Ensayo

Cultura digital


Dejá de stalkear

Si queremos saber de la vida de alguien vamos a las redes sociales. Escaneamos Facebook, Twitter, Instagram hasta encontrar un dato que nos permita inferir alguna conclusión. Mora Matassi analiza las huellas que dejamos en ambientes virtuales y se pregunta: si te conozco offline, pero no en las redes: ¿te conozco?

La cita sale mal, vuelve a su casa temprano. Mientras camina, lo confirma: sigue extrañando a su ex.

En su cama, ya preparada para dormir, después de procesar la decepción, Agustina agarra el celular. Algo le duele, siente un raptus de extrañitis, de nostalgia. En la oscuridad, iluminada por el teléfono, entra a Twitter a buscar lo que no quiere encontrar. La nostalgia la lleva a la búsqueda y la búsqueda a la angustia. Comienza el escaneo: la revisión de los últimos tuits y respuestas. Ya casi no queda nada de calma.

Minutos después, la profecía auto-cumplida: encuentra un emoji en forma de corazón. Y entonces el camino lógico, de Twitter va a Instagram, a explorar la cuenta -si es abierta- de esa desconocida con la que su ser amado tuvo un cruce digital. Mira con detenimiento las últimas fotos subidas, con cuidado porque no puede dejar ninguna huella. Y ve que él le había likeado casi todas las últimas publicaciones desde marzo. Y de ahí un comentario, y de ahí otro, y de ahí un intercambio bilateral de likes que, como los puntos de un cuadro impresionista, se unen para formar una imagen que brilla en la pantalla. Tiene novia. La conoció, muy probablemente, cuando todavía salían. Cree que lo sabe por la temporalidad de los likes.

 

Esta escena no es extraña o inusual. No siempre termina así, pero suele empezar de la misma forma, y su estructura se repite: observamos la vida de los otros, a partir de las huellas que dejan en ambientes virtuales, y sacamos conclusiones que inferimos del cruce complejo de todas las informaciones, puntuales y muchas veces inconexas, que encontramos en una plataforma social. En el caso de Agustina, se trata de una práctica deliberada que indaga sobre los datos de una persona previamente conocida. Comienza cual intriga amorosa, como una observación dirigida, sin un fin específico, y se convierte, a los pocos minutos, en la búsqueda de la respuesta a una pregunta falseable (ejemplo: ¿tiene pareja?). Que la duda al respecto se dé por satisfecha, y el misterio por resuelto, esconde varias premisas: primero, que lo que mostramos en las redes de forma visible es un indicador fehaciente de nuestra vida. Segundo, que ciertas huellas dejadas en las redes equivalen a cierto tipo de intercambio simbólico –amor, amistad, cercanía, ruptura, enojo, alejamiento. Y, también, a algún estado de cosas y a trayectorias de vida.

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Es común, también, la observación como resultado de una práctica espontánea, en la que se mira y se concluye acerca de otros en general, sin motivación previa. Uno de los hilos más comentados de un concurso de escritura ficcional en España trata de un joven ingenioso que, desde Twitter, se obsesiona con la fotografía de tres amigos que no conoce, únicamente para descubrir que un presunto suicidio ha sido un homicidio. Lo hace uniendo todos los cabos, hasta dar aviso del crimen a la policía. Desde los seguidores en una red a los seguidos en otra, los horarios de conexión, los likes dados, los likes recibidos, los likes que no están, las etiquetas de lugar, las marcas temporales, los vistos, las historias, los agregados, los eliminados, los tagueados, los no-tagueados.

Con un análisis minucioso de la presencia y ausencia de huellas del entorno digital, confirma un crimen oculto. Ficcional, por supuesto, pero signo de una práctica que nos resulta conocida. El periodismo de espectáculos contemporáneo, que se alimenta de los materiales que las redes sociales ofrecen, trabaja con las mismas estrategias de investigación, y ya aparece normalizado. La reconciliación entre dos figuras puede ser inferida sin discusión por un fav en Twitter.

 
Emilia está en Instagram cuando nota que un comediante suele dar like a una actriz. El algoritmo que arma sus notificaciones muestra un patrón que le genera cierta intriga. Primer paso: rápidamente chequea las fotos de la cuenta de la actriz y nota que los me gusta del comediante aparecen solo en fotografías donde ella figura. Segundo paso: ¿se siguen mutuamente? Parece que él a ella sí, pero no ella a él. Con el tiempo la actriz comienza a seguir al comediante; luego, ambos suben una historia de Instagram en el mismo lugar. Casi medio año después, Emilia confirma lo que ya suponía, porque la relación se blanquea con una foto subida: salen.

