“O coiso”, “O tal candidato”, “Bozo”, “Ele”, son algunas de las palabras elegidas en los últimos meses en Brasil para designar a Bolsonaro: nadie se atrevía a pronunciar su nombre propio por temor a desatar la desgracia. Es que ninguna superstición parece suficiente ante una amenaza de tamaña envergadura. No nombrarlo aparece como forma de conjurarlo. Que nadie sepa de él, hacer silencio si, en medio de una conversación entre dos, advertimos que un tercero puede estar escuchando. Hacer de cuenta que no existe. Repetirnos que “algo así” no puede existir en pleno siglo XXI. Pero la realidad se impone, él no sólo existe, sino que acumula un caudal significativo de votos. Ni su foto posando con un arma de fuego, ni el gesto que acompaña la descarga de una ametralladora imaginaria sobre un supuesto blanco conformado por petistas, parecen escandalizar a sus electores. Tampoco los amedrenta su hijo, actual diputado por Río de Janeiro, quien publicó hace unos días en sus redes sociales la imagen de un joven con la consigna de #elenão siendo torturado.
Un anticipo de esta sensibilidad punitiva, segregacionista, xenófoba y confesional la tuvimos durante la transmisión en vivo de la votación del impeachment –en rigor del golpe de Estado institucional– contra Dilma Rouseff en el senado brasileño. Pudimos asistir allí a declaraciones eufóricas y desencajadas de un sinfín de funcionarios públicos de la más alta jerarquía que, embanderados, decían a viva voz votar “por mis hijos y nietos y en contra de la corrupción”, “por mi mujer, mi familia y Dios”, “por el rescate de la esperanza, del pueblo brasileño, por la reconstrucción de nuestro país, pero, sobre todo, en defensa de la vida, la familia y la fé”, “A mi esposa que está luchando ahora por su vida”.
Recuerdo una conversación mantenida con el ex embajador de Chile en Brasil sobre esta escena dantesca. Él nos habló de “las tres B” que marcaban la línea político-ideológica del senado de Brasil: “bala, biblia, boi”. Representantes del poder militar, del poder religioso y del poder terrateniente (oligárquico). Los tres estamentos más conservadores y amenazantes que cualquier país pueda tener y temer.
De ese desfile de “razones” participó Él, afirmando votar “en memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra”, represor de la dictadura brasileña, verdugo de varios militantes políticos brasileños, además de torturador de la propia Dilma Rousssef. Quizás aquí reside una de las claves explicativas del fenómeno de “o coiso”. Me refiero al hecho de que la transición democrática en Brasil, a diferencia de la Argentina, no contó con algo similar a nuestro Juicio a las Juntas. No hubo allí, como sí tuvimos y tenemos acá, un trabajo insistente y sostenido sobre el terrorismo de Estado, sobre sus crímenes y continuidades en el presente. El “éxito económico” de los militares desarrollistas brasileños, a diferencia del “fracaso” argentino, se ofrece como otro de los elementos a tener en cuenta al momento de analizar la escasa condena a los responsables de la dictadura y el frágil trabajo sobre la memoria de sus horrores. No es un dato menor el que el actual presidente del Tribunal Supremo de la Corte de Brasil ante la pregunta por la pertinencia de designar a un militar de la dictadura como su asesor haya respondido poniendo en entredicho que eso hay sido una “dictadura”, y entendiendo que se trató más bien de un “movimiento”.
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El mismo día que a “o coiso” le daban el alta médica por una herida provocada por un dudoso (¿auto?) atentado contra su persona, se llevaban a cabo múltiples manifestaciones de mujeres a lo largo y ancho de todo el país, atravesando incluso las fronteras. Ese sábado tomé el metro en General Osorio hacia Cinelandia donde nos daríamos cita. Todavía era temprano, pero el vagón ya estaba casi lleno. En su mayoría éramos mujeres. Había de todas las edades y filiaciones, amigas, madres e hijas, parejas, mujeres sueltas. Muchas llevaban remeras violetas, otras rojas, y había algunas con diseños especiales para la ocasión. Del vagón anterior llegaba la versión brasileña de Bella Ciao: “uma manhana eu acordei e ecoar ele não ele não não não …uma manhana eu acordei e lutei contro um opresor…somos mulheres, a resistencia, de um Brasil sem fascismo e sem horror, vamo a lutar para derrotar u odio e pregar o amor” [Una mañana yo desperté y el eco él no, él no él no/una mañana yo desperté y luché contra un opresor/ Somos mujeres, la resistencia, de un Brasil sin fascismo y sin horror/vamos a luchar para derrotar al odio y pregonar el amor]. El clima no era triste pero me vinieron unas ganas irresistibles de llorar.
