Ensayo

Alberto en el Congreso


Como si fuera la primera vez

Rito de la democracia, la apertura de sesiones ordinarias es una ceremonia institucional y un espectáculo en donde el presidente cuenta su relato de la política. Parecía que estaba todo dicho pero pasó la pandemia y hubo que empezar de nuevo. De las vacunas a las críticas de la oposición, de la “infectadura” a los “sótanos de la democracia”, Fernández anunció una querella por la deuda, una advertencia categórica que pone en jaque a la oposición. Sol Montero analiza los modos, la oratoria y el vocabulario de la apertura del año legislativo.

Fotos: Télam

 

Parecía que estaba todo dicho, y al mismo tiempo, parecía que había que decir todo de nuevo. Como si las palabras y las proyecciones de aquel discurso inaugural de marzo de 2020 hubieran sido arrasadas por el viento de la pandemia y fuera preciso volver a empezar. En el medio, un año larguísimo, de grandes batallas: la pandemia, esa “inédita calamidad planetaria”; la renegociación de una deuda externa “tóxica, asfixiante”; las divisiones internas y la torpeza de los propios errores de gestión, esos que, “a pesar del dolor personal”, es necesario reconocer y corregir. Por último, la batalla ideológica, la de trincheras, la que se da en el campo de las ideas, en la calle y en los medios con “petardos cargados de falacias”, banderazos y bolsas de consorcio con mensajes mortuorios. Mal o bien “comunicadas”, como se dice, las respuestas del gobierno a cada uno de esos desafíos fueron a veces por delante y a veces por detrás de las expectativas de la sociedad. ¿Qué más se podía decir, qué de nuevo, más allá de la ceremoniosa descripción de los logros y los anuncios

 

El discurso político es, ante todo, un ritual, una ceremonia institucional, tan institucional que, lejos de reflejar los hechos, tiene la capacidad de instaurar realidades, fronteras e imaginarios políticos. Es un acto, con todo lo que eso significa. Además de ser un ritual, el discurso de cada primero de marzo es una trama, un texto narrativo que organiza los hechos hacia atrás y hacia adelante, que ordena las grandes líneas del gobierno y las proyecta en el tiempo. Un texto ceremonial que, desde la liturgia de lo político, elabora un relato sobre la política. Pero también es un espectáculo, una puesta en escena en la que los tropiezos, los guiños y los desvíos del guión significan tanto como los gestos calculados. Porque en el discurso del primero de marzo habla el presidente, el primero entre sus pares, el único capaz de administrar el sacramento de la inauguración legislativa, pero también habla el militante político, y el hombre a secas. 

 

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¿Importan los modos? ¿Cuánto pesa la oratoria? Solía decirse que Macri no sabía hablar, que carecía de dicción o de vocabulario. ¿Y Alberto Fernández, habla bien? ¿Qué nos dicen del presidente, del militante y del hombre común su tono, sus giros, sus gestos, sus ironías, sus chistes? Alberto es, ante todo, un presidente que lee. Modaliza su lectura en un tono reflexivo, casi monótono, como un profesor o un abogado (aquí coinciden el hombre y el presidente). Pero en algunos pasajes –breves, esporádicos– Alberto polemiza, ironiza o se ríe, disloca la modulación ceremoniosa de su lectura y habla como un militante. Así fue como, en su respuesta espontánea a Fernando Iglesias (el diputado opositor que interrumpía permanentemente la sesión) Cristina debió frenar, con una mano en su brazo, la irritación presidencial. Esa misma espontaneidad destelló cuando Alberto jugó con el neologismo fortalecismo: lo resignificó como “una mezcla de fortalecimiento y peronismo” y reivindicó, de paso, su condición de peronista: “Si alguien cree que me insulta llamándome peronista quiero decirle que me enorgullezco”.

 

Fuera de esos momentos de color, se trató de un discurso-texto, con menos show que mensaje. En la trama narrativa de su discurso Alberto sentó los pilares de los grandes desafíos y las grandes hazañas. En cuanto a la pandemia de COVID, representada como un “espanto” que sacudió al mundo entero, como una situación “vertiginosa y grave”, como un “incendio” que debió enfrentar “sabiendo que otros habían terminado con el agua”, Alberto destacó el logro, en gran medida invisible, de haber evitado el colapso del sistema de salud. Allí despuntaron los primeros adversarios, los mismos de siempre: la herencia de un sistema de salud destruido y la crítica permanente de aquellos que, con “pirotecnia verbal”, sembraron desánimo sobre las medidas de aislamiento o sobre las vacunas. Alberto les dio voz y citó sus palabras. De forma un tanto desfasada resonaron, en el recinto de la cámara de Diputados y en la voz del presidente, la palabra “infectadura” o la crítica a la vacunas, ese “supuesto veneno” que el gobierno administra. La prensa, el periodismo y las plumas de “quienes, tras el disfraz de la objetividad, escriben defendiendo intereses de sectores económicos concentrados” son los adversarios que, hace no mucho, Alberto identificó con esas posturas opositoras. Un discurso vale no solo por lo dicho sino por los ecos y las lecturas que genera: las reacciones de FOPEA y de Patricia Bullrich, por tomar las más inmediatas, reflejan, como en un espejo deforme, los efectos de la intervención presidencial.

 

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Si en el terreno ideológico parecía estar todo dicho, con el anuncio de una querella por la deuda, mediante la cual el gobierno buscará impulsar juicios por administración fraudulenta de caudales públicos a los responsables por “la tragedia del brutal endeudamiento” argentino, el eje del discurso viró de forma radical. El tono y los modos se subsumieron a los contenidos: fondo y forma fusionados en una advertencia categórica que pone en jaque a la oposición, ya no en un lenguaje meramente teatral sino en el lenguaje propiamente ajeno, el de la judicialización de la política, el de la corrupción y la malversación de lo público. El gobierno de Macri quedó señalado por haber asumido una deuda ilegítima “entre gallos y medianoche”. Las alegorías con el megacanje y el blindaje hicieron resonar los ecos del pasado más crítico. 

 

A la oscuridad de la deuda se anuda la crisis y la necesidad de reforma del Poder Judicial, esos “sótanos de la democracia” que viven, en palabras del presidente, en los márgenes del sistema republicano. Deuda y justicia, o las deudas de la justicia: no se trata de meros enemigos ni de adversarios, se trata de batallas propiamente políticas, que atañen a la definición de lo común.

 

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El discurso del primero de marzo fue un rito, un texto y un espectáculo en el que el presidente volvió a sentar los grandes propósitos para gobernar un país empobrecido y dividido que es, ante todo, el país de los abandonados por el macrismo y por la pandemia: educación, tarifas, ganancias, femicidios y reactivación del mundo del trabajo, ese es el horizonte. 

 

Como si fuera la primera vez, Alberto invocó la figura de la “unidad sinfónica”, que evoca la célebre fórmula nestorista de las “verdades relativas”, para afrontar los desafíos que se vienen. Coraje en el pragmatismo, unidad en la pluralidad: en ese tipo de contradicciones fecundas se cuece la democracia. 

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