Ensayo

La tragedia de Curuguaty en Paraguay


Cuando la derecha empezó a volver

El 15 de junio de 2012, en Marina Kue (Curuguaty), en Paraguay, se desató una masacre en la que murieron diecisiete personas, campesinos y campesinas que reclamaban tierras. El evento terminó con otro golpe institucional en el Cono Sur y un juicio que condenó de manera injusta a once sobrevivientes, dicen los autores de “Curuguaty. De masacres, juicios y sentencias”. Adelanto del libro publicado por el sello argentino El 8vo Loco, y el paraguayo Centro de Documentación y Estudios (CDE).

La  masacre  de  Marina  Kue,  Curuguaty  (15  de junio de 2012), tuvo un punto de inflexión –no final– con la sentencia dictada al caso en julio de 2016, que condenó como culpables a once víctimas y supervivientes –campesinas, campesinos– a penas carcelarias, imponiendo de esa manera la sombra de la injusticia más absurda sobre todo el Paraguay. Pero el caso Curuguaty no acabó con esa sentencia. Continúa su proceso judicial y, sobre todo, prosigue su contundente peso sobre la historia de todo un país y de la región latinoamericana.

(…)

Curuguaty es una lucha sobre significados, que se verifica no sólo en el plano del poder estatal y sus discursos, sino también en el del académico. Sabemos muy bien que en nuestro mundo, y en el de la academia también, o en el de los “estudios latinoamericanos”, hay saberes legítimos, países legí- timos, significados legítimos, que en tanto legítimos son  dominantes  y  que  tienen  mayor  posibilidad de circulación. Y la “circulación del conocimiento es parte de la distribución social del poder”.1

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Esos significados integran las llamadas culturas hege- mónicas, que como tales tienen mayor poder de ser conocidas y aceptadas. Ejemplo: es mucho más glamoroso escribir sobre la revolución cubana que sobre la revolución socialista del professore Cavallaro  en Caulonia (Calabria). Esos significados legítimos están implicados en relaciones de poder. Curuguaty no es un significado legítimo o lo es muy relativamente, o quizás apenas empiece a serlo con difi- cultad, con trabas, o de manera accesoria. Siempre menos, es cierto, si pensamos que el cineasta para- guayo Marcelo Martinessi acaba de ganar un premio en la Biennale di Venezia con La voz perdida (2016), un corto sobre Curuguaty. Pero esto aún no hace de Curuguaty un significado menos accesorio, como dijo gentilmente una colega al responder a la propuesta de hacer un libro acerca del caso Curuguaty: que no, porque no era un tema importante, era un tema para pocos, acotado, casi sin sentido. (…)

La otra historia de este texto es de la cual se ocupa: de situar a ese topónimo –Curuguaty, lugar del curuguá– impregnado de un drama social propio de la opresión, dentro de un análisis de las estructuras de poder económico y político que controlan la vida cotidiana del Paraguay. Y también de resaltar su carácter ejemplar en el Cono Sur del siglo XXI, pues dio pie al primer golpe de Estado en nuestra región, en 2012, luego del de Honduras de 2009 y antes del de Brasil de 2016. Masacre y momento de inflexión pues, hoy podemos decirlo sin ambages, marcó el comienzo del retorno de la derecha en el sur de América del Sur.

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Curuguaty condensa en una única palabra un conjunto importante de experiencias históricas. En particular, el modo actual en que se defiende el agro negocio y las tierras malhabidas de herencia stronista en Paraguay y –sobre todo– cómo el poder actúa de forma diferencial en la vida cotidiana bajo el imperio del capital. Sabemos de sobra que raza, clase y género forman una intersección con las relaciones coloniales y neocoloniales, tanto nacional como internacionalmente. Masacrar a un conjunto de dieciséis campesinos y policías en Curuguaty significó –además del golpe al gobierno de Lugo– dejar espacio al “progreso” sojero, garantizado en este caso por la firma Campos Morombí, propiedad del connotado dirigente político colorado Blas N. Riquelme, hoy ya fallecido. Se trata de un hecho inscripto en un patrón de actuaciones que ha tomado cuerpo en Paraguay y que sigue repitiéndose, con total impunidad, como se ha podido ver en otros casos,

como el reciente de Guahory. ¿Cómo no desalojar a campesinos cuando frecuentemente no tienen documentos de posesión sobre las tierras donde han vivido por añares, antes de la existencia de la soja, del agronegocio, de los brasiguayos, de Stroessner, de las tierras mal habidas, de los colorados y de los liberales, antes de los bancos, de las hipotecas y de los títulos de propiedad? Con el desalojo se dejan “libres” unas tierras para que los poderes concentrados sobre  empresas privadas puedan ocuparse de la producción intensiva de soja, fumigando sin resistencia, con protección policial-estatal y condenando a los campesinos a migrar hacia las ciudades, arrastrando sus escasas pertenencias para terminar aterrizando en algún asentamiento periférico –como los bañados– siempre en expansión. Asentamiento desde donde buscarán algún trabajo que les permita sobrevivir. Eso sí: a condición de que todos los componentes de la familia trabajen, niños incluidos; ¿y si no, acaso, quiénes son esos niños que limpian vidrios en los semáforos de Asunción o de Buenos Aires sino los hijos de los campesinos muertos o desplazados o encarcelados  de  Curuguaty? Porque  el  nombre Curuguaty representa cabalmente el drama histórico y actual del Paraguay.

