vez se posicionaron como una coalición de centroizquierda–, dirigieron el país por extensos periodos desde la redemocratización. Sus gobiernos coinciden notablemente con aquellos de derecha, como el del actual presidente Piñera, en un aspecto nefasto: son potentes guardianes de la estructuración neoliberal del Estado, dibujada por Pinochet a través de su aún vigente Constitución, otorgada en 1980. En la transición democrática, Chile mantuvo una Constitución que carece de diversas salvaguardias democráticas básicas. Es esta constitución la que avaló a Piñera a decretar el Estado de Emergencia nacional y ceder la potestad decisoria a las fuerzas armadas. El toque de queda, la rápida y violenta ocupación de las calles de Santiago por parte del ejército y la enérgica represión de la ciudadanía son los primeros indicios de una virtual suspensión de los derechos ciudadanos. Usada en el ajedrez político, esta supresión apunta a un horizonte nuevo de respuesta al descontento popular y democrático frente al neoliberalismo postglobalizado.

Al afirmar que “el país está en Guerra”, Sebastián Piñera intentó recuperar al terrorismo de Estado como forma de legitimar la represión. Y al decir que los que protestan “son aliens” -ni siquiera seres humanos-, la primera dama Cecilia Morel buscó excluir del mapa representativo político a aquellos que impugnan a las élites gobernantes. Como en otros momentos de nuestra historia en América del Sur, Chile es usado como laboratorio de las “tecnologías” de violencia estatal que aseguran el avance del neoliberalismo. Pero Chile no está en Guerra: es el Estado militar el que desea hacer una guerra en contra de la libertad de expresión de la mayoría.

Apoyando irresponsablemente estos desenlaces, los medios de comunicación internacionales describen las recientes revueltas populares en Sudamérica como “insurrecciones desordenadas”, “irracionales”, “criminales”. Vaticinan, además, que son eventos violentos antidemocráticos que, por su “naturaleza” caótica, tienden al fracaso. Insisten en personificar los desastres políticos regionales y los atribuyen a la impericia de ciertos políticos de derechas que, “pese a sus buenas intenciones”, “no supieron hacer las cosas bien”; “fueron ineptos”, “perdieron el rumbo” o, incluso, merecen el calificativo “idiota” (cuando hace escasas semanas eran celebrados como “grandes líderes” desde las altas esferas económicas, y con el aval del Fondo Monetario Internacional).

En Ecuador, a su vez, la contrahegemonía se entreteje desde la sociedad civil. A partir del movimiento indígena campesino se construyó una expresión pública del rechazo social a las reformas y recortes anunciados por Lenin Moreno (que, como sucediera en la Argentina de Macri, buscaba atender a las exigencias del Fondo Monetario Internacional). La Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) ha sido central en toda esta articulación. Su experiencia histórica y protagonismo político es difícil de obviar: ha participado del derrocamiento de diversos presidentes en los últimos 25 años, entre ellos Abdalá Bucaram (1996-1997), Jamil Mahuad (1998-2000) y Lucio Gutiérrez (2003-2005). Aquí el estallido social empezó por la toma del espacio público de la capital del país, Quito, por parte de un sector social organizado como grupo de presión. Pero su despliegue se nacionalizó en la medida en que otros sectores y grupos recogieron sus consignas, se reconocieron en ellas y salieron a las calles para resistir el giro hacia el modelo neoliberal. La contrahegemonía al neoliberalismo aparece, una vez más, enmarcada en las reglas del Estado democrático, pero la respuesta de los poderes públicos manifestada en el despliegue del Ejército, la declaración del Estado de Excepción y el toque de queda constituye un intento de ruptura de este marco. La densidad de la movilización popular, su masividad y su resistencia en las calles del país por doce días seguidos hicieron que el Estado retrocediera. La respuesta desde la hegemonía es inestable, pero apunta a una victoria del movimiento social organizado que tiene como efecto revalidar el marco democrático.

En el caso argentino, el aprendizaje social de la crisis del 2001 marcó los límites y las posibilidades de encauce político en la actualidad. A inicios del siglo XXI el descrédito popular hacia las formaciones políticas marcó las protestas y la expresión de una rabia acumulada durante años de pérdida de derechos, de ahorros y de capacidad de consumo. Las marchas fueron reprimidas brutal y despiadadamente por las fuerzas de seguridad y las muertes contabilizadas significaron un trauma político y un profundo aprendizaje. Este aprendizaje refiere al cálculo de los costes sociales, económicos, políticos en un contexto de ruptura de los diques de contención social.

