Ensayo

El uso privado de la Justicia


Argumentos progres, fallos neoliberales

El Estado produce la ley y la aplica: define lo prohibido de lo permitido, lo que se castiga y lo que no se castiga. Pero en distintas situaciones, por razones “superiores” los jueces ponen en manos de una persona o empresa el ejercicio de la acción penal. El fiscal federal Federico Delgado explica cómo mediante una interpretación aparentemente progresista de los derechos, se consagra en la práctica la privatización de la justicia penal.

Hace mucho tiempo que el neoliberalismo llegó a la justicia, porque  la lógica del mercado requiere de una alianza con el derecho, entendido como simples reglas abstractas y deshumanizadas que garantizan funcionamiento del mercado para asignar recursos políticos, sociales, económicos y simbólicos. Al interior de ese fenómeno, se produjo una mutación singular que admite el uso de la justicia como un mecanismo de opresión formalmente legal. Sobre la economía de esa mutación me voy a detener.

En estos tiempos muchas veces el espacio judicial se mueve con sofismas y no solo con el derecho. Bajo esa premisa se despliega una función latente de la justicia que impacta de lleno en la apuesta democrática.

El esquema es el siguiente. Voy a definir qué es un sofisma, a distinguir las funciones manifiestas y latentes del aparato judicial, a mencionar un caso y finalmente trataré el tema de fondo en el que se expresa aquel divorcio: la privatización de la acción penal y el uso de la justicia como un modo de opresión que se ofrece en el mercado.

Para delinear los contornos de un sofisma sigo el planteó de Michel Foucault[1]. Opuso el sofisma a la filosofía.  Los filósofos, dijo, buscan mediante su discurso producir verdades. Los sofistas, en cambio, no están interesados en la verdad o en la falsedad. Apuntan a la victoria en su debate con el oponente, buscan anular la reacción del interlocutor. Agudizan el discurso hasta la alternativa binaria de aceptar una aseveración o no hablar. El sofista impone y evita. El filósofo fomenta el juicio propio y decir algo que pueda ser corroborado. El sofista trabaja con apariencias que son presentadas como verdades. Por ello el sofisma suele ser asociado al discurso del poder que, mediante puntuales dispositivos simbólicos, crea regímenes de verdad aparente.

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La privatización de un rasgo distintivo del Estado Nación, como investigar los delitos de acción pública -un rasgo de la misma magnitud que la capacidad de emitir moneda-, es un ejemplo paradigmático del funcionamiento de los sofismas. El Estado produce la ley y la aplica. Allí estriba el monopolio legítimo de la fuerza. El Estado administra las leyes e interviene en el proceso de significación de los fenómenos sociales, con el objetivo de que comportamientos singulares de los ciudadanos se amolden a las previsiones de la ley y así organizar la convivencia social.  El Estado define lo prohibido de lo permitido, lo que se castiga y lo que no se castiga. Por esa razón es tan importante la autonomía del sistema judicial, porque es uno de los mecanismos más feroces de intervención del Estado respecto de la sociedad. Es contra intuitivo, entonces, que ese rasgo se desplace hacia manos de individuos. Si ello ocurre, la justicia desempeña funciones latentes.

De acuerdo con Raúl Zaffaroni[2], el poder judicial tiene tres funciones manifiestas -aplicar la ley, autogobernarse y ejercer el control de constitucionalidad-, más funciones latentes. Ellas derivan del desempeño real del aparato judicial; es decir, del hiato que se produce entre lo que la justicia debería hacer y lo que realmente hace. Por ello es complicado enumerarlas. Están sujetas al devenir histórico de una sociedad y sus instituciones. Importa señalar que se trata de funciones no previstas ni queridas por la Constitución Nacional, pero que realmente existen y que constituyen el sendero por el que se cuelan intereses particulares en el espacio judicial. El ejemplo que elegí para mostrar el fenómeno es la posibilidad de los particulares de sustituir al acusador público.

En efecto, de acuerdo con los artículos 116 y 120 de la Constitución Nacional, el Estado desdobló el ejercicio de la jurisdicción mediante el que expropia los conflictos previamente definidos como delitos de la sociedad civil, para juzgarlos a través del sistema judicial conforme a una ley común. Estableció así que el Ministerio Público Fiscal es el titular de la acción penal pública y que el Poder Judicial es el que aplica la ley para resolver los delitos[3]. En la práctica, ello significa que los fiscales tienen que promover la acción para que los jueces puedan ejercer jurisdicción. No obstante, hace algunos años los jueces resolvieron que si las víctimas del hecho creían que un derecho había sido violentado podían reemplazar al fiscal. Esto es, la expresión de voluntad de una víctima tiene los mismos efectos que un requerimiento del Ministerio Público Fiscal creado por la Constitución.

