Ensayo

Literatura y verdad


El género caníbal

Javier Cercas fue a la Universidad de Oxford como profesor invitado. En sus conferencias teorizó sobre la novela del siglo XIX, la narrativa posmoderna y el cruce de géneros. La reescritura de aquellas clases moldearon un grupo de ensayos en el que el escritor español analiza sus libros cruzándolos con Cervantes, Borges, Vargas Llosa, Capote y Coetzee. Adelanto de “El punto ciego” (Random House).

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A mediados del siglo pasado, Alain Robbe-Grillet insistió en que, a pesar de los esfuerzos de los grandes novelistas del modernismo durante la primera mitad del siglo XX, la novela seguía en el siglo XIX; más de cincuenta años después quizá pueda decirse, casi con la misma razón, que, a pesar de los esfuerzos de algunos novelistas del modernismo y del posmodernismo durante todo el siglo XX y la primera década y media del XXI, la novela sigue más o menos donde estaba. Como mínimo para el lector común y corriente, que es el que de veras cuenta. El siglo XIX es considerado  con justicia el siglo de la novela por- que acuñó un modelo de novela tan potente que sigue siendo el modelo dominante hoy; no creo que exista ninguna diferencia esencial entre la idea de novela de un lector común y corriente a finales del siglo XIX y a principios del siglo XXI: para ambos, una novela sería “una ficción en prosa de una cierta extensión”, por usar las palabras  de E. M. Forster, en la que se narra la historia de unos personajes a través de los cuales se propone, por usar las palabras del propio Robbe-Grillet, “el estudio de una pasión, o de un conflicto de pasiones, o de una ausencia de pasión, en un determinado medio”. Todo lo que se aparta de ese modelo suele producir incomodidad o desasosiego en el lector común, o simplemente rechazo; todo lo que se aparta de ese modelo no suele considerarse una novela. Ahora bien, ¿es ese modelo el único modelo posible? ¿Es esa definición la única posible definición de novela? ¿Qué es exactamente una novela?

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En el año 2009 publiqué un libro, titulado Anatomía  de un instante, que en su momento la mayoría de los lectores españoles no consideró una novela; yo mismo, aunque sabía o sentía que era una novela, prohibí de entrada a mi editor que lo presentara como tal. ¿Por qué?

