Aquella mañana de invierno de 2008 en Gainesville, Estados Unidos, la camioneta no quiso salir del garage. Alicia Genovese abrió el capot. Ella sabía (sabe) cómo lidiar con estos asuntos porque se crió entre motores: su padre y su hermano habían sido mecánicos.
Llamó a su amiga –la dueña de esa Volkswagen fuerte- que apareció con otra batería nueva.
Mientras Genovese la cambiaba, una bandada estruendosa de petirrojos cruzó el cielo.
“Sobrevolaron la casa/ cerca de nuestras cabezas/ como una lluvia/ que iba a caernos encima”, escribiría después. “Migraban hacia el norte/ con el olor cálido de marzo;/ dejaban nidos e invernada llevados/ por el magnetismo del polo/ y una afinada, envidiable percepción/ del fin y del principio”.
Allí, al sur de Estados Unidos, se encuentra la Universidad de Florida donde Genovese daba clases de literatura algunas temporadas como profesora visitante. Su hermano había fallecido hacía un par de meses. Su madre era viuda y se había quedado sola en Buenos Aires.
El motor comenzó a ronronear y pudo llegar a tiempo a la universidad. Quizás, pensó mientras manejaba, los pájaros habían labrado un mensaje en el cielo, haciendo más leve y cálida cualquier sombra de dolor.
Sobre esa anécdota, escribió un poema que forma parte de La contingencia. El libro ganó en 2014 el premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz.
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El tapial está cubierto por una enredadera. A comienzos de otoño, las hojas devienen ocres y, luego, rojo profundo. Mientras camina hacia el fondo del pasillo, donde está su departamento, Genovese dice que esa planta se llama “ampelopsis” y que ese nombre en latín suena, claro, ampuloso. Quizás tenga otro más pedestre. No lo conoce. También dice que si la pared está así de fea, picada debajo, es porque el consorcio tiene que poner unos caños nuevos. “Nos cortaron el gas durante más de un mes por este asunto”, explica.
Habla lo justo y necesario hasta que siente cierta confianza. Es decir, habla esencialmente de su obra, de sus libros, de la poesía en general. Pero para averiguar otras cosas hay que saber esperar. Es alta, erguida. Sonríe con amabilidad y es fácil advertir que esa sonrisa es la punta del iceberg de una calidez que despliega de a poco, en el transcurso de las horas o de los días. Ella abre las puertas de su casa, ahí donde recibe a sus amigos, a varios alumnos de los talleres y las clínicas de obra que coordina. Pero a la vez, mantiene reserva en el trato.
Una distancia afable, sí.
En sus primeros libros aparece el dato de que nació en 1953. En los últimos, no.
Lleva una blusa de un violeta suave que flota a su alrededor con docilidad y unos aros del mismo tono que parecen hechos con alguna piedra exótica pero son de madera pintada. Ella se los saca y muestra el truco mientras explica que fueron traídos de Cuba. Donde la gente es capaz de hacer mucho con muy poco, dice.
Sobre la alfombra, panza arriba, descansa un gato color caramelo. Otra gata, de un blanco mullido, mira la escena de costado. “Mamá, me parece que a Lala no le gusta nada Serafín”, advierte su hija Alicia. Tiene 26 años y es traductora especializada en inglés. En algunas fotos tomadas en Gainesville a fines de los ochenta, Genovese tiene esos mismos rasgos suaves y redondeados.
Comparten además los ojos castaños, el mismo gesto observador de la mirada.
Viven juntas en una calle del barrio de Núñez, en Buenos Aires, que aún conserva las casas bajas y los árboles que se expanden a su antojo, haciendo saltar con sus raíces las baldosas de las veredas. Tienen dos gatos en conflicto y una biblioteca que cubre toda la pared del living, hacia arriba, hacia abajo, a los costados. Hay libros en inglés y en español: de ensayo, de teoría literaria, de ciencia y de poesía, por supuesto.
Genovese alza al gato Serafín y lo lleva hasta el patio, tratando de enojarse un poco. Pero la risa se le escapa y la actuación va a naufragar. Lala sigue agazapada, la cola como un látigo que va y viene sobre el piso, de este lado del vidrio. El gato se pasea allá por el patio, donde se abren varios metros de césped y flores, con el descaro de un chico de barrios bajos que se apropió de tierra ajena.