Así nació una función latente del sistema judicial: cualquiera que “pretenda” -según la fórmula del artículo 82 del código de procedimiento- ser querellante en un proceso penal, puede promover la acción penal pública y tener en sus manos todo el aparato judicial.

¿Cómo se llegó eso? Los tratados de derechos humanos que integran la constitución consagran el derecho a la tutela judicial como un derecho humano. A la par, establecen que el Estado tiene la obligación de investigar en serio los delitos. Por lo tanto, si alguien siente que su derecho fue violado, es obligación del Estado investigarlo. Aquí se produce siempre una tensión, porque no toda pretensión de una víctima debe ser considerada un delito susceptible de investigar. Los funcionarios, en los que se encarna el movimiento de las instituciones, tienen que examinar de acuerdo con rigurosas pautas legales si efectivamente hay un delito. Además, al interior del Estado, hay mecanismos de controles recíprocos para que esa decisión de investigar o no hacerlo, no permanezca sujeta a la voluntad de una persona.

En medio de ese campo, a veces colisiona la visión del Ministerio Público Fiscal con la de quienes se presentan como víctimas y aún con la del propio juez. Si los fiscales deciden que no hay un “caso”, la cuestión debería quedar allí. No obstante, no siempre las víctimas o los jueces aceptan la voluntad de los fiscales y la reacción modifica el reparto de poderes de la Constitución ¿Cómo se produce esa alteración? Los jueces afirman algo así como que hay “razones superiores” a la perspectiva del Ministerio Público Fiscal y, en consecuencia, disponen que las víctimas impulsen las investigaciones. En la práctica, alteran el diagrama constitucional, pero, irónicamente, en nombre de la “justicia”. En otras palabras, alteran la ley vigente en nombre de la ley vigente.

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Pero, ¿es compatible con nuestro esquema institucional? Decididamente no. Aún cuando los funcionarios del Ministerio Público Fiscal se equivoquen, no existen razones “superiores” que justifiquen poner en manos de una persona o empresa el ejercicio de la acción penal. Cuando eso pasa, más allá de las hipotéticas razones sustantivas, asistimos a una feroz penetración del neoliberalismo porque la capacidad de juzgar del leviatán moderno pasa a las manos de quien se siente ofendido. La situación se asemeja a permitir que quien necesita dinero para una inversión, tome para sí el sistema de emisión monetaria. Incluso si damos por sentado el error del Ministerio Público Fiscal en no promover la acción, permitir que esa chance se desplace a manos de una hipotética víctima supone remediar una falta con una falta mayor; es decir, justificar la toma del Estado por quien busca justicia.

Aquí yace la función latente del sistema judicial, ya que quien puede considerarse víctima de un delito tiene muchas probabilidades de dirimir disputas con un elemento que decididamente inclina la balanza de cualquier controversia: el peso de las instituciones del Estado. Un fin que aparece progresista a primera vista, se transforma en una mutación legal compatible con el formato societal que plantea el neoliberalismo, en los términos de Nancy Fraser[4]. En sus palabras, el neoliberalismo progresista es “una amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financierizacion”.

La elección del caso que escogí tiene una razón específica porque se inscribió en una puja feroz entre un funcionario público y una empresa poderosa. No voy a hacer referencia a la puja. Tampoco a los protagonistas. Menos aún a la discusión jurídica “fina”, ni a la pertinencia de la sentencia. Me interesa analizar el resultado de un caso construido en base a sofismas, que en su recorrido revela con nitidez como la posibilidad de que los intereses de una empresa se fusionen con la obligación del Estado de perseguir los delitos de acción pública. Todo ello en nombre de la ley y la justicia, porque esa combinación de elementos dio nacimiento a un arma que zanjó el conflicto original de una manera brutal.

En otras palabras, de la transformación del interés privado en público surgió una condena que no está apoyada en una pretensión del Ministerio Público Fiscal, de modo que un expediente judicial que parece inscribirse en una perspectiva que aumenta los derechos de las víctimas, en rigor de verdad pone en peligro a todos los ciudadanos porque en nombre de la ley el Estado pierde, de hecho y conforme a derecho, su pretendida neutralidad en los términos de la democracia liberal. Paso al caso.