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Anatomía explora un momento decisivo en la historia reciente de España. Ocurrió la última vez que los españoles practicamos nuestro deporte nacional, que no es el fútbol, como suele pensarse, sino la guerra civil o, en su defecto, el golpe de Estado; como mínimo hasta hace poco tiempo: al fin y al cabo, hasta hace poco tiempo todos los experimentos democráticos terminaron en España con golpes de Estado, de tal manera que en los dos siglos anteriores se produjeron más de cincuenta. El último tuvo lugar durante la tarde del 23 de febrero de 1981, seis años después de la muerte del general Franco, cuando un grupo de guardias civiles entró disparan- do en el abarrotado Parlamento español con la intención de terminar con la democracia, instaurada apenas cuatro años atrás, y sólo tres de los parlamentarios  se negaron a obedecer sus órdenes y tirarse bajo los escaños: uno de los tres era Adolfo Suárez, antiguo secretario general del partido único franquista, primer presidente del gobierno democrático y arquitecto principal de la transición de la dictadura a la democracia; otro era Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del gobierno y antiguo general franquista reconvertido en líder del ejército democrático; el último era Santiago Carrillo, secretario general del partido comunista, líder del antifranquismo durante la dictadura y, junto con Suárez, coarquitecto de la transición. Siempre he pensado que las preguntas más fértiles son las que se hacen los niños (¿por qué las manzanas caen hacia abajo y no hacia arriba?, digamos: una pregunta de la que, por cierto, Newton sacó bastante provecho), así que mi libro se hace una pregunta elemental, casi infantil: ¿por qué precisamente ellos tres?; ¿por qué quienes aquella tarde se jugaron la vida por la democracia fueron precisamente esos tres hombres que la habían despreciado durante casi toda su vida?; ¿significa algo especial ese instante?; ¿qué sentido encierra ese triple gesto, si es que encierra alguno?; y sobre todo: casi intuimos de inmediato el porqué del gesto de Gutiérrez Mellado, un viejo general que había hecho la guerra con Franco y llevaba la disciplina en las venas, y el porqué del gesto de Santiago Car r illo, un viejo comunista que había hecho la guerra contra Franco y llevaba el antifranquismo en las venas, pero ¿por qué el gesto de Suárez –alguien por quien, dicho sea entre paréntesis, antes de escribir el libro yo no sentía la menor simpatía–, qué significado encierra el gesto de ese hombre, qué significa la imagen grabada por televisión de Suárez sentado en su escaño azul de primer ministro, solo e inmóvil en el hemiciclo bruscamente desierto mientras silban a su alrededor las balas de los golpistas? Tratar de contestar a esas preguntas o de agotar el significado de ese instante obliga a indagar en las biografías de los tres protagonistas y en los azares inverosímiles que las unen y las separan  así como a describir la extraña figura de la historia que componen, obliga a explicar el golpe de Estado del 23 de febrero, obliga a contar la historia del triunfo de la democracia en España en los años setenta y ochenta del siglo pasado. La forma en que el libro lo hace es peculiar. Anatomía parece un libro de historia; también parece un ensayo; también parece una crónica, o un reportaje periodístico; a ratos parece un torbellino de biografías paralelas y contrapuestas girando en una encrucijada de la historia; a ratos incluso parece una novela, tal vez una novela histórica. Es absurdo negar que Anatomía es todas esas cosas, o que al menos participa de ellas. Ahora bien: ¿puede un libro así ser fundamentalmente una novela? De nuevo: ¿qué es una novela?
 

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La novela moderna es un género único porque diríase que, al menos en germen, todas sus posibilidades están contenidas en un único libro: Cervantes funda el género en el Quijote y al mismo tiempo lo agota –aunque sea volviéndolo inagotable–; dicho con otras palabras: en el Quijote Cervantes define las reglas de la novela moderna acotando el territorio en el que a partir de entonces nos hemos movido los demás novelistas, y que quizá todavía no hemos terminado de colonizar. ¿Y qué es ese género único? ¿O qué es al menos para su creador?

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Para Cervantes la novela es un género de géneros; también, o antes, es un género degenerado. Es un género degenera- do porque es un género bastardo, un género sine nobilitate, un género snob; los géneros nobles eran, para Cervantes como para los hombres del Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos: la lírica, el teatro, la épica. Por eso, porque pertenecía a un género innoble, el Quijote apenas fue apreciado por sus contemporáneos, o fue apreciado meramente como un libro de entretenimiento, como un best seller sin seriedad. Por eso no hay que engañarse: como decía José María Valverde, Cervantes nunca hubiese ganado el premio Cervantes. Y por eso también Cervantes se preocupa en el Quijote de dotar de abolengo a su libro y lo define como «épica en prosa», tratando de injertarlo así en la tradición de un género clásico, y de asimilarlo a ella. Dicho esto, lo más curioso es que es precisamente esta tara de nacimiento la que termina constituyendo el centro neurálgico y la principal virtud del género: su carácter libérrimo, híbrido, casi infinitamente maleable, el hecho de que es, según decía, un género de géneros donde caben todos los géneros, y que se alimenta de todos. Es evidente que sólo un género degenerado podía convertirse en un género así, porque es evidente que sólo un género plebeyo, un género que no tenía la obligación de proteger su pureza o su virtud aristocráticas, podía cruzarse con todos los demás géneros, apropiándose de ellos y convirtiéndose de ese modo en un género mestizo. Eso es exactamente lo que es el Quijote: un gran cajón de sastre donde, unidas por el hilo tenuísimo de las aventuras  de don Quijote y Sancho Panza, se reúnen en una amalgama inédita, como en una enciclopedia que hace acopio de las posibilidades narrativas y retóricas conocidas por su autor, todos los géneros literarios de su época, de la poesía a la prosa, del discurso judicial al histórico o el político, de la novela pastoril a la sentimental, la picaresca o la bizantina. Y, como eso es exactamente lo que es el Quijote, eso es exactamente también lo que es la novela, o por lo menos una línea fundamental de la novela, la que va desde Lawrence Sterne hasta James Joyce, desde Henry Fielding o Denis Diderot hasta Georges Perec o Italo Calvino.