La nueva y radicalizada experiencia neoliberal de Cambiemos empujó al país en cuatro años a niveles de desempleo e inflación tan o más graves que en 2001. Pero en este caso, el capital social y político de los sucesos del 2001 permitió que las fuerzas opositoras buscaran construir una coalición que, atendiendo a las expectativas medias de la sociedad, pudiera presentarse como una alternativa electoral. Construirla fue una verdadera odisea: basta con decir que es la primera vez que sucede con tanta transversalidad en más de 70 años del peronismo.

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Aquí, la respuesta al neoliberalismo se planteó desde la experiencia de aquel estallido. El frente electoral, que buscó evitar la repetición histórica de la crisis, fue avalado mayoritariamente en las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) de agosto. La contrahegemonía al neoliberalismo se planteó desde el proceso electoral, enmarcada por las reglas más clásicas –por decirlas de algún modo– del Estado democrático. La respuesta desde las fuerzas hegemónicas –que ahora detentan el poder del Estado– parece, por lo menos hasta el momento, atenerse también a este marco.

 

Horizontes críticos

 

Estos desenlaces políticos, tal como mi abuela recomendaba al darme un plato de sopa caliente, hay que llevarlos a la boca con prudencia y desde sus márgenes. Desde esta posición excéntrica –que mira desde la periferia hacia el centro del proceso político–, podemos observar con mayor agudeza dos puntos centrales.

Primero: lo que hay de irracional y violento en las revueltas en el Cono Sur no es la respuesta de una población que, harta, toma las calles y quema automóviles, edificios y útiles públicos. Lo irracional aquí es el actuar de una élite política y económica que espera que el brutal proceso de aplastamiento de las clases populares y medias –a través de recortes de derechos y acceso a consumos básicos (de alimentos, medicación, transporte, salud, jubilación o educación)– sean aceptados pacíficamente por quienes lo padecerán. Por detrás de esta expectativa, está la creencia de que la gente aceptará de forma apática y silenciosa las medidas que pueden resultar en su aniquilación. Hay que tener un elevado nivel de irracionalidad política para suponer que los/las ciudadanos/as de un país democrático aceptarán en silencio un anuncio como el de las 53 medidas de recorte que hizo Lenin Moreno el 3 de octubre.

La irracionalidad aquí es de las élites. Como ha señalado Alejandro Grimson, las élites sudamericanas han sido predatorias y autodestructivas en diferentes momentos históricos (el actual dista mucho de ser primerizo o de ser una excepción), pero tienen la curiosa manía de apuntar a la población como la fuente de toda la irracionalidad política.

Segundo: aun si reconocemos la particular ineptitud de ciertos personajes políticos de las derechas sudamericanas, el problema que enfrentamos aquí no puede subsumirse en la impostura o mal proceder individual. Esta explicación, muy acorde a la noción neoliberal de individualismo político, enmascara algo mucho más difícil de digerir y asimilar: el problema es el modelo. El neoliberalismo constituye un sistema de destrucción masiva. Es insostenible como régimen y su reproducción está claramente en jaque.

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En Argentina, en Ecuador y en Chile el pueblo dice “no” al avance neoliberal postglobalizado. Lo hace ahora, como lo hizo en el pasado. Esta negativa contempla resistencias heterogéneas que, aunque gritadas al unísono, traducen un sinfín de demandas sociales. Se rechaza el ataque político al derecho de las minorías; se rechaza la normalización y agudización de las injusticias sociales y de la desigualdad en diversas expresiones; se impugna la validez representativa de un discurso político que inmoviliza la “grieta” entre adeptos y disidentes del neoliberalismo como un abismo insalvable. Pero, al mismo tiempo, también se grita por el acceso al consumo; al derecho de no vivir endeudado. En las diferentes consignas, la lucha por dignidad parece expresar la condensación de esta complejidad de representaciones de la identidad ciudadana. La violencia aparente de estas enunciaciones es absolutamente proporcional a la que ejercen sobre nosotros/as aquellos/as que imponen al neoliberalismo como destino histórico. Ningún pueblo está obligado a aceptar pasivamente las condiciones de su aniquilación o marginación.

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El ruido del quiebre nos llega como un trueno y se escucha desde diferentes latitudes de Sudamérica. Estamos viviendo el estallido del neoliberalismo en su versión más reciente. Sabemos que se trata de un modelo con gran despliegue; que se ha reinventado inúmeras veces en las últimas cuatros décadas, siempre con resultados brutales. Pero también observamos los nuevos y claros límites que se vienen construyendo a su avance aquí, en Sudamérica, y en otros parajes del globo. Como en otros momentos, tenemos la esperanza de superarlo; y somos suficientemente lúcidos como para comprender que caminamos sobre campo minado.