4x4


El deseo de revancha social

Un joven intenta robar una camioneta y queda atrapado en ella. El dueño del auto, un médico cansado de que lo asalten, lo castiga de forma sádica. Un grupo de vecinos vigilantes actúa antes que la policía y la justicia, y pide que lo mate. Martín Ale analiza 4x4, la nueva película de Mariano Cohn que plantea debates incómodos para el progresismo: la propiedad privada, la legítima defensa y el miedo al delito.

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Fotos: Televisión Abierta

Un pibe sub30 entra a robar a una camionetaza y allí queda encerrado, muerto de hambre y sed. Un hombre de mediana edad, médico, harto de que lo roben, ejecuta una venganza sádica contra el ladrón de su 4x4. Un policía ya retirado que, entre el diálogo y la resignación, busca mediar el resentimiento de clase. Tres personajes construidos para que el espectador de “4x4” nunca termine de empatizar del todo. Un rasgo común en la filmografía de la dupla Cohn-Duprat (El artista, El hombre de al lado, El ciudadano ilustre) sólo que esta vez –con Mariano Cohn solista en la dirección- hay muy poco de humor, bastante de thriller y un tema que es parte del corazón de las preocupaciones argentinas desde hace más de dos décadas: la inseguridad urbana.

Peter Lanzani es Ciro, un joven que deambula en busca su víctima: el estéreo de una 4x4. En el guión, y también en la caracterización y actuación de Lanzani, hay un esfuerzo -acertado- por correrse del lugar común pibe chorro. Ciro está más cerca de los personajes de “Pizza, birra, faso” que del Frente Vital y sus amigos. “La cagué de nuevo”, le alcanza a decir Ciro a su novia, cuando se ve literalmente encerrado, privado de su libertad, en el vehículo. El personaje interpretado por Lanzani podría haber sido parte del trabajo de campo que hace quince años hizo Gabriel Kessler para su libro “Sociología del delito amateur”. A pesar del prontuario que el espectador conocerá en detalle, en esa frase Ciro parece definirse menos como un ladrón de “carrera” que como un pibe que se oscila entre las ocupaciones legales e ilegales en un contexto de precarización permanente. Ciro se mueve con la “lógica de la provisión”: sale a la calle a conseguir recursos.

 

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La 4x4 (una de ese estilo, en Argentina primer semestre 2019, puede costar más de dos millones de pesos) es una trampa: las puertas no abren, está insonorizada y la polarización de los vidrios es total. Una celda o sala de tortura ideada por su dueño, Quique (Dady Brieva), un médico al que lo robaron demasiadas veces para la clase a la que pertenece. ¿A qué clase pertenecen las víctimas más habituales del delito urbano/suburbano? Va de nuevo: si un médico, cansado de que le roben, amasa un resentimiento y sed de revancha semejante como para hacer lo que hace, ¿qué le queda al kiosquero platense al que asaltaron 368 veces? El personaje de Ciro es más rico, complejo y genera los debates que el director ha dicho que busca generar con esta película.

 

Si Ciro es un personaje de Kessler, Quique podría ser uno de los “ciudadano sheriff” –con voltaje duplicado- del libro homónimo de Darío Kosovsky. El médico convertido en carcelero es un buen ciudadano: ante la ineficacia del Estado, actúa por su cuenta. El Doc sería un legítimo usuario de la violencia. La clase social, lo que le robaron, coloca a Quique en la misma línea del ingeniero Santos (1990). El método (el vehículo como “arma”) lo emparenta más al carnicero Oyarzún (2016). El personaje incomoda por igual al progresista y a ese ser cuasi mitológico argentino autodenominado liberal: en una escala ascendente, hay quienes defienden, alientan, toleran, justifican y comprenden al “justiciero”. Pero este ciudadano sheriff, además, es torturador: el ladrón es sometido al hambre, la sed, el aire acondicionado al mínimo, la calefacción al mango, mientras se desangra o se le infecta una herida de bala. ¿Qué clase de Estado pide un ciudadano que ejecuta una venganza sádica? ¿Quiere algún Estado presente un personaje como el de Quique?