El “Grupo Clarín” denunció que entre enero de 2011 y diciembre de 2013 Guillermo Moreno, Secretario de Comercio del Ministerio de Economía, incitó a la violencia colectiva y alteró el orden social mediante mensajes transmitidos por diversos canales, que destilaban hostilidades contra la empresa. Señalaron publicidades, globos, calcomanías, banderas, gorros y otros canales con la leyenda “Clarín miente” y otros mensajes por el estilo. Todos los representantes del Ministerio Público Fiscal decidieron no promover la acción penal. Sin embargo, los jueces -también de todas las instancias- admitieron que la empresa fue damnificada por los hechos, la tuvieron por parte querellante. Así el juicio recorrió la etapa inicial de la instrucción y luego la del juicio. Guillermo Moreno junto a otros funcionarios fueron sometidos a proceso y condenados el 22 de diciembre de 2017 por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 5.

Si analizamos el caso de acuerdo con el sendero de la constitución y las leyes reglamentarias, este no debió nacer, ya que el Ministerio Público no promovió la acción de un delito de acción pública. No obstante, la materialidad del caso demuestra otra cosa.

De la mano de la figura de un acusador particular “emancipado” que se consideró víctima de un delito, los intereses privados de esa víctima -que era una empresa con fines de lucro- se convirtieron en públicos. Con sustento en la obligación del Estado de investigar y de tutelar los derechos reconocidos en el catálogo de la constitución, los querellantes se hicieron del Estado apoyados formalmente en la ley. Esto significa que en nombre de la ley y para hacer efectiva la ley que protegía los derechos que la víctima consideraba violados, el Poder Judicial le asignó a esa querella las mismas capacidades que la Constitución Nacional depositó en cabeza del Ministerio Público Fiscal. Se ve con claridad el sofisma. El caso estuvo anclado en una apariencia y se usó la ley para violarla. Es discutible, entonces, que el interés que guio el juicio haya sido sólo el de buscar justicia.

En los hechos, este dispositivo consagró una privatización de facto del sistema público de resolución de conflictos. Se trató de una profunda hendidura que hirió un rasgo básico del Estado Nación: el monopolio legítimo de la fuerza pues, la potestad de juzgar es única y la Constitución dividió su ejercicio. De una parte, el Ministerio Público Fiscal y de la otra el Poder Judicial[5]

Si se desagregan todas las razones del caso, la cuestión nodal está anclada en un sofisma; esto es, en una construcción discursiva que utiliza el aura simbólica que protege a los tratados de derechos humanos para subvertir el esquema de enjuiciamiento y convertir al sistema judicial en una herramienta que se puede utilizar para dirimir disputas y para oprimir. El drama ontológico de este tipo de perspectivas jurisprudenciales es que abren un camino novedoso para oprimir de la mano de la ley.

En efecto, todas las perspectivas de clase desde Marx trabajan la cuestión de la estatalidad, desde los mecanismos de mediación en derredor de la supuesta escisión entre el Estado y la sociedad civil. No obstante, aquí la dinámica es mucho más sencilla. Un uso progresista de la condición de víctima en un expediente penal, permite realizar un movimiento mediante el que un particular cuenta con el dominio de facto y de derecho del aparato judicial. La opresión se transforma en legal.

El oprimido cuenta con todas las chances de ejercer su defensa, pero arrastra una asimetría básica dada por una razón muy sencilla: el sujeto que persigue una sanción es alguien que puede promover el ejercicio de la jurisdicción estatal “como sí” fuese un integrante del Ministerio Público Fiscal. Las instituciones que en el marco del liberalismo político deben, en principio, organizar la convivencia de la mano de la ley como su gramática, se transforman en un modo progresista de opresión. Es progresista porque emancipa a la víctima de la tutela del fiscal. Es opresivo porque una de las partes tiene la chance de estimular la aplicación de la ley sin perseguir solamente justicia.

Esta latencia, que funciona en base al sofisma de traicionar el espíritu del deber de investigar y el derecho de las personas a obtener una respuesta de parte del Estado, hay que comprenderla, además, en el marco de las especificidades propias de la administración de justicia argentina que se mueve en medio de actores formalmente reconocidos por la ley -jueces, fiscales, defensores y actores del conflicto- e informales que no están reconocidos por el procedimiento pero participan de la hechura del trabajo judicial, como los grupos de interés y presión públicos y privados. El aparente progresismo, entonces, se transforma en un campo fértil para la opresión formalmente legal que amenaza la condición de ciudadano.

[1] Foucault, Michel “Lecciones sobre la voluntad de saber”, Fondo de Cultura Económica, 2012

[2]Zaffaroni, Raúl “Estructuras Judiciales”, Ediar 1994

[3]Dejo de lado la discusión sobre la compleja relación entre el Código Procesal Penal creado por la ley 23.984 y el esquema constitucional.

[4] http://www.sinpermiso.info/textos/el-final-del-neoliberalismo-progresista

[5] Para un desarrollo completo del tema, ver el fallo “Quiroga” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, del 23 de diciembre de 2004.  Disponible en www.pjn.gov.ar