Más aún: quizá cabría contar la historia de la novela como la historia del modo en que la novela intenta apropiarse de otros géneros, igual que si nunca estuviese satisfecha de sí misma, de su condición plebeya y de sus propios límites, y aspirara siempre, gracias a su esencial versatilidad, a ser otra, pugnando por ampliar constantemente las fronteras  del género. Esto es ya visible en el siglo xviii, cuando ciertos ingleses, y también algunos franceses, nos arrebatan a los españoles la novela, aprendiendo mucho antes y mucho mejor que nosotros la lección de Cervantes gracias a escritores como Sterne o Fielding o Diderot, pero se hace evidente sobre todo a partir del siglo xix, que es el siglo por antonomasia de la novela porque es cuando, al tiempo que construye un modelo de enorme solidez, la novela pelea a brazo partido por dejar de ser un mero entretenimiento y por conquistar un lugar entre los demás géneros nobles. Balzac aspiraba a equiparar la novela a la historia, y por eso en Pequeñas miserias de la vida conyugal afirma que «la novela  es la historia  privada  de las naciones». Años después, en la segunda mitad del siglo, Flaubert, a la vez principal seguidor y principal corrector de Balzac, no se conformaba con eso y, según constata una y otra vez el lector de su correspondencia, se obsesiona con la ambición de elevar la prosa a la categoría estética del verso, con el sueño de conquistar para la novela el rigor y la complejidad formal de la poesía. Muchos de los grandes renovadores de la narrativa de la primera mitad del siglo xx adoptan a Flaubert como modelo y, cada uno a su modo –Joyce regresando a la multiplicidad  estilística, narrativa y discursiva de Cervantes, Kafka regresando a la fábula para construir pesadillas, Proust exprimiendo hasta el límite la novela psicológica–, prolongan el designio de Flaubert, pero algunos, sobre todo algunos escritores en alemán –pienso en Thomas Mann, en Hermann Broch, en Robert Musil–, pugnan por dotar a la novela del espesor reflexivo del ensayo, convirtiendo las ideas filosóficas, políticas e históricas en elementos tan relevantes en la novela como los personajes o la trama. Tampoco el periodismo, uno de los grandes géneros narrativos de la modernidad, se ha resistido al apetito omnívoro de la novela. El Nuevo Periodismo de los años sesenta pretendía, como afirmaba Tom Wolfe, que el periodismo se leyera igual que la novela, entre otras razones porque usaba las estrategias literarias de la novela, pero lo cierto es que por entonces no fue sólo el periodismo el que empezó a canibalizar la novela, sino también la novela la que canibalizó el periodismo, echando mano de todos los recursos narrativos de éste y convirtiendo la materia periodística en materia de novela, como ocurre en A sangre fría, de Truman Capote.

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Épica, historia, poesía, ensayo, periodismo: esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo largo de su historia; esos son también algunos de los géneros de los que, a su modo, participa Anatomía de un instante, un libro que, vistas así las cosas, quizá sería obligado considerar una novela, aunque sólo sea porque, desde Cervantes, a este tipo de libros mestizos solemos llamarlos novelas. ¿Por qué, entonces, la mayoría de los lectores no lo consideró en su momento una novela? ¿Por qué yo mismo me negué de entrada a presentarlo como tal?

