Bolsonaro-Macri: el neoliberalismo autoritario


Cada cual en su círculo sin molestar

Ezequiel Adamovsky analiza la vinculación con el liberalismo que late detrás de Bolsonaro y sus conexiones con Macri. Por qué sus votantes son, en realidad, los protagonistas de esta época: neoliberales autoritarios, el otro yo del liberal-progresista que vivía y dejaba vivir, "un hermano gemelo no reconocido, un Mr. Hyde que emerge". De esta forma explica la tentación de "bolsonorizar" la agenda electoral cambiemita y el encogimiento de los límites que garantizaban dónde termina la libertad ajena.

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La frase salió de boca de Macri en la visita que acaba de concluir: “Tanto a usted como a mí, nuestros pueblos nos han elegido porque querían un cambio de verdad”. En un clima que todos describieron como muy amistoso y distendido, Bolsonaro coincidió en que había una “identidad de valores” entre el proceso que él lidera y el de su par argentino. ¿Hacia allí conduce el cambio? No hay dudas de que existen diferencias importantes entre ambos presidentes, incluso si comparten una misma visión económica y persiguen los mismos alineamientos geopolíticos.

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Pero puede que haya también sintonías más profundas, insospechadas, en las aspiraciones de sus seguidores.

El sujeto liberal-progresista con el que creíamos contar como base votante, esa persona que vive su vida y deja a los demás vivir la suya, parece estar dando lugar a un otro yo, un hermano gemelo no reconocido, un Mr. Hyde que emerge. Es ese otro sujeto menos amable, agresivo, que ya se hartó de tanto espacio para los reclamos colectivos, de tanta atención del Estado a los desvalidos (“con mis impuestos”), de tantas garantías para la gente que no se porta bien, de tanta revuelta feminista, de tanta celebración de las sexualidades disidentes, de tanta gente extraña caminando por sus calles. Desde ese hartazgo anima conductas microfascistas y se ve seducido por candidatos como Bolsonaro, que le ofrecen una agenda represiva y ultraconservadora sin importar los costos.

A juzgar por el desconcierto de los analistas, el surgimiento de fuerzas de extrema derecha con éxito electoral parece una sorpresa incomprensible. Hasta hace poco el fenómeno se visualizaba como algo encapsulado, una expresión antiliberal minoritaria propia de grupúsculos neonazis, de nostálgicos del pasado, de gente nerviosa por la inmigración o de países excomunistas con dificultades para adaptarse. La principal amenaza a la democracia era en cambio “el populismo”, especialmente el que floreció en América Latina, según se machacó hasta el hartazgo en los debates públicos. Su identificación con el Pueblo, su retórica “demagógica” de ampliación de derechos y sus políticas distributivas corroían tanto a las instituciones republicanas como al orden macroeconómico. Menos preocupante, se hablaba también de un “populismo de derecha”, rótulo en el que caían esos partidos del viejo continente con foco en el rechazo a los inmigrantes y a la Unión Europea. En todo caso, parecía estar claro que “el populismo” era una reacción contra el liberalismo y que la continuidad de la democracia requería, entonces, salir en su defensa.

Pero el triunfo de Trump y de Bolsonaro, o los avances de partidos como Alternativa para Alemania o VOX en España, son difíciles de entender con ese marco. Las ideas que ponen en juego son ciertamente reaccionarias: nacionalismo excluyente, racismo y xenofobia, hostilidad hacia el feminismo y al movimiento LGTB, mano dura y libre portación de armas. No sin algo de razón, muchos los consideran lisa y llanamente “fascistas”. Hay sin embargo un punto en el que no se parecen nada al fascismo histórico: son fervorosos antiestatistas, partidarios del libre mercado y del individualismo. Incluso Trump, que protege a las empresas estadounidenses de la competencia china, sostiene internamente políticas de corte neoliberal. Como anuncia Bolsonaro, se trata de bajar impuestos a los ricos, liberar al mercado de cualquier regulación estatal y acabar con la “molestia” de los derechos laborales. En todo eso se acercan al liberalismo, con el que tienen además muchos puntos de contacto. De hecho, los llamados “liberales libertarios” los han apoyado de todo corazón: el Tea Party abrió el terreno para la victoria de Trump y el Instituto Ludwig von Mises de Brasil está exultante con Bolsonaro. Los une el individualismo antiestatista más extremo combinado con el conservadurismo autoritario.