En Cinelandia nos esperaban un conjunto de mujeres y hombres con carteles contra Bozo. El paso se hacía más lento y las consignas sonaban con mayor fuerza. Desde el primer piso de la estación del subterráneo una hilera de personas filmaba lo que estaba sucediendo. Yo también alcé mi celular buscando registrarlo todo. El calor era soportable. A la derecha del teatro municipal se montó un pequeño escenario, aunque el acto culminaría con un show musical en una plaza ubicada a unas pocas cuadras. Sobre una gran escultura situada en el centro de la explanada una mujer joven, muy hermosa, sostenía en alto un cartel alternando la consigna #elenão en brasileño y en inglés. De súbito un momento de silencio antecede la irrupción de aplausos. Ingresa una enorme bandera roja con la cara en negro de Marielle Franco en ese estilo celigráfico –de una infinidad de puntos– que recuerda tanto la imagen del Che. Otra vez un nudo en la garganta. No se sabe nada de los responsables del asesinato de Marielle –mujer, negra, favelada, lesbiana, socióloga y militante política– y mis amigos de allá no guardan demasiadas esperanzas respecto de su esclarecimiento.
Cuando el sol comenzaba a caer me topé con una pareja de investigadores con quienes había compartido unos días de intensa actividad académica. Ellos son profesores de la Universidad Federal de Alagoas, Maceió. Ambos coincidían en que una alianza de Ciro Gomes (del PDT) con Fernando Haddad (candidato del PT) habría sido la mejor opción contra el fascismo y hubiera dejado más tranquilos a todos aquellos que defendemos la democracia. No otra cosa está en juego –como supo dejar en claro el candidato de izquierda Guilherme Boulos en un reciente debate televisivo–. Ambos coincidían, además, en sentirse más seguros al manifestarse allí, en Rio, que en Maceió donde viven desde hace más de cuatro años. En esa ciudad cerca de la mitad de la población es pro-bozo y en la composición de ese porcentaje la clase media es mayoría –me dicen-. El dato no puede menos que resultar “asustador” aun cuando el escrutinio lo desmienta (en ese Estado, Alagoas, Haddad obtuvo cerca de 59.7%). A propósito, mi colega cuenta en su Facebook que, cuando fue a votar, escuchó a alguien decir: “las feministas tienen que ser fusiladas”.
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Una primera impresión de quienes apoyan al candidato de ultraderecha, la tuvimos apenas aterrizados en la ciudad de Río de Janeiro. Desde el Galeao a Ipanema, el chofer de un taxi oficial, ante una pregunta que no exigía mayor respuesta, decide realizar un monólogo en torno a la crisis por la que atraviesa Brasil. Una crisis, según él, “inventada por los medios”. Maneja en simultáneo tres aparatos electrónicos: gps, celular laboral y celular personal. Con una ironía lacónica asevera que “Brasil es el único país donde cuando hay crisis se llenan las pizzerías, se llenan los bares, las playas, los shoppings, las carreteras”. Es más, dice: “Todos estos autos que ven aquí son esos 15 millones de habitantes desocupados –según los medios– que están yendo a buscando trabajo”. El chofer, jactancioso, afirma que su candidato es Bolsonaro. Sin mediar palabra, pregunta si nos enteramos de la escena horrorosa de ese docente cuyos estudiantes rompieron una prueba en su cara. Ante nuestra negativa, nos recomienda mirar los noticieros y buscar la noticia. El resto del viaje sólo oímos desde el asiento trasero su insistente carraspera, como si quisiera escupir algo que tenía atragantado.
La segunda escena transcurre unos minutos después. Quien nos recibe en Ipanema, un ex-profesor de economía de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro, hoy emprendedor de AirB&B de al menos 3 departamentos, se queja de la “merda” de su jubilación y empieza a hablar de la corrupción de Brasil y de Argentina. Con orgullo impostado, próximo al cinismo, dice que Brasil ocupa el puesto número 1 del ranking. Luego enlista sin pestañear una serie de datos comparativos entre Brasil y Colombia. Sin percibir siquiera nuestras expresiones, en otro monólogo comparativo, pregunta: “¿Saben cuál es la diferencia entre el dictador de Venezuela y Lula? Los dos son hombres, sólo que uno está Maduro y otro verde”. Me pregunto cuál será la percepción de este personaje sobre Bolsonaro ¿qué grado de “madurez” le atribuiría?
