Ensayo

Escocia


El miedo a la libertad

Hace quinientos años Maquiavelo dijo que los hombres olvidan más rápido la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. A la hora de votar por su independencia, Escocia parece haber cumplido esa premisa. Un sociólogo que convivió con escoceses cuenta las razones del triunfo del “No” y los argumentos económicos, emotivos e históricos que se jugaron en una elección clave para el futuro de Europa.

Foto de portada: James MacDonald

Paul carga “White Coffee” en la máquina expendedora. Luego “Black Coffee”. Me mira y pregunta si faltan madalenas, pan o leche. Había llegado desde Escocia a Dublín días antes. Flaco, pálido, con poco pelo y ojos azules, era bachero en la cafetería donde yo trabajaba en el año 2003. Sus abuelos irlandeses migraron a Glasgow a finales de los cincuenta. La madre murió cuando él nació. El padre fue empleado de una fábrica de cajas de embalaje en el barrio de Easterhouse, donde vivían. Él nunca participó en política, decía. Y enseguida aclaraba: siempre votó al Partido Laborista. Era fanático del club de futbol Celtic, en quienes depositaba toda su fe los viernes a la salida del trabajo cuando invertía el salario semanal para apostar por ellos. El padre cometió errores económicos, hipotecó la casa que había heredado y después la perdió. Paul no pudo terminar la escuela secundaria porque, según me dijo una vez, tenía problemas de aprendizaje. Entonces, se convirtió en albañil, a fin de los 90, con el boom de la construcción y los créditos accesibles a pleno. Pero no era bueno en el oficio y lo echaron. Antes de llegar Irlanda vivía del seguro de desempleo. Cuando le pregunté por qué se había mudado, me explicó que sentía que no tenía futuro en Escocia, que nunca llegaría a comprarse una casa y que nadie lo contrataba. No es el único que migró. Más de setecientos mil lo hicieron a los restantes países de lo que hoy se conoce como el Reino Unido.

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La relación conflictiva, de amor y desamor, de Paul con su país no es exclusividad suya ni de los escoceses. Pasa a la vuelta de cada esquina. Como Paul se radicó en Irlanda legalmente, no pudo sumarse a las más de cuatro millones doscientas mil personas que se anotaron para decidir si el país recupera su soberanía o se mantiene dentro de los límites políticos del Reino Unido (RU) y de su Monarquía Parlamentaria con sede en Londres, en una votación con una única pregunta: ¿Debería ser Escocia un país independiente? Si o No. Dos millones, el 55,3% votó por el “No”. Un millón seiscientos mil, el 44,7% apoyó la iniciativa independentista en una jornada con afluencia popular record del 84,59% de los que se habían anotado para sufragar. Una revolución constitucional se avecina en el UK.


El de ayer no es el primer intento escocés de finalizar los 307 años de unión política con sus tres vecinos. En las últimas décadas, hicieron tres referéndums para cuestionar la naturaleza del vínculo político. En 1979, con sólo el 63% de participación, el deseo de mayor autonomía se impuso, pero con un margen inferior al requerido por la ley y la situación no cambió. En 1997, otra consulta popular con un porcentaje de participación similar, logró más del 60% de los votos y obtuvo, al año siguiente, la sanción de una ley para construir un parlamento propio que regula algunos asuntos locales. Un año antes, la presión de la campaña proselitista logró que Inglaterra les devolviera la Piedra de Scone que había robado al reino de Escocia en 1296, y que simboliza la soberanía del país porque era usada para coronar reyes desde 847. La roca arenisca se encuentra hoy en el Castillo de Edimburgo, una imponente construcción que cuelga sobre una roca volcánica en el centro de la ciudad.

Cuando lo visitamos con Paul un lunes feriado de octubre de 2003– jugaba Argentina-Irlanda en Rugby, perdimos 15 a 16 en Adelaida– era la primera vez que él conocía el emblema que había regresado a la tierra donde nacieron sus padres. En los cincuenta, había sido robada, o recuperada, según la óptica de cada uno, por un grupo de estudiantes escoceses nacionalistas quienes esperaban sirviese para potenciar el sentido nacional. En una isla devastada por la guerra y por la aviación alemana, no tuvo el efecto esperado. En esos años la Juventud Peronista hizo lo mismo con el sable corvo de San Martín, los Tupamaros con la bandera de Artigas y el M-19 con la espada de Bolívar.

