Democracia, derechos humanos y justicia social


El Alfonsín de Alberto Fernández

En el discurso de asunción Alberto Fernández vinculó su mandato con las tradiciones políticas de Néstor Kirchner, Cristina Fernández y Raúl Alfonsín. En ese recorrido mostró que en nuestro país la democracia no significa elecciones ni división de poderes solamente: su nombre también se liga al Nunca Más, a la justicia social y al derecho a tener derechos. Porque las empresas echan gente, pero las democracias no. Escribe Pablo Semán.

En su primer discurso como presidente Alberto Fernández comenzó y terminó nombrando a Raúl Alfonsín. Más que formalismo, en esas citas hay una lectura de la historia de nuestra democracia y una recuperación ampliada de un sentido histórico-político que aún estamos lejos de poder dimensionar.

A pesar de sí mismo y del fracaso económico de su presidencia, Raúl Alfonsín ligó el nombre de la democracia al de los derechos humanos y al de la justicia social. Si con su mandato no se comió, no se educó y no se curó, también es cierto que instaló para la historia, para sus compatriotas y para los que lo siguieron la idea de que la democracia es, al mismo tiempo, un bien indispensable y una condición necesaria de un orden económico centrado en los derechos de los sujetos, en la idea de una comunidad de destino y no sólo en los intereses de los mercados.

El logro de Alfonsín que el Presidente Fernández reivindicó en su discurso no remitía sólo al cambio de régimen político, a la “vuelta de las urnas”, a la dimensión de la democracia en la que podían ponerse de acuerdo un abogado radical y uno peronista en un café de la calle Montevideo de los tempranos 1980. Contra corriente, contra las miserias y los cálculos de una buena parte de la clase política de aquel entonces, la democracia de Alfonsín incluyó un hecho político extraordinario: los Juicios a las Juntas Militares. Hay pocos ejemplos en el mundo de eventos reparadores como ese. A pesar de los límites iniciales y los retrocesos posteriores, esos juicios grabaron en la constitución realmente existente el mandato de separar la violencia de la política y el de vincular la política a los derechos, continuando, claro, tradiciones que el peronismo como nadie inscribió en nuestra vida social. Nuestra democracia no se llama elecciones ni división de poderes solamente: se llama también Nunca Más. Se llama derecho a tener derechos. Se llama “no importa quién seas ni de dónde venís” para gobernar o ser gobernado. Entre los forjadores de esa compleja noción histórica de democracia está el Alfonsín de Alberto Fernández.

El Alfonsín de Alberto Fernández

También Néstor Kirchner y Cristina Fernández tuvieron presente esa novedad de la democracia inaugurada en 1983. Sus gobiernos reivindicaron en los hechos esa parte del legado de Alfonsín, aunque sólo lo reconocieron de forma oblicua. Y esto ocurrió menos por estar atrapados en la dialéctica “perucas -radichetas”, anclada en las primeras décadas del peronismo, que por el temor de que cualquier gesto de debilidad los llevara al mismo precipicio en donde cayó el líder radical. Por eso ni reconocimientos a Alfonsín ni concesiones a los poderes de facto a los que éste se enfrentó/allanó, para ellos, de forma tan débil como infructuosa. Más allá de algún homenaje al ex presidente, el trazo grueso del kirchnerismo disoció ese legado de forma consciente y controlada. Esa posición permaneció hasta el presente e incluso se incrementó en el llano con la reactivación de los incuestionables -para mí sagrados- anhelos plebeyos y las sobreactuaciones de la dialéctica antiradical, que fueron el juego en espejo de ese alfonsinismo invertido -con todas sus desventajas y ninguno de sus logros- que en gran parte integró Cambiemos.

Un viejo rabino ruso decía con ironía que los judíos necesitaban un pogrom cada tanto para darse cuenta de quiénes eran y enfrentar a sus opresores. Quizás haya sido necesario el macrismo, que evocó los peores rasgos del menemismo, para que un discurso como el de Fernández fuese posible. Cambiemos construyó su nido allí donde la dialéctica peronismo-antiperonismo y el amor masoquista a los machos alfa hicieron olvidar junto con los nombres de nuestra democracia el hecho de que Menem fue el único presidente peronista que fomentó el odio a los pobres y el que más hizo (con la ayuda inestimable de algunos radicales) por vincular política y servicios de inteligencia. Justo en ese punto, el de la innegable necesidad de reparación socio-económica y de ponerle punto final al expolio torpe y brutal, parece haber sobrevenido la conciencia de que esta tarea no será posible si no nos damos cuenta del nombre de nuestra democracia.

El Alfonsín de Alberto Fernández

Martín Plot resume a Bruce Ackerman y nos dice: “un régimen político-constitucional no es la relación especular entre un texto o conjunto de textos y su aplicación lineal a la realidad política o jurídica. Un régimen político-constitucional es una matriz de sentido que logra consolidarse en el tiempo, un entramado de prácticas, instituciones, sentencias judiciales, piezas legislativas, decisiones presidenciales y discursos sociales aceptables o inaceptables que domina la vida política—y que lo hace, usualmente, durante varias generaciones”.

Nuestro régimen político constitucional está marcado por el intenso período 1983-1986, momento en que nuestra democracia se inauguró con sus flaquezas y sus concesiones pero con el doble mandato de decirle no al terror y a la exclusión. Los Juicios a las Juntas fueron, mucho más que juicios a represores, un punto de origen de nuestro régimen constitucional, un programa de acción para toda una época. Tanto como lo fueron el 2001 y el “así no se puede seguir” que volvió a darle contenido social a la vida política que construyeron Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. El régimen que conjuga todos esos matices no es eterno. Y el macrismo fue siendo, cada día más, una tentativa revolucionaria para revertirlo todo: 2001, 1983 y 1945 juntos. Hoy pasó a esperar agazapado para volver como bolsonarismo. El sujeto político que se opuso a esa intentona congrega a peronistas de todos los linajes, progresistas de todas las derivas, nuevas militancias de todas las causas. En esa corriente, entre tantas piedras en el agua que hacen su efecto radial en la historia, está la que lanzó Alfonsín en sus mejores y breves años, algunos de los mejores de la Argentina.

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Un hombre es, en mucho, lo que se pueda decir de él al final de su vida, el sentido en que sus últimos pasos recogen todo lo que haya dado antes. Los mejores hombres de nuestra democracia, que tienen el tiempo de esa democracia, se rebautizan cada tanto en las aguas sagradas de aquel horizonte constitucional. En el Nunca Más del discurso de Fernández el presente se purifica en ese pasado y ese pasado revive en este presente.