También puede suceder que un amigo vea a otro en la misma zona que él, a partir de una historia de Instagram. Es posible que uno le responda al otro con un mensaje directo, o con un comentario de Facebook, y que terminen tomando una cerveza en un encuentro casual en el espacio euclidiano. Observar aleatoriamente no siempre concluye con una desilusión de amor. Puede corresponder a cuestiones significativas, como descubrir el fallecimiento de un pariente o conocido. Federico entra a Facebook desde el celular y, mientras scrollea tranquilo en su feed de noticias, encuentra de forma inesperada un posteo del primo que rinde homenaje a un ser querido desde otra provincia. Ese ser querido ha muerto, y Federico se entera en ese instante silencioso donde el algoritmo ofrece algo que podría no haber mostrado, y que él miró por azar.

Mirar

La noción de “aldea global”, propuesta por Marshall McLuhan, se asocia con el surgimiento de los medios electrónicos y puede indicar ese estar juntos en un mismo espacio (virtual) con vecinos que nos corresponden no necesariamente por cercanía física pero sí por afinidades, intereses, y lazos en común. De los cuales recibimos informaciones. A más de 10 años del surgimiento de las redes sociales, conviene rehacerse la pregunta por la noción de la “aldea”. Sobre todo cuando conversaciones públicas recientes, a partir de controversias de intercambio de información privada, han tendido a poner el foco en las formas de la mirada, de la vigilancia, y del poder desplegados a nivel institucional y no solo interpersonal. ¿Cómo pensarnos a nosotros como usuarios mirando a los demás? ¿Cómo, por qué y qué genera esa micro-vigilancia mutua?

 

Las sensaciones que acompañan a la práctica cotidiana de observación uno-a-uno, sea dirigida o aleatoria, y de peritaje de las vidas ajenas, combinan intriga, curiosidad, angustia, sorpresa, silencio. La práctica no es nueva. La expresión “vi luz y entré” denota una forma de la intromisión en la vida del otro a partir de una conclusión que se infiere por lo que se cree un dato certero. Cruzarse en la calle con un conocido que comunica una noticia relevante, chequear el movimiento de los caminantes de la cuadra y los vecinos del barrio por la ventana o la reja, llamar por el teléfono de línea para saber si el otro está en la casa, incluso visualizar una pareja en un café, o comprobar si un auto está o no estacionado en su lugar habitual. Como en una aldea. La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock tematiza la capacidad imaginativa de la mirada sistemática de retazos de las vidas ajenas. Y data de 1954.

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No necesitamos redes para mirar e inferir hechos, pero lo que resulta un cambio en este contexto histórico de apropiación de las redes es que nuestra presencia se multiplica porque podemos “estar” en diversos lugares al mismo tiempo, incluso, como ya se sabe, sin “estar” en ninguno. Y esta nueva dinámica produce inputs inesperados. Estamos expuestos a huellas ajenas, donde sea que nos encontremos, y dejamos huellas, donde quiera que estén. Esas huellas producen cierto saber y el saber, por su uso social, implica poder o falta del mismo.

Matías se hizo un perfil de Facebook que duró poco tiempo. Lo abandonó porque durante el breve período en que lo tuvo sufrió un problema con un amigo, que se sintió dolido por haberlo invitado a un cumpleaños vía evento y no recibir respuesta. Matías, en rigor, no ingresaba a la aplicación y, naturalmente, desconocía la invitación. No se sentía allí presente y por ende tampoco obligado, pero técnica y socialmente sí lo estaba, y la existencia de su perfil generó, en el amigo, la presunción de que él conocía la invitación, y que deliberadamente había tomado una postura al respecto. De dio cuenta de que no iba a poder usar la red como él quería.

 

Jimena se jacta de poder descubrir el perfil de una persona online con solo saber el nombre de pila. Lo hizo. Tomás siente que conoce profundamente los hechos de la vida de Cecilia, la novia de uno de sus mejores amigos. “Cada vez que te la cruzás después de mucho tiempo le vas preguntando sobre tal o cual cosa y te dice ¡Ay! ¿Cómo te enteraste? Y…lo publicaste en Facebook”. En cambio, Malena tuvo que hacerse un perfil en esa red para no perderse de lo que estaba sucediendo en el mundo, y de lo cual sus pares parecían saberlo todo. Rompió el pacto interno de no intervención en el mundo virtual para poder mantenerse en control del mundo físico. En un aeropuerto, Micaela se cruza con una compañera de la primaria con la que ha perdido contacto, pero a quien sigue en redes. Durante la breve conversación, nota que la interlocutora asume que Micaela viajará a París porque es allí en donde vive y estudia. Se sorprende. ¿Qué? ¿Cómo? Si vive en Buenos Aires … “Ah, ¡porque pensé que vivías allá! Vi fotos en Facebook y me imaginé eso”.