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Recuerdo que, como estaba ubicado en una ciudad conocida como la “Atenas del Norte” por su geografía similar a la Acrópolis y sus edificios griegos, cuna de la ilustración escocesa, de David Hume y Adam Smith, a mis veintiún años, yo esperaba que el máximo símbolo nacional fuera imponente, de corte racionalista. Me encontré con una piedra que parecía un pedazo de cemento. Quise compartir mi desilusión con Paul pero él estaba obnubilado con el cascote, como en trance místico; una fascinación que me costó años entender. Incluso, cuando salimos del castillo, compró una réplica en miniatura y un libro con la historia de los reyes del país. Toda su vida había estado atravesada por el conflicto de la identidad nacional: no le fue simple ser criado por un irlandés en Escocia, no era fácil ser escocés de origen irlandés en un barrio humilde del Reino Unido.


El nivel de afluencia a las urnas fue un récord sin precedentes y la victoria del “No” se impuso en 28 de los 32 distritos electorales. ¿Qué cambió en Escocia en los últimos treinta y cinco años que hizo que tanta gente se movilice para votar? Mucho.

Primero: la economía industrial, como en toda la isla, se transformó en un polo financiero y de servicios. No todos los escoceses pudieron acomodarse a la nueva situación laboral.

Segundo: las tensiones de la globalización y del proceso de consolidación de la Unión Europea dentro de un paradigma social neoliberal-conservador, deslegitimó a las elites gobernantes y a los gobiernos centrales de todos los países. El RU no es la excepción. En las últimas elecciones de eurodiputados, en Mayo del 2014, el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), que plantea la separación del UK de la UE y adhiere a la ideología conservadora y neoliberal, arrasó en la isla, con epicentro de sus votantes en Inglaterra. Pero, en Escocia, tuvo solamente el 10,5% de adhesión. Su electorado históricamente es de centro-izquierda.

Tercero: el Partido Laborista perdió su hegemonía para detentar la representación política. Entre 2007 y 2010 llevó a los escoceses Gordon Brown como Primer Ministro del RU y Alistair Darling, como ministro de Finanzas. Ambos resultaron ser los abanderados de la financiarización del país con centro en Londres y en Edimburgo, zona que experimentó un exponencial crecimiento bancario y donde la relación con el Sur es muy fuerte. Ahora, fueron los referentes de la campaña por el voto del “NO” y el “Mejor Juntos”. A último momento, a la idea de “continuar”, Brown, en nombre de los partidos mayoritarios del RU, le sumó la aclaración de “con mayor autonomía”, luego de que se conociera una encuesta que posicionaba al “SI” en primer lugar. Inmediatamente después que se conocieron los resultados finales, el Primer Ministro David Cameron confirmó que esa promesa se cumplirá y que el año que viene se ampliará la autonomía en las tierras del norte.


 

Un eje clave de la campaña del “no” fue comunicarle a los escoceses la fortaleza que significa al pertenecer al RU: una moneda sólida que les permite viajar a un bajo costo al extranjero y adquirir preciados bienes importados; un ejército nuclear que se sobrepuso a numerosas guerras – algunas que sigue peleando, como la iniciada en estos días en Siria e Irak -; una posición privilegiada en el mundo como principal aliado de los Estados Unidos; una identidad que emana de la historia de siglos en común; y los peligros económicos de la incertidumbre que desatará la independencia.

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Hace quinientos años, Nicolás Maquiavelo, en el Príncipe, afirmaba que los hombres olvidan más rápido la muerte del padre que la pérdida del patrimonio. Ese camino siguieron los independentistas: esgrimieron que la separación permitirá garantizar que los fondos petroleros del Mar del Norte queden en las fronteras nacionales y que financien el sistema público de jubilación (en Inglaterra es privada) y de la universidad, así como las estructuras de bienestar social, asediadas por los recortes. También que se defenderán los derechos de los agricultores, no tan resguardados en los últimos siglos de librecambio. Que Escocia sería uno de los principales veinte países del mundo. Y que tienen derecho a decidir sobre sus propios intereses.