Todo esto hace a esta nueva derecha algo obviamente opuesto al “populismo” latinoamericano, al punto que resulta ya ridículo considerarlos parte de una misma familia. El desconcierto de los analistas frente a este fenómeno es indicativo de que las categorías que utilizamos no están funcionando. Lo que hoy amenaza la democracia no viene del “populismo” y de hecho está más asociado al liberalismo de lo que nos gustaría reconocer. ¿No será momento de regresar a las clasificaciones que ponían el eje en los intereses de clase asociados a los diferentes proyectos políticos, antes que en sus retóricas o sus formas exteriores?

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Que haya liberales que también sean conservadores no debería sorprender a nadie. La unión entre ambas tendencias es bastante sólida y continuada. Sólo quien desconoce la historia del liberalismo lo imagina como una corriente invariablemente progresista y democrática. La desconfianza frente al voto popular es constitutiva de esa tradición y su tolerancia hacia los gobiernos democráticos siempre quedó supeditada a que sus políticas coincidieran con sus ideales. Friedrich Hayek, el pensador señero de los liberales actuales, apoyó efusivamente al régimen de Pinochet cuando impuso el terror sobre la población chilena. Dictadura y liberalismo, para él, no eran términos necesariamente excluyentes. Entre los académicos, de hecho, gana creciente aprobación la etiqueta “neoliberalismo autoritario” como modo de reconocer esa conexión histórica. Nuestro país tiene antecedentes abundantes de liberales que abrazaron regímenes autoritarios. Y como mostró un experto en la historia del pensamiento neoliberal, varios de los partidos de la extrema derecha europea (supuestamente “populistas”) salen más bien de esa tradición y mantienen con ella amplias zonas de contacto.  

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Pero aun así, es cierto que durante algunas décadas en el siglo XX existió un precario punto de encuentro entre capitalismo y democracia progresiva, mediado por el liberalismo. Hubo tiempos en los que la expansión del capital pudo estar acompañada, al menos en algunos países, de la extensión de derechos, libertades y garantías. Ese precario entendimiento hoy se está agotando. O dicho en otros términos: puede que el liberalismo haya perdido su carácter progresivo (si alguna vez lo tuvo) y que nos encaminemos a un mundo en el que el individualismo que promueve asumirá sus visos autoritarios de manera cada vez más ostensible.

Por todas partes estamos viendo que la profundización del capitalismo viene acompañada ya no sólo del desmantelamiento de los Estados de Bienestar sino también de los derechos políticos y garantías civiles más elementales. La derecha ya ha llegado al poder mediante golpes parlamentarios (“golpes blandos” realizados legalmente) en Paraguay y en Brasil. El uso del lawfare en Brasil, Argentina o Ecuador es otro buen ejemplo. Las propias instituciones republicanas, pensadas para dividir el poder y resguardar las garantías individuales, están siendo utilizadas sin mucho escándalo para todo lo contrario: para amedrentar a la población y para excluir determinadas alternativas electorales. Todo eso debería llamar nuestra atención sobre el agotamiento del sistema legal/constitucional diseñado por inspiración de la tradición liberal. Porque no es que las instituciones no estén funcionando como suficiente garantía para el resguardo de la democracia frente a alguna amenaza externa: se está atacando con ellas mismas el corazón de la soberanía popular.

La novedad del momento sin embargo no es tanto esa, como el hecho de que ese conglomerado de visiones individualistas-liberales y al mismo tiempo conservadoras y autoritarias se esté abriendo camino entre la gente común al punto de asegurar victorias electorales. Conviene analizarlo entonces como un fenómeno “desde abajo” antes que poniendo foco en los líderes y referentes. Especialmente nos conviene en Argentina, por la deriva que está teniendo el PRO, un partido de ideas neoliberales que ganó las elecciones de 2015 con una retórica “progresista” y una identificación con Obama, pero que trumpiza/bolsonariza su discurso y sus medidas cada vez más. Es cierto que hubo mucho de impostura en la adopción de esa retórica –Macri se declara desde siempre admirador de Ayn Rand, escritora de cabecera de los liberales libertarios– pero puede que el cambio sea tanto un sinceramiento como el efecto de la presión de su base votante más fiel (o, al menos, de la intuición de que así asegurará su apoyo).