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Milan Kundera ha propuesto dividir la historia de la novela moderna en dos tiempos. El primero, que abarcaría desde Cervantes hasta finales del siglo XVIII, se caracteriza sobre todo por la libertad compositiva, por la alternancia de narración y digresión (o, si se prefiere, de narración y reflexión) y por la mezcla de géneros; el segundo, que empezaría con la eclosión de la novela realista a principios del siglo XIX, se define por oposición al anterior: aunque se beneficia de la libertad absoluta de que Cervantes dotó al género, la rechaza en aras del rigor constructivo, igual que rechaza la digresión en aras de la narración; aunque se beneficia de la naturaleza plebeya, híbrida o mestiza de que Cervantes dotó a la novela, la rechaza en aras de la pureza, del estatus, de la nobleza largamente ansiada por el género. El primer tiempo es heredero directo y consciente de Cervantes; el segundo, sólo indirecto, y a veces inconsciente: de hecho, desprecia o ignora parte sustancial de su legado. Si la relación entre el primer tiempo y el segundo es, más que de oposición, de lucha, la victoria del segundo tiempo ha sido absoluta; por eso todavía a principios del siglo xxi podemos decir que el modelo novelesco del siglo xix es el dominante en la novela: porque, como escribe Kundera, “el segundo tiempo no sólo ha eclipsado al primero, lo ha reprimido”. La consecuencia  de esta derrota es que el lector común y corriente ha olvidado los rasgos propios de la novela del primer tiempo, o simple- mente no los tolera o le incomodan; de ahí, quizá, que a menudo le cueste trabajo aceptar como novela un libro como

Anatomía de un instante.

Un libro que, al menos desde este punto de vista, no es un caso aislado o excepcional (un libro sin género, como se ha dicho); todo lo contrario. El mismo Kundera recuerda con razón que algunos novelistas del modernismo trataron de recuperar las virtudes  proscritas de la novela anterior al siglo XIX y se pregunta sin responder si cabría hablar de un tercer tiempo de la novela. Respondo yo; mi respuesta es que probable- mente sí: si el primer tiempo propuso la tesis del género y el segundo la antítesis, el tercer tiempo propondría una síntesis, una síntesis que no pretende, por usar de nuevo palabras del escritor checo, rehabilitar sin más los principios de la novela del primer tiempo ni rechazar los de la novela del segundo, sino redefinir y ampliar la noción misma de novela, oponerse a la reducción llevada a cabo por la estética novelesca del siglo xix y dar así por base, a la novela resultante, toda la experiencia histórica de la novela. Las mejores novelas del propio Kundera –con su delicado equilibrio entre máxima libertad y máximo rigor compositivos, con su mezcla orgánica de narración y digresión o de narración y ensayo– son un buen ejemplo de ese tercer tiempo de la novela; también las mejores de Perec o Calvino. Me pregunto incluso si ese tercer tiempo no es, hasta cierto punto (o no debería ser), otro nombre de eso que se ha convenido en llamar narrativa posmoderna, o de una parte de ella: al f in y al cabo, la narrativa posmoderna más solvente suele reclamar a Cervantes como su maestro y al Quijote (o a la segunda parte del Quijote) como su libro seminal y su origen remoto; al f in y al cabo, la hibridación de géneros es uno de los rasgos esenciales de la pos- modernidad; también de la narrativa del escritor a quien muchos sitúan en su origen inmediato: Jorge Luis Borges.