 

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Ciro, en cambio, invita a hacerse nuevas preguntas. Atrapado en la camioneta, extenuado, el joven ladrón pareciera registrar por primera vez el afuera. Haciendo un ejercicio de observación: se apropia del espacio urbano y hasta podría decirse que establece relaciones con los vecinos. Pero no hay respiro para el alma progre: los vecinos no tardarán en convertirse en linchadores para que la película dé un nuevo giro y plantee algunas preguntas más.

 

Antes y después de que el médico se encuentre cara a cara con el ladrón, el linchamiento y la “vecinocracia” interpelan de lleno al espectador. El “linchamiento” no nace en las turbas vecinales urbanas argentinas sino en los Estados Unidos del siglo XVIII. Según la genealogía que traza Elsa Dorlin en su libro “Defenderse. Una filosofía de la violencia”,  Charles Lynch y un grupo de “vigilantes” fueron habilitados por los legisladores del estado de Virginia para erradicar a los ladrones de caballos y otros bandidos. Como era de esperarse, la “ley Lynch” se utilizó para perseguir vagabundos, extranjeros, esclavos y rebeldes negros. Las multitudes blancas matan al otro en nombre de la defensa de su raza.

 

En la película, en la real life, ¿quiénes son los linchadores y quiénes los linchados? ¿Se lincha en legítima defensa? ¿Para defender la propiedad privada? ¿Para exigir, ya hartos, que el Estado haga algo? ¿Cuánta dosis de racismo local hay en las turbas iracundas y espontáneas que se replican en videos virales? Hace una parva de años, en 1966, don Arturo Jauretche metía por primera vez el dedo en la llaga y sobre el final de “El medio pelo en la sociedad argentina” habló del racismo argentino y su negación. Y ahí están los textos de Rita Segato, Alejandro Grimson, Ezequiel Adamovsky para demoler el slogan “en Argentina no tenemos racismo”.

 

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El linchamiento vecinal al que Ciro asiste como testigo o la “venganza por mano propia” de Quique sobre Ciro, son una expresión de lo que Esteban Rodríguez Alzueta llama “vecinocracia”: el gobierno de los vecinos vigilantes. Se trata de una nueva forma de soberanía territorial acotada y circunscripta al barrio. Es el ciudadano racional que le da paso al vecino que reniega de toda corrección política y se mueve bajo estado de emoción violenta. Con ese concepto dialoga también la película de Mariano Cohn. En la vecinocracia no hay tiempo para las pruebas, ni la presunción de inocencia ni el debido proceso: hay que actuar antes de que llegue la policía y se lleve al chorro y lo entregue a un juez garantista que lo devolverá a la calle en cuestión de horas. La ministra Patricia Bullrich sabe de vecinocracia. Ella es más efectiva que su política de seguridad: los grandes delitos que merecen mayor inteligencia y tecnología no logran combatirse, pero la ministra hizo puntería en lo que conmueve, lo tangible: el robo, los hurtos y los homicidios.

 

Desde las imágenes del comienzo –una sucesión de planos de rejas, cámaras de vigilancia y carteles de alerta- hasta el “cabildo abierto” vecinal y mediático que busca torcer el destino final de los protagonistas, Mariano Cohn ficcionaliza una sensación que no es una ficción: el miedo al delito modifica subjetividades. Si te robaron en la calle lo sabés; y si nunca te robaron, también (los ladrones no preguntan a quién votaste antes de apuntar y se llevarse algo). Es un miedo que cambia la forma de habitar y transitar el barrio y la ciudad, modifica rutinas, opera sobre todas las interacciones sociales. Un miedo que, además, crea representaciones exageradas en relación a lo que realmente sucede. Pero la peor consecuencia que provoca ese miedo es el deseo de revancha social.

 

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¿Es “4x4” una película que abre un debate real sobre las consecuencias -subjetivas y colectivas- de la inseguridad urbana? Sólo cuando se despega del relato violento puro y duro de personajes con poco que perder y sed de venganza personal para indagar en las motivaciones del revanchismo social, la película invita a revisar en serio los postulados construidos durante décadas por el relato punitivista dominante y también por aquellos que no están dispuestos  siquiera a debatir una agenda posible de seguridad urbana.