Las encuestas de valores políticos muestran que la mayoría de los partidarios de Macri combina una ideología marcadamente autoritaria-conservadora con el apoyo a los principales argumentos del neoliberalismo. A pesar de ello, la estrategia del PRO ha sido hasta ahora la de enviar señales tanto a ese segmento como al más progresista, de modo de captar apoyos de ambos. Así lo hicieron por caso con el derecho al aborto: con la apertura del debate entregaron motivos para el entusiasmo a sus sectores menos derechistas, mientras que con el bloqueo en el Congreso conformaron al resto. Pero es posible que ese equilibrio inestable se esté desbalanceando hacia la bolsonarización a medida que se acerca el escenario de campaña electoral de 2019. La figura ascendente de Patricia Bullrich, por su insistencia en la mano dura, su difamación de los inmigrantes y su tendencia a inventar amenazas a la seguridad, es la que mejor representa esa posibilidad. Pero también la exploran María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta con sus coqueteos con los evangelistas. El propio Macri viene jugando ese juego de manera más abierta desde que apoyó veladamente a Bolsonaro en las elecciones que lo llevaron al poder. Los liberales libertarios locales (e incluso los liberales más tradicionales) también se entusiasman con el brasileño, como antes lo habían hecho con la candidatura de Macri (por más que ahora estén frustrados por su cautela y traten de despegarse de sus fracasos). En fin, también en Argentina existe una amplia zona de contactos entre liberalismo y extrema derecha.

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Como filosofía y como cosmovisión, el liberalismo se apoyó en la idea de que el sujeto de la sociedad es el individuo aislado, completo en sí mismo, dotado de derechos inalienables porque de ellos es propietario. El objetivo de la vida social, desde esta visión, no es sino liberar al individuo de toda constricción, garantizarle libertades para que persiga individualmente y por sí mismo la felicidad. Fuera de los tratados filosóficos, ese es el mandato que transmitió, convertido en ideología y sentido común, a todas las personas: busquen su provecho propio, florezcan en el espacio privado, que lo demás vendrá por añadidura. Como llegó a afirmar Thatcher: “No hay tal cosa como la sociedad: hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias”.

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La ideología liberal no predicó sin embargo el egoísmo: descansó en una pedagogía implícita de respeto al prójimo como condición para el orden social. Hay una frase que suele repetirse a los niños que transmite esa enseñanza: “Tu libertad termina donde empieza la de los demás”. No se sabe de dónde viene, pero aparentemente procede de otra de fines del siglo XIX, equivocadamente atribuida a John Stuart Mill o a Abraham Lincoln: “La libertad de agitar tu puño termina donde empieza mi nariz”. Se trata de imágenes espaciales, como si cada uno de nosotros tuviese un espacio de libertad propio, personal, una especie de círculo de autonomía que nos rodea y que nadie debe traspasar. El orden social se asegura si cada uno respeta esa norma: nadie invade el espacio de otro individuo, todos contentos.

El liberalismo en su momento más utópico imaginaba que eso aseguraba la felicidad, por lo que no era siquiera conveniente que el Estado educara a los ciudadanos en valores específicos. Cada cual tenía derecho a elegir su modo de vida, sus creencias, sus ideas. Todo vale, siempre y cuando no avancemos sobre el espacio de libertad de los demás. Indudablemente, esa visión tuvo efectos liberadores sobre las subjetividades: ayudó a romper prejuicios y tradiciones y abrió espacios para vivir la vida con mayor libertad.

