Ensayo

La nueva oposición en el Congreso


Carrió, la narradora del posmacrismo

Carrió dejó de ser la actriz invitada de Cambiemos, uno de esos personajes secundarios pero potentes de las series. Su trayectoria la entrenó para capitalizar las sorpresas y las derrotas. Por eso ahora, con un Macri y una Vidal desdibujados y un Larreta atrincherado en la Ciudad, se perfila como la mejor narradora del posmacrismo. La nueva líder de la oposición que se viene siente que tiene todo para ganar: su partido, la Coalición Cívica, seguirá teniendo peso en la Cámara y ella sabe que, casi sin estar en los debates, puede dar vuelta el recinto con un discurso de dos minutos.

El domingo 11 de agosto a las 22:21, Elisa Carrió se robó el micrófono en el escenario donde un minuto antes Mauricio Macri había reconocido la derrota. Ahí comenzó el posmacrismo. Muchos de los actores allí presentes no lo sabían aún. Tal vez no lo sepan todavía. Pero en ese momento, en el que el Presidente ya no importaba, nadie reparó en cuidar que su palabra fuese la única en ese trance de la noche electoral, cuando todavía no había resultados oficiales pero abundaban las caras de desorientación y tristeza, comenzó el posmacrismo. Fue el inicio del final para un gobierno que llegó con ínfulas de republicanismo y tecnocracia y, si en octubre se repiten los resultados de aquel domingo, se irá con los peores indicadores en todas las áreas posibles, sin más legado que el de haber sido un sorprendente fracaso tanto para quienes lo votaron como para los que no.

En ese primer minuto del posmacrismo naciente, en medio de la hecatombe y el aturdimiento, Carrió se robó el escenario, el micrófono y dijo: “Yo no registro agosto. La única certeza que tengo es que la república democrática gana por más del 50% en octubre”. Consiguió levantar a la multitud, que se encendió con un breve “¡Sí, se puede! ¡Sí, se puede!”.

“No es mala la adversidad para Cambiemos porque nos quita la soberbia”, arengó Carrió con el micrófono arrebatado. “No es mala la adversidad. Mírenme a mí. Espléndida vieja con 63 años”, siguió. Y fue entonces cuando le puso un número al único legado que Macri le puede dejar a sus todavía socios electorales: “Sé por experiencia que el tronco republicano de la Argentina tiene un apoyo inamovible del 33% de los votos”, estimó ante los ojos de los entristecidos militantes de Cambiemos.

¿Qué sentido tuvo decir ese número ahí? Una cifra incluso menor a la cosecha de votos del Presidente y que por lo tanto no alcanzaba ni para hacerle cosquillas al 47% que, decían todas las pantallas, se llevaba Alberto Fernández.

Para ella la noche todavía no había terminado: estableció las bases del pedazo más grande y más duro de Cambiemos, que reclamará para sí a partir del 27 de octubre y del que se considera legítima heredera.

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“Me pueden decir periférica, gorda, marginal o chaqueña, pero no tonta.” Elisa Carrió, años 90.

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Con algunos puntos más o algunos puntos menos, las lecturas de sociólogos, historiadores y politólogos coinciden con Carrió en que hay un núcleo del 30% de los votantes argentinos que, a lo largo de las décadas, acompaña a las opciones no peronistas. Más o menos a la derecha, con mayor o menor progresismo en sangre, pero siempre hay opciones que abjuran del PJ y que, juntas o dispersas, pueden reunir a al menos un tercio del electorado.

Y, por derecha o por izquierda, Carrió trabajó siempre por conducir ese polo antiperonista. Primero dentro del radicalismo, y después desde mediados de 2001 cuando, en plena debacle del gobierno de la Alianza abandonó la UCR y fundó el ARI junto a Alfredo Bravo. El dirigente socialista la abandonaría un año más tarde, en noviembre de 2002, y ella llevaría a su partido a ser el germen de lo que hoy conocemos como Coalición Cívica, pata fundadora de Cambiemos. Frente a Eduardo Duhalde, a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández de Kirchner, Carrió procuró conducir al antiperonismo. Lo consiguió de la mano de Mauricio Macri. Pero el Presidente dilapidó en menos de cuatro años la construcción que lo llevó al poder y perdió el favor del sector que fluctúa entre los dos polos de la política argentina: el peronismo y el antiperonismo. Sólo se quedó Macri con el tercio flaco de quienes rechazan al PJ.