Su principal figura es Alex Salmon, actual Primer Ministro escocés, y líder del Partido Nacional Escocés, organización fundada en 1934 y a cargo del gobierno local desde 2007. En sus publicidades se preguntaba ¿Cómo se verá Escocia Independiente en seis años?, y la respuesta parece ser un eco local de las críticas a la retirada de la protección social estatal de la vida de los europeos.

En un video del Irish Times, Noney, una nigeriana radicada en Escocia afirma que votó “Si” porque trabaja en el NHS, el sistema público y gratuito de salud del RU, creado en la posguerra. Está convencida de que si se mantienen en la Unión, el sistema será privatizado.


La votación se realizó con tranquilidad. La comunidad política mundial observó inquietante un proceso eleccionario con debates televisivos, masivas campañas de ambos bandos y la movilización de casi la totalidad de la población para votar. En caso de que hubiese ganado el “Si”: ¿qué moneda usarían? ¿El RU les prestaría la suya? ¿Cómo se relacionarían con sus vecinos? ¿Quién pagaría las deudas contraídas en la unión? ¿Cómo resolverían los fondos de la jubilación? ¿Cómo se posicionará en los foros internacionales? ¿A quién le comprarían y venderían sus productos?

Según The Times en su versión británica, de haber ganado el “Si”, el RU hubiera reducido su promedio anual de lluvias en un 20%, hubiera perdido las 1.23 billones de botellas de Whisky que exporta Escocia por £4.3 billones de libras esterlinas cada año, moneda que podría haber sufrido una devaluación estimada entre el 10 y el 15%. También se hubiera quedado sin 13 medallas de las últimas olimpíacas, sin nueve premios noveles y sin 578 clubs de golf.


En aquel viaje en 2003, nos subimos con Paul a un mini tren con forma de barril en la visita al Scotch Whisky Experience. El museo es uno de los más visitados de la ciudad y permite realizar un tour que recorre la historia de la bebida nacional, fuente de cuantiosos ingresos y de gran orgullo (aunque les cueste una alta tasa del alcoholismo como en toda la isla). En una pequeña y oscura sala, unas figuras de cera simulaban estar produciendo clandestinamente “Acqua Vitae”, una versión medieval del scotch, ante la persecución y el intento de cobrar impuestos del Reino de Inglaterra. Hay algo íntimo del sentido nacional que se asocia al no pago de recursos al poder central. El sentimiento nacional, según muchos pensadores, es una forma religiosa de vivir la política después de la Revolución Francesa. Con intensidad, como un sistema que permite dotar de sentido y de respuestas a cuestiones que parecen carecer de sentido y de respuestas y, sobre todo, de soluciones.

Los vecinos de Paul de la ciudad de Glasgow, la más poblada del país, votaron en un 53,49% separarse del Reino Unido. Intenté sin éxito comunicarme en estos días con él, para saber que siente ante todo esto. Cierto es que por pertenecer al Reino Unido los escoceses fueron parte de uno de los imperios esclavistas y coloniales más grandes de la historia, cuna de adelantos tecnológicos sin igual. Pelearon junto a los ingleses varias guerras continentales y mundiales, con un balance, para ellos, positivo. Lograron que una fracción considerable de su economía se inserte exitosamente en el corazón de la globalización. Las elites tecnocráticas británicas tomaron nota del espíritu de participación popular y de la necesidad de cambios. El camino de integración que la UE eligió como destino común es cuestionado por diversas regiones, algunas ricas como Cataluña, y otras no tanto, como Grecia. En los próximos meses observaremos como se procesan estas tensiones. Maquiavelo también decía que cuando un pueblo siente la llama de la libertad, el Príncipe, si quiere conservar el poder, debe saber mantener esa autonomía.