Cecilia contará que una vez, cuando ella era chica, había en ese patio una camelia apestada. La madre intentó curarla de todas las formas posibles. Hasta que eligió un remedio más eficaz. “Me hacía ir y hablarle. Yo le decía a la camelia que la queríamos y que se curara. Finalmente se curó y sigue ahí”, dirá la hija. Su madre, reconoce, siempre estuvo atenta a esos pequeños mundos paralelos.
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Genovese nació en Lomas de Zamora, aunque se crió en Lavallol, en la zona sur del Gran Buenos Aires, donde la familia se mudó cuando ella tenía nueve años.
“Vas a ser la primera piloto mujer en el autódromo”, decía su padre Antonio mientras esa hija de polleritas delicadas cosidas por Sara, su madre modista, se subía a un auto en miniatura que era casi una réplica del original.
Más tarde, cuando ella cumplió ocho años, él puso varios almohadones en el asiento del conductor. Ahí sentó a su hija hasta asegurarse que llegaba a la altura del volante. Y sin más trámite, le enseñó a manejar. Mientras tanto, le mostraba cómo era cada auto por dentro, cómo sonaba, cómo debía sonar, qué hacer si esos animales de chapa comenzaban a gemir de modo extraño. “Sin saberlo, mi viejo me convirtió en una feminista avant la lettre”, se enorgullece Alicia.
Un autito rojo, trajiste/ una Maseratti, decías/ y yo daba vueltas/ pedaleando a la manzana. “No es un regalo para nenas”, observaban las madres, pero yo era entonces/ la única hija,/ la que te miraba extasiada / detrás del alambrado: casco y antiparras en la pista del autódromo,/ héroe de ciencia ficción/ entre los motores de largada, se lee en “Honras”, el poema que abre La contingencia.
Antonio era preparador de autos de carrera e incluso tenía uno que cada tanto hacía bramar en el autódromo Gálvez, inaugurado en los cincuenta por iniciativa de Juan Perón.
El poema es parte de una obra poética que Genovese viene publicando desde hace décadas. “El cielo posible” se conoció en 1977. Después, a comienzos de los ochenta, escribió “El mundo encima”. Su antología personal “El río anterior” reúne poemas de los libros posteriores: “Anónima”, “El borde es un río”, “Puentes”, “Química diurna”, “La hybris” y “Aguas”.
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Cuando estaba por terminar el secundario, los negocios comenzaron a ir mal y la familia emigró a Necochea. Ella se quedó en Buenos Aires –había decidido comenzar a estudiar Letras- pero viajaba al mar de vez en cuando. Una vez más, su padre adivinó lo que necesitaba. Y aunque por entonces era un lujo muy caro, se las ingenió para aparecer con una flamante Lettera portátil cuando la hija fue de visita. En esa máquina de escribir Alicia tipeó su primer libro y varias colaboraciones para Prensa Latina. El periodismo se transformó en modo medianamente rentable para pagarse los estudios.
Muchos de los poemas de El cielo posible surgieron en el taller al que se sumó a mitad de los setenta, que también integraban Irene Gruss, Jorge Aulicino, Daniel Freidemberg y Marcelo Cohen, entre otros. El taller se llamaba “Mario José de Lellis” –un poeta legendario contemporáneo de Raúl González Tuñón- pero al fin su nombre se acortó y quedó “Taller de Lellis”. Funcionaba en la casona de la Sociedad Argentina de Escritores, en la calle México al 500 pero cuando ella se incorporó, se había trasladado al subsuelo de la Sociedad de Artistas Plásticos en la calle Viamonte.
“Los poemas de El cielo posible son hermosos. Porque ya demuestran una capacidad que tiene Alicia, que es la de hablar del dolor sin desnudarlo, mostrándolo, como si lo sugiriese. Yo los sigo usando en los talleres que doy. Sin embargo, por alguna razón, a ella no le gustan. Ni los incluyó en su antología”, observa Irene Gruss al otro lado del teléfono. Reconoce que sí, que quizás son poemas un poco más “cuadrados” que la obra posterior de Genovese. “Es que ése era un taller de un nivel muy alto pero exigente y machista, donde se escribía según un molde determinado, donde el poema debía quedar compacto, cerrado, según parámetros que en el fondo, a nosotras no nos interesaban”, recuerda. Las únicas mujeres eran Irene, Genovese y Lucina Álvarez, que en mayo de 1976 fue secuestrada y desaparecida.