En el posmacrismo ese tercio quedará dolido. El 10 de diciembre, si se confirman los resultados de las PASO, verán cómo deja la Casa Rosada no sólo un Presidente que aumentó la pobreza, la indigencia, la deuda externa y el desempleo, sino también su última esperanza de erradicar al PJ de la política electoral. Aquel sueño del antiperonismo de siempre que no pocos analistas y dirigentes creyeron ver materializarse cuando Cambiemos, que ya gobernaba el país, la Ciudad y las provincias de Mendoza, Corrientes, Jujuy y Buenos Aires desde 2015, ganó además las elecciones legislativas de 2017. “No vuelven más.” Pero tampoco con Macri pudo ser.

Como si fuera poco, en el proceso, el Presidente tuvo la reprochable idea (para el núcleo más duro de este electorado antiperonista) de echar mano de herramientas que había denostado en sus antecesores: precios cuidados, subsidios, congelamientos de precios y flotación sucia del dólar. Por no mencionar la necesidad de llenar la Plaza de Mayo para demostrar poder, como sucedió el 24A.

No será fácil el duelo. En parte porque el proyecto económico que defiende esa porción de la sociedad mostró su fracaso rápido y violento una vez más. Pero también porque el proyecto político llegó a la Casa Rosada en 2015 con ínfulas de superioridad moral, dando clases de nueva política, desdeñando cualquier señalamiento (incluso y sobre todo los internos) respecto del peligro de tratar a todos el resto de los actores del sistema político como tarados o corruptos que no saben lo que hacen, que aplican recetas viejas o que sólo están guiados por intereses espurios.

Carrió se perfila, desde la noche misma de la derrota, como la mejor narradora de eso que viene para los adherentes a Cambiemos. Con un Macri y una Vidal desdibujados en el mapa político nacional, los radicales encerrados en su interna y ya pensando en un futuro lejos de Cambiemos, y un Larreta atrincherado en la Ciudad, Carrió siente que tiene todo para ganar. Es probablemente quien mejor puede conducir a una oposición que necesitará ser estridente para que su voz no pierda peso en el debate público después de los resultados que dejará la gestión de Mauricio Macri. Será una oposición fragmentada y quizás numéricamente débil en el Congreso, pero Carrió es un reaseguro para saber que será mediáticamente potente.

El armado de las listas legislativas, definidas a mediados de junio, cuando todavía el resultado de las PASO era una gran incógnita y el Gobierno se esperanzaba con reelegir, colaboró con el futuro de Carrió. La Coalición Cívica tiene diez diputados, la mayoría electos en 2017. Sólo dos bancas lilitas se ponen en juego en octubre: la de la cordobesa Leonor Martínez Villada y la de la catamarqueña Orieta Vera González. Los ocho restantes continuarán en la Cámara.

A ellos, gracias a la negociación que hizo con Marcos Peña para las listas de todo el país, Carrió podría sumar hasta siete nuevas bancas. Es decir, casi duplicar su número actual de diputados. Entre los que llegarían a la Cámara baja de su mano hay que anotar a Mariana Zuvic, Mariana Stillman y Mónica Frade, todas del sector más identificado con la denuncia de la corrupción kirchnerista. Además, regresaría al Congreso Maximiliano Ferraro, el único dirigente de su riñón al que Carrió consiguió en estos cuatro años ubicar en la primera línea del gabinete macrista.

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También coló un suplente clave en las listas del Senado: Mario Quintana, ex vicejefe de Gabinete y hombre clave del primer tramo de la Presidencia Macri, es suplente en la lista que integran Martín Lousteau y Guadalupe Tagliaferri para la Cámara alta por la Ciudad de Buenos Aires. Tras su salida del Gobierno, Quintana se convirtió en uno de los hombres de confianza de Carrió y ahora, si cualquiera de los dos candidatos decidiese renunciar a la banca o aceptar un puesto ejecutivo (por ejemplo, si Tagliaferri decidiera permanecer junto a Larreta en el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat en lugar de mudarse al Senado), pasará automáticamente a ocupar su banca.