 

¿Qué se ilumina y qué se oscurece en vidas que habitan en línea, con una mirada que se siente a veces todopoderosa? Estas historias nos hablan de un régimen de visibilidad cotidiano en nuestras prácticas virtuales. Nos apropiamos de la materialidad de las tecnologías de formas que nos acercan a universos detectivescos que son solitarios e incluyen observación, ingeniería reversa, pensamiento racional y contraintuitivo, peritaje e inferencia. Unión de nodos y extrapolación: con las consecuencias que sean. Angustia, intriga, hastío, satisfacción. Un video ficcional que se hizo viral cuenta la historia de Sara, una chica que comienza una relación romántica con un chico que no tiene redes sociales. ¿Ninguna? Preguntan las amigas con sorpresa. En ese mundo, caricaturesco, distópico, la tragicomedia se desata por la desesperación que le genera sentir que no está pudiendo conocer desde inferencias virtuales a ese ser humano con el que es cercana en el mundo offline.

El antropólogo Gregory Bateson definía a la información como “una diferencia que hace una diferencia”. ¿Pero qué cambia después observar las pistas que dejan los otros? ¿Qué se transforma en nuestras vivencias cuando nos miramos, por ejemplo, en Instagram? Y, sobre todo, ¿qué implica dejar ver cuando se presume que lo que se expone será visto? ¿Cuál es el alcance de la interpretación cuando se presume que lo que se deja ver sabe -en muchos casos- que se está dejando ver? El libro Obfuscation, de los investigadores Finn Brunton y Helen Nissenbaum, lleva esta idea a su inversión y propone que, para protegerse, hay que dejar no menos sino más pistas. Construir, deliberadamente, huellas falsas y ambiguas para las redes, a sabiendas de que estas son observadas y lo seguirán siendo, y con el objetivo de confundir y opacar la capacidad de los otros de inferir sobre nosotros. Un transcurrir virtualmente que implica una estrategia de nivel meta. Sin ir más lejos, uno puede, técnicamente, configurar las aplicaciones para ver menos de algunos o de todos. No es raro, en las rupturas amorosas, que se decida borrar al otro en su forma virtual. Pero la respuesta suele ser querer encontrarse con un dato, una pista, una huella, una luz que permita entrar, aunque no se sepa bien a dónde y por qué. Quizás esto nos hable de una tendencia del siglo XXI en su uso de las tecnologías que lo pueblan: una disposición social hacia la transparencia, donde queremos dar información y recibirla, aunque eso tenga costos. También tiene ganancias. Como plantea la socióloga Karin Knorr Cetina, “un observador ordinario que monitorea eventos es un instrumento para la visión”.

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Si vivimos en las redes, en lugar de utilizarlas, entonces es posible pensar en una red social como un entorno donde nos cruzamos con otros individuos. La idea del flâneur, típicamente asociada al siglo XIX, describe la actividad y actitud de pasear sin rumbo por una gran ciudad. Una metrópoli que por su masividad y anonimato inspira pensamiento interno y libertad, en ese encuentro con los objetos mundanos de la calle. Pero la ciudad de las redes, donde podría pensarse que también somos flâneurs, es lo contrario del anonimato. Lejos estamos de permitir, o incluso querer, que la vista se pierda: y así consumimos reflexivamente el input y la exposición a huellas de los demás, conocidos o semi-conocidos. “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos” leímos en Rayuela.

 

Se dice que John Le Carré, el escritor de novelas de espías, contrató a dos detectives para que lo observaran, siguieran y finalmente le devolvieran la historia factual de su propia vida. Confundido por las múltiples capas de ficción que había creado para sí mismo, no estaba seguro ya de sus propios relatos. Observar en las redes parece jugar a correr un velo. Esa disposición y pulsión por mirar, en un abrazo colectivo hacia la presunción de transparencia, pareciera rodearnos de un positivismo sobre la capacidad humana y social de determinar hechos y circunstancias de los mundos que observamos -como en el surgimiento de la literatura policial. Y, así como el personaje decimonónico, estamos solos, frente a la incógnita de un mundo que nos es ajeno, y sobre el cual construimos, en muchos casos, historias que finalmente nos conciernen. Como desde siempre, como desde La ventana indiscreta. Hoy, además, flota una pregunta en el aire: ¿es la ventana de tu departamento la ventana a tu vida? Si te conozco offline, pero no en las redes: ¿te conozco?

*La autora agradece a Pablo Boczkowski por sus comentarios sobre una versión previa de este artículo.