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Curuguaty aclara y cristaliza lo que la realidad es realmente: relaciones de dominación y explotación activas en la sociedad paraguaya. Curuguaty es la razón por la cual hay (y para ciertos sectores debe haber) campesinos sin tierra. Que quiere decir sin existencia: sin vida. Puede decirse esta frase –campesinado sin tierra– porque en Paraguay hay mucha gente a la que Curuguaty le gustó. Y por eso mismo, lo que hubiera debido ser una plaza de la resistencia al golpe fue una plaza tendencialmente vacía. Curuguaty fue posible, es posible, porque hay poderes que desprecian y temen las vidas de quienes ven como otros “descartables”, por lo que atentan con todos los medios que tienen a disposición en contra de esas vidas: por expulsión y desplazamiento, por negación, por obligación de disimularse, asimilarse o someterse, o por la vía final de las balas. Además de las fuerzas políticas enfrentadas entre sí y enfrentadas al gobierno Lugo, además del deseo de los colorados de volver al Palacio López –que según parecen creer les corresponde por “derecho natural”–, Curuguaty puede ser entendido sólo si reconocemos la compleja cadena de formación del capital (internacional y  nacionalmente),  las  necesidades  contradictorias de clase y las relaciones estridentes entre campo y ciudad, entre la modernidad y lo que se visualiza como atraso, entre las comprensiones de civilización y barbarie que (des)organizan a Paraguay.

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Curuguaty es la negación de los derechos humanos fundamentales –a la vida, al trabajo, a la salud, a la cultura–. Significa la destrucción del ambiente a mano de la soja genéticamente modificada, condiciones humillantes que implican sobrevivir más que vivir, la falta de un futuro significativo para una cantidad infinita de niños condenados a sostener con sus vidas una historia de expoliación y desigualdad social. Y esto en Paraguay y en muchas otras latitudes de América Latina es una realidad brutal que millones  de  personas  padecen  cotidianamente  en sus propios cuerpos. Curuguaty significa también la destrucción de las relaciones de producción y el empobrecimiento complementario, el despojo, de miles de ciudadanos en un país como Paraguay. Ahora, ese conglomerado no puede separarse de la capacidad de consumo de los pueblos de otras naciones: de todas esas naciones que compran la soja genéticamente modificada producida en Paraguay o en la región del Cono Sur latinoamericano.

Curuguaty es un acto social pleno. Implica una larguísima cadena de relaciones, de procesos de dominación y subordinación –a veces muy ocultos–que se concretan o concretaron en la expulsión de millones de personas de su tierra (específicamente: territorios), que las obligaron a ubicarse en las periferias de las ciudades paraguayas, argentinas, brasileñas, españolas, francesas, italianas, que negaron a miles la posibilidad de cuidados sociales, educativos, médicos.

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Y esto deriva en niños que lustran zapatos o venden caramelitos o limpian vidrios en el centro o en cualquier esquina de Asunción. Son los puntos conclusivos de esa larga cadena de relaciones, así como lo son Rubén Villalba con treinta años de pri- sión, Luis Olmedo con veinte años, Néstor Castro y Arnaldo Quintana con dieciocho años, Lucía Agüero,  Fani  Olmedo  y  Dolores  López  con  seis años, Felipe Benítez Balmori, Juan Carlos Tillería y Alcides Ramírez con cuatro años. Todos estos hechos tienen una primera acción que se sitúa en el despojo campesino de la tierra por el Estado y por los poderes fácticos vinculados con las semillas transgénicas y con Curuguaty.

Curuguaty es hablar de subjetividades que han sido silenciadas por el Estado paraguayo, como muchas otras: como las personas desaparecidas de la dictadura, cuyos cuerpos apenas ahora están siendo identificados. Escribir sobre estas personas hoy condenadas, no es un emprendimiento humanista: es un imperativo ético. Los cuatro años de tortura judicial y cárcel, más una sentencia injusta, nos dan una conciencia dolorosa de lo político. ¿Por qué? Porque esas subjetividades resumen con su propia experiencia una lucha desesperada –económica, cultural, corporal– en contra de estructuras sociales que  todos  los  días  condenan  a  latinoamericanos (y a gente ciudadana de otras latitudes también) a desesperaciones a menudo muy parecidas. Porque Curuguaty ha pasado mil veces y sigue pasando, no sólo en Paraguay.

Asunción / Buenos Aires octubre de 2016

  1. 1-John Fiske, Reading the Popular, Boston, Unwin and Hyman, 1989, p. 150.

  1. 2- El 15 de septiembre de 2016 una fuerza de 1200 policías desalojó violentamente a unas doscientas familias campesinas asentadas en la Colonia Guahory, del distrito Tembiaporã, departamento de Caaguazú.