Todos ellos (Zuvic, Stillman, Frade, Ferraro y Quintana) comparten objetivos e intereses con Carrió, además de largas charlas en su casa de Exaltación de la Cruz. Son, parafraseando a Macri, el “Círculo Rojo” que expresa y contiene los deseos de la diputada. También están en ese grupo los diputados Juan Manuel López, Héctor “Toty” Flores y Alicia Terada, y uno de sus amigos de más larga data en la política: el jefe del interbloque Cambiemos en la Cámara baja, Mario Negri. Por él y su deseo de gobernar Córdoba, Carrió dinamitó la unidad entre el PRO, la UCR y la Coalición Cívica en esa provincia, forzó al presidente Macri a rechazar una interna entre Negri y el otro candidato local, Ramón Mestre; y coronó el episodio putenado al jefe del bloque PRO, Nicolás Massot, frente de varios diputados.

A ellos se les suma el grupo de amigas de Carrió. Varias mujeres que -para dolor de cabeza de todos los asesores de prensa de la Coalición Cívica- le manejan la cuenta de Twitter y con quienes comparte opíparos tés.

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“Hasta la elección yo me tengo que portar bien, para sostener a mi presidente, que es Macri. Después me puedo portar como quiera.” Elisa Carrió, agosto de 2019.

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Si de algo sabe Carrió es de manejar el recinto desde una bancada opositora minoritaria. En 2009 fue parte de la creación y conducción del efímero Grupo A. Un intento de unidad de una oposición muy dispersa a la que sólo la amalgamaba su antikirchnerismo y, de paso, la posibilidad de repartirse los lugares de poder (como la integración y presidencia de las comisiones) en la Cámara de Diputados. Fueron parte de ese experimento dirigentes que luego serían funcionarios del presidente Macri, como Patricia Bullrich, Silvia Majdalani u Oscar Aguad; legisladores que se mantendrían en la oposición aún después de la salida de Cristina Fernández de Kirchner de la Presidencia, como Graciela Camaño; y diputados que en 2019 se sumarían a la unidad del peronismo con el kirchnerismo, como Victoria Donda.

En aquellos meses de jugar al límite con el quórum, la entonces secretaria parlamentaria del Frente para la Victoria, Teresa García, adquirió una habilidad que la acompañaría durante toda su gestión en el bloque kirchnerista y que le permitiría leer el recinto con precisión para poder anticipar movidas opositoras. “Yo estoy atenta durante la sesión a los cruces de miradas entre Camaño, Bullrich y Carrió. Así sé si se viene alguna inesperada”, contaba hace ya diez años la hoy legisladora bonaerense. Y es que, si de algo sabe Carrió, es de dar vuelta un recinto. Incluso frente al propio gobierno que integra.

Se cumplen por estos días apenas dos meses de cuando el jefe del bloque de diputados del PRO, Nicolás Massot, la acusó de ser quien “más ha cuestionado y ha mellado la autoridad presidencial en estos años” y de haber “extorsionado” desde su banca al macrismo “en muchas oportunidades”. Fueron varios los episodios en los que la líder de la Coalición Cívica usó su peso simbólico dentro del recinto para frenar leyes que el Ejecutivo quería pero ella no.

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No es extraño que, cada tanto, aparezcan notas periodísticas o comentarios en redes sociales marcando la cantidad de tiempo que pasa ausente del recinto. Carrió no tiene asistencia perfecta, aunque tampoco está entre los diputados que más faltan a las sesiones. Sí, en cambio, es una de las que menos veces está en el recinto a la hora de votar. Muchas veces, este último registro (el de las votaciones) es difundido como prueba del presentismo en los debates y por eso ella figura al tope de esas listas. Según cuenta Gabriel Sued en el libro Los secretos del Congreso, en 2016 Carrió se ausentó del 83% de las votaciones y en 2017, del 90%.