No les falta razón. Borges tardó casi cuarenta años en encontrarse a sí mismo como narrador y, cuando lo hizo, fue con un relato titulado “El acercamiento a Almotásim”, que se publicó en un libro de ensayos, Historia de la eternidad, y que adoptaba la forma de un ensayo, la reseña de un libro ficticio titulado The Approach to AlMu’tasim. Esta libérrima y rigurosa mezcla de ficción y realidad, de narración y ensayo, es lo que le abre a Borges las puertas de sus grandes libros: para empezar,  las de sus grandes libros narrativos, donde muchos de sus mejores relatos –“Pierre Menard, autor del Quijote” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, por ejemplo– tienen forma de ensayo; pero también le abre las puertas  de sus grandes libros de ensayos, que se benefician de la imaginación, la erudición y la astucia narrativa de sus relatos. Así, en Borges el relato y el ensayo se confunden y se fecundan (como de otro modo lo hacían, más o menos por las mismas fechas, en Broch o en Musil); igualmente se fecundan y confunden en determina- dos autores contemporáneos: he mencionado a Perec, a Cal- vino y a Kundera; añado a W. G. Sebald, al Julian Barnes de El loro de Flaubert y, sobre todo, a J. M. Coetzee, que en los últimos años ha rastreado con gran audacia en los confines del territorio descubierto por el Quijote: ¿acaso no son novelas esas series de ensayos hilvanadas por una leve trama narrativa y tituladas Elizabeth Costello o Diario de un mal año? ¿Tampoco lo son los fragmentos autobiográficos titulados Infancia, Juventud o Verano? Desde luego que lo son, por más extrañeza que les causen a algunos lectores. En todo caso, a esa tarea de expansión y redefinición del género, recuperando algunas virtudes de la novela del primer tiempo sin perder las del segundo –recuperando la libertad constructiva sin perder el rigor, recuperando la naturaleza impura, mestiza y bastarda de la novela sin perder exigencia formal y ambición intelectual– quiere sumarse a su modo Anatomía de un instante, y ésa es otra de las razones por las que el libro debería ser considerado una novela, o por las que al menos admite o demanda una lectura novelesca.

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He mencionado “El acercamiento a Almotásim» y se me ocurre que algún día debería meditarse seriamente sobre un hecho llamativo.

Si la posmodernidad arranca con Borges –cosa que me parece probable– y si la gran narrativa de Borges arranca con «El acercamiento a Almotásim» –cosa que me parece indiscutible–, entonces no hay duda de que la posmodernidad arranca con un engaño. Como mínimo desde Gorgias, citado por Plutarco, sabemos que la literatura es un engaño o más bien una forma peculiar de engaño, en la que «quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar más sabio que quien no se deja engañar»; la literatura es, dicho de otra manera, un engaño consentido: no otra cosa viene a ser la justamente célebre «voluntaria suspensión de la incredulidad» de Coleridge. Pero, en el caso de «El acercamiento a Almotásim», el engaño no fue consentido: allí, una reseña de un libro ficticio se presentaba como una reseña de un libro real; mutatis mutandis, es lo que ocurre también en «Pierre Menard, autor del Quijote», escrito poco después que «El acercamiento a Almotásim»: allí, un ensayo sobre un autor ficticio, responsable de un Quijote ficticio, se presentaba como un ensayo sobre un autor real. En ambos casos el engaño funcionó: hubo lectores que buscaron The Approach to AlMu’tasim, la novela ficticia del ficticio abogado Mir Bahadur Alí, y también lectores que indagaron sobre Pierre Menard y su ínfimo, literal e inexistente Quijote. Con una ventaja para «El acercamiento a Almotásim»: mientras que «Pierre Menard, autor del Quijote» se publicó en un libro de relatos, Ficciones, lo que daba una pista importante de que el relato era una ficción, «El acercamiento a Almotásim» se publicó, como he recordado antes, en un libro de ensayos, Historia de la eternidad, lo que borraba las pistas y facilitaba el engaño. El caso es que en 1941, cinco años después de haber publicado «El acercamiento a Almotásim», Borges incluyó este texto en El jardín de senderos que  se bifurcan, primera parte de Ficciones, y que hasta 1974, cuando publicó una edición de sus Obras completas en un solo volumen, «El acercamiento a Almotásim» apareció indistintamente en Historia de la eternidad y en Ficciones, mientras que a partir de aquel momento sólo apareció, al menos con la autorización de Borges, en Historia de la eternidad.