El problema es que esa pedagogía del respeto al prójimo tiene un lado B, un costado oscuro que puede perderse de vista y que es precisamente el que emerge hoy. Nos invita a estar alertas de no traspasar el círculo de libertad del otro. Pero eso mismo implica que nos empuja a una máxima intolerancia frente a posibles invasiones sobre nuestro espacio vital: no debo traspasar el círculo de los demás, pero nadie debe traspasar el mío. El individuo educado en la pedagogía liberal se siente en la obligación de no cruzar el círculo ajeno, pero también con el absoluto derecho a proteger el propio como sea. Dentro de su espacio, cada uno es rey.

El problema, naturalmente, es que nuestras libertades personales no son en verdad “individuales”. Allí donde existen, son fruto de decisiones sociales, políticas, colectivas. No hay tal cosa como círculos de autonomía que pudieran coexistir felizmente sin tocarse ni invadirse. Permanentemente nuestras acciones afectan a los demás y no podría ser de otro modo, para bien o para mal. La decisión de uno de enriquecerse groseramente afectará la vida de miles de personas. Y lo mismo vale para la determinación de otro de ganar un nuevo derecho. La tensión se ve con claridad en la justificación que Bolsonaro ensayó para su homofobia. Según declaró, si dos hombres tienen sexo entre cuatro paredes es problema de ellos. Lo que le molesta es que en las escuelas se enseñe que eso no está mal. “Con mis hijos no”: lo que hagas dentro de tu círculo es problema tuyo siempre y cuando te asegures de que no lo vea, ni me obligues a aceptarlo, ni lo sostengas con mis impuestos. Como si alguna libertad pudiera abrirse camino sin todo eso.  Como si algún derecho hubiese avanzado recluido entre paredes.

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Estamos en un momento civilizatorio en el que el horizonte ético de esa pedagogía liberal se agota. El espacio vital que podía sustentar la ética de “cada cual detrás de su línea” se acaba. La presión del capital y las demandas individuales y colectivas vienen acercando nuestros círculos cada vez más. Se tocan, se rozan, se invaden, se sacan chispas. Y eso da paso al lado oscuro de esa pedagogía liberal en decadencia, a la violencia dirigida al prójimo como efecto de la angustia por la incapacidad de controlar individualmente lo que sucede dentro de ese espacio que imaginábamos personal, propio, inviolable. A ese individuo que se siente amenazado le habla la Asociación del Rifle que financia a la derecha norteamericana. A él le hablan Bolsonaro y Patricia Bullrich cuando exigen la libertad de portar armas o la potestad de la policía de matar gente a gusto. “Están entrando a tu reino, ¡dispará!”

Visité Río de Janeiro pocos días antes del ballotage. Charlé allí con un votante de Haddad que despotricaba contra Bolsonaro, pero terminó de todos modos reconociendo que “alguien tiene que hacer algo” con el caos en que se ha convertido Brasil. Ese “alguien tiene que hacer algo” es el impulso que está detrás de la bolsonarización. Porque ese “alguien” es alguien dotado de superpoderes, alguien capaz de restaurar ese orden de círculos de libertad individual bien ordenados que no se importunan unos a otros. Y si hace falta para ello suspender las libertades de quienes desentonan, que sea. Cada cual en su círculo sin molestar. Y al que no quiera, bala.

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Todo indica que el individualismo autoritario no hará sino expandirse si el avance del capitalismo continúa sumando amarguras y la impotencia del voto sigue exacerbando frustraciones. La pedagogía ética que el liberalismo lleva implícita no sólo no detiene esa deriva, sino que la exacerba. Sólo podrá detenerla algún proyecto colectivo de otro signo, que no tenga al individuo como principio y fin de su filosofía.

Si tuviésemos que reeducar a los niños como sujetos de una democracia que vuelva a ser progresiva, habría que reelaborar la famosa frase más o menos así: “Tu libertad empieza donde empieza la de todos nosotros y nosotras, y termina cuando se extingue la de los demás”. O en la otra variante: “La libertad de agitar tu puño requiere que entre todes acordemos dónde te parás vos y dónde me paro yo, porque sin eso no tenés libertad o me quedo sin nariz”. Pero esa pedagogía excede el horizonte individualista del liberalismo. Sería una pedagogía de lo común.