Pero más allá de la distinción entre participar de una sesión y quedarse a votar, hay un dato cierto: Carrió suele no estar durante la mayor parte de los debates. Pero esa información se complementa con otro dato, clave: ella no necesita estar presente ni la mitad de la sesión para tantear el clima del recinto y procurar volcarlo a su favor con dos o tres minutos de discurso. En esas estrategias se suele valer de su otra gran herramienta: la mediática. Lo detalla en el libro de Sued uno de sus discípulos, el hoy secretario del Ministerio del Interior, Adrián Pérez: “Empezó a ser una diputada de lunes a viernes. La mayoría de los diputados hacía política en sus territorios. Cuando llegaban a Buenos Aires, el martes a la tardecita, ella ya había hablado con los medios lunes y martes y les había marcado la agenda. Fue la primera en descubrir la potencia de los medios para hacer política. Ella decía que sus principales aliados eran los movileros. Extendió las fronteras del recinto”. Hace algunos pocos años, se centraba casi exclusivamente en las cámaras de los canales de televisión en el salón de los Pasos Perdidos o en las entrevistas con TN para presionar a sus colegas en plena sesión. Hoy, complementa esa estrategia de pinzas con sus posteos en Twitter.

Macri también sufrió la forma en que Carrió pone en acto su poder. La diputada jugó a todo o nada más veces de las recomendables para un gobierno en ejercicio. Amenazó, explícita o veladamente, con romper Cambiemos cada vez que algo no la contentaba. Contaba para eso con un activo imprescindible en un gobierno que se construyó en base al rechazo al kirchnerismo y a las denuncias de corrupción: Carrió fue durante todo el macrismo la garantía, para buena parte del electorado, de que Macri no era, finalmente, peronista. Es decir: no era corrupto, no era prebendario, no era populista, no era ni feo, ni sucio, ni malo. Ante cada escándalo de corrupción en que apareció el nombre del Presidente, Carrió encontró chivos expiatorios explicativos para el electorado de Cambiemos: Panamá Papers fue culpa de Franco Macri, la deuda del Correo Argentino fue resuelta a espaldas del pobre Macri, el acuerdo con el Fondo Monetario fue maravilloso y el dólar se iba a quedar en $23.

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“Lo que es malo es sentirse deprimido en la adversidad. El camino a la libertad nunca es fácil. Y la mayoría se siente más cómoda con los autoritarios y los faraones.” Elisa Carrió, 11/8/2019.

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La derrota sorpresiva, inesperada, arrolladora y con efectos de knock out no es algo nuevo para Carrió. En 2011, después de enfrentar siete elecciones nacionales y conseguir resultados entre satisfactorios y aceptables en todas, se presentó como candidata a la Presidencia. Fue el año en que Cristina Fernández de Kirchner resultó reelecta con el 54,11%. Carrió, que con dificultad logró superar las PASO, cosechó un vergonzante 1,82% y terminó séptima, detrás de Cristina, Hermes Binner, Ricardo Alfonsín, Alberto Rodríguez Saá, Eduardo Duhalde y Jorge Altamira.

Hay paralelismos muy llamativos entre aquella elección de Carrió y la última de Macri. Especialmente, en la manera de procesar la sorpresa y la derrota. Paralelismos que probablemente sólo se expliquen por el rol de vocera, consejera y principal sostén mediática de Macri que adoptó Carrió en las últimas semanas. Incluso en la declaración del default. “El objetivo es que no nos vuelvan a saquear el dólar como en 2001”, le explicó la diputada al electorado después de la conferencia de prensa del ministro Hernán Lacunza.

Ocho años atrás, cuando todavía faltaban algunos meses para la elección presidencial de 2011, Carrió analizaba ante los medios con los que siempre habla sobre el escenario político y su visión de cómo se estaba perfilando la carrera electoral. “Por dilemas personales, dudo que (Cristina, recientemente viuda) sea candidata”, decía entonces la líder de la Coalición Cívica. Basada en esa presunción errónea, diagramó su campaña. Los parecidos con 2019 no son coincidencia.

La noche de aquella elección, una (otra) noche de derrota impactante, Carrió apareció dos horas después de terminado el escrutinio. “A la sociedad no le gusta la verdad, pero yo los entiendo y los quiero”, dijo. Igual que haría Macri ocho años después, a Carrió se le mezclaban dos mensajes en su discurso. Culpaba al electorado por no votarla pero decía, a la vez, comprenderlo.

Y fue también después de aquella derrota que avisó públicamente: “Vamos a liderar la resistencia al régimen de Cristina Kirchner. Somos seis u ocho diputados. Yo he estado sola en el Parlamento y cambié votaciones. Seis es mucho”. Esta vez tendrá unos 15.