La incomodidad suscitada por estos encuentros se replicó cuando, al regresar de la manifestación, fui con mi hija y mi pareja a un puesto de la playa a tomar una cerveza. Estando ahí sentados vimos pasar a más de una mujer, vestida con shorts, zapatillas modestas y remeras blancas con la frase estampada en negro: “Bolsonaro presidente”. Creí ver esa misma camiseta en quienes atendían el pequeño puesto de comidas rápidas y “coco gelado” sobre la playa en la que estábamos sentados. Cierta inquietud me despabiló. Mi pareja me recomendaba retirar los adhesivos de mi remera –traídos de la marcha– mientras me contaba de la nutrida presencia de pro bolsonaristas sobre la costa de Ipanema. Esas mujeres con jeans y remeras lisas contrastaban con aquellas otras, miles, de todas las edades, y colores que se hacían eco de la frase: “Yo no voto a quien no me respeta”, “Bolsonaro ni jodiendo”, “Él no, él nunca, él jamás”, “El hijo de él tampoco” o bien “Las mujeres van a derrotar a Bolsonaro”.
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El efecto de las manifestaciones que se replicaron en los centros urbanos más importantes de Brasil (pero también del mundo) parece no haber sido el deseado. Lejos de desalentar a los bolsonaristas, les dio un nuevo brío. Es que las expresiones de libertad alarman a quienes están convencidos de que lo que Brasil reclama es más orden, más disciplina, más ley y control. Rio de Janeiro ostenta un lugar de privilegio en este sentido. La presencia de militares en las calles es abrumadora. Con el mar a la cintura uno puede asistir al espectáculo de ver sobrevolar a escasa altura, helicópteros con soldados colgando de los estribos sosteniendo armas largas que apuntan hacia donde se diluyen las olas. En la ciudad universitaria de la UFRJ te reciben y cuidan señores vestidos de verde y pertrechados tras ametralladoras. Si aun así persiste la sensación de inseguridad tenés la opción de llamar a algunos de los servicios de seguridad privada que ofrecen quienes reparten volantes en el campus.
Bolsonaro saca provecho no sólo de este estado de “inseguridad” y paranoia generalizado, sino también –como afirma Chantal Rayes– del descrédito de la clase política, presentándose como “antisistema”. No obstante, compararlo con Trump sería hacerle una concesión. Bolsonaro se parece más bien a Dutrete, continúa la autora, el actual presidente filipino que inició una guerra contra la droga, pide muerte para los delincuentes y promueve todas las medidas securitaristas consabidas (disminución de la edad de imputabilidad, legalización de la portación de armas, ejecuciones sumarias, etc.). La viralización de fotos y videos entre bolsonaristas con sus armas sobre urnas electrónicas es un gesto por demás elocuente (además de un crimen electoral que a nadie parece molestar).
El candidato que se presenta como “antisistema” es, no obstante, un diputado a quien el pueblo paga su sueldo a través del Estado desde hace más de 29 años durante los cuales presentó apenas un par de proyectos. Ese candidato cuadruplicó en tan sólo dos años su base electoral. Durante ese lapso tuvo lugar el Golpe de Estado contra Dilma, la mega causa del lavajato, el asesinato de Marielle Franco, el proceso y casi proscripción de Lula, además de una serie de medidas “anti-populares” tendiente a una creciente des-democratización y orientadas a una redistribución regresiva del ingreso con efectos des-igualitarios para la mayoría de la población (condensada en la medida de congelamiento por 20 años del presupuesto destinado a gasto público).
Bolsonaro no es un caso aislado, es el “hijo sano” del actual momento neoliberal, inescindible de un autoritarismo social cada vez más extendido. En él se reclaman “figuras fuertes” para contrarrestar, quizás, la impotencia experimentada por aquellos sobre quienes se gobierna. El odio y el desprecio destilado hacia los “populistas de izquierda” alimenta a estos “populistas de ultraderecha” que encuentran acogida en una configuración social que entroniza la ideología del mérito, que exacerba la responsabilidad individual –desconociendo la colectiva–, que abjura de lo público y promueve una privatización moralizante de la lógica política. Las preguntas se imponen ¿cuánto odio puede una población descargar sobre una parte de sí misma sin destruirse por completo? ¿Cuánto requiere esta sensibilidad destructora del convencimiento de que en este mundo no hay lugar para todos? ¿De cuánto “bolsonararismo” somos nosotros contemporáneos? O bien, ¿qué tipo de “bolsonarismo” nos habita?