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He dicho también, sin temor a incurrir en el cliché, que en el Quijote arranca la novela moderna; como todos los clichés, éste tiene su parte de verdad, que es grande y ya he explicado, y su parte de mentira, que es pequeña y paso a explicar. En rigor, la novela moderna no nace con el Quijote sino con un librito delicioso, inteligentísimo y divertidísimo, publicado cincuenta años antes del Quijote y mal conocido fuera de la tradición del español: el Lazarillo de Tormes. La novela, que cuenta la historia de un chico humilde que acaba como pregonero de Toledo, no es de autor anónimo, como suele decirse, sino apócrifo: el mismo protagonista del libro. En efecto, «el Lazarillo –escribe Francisco Rico, que es quien nos ha enseñado a leerlo– se publicó como si fuera de veras la carta de un pregonero de Toledo (por entonces estaba de moda dar a la imprenta la correspondencia  privada) y sin ninguna de las señas que en el Renacimiento caracterizaban los productos literarios»; es decir, no era «un relato que inmediatamente pudiera reconocerse como ficticio, sino una falsificación, la simulación engañosa de un texto real, de la carta verdadera de un Lázaro de Tormes de carne y hueso». De esa sostenida simulación de realidad nace la novela realista, la novela moderna. Es cierto que, sobre todo al final del libro, el narrador entrega pistas suficientes al lector avisado para que éste pueda adivinar que aquello no es un relato verídico sino una ficción, pero eso no significa que no engañara a muchos lectores, y en todo caso no cambia lo esencial: el Lazarillo es un fraude, exactamente igual que «El acercamiento a Almotásim» o que, quizá en menor medida, «Pierre Menard, autor del Quijote». Por supuesto, hay diferencias entre ambos fraudes: el Lazarillo finge que una historia ficticia es una historia real; los dos relatos de Borges, en cambio, fingen que dos textos ficticios son dos textos reales. Me pregunto si no habrá ahí, en el arranque de la modernidad y la posmodernidad narrativas, un indicio de una diferencia relevante entre ambas: como el Lazarillo, la modernidad se ocupa ante todo de la realidad, mientras que la posmodernidad, como los dos cuentos seminales de Borges, se ocupa ante todo de los textos; más precisamente: se ocupa de la realidad a través de los textos; más precisamente todavía: se ocupa de la realidad a través de la representación de la realidad. Lo cual vendría a confirmar de nuevo, dicho sea de paso, que el Quijote contiene in nuce todas las posibilidades del género: no en vano la primera par- te de la novela se ocupa sobre todo de la relación de don Quijote y Sancho con la realidad, mientras que la segunda parte se ocupa sobre todo de la relación de don Quijote y Sancho con los textos que los representan: la primera parte del Quijote y la falsa continuación del Quijote publicada por Alonso Fernández de Avellaneda. La primera parte del Quijote es moderna; la segunda, posmoderna.

De todo esto me interesa sobre todo una cuestión: con cuatro siglos de diferencia, la narrativa moderna y la posmoderna nacen de sendos fraudes. Sendos fraudes paradójicos, por lo demás. La razón es que no trataban de hacer pasar por literatura lo que no era literatura, sino de hacer pasar por no literatura lo que era literatura. Lo cual nos enfrenta a un hecho fundamental: al romper con la normativa literaria de su época, toda literatura auténtica se presenta o es considerada como no literatura, y su nueva forma como una ausencia de forma. Para los contemporáneos de Shakespeare, lo que él escribía ni siquiera era literatura (de ahí que sus obras no se editaran con seriedad en vida, privilegio reservado a los auto- res serios), y algunos de los primeros y más distinguidos lectores de Garcilaso de la Vega, el poeta que en el siglo xvi revolucionó para siempre la poesía española incorporándole la música de la italiana, opinaban que sus sonetos no eran poesía sino prosa. Siempre o casi siempre ha sido así: la mejor literatura no es la que suena a literatura, sino la que no suena a literatura; es decir: la que suena a verdad. Toda literatura genuina es antiliteratura.