Las dos amigas empezaron a leer, por ejemplo, a Alfonsina Storni o Alejandra Pizarnik. Lo que ahora parece un gesto común, en esa época no era frecuente. Mujeres leyéndose entre sí, leyendo otras mujeres y buscando en esas palabras una forma de nombrarse que pudiera quebrar en mil partes los zapatos de cristal en donde sólo cabían los pies de musas, esposas o novias etéreas. “Ella siempre me decía que les dejara de hacer tanto caso a esos muchachos como Aulicino o a Freidemberg, que al fin fue mi marido y ahora es mi ex marido”, se ríe Gruss.
Cuenta que Genovese era una chica “elegantísima y hermosa”. “Desde que la conozco tiene una capacidad envidiable para que no se le adhiera una mota de polvo, un pelo de gato. Y claro que tenía un porte que llamaba la atención. Pero también era muy concentrada en sí misma y podía parecer distante. O sea, brava como buena escorpiana”. Por entonces vivía en distintas pensiones hasta que se mudó a un departamento junto a dos amigas, una dramaturga y la otra, con una hermana y una madre desaparecidas. “Les encantaba salir a bailar. A ella siempre le gustó el rock, que incluso aparece en algunos textos suyos”, dice Gruss y recuerda una estrofa de “Avellaneda blues”, de Manal, que Alicia incluyó en su poemario Puentes. También, unos versos de ese libro: Puente Avellaneda, Pueyrredón / Puente Alsina cambiando el nombre/ en los mapas,/ por el mismo zanjón del Riachuelo/ Puente La Noria. Pasajes/ al otro lado de la ciudad. “Ella es eso, una chica que cruzó los puentes del conurbano de una orilla a otra para abrirse camino en la Capital. Y lo logró”, afirma.
A mediados de los ochenta, Alicia rindió las últimas materias de Letras todas juntas y se fue con su marido –doctor en física- a Estados Unidos ya que él había obtenido una beca. La idea inicial de quedarse unos meses se fue alargando y se transformó en una estancia de cinco años. Dice Gruss: “Nos escribíamos cartas pero por esas cosas propias de la distancia, el contacto se fue espaciando y sólo nos volvimos a ver cuando ella se instaló otra vez en Buenos Aires”.
Genovese se doctoró en Letras en la Universidad de Florida. Volvió al país embarazada y con un proyecto de tesis aprobado sobre narradoras latinoamericanas que finalmente cambió por otro. En el medio, se divorció.
El proyecto de tesis se fue modificando. Las poetas argentinas le ganaron terreno a las narradoras latinoamericanas. Genovese se interesó especialmente por Gruss, Tamara Kamenszain, Diana Bellessi, María del Carmen Colombo y Mirta Rosenberg –sus compañeras de ruta- en un arco que recorre diez años de la producción de estas autoras, entre 1983 y 1993. Hoy, poetas consagradas. En ese momento, voces renovadoras tras el silencio opresivo de la dictadura. Por ejemplo, en esa época Gruss construyó una voz que incorporaba el espacio doméstico para desafiarlo con textos que decían cosas como “yo estuve lavando ropa/ mientras mucha gente/ desapareció/ no porque sí”.
La tesis –aprobada con honores- se transformó en el libro La doble voz, publicado en 1998 y reeditado en 2015.
“En estas cinco poetas aparece una primera voz que está relacionada con el dominio de la escritura poética. Pero además hay una segunda voz que marca un plus en sus textos, una diferencia. Esa segunda voz habla desde una zona ‘salvaje’, inexplorada, no enunciada por la cultura. También da cuenta del lugar de enunciación de una mujer escritora. Es decir, desde dónde se para una mujer para escribir, que de este modo se planta allí donde la cultura de ese momento la niega”, explica Genovese en su departamento, frente a una taza de té.
Si el feminismo fue un discurso que adoptó de modo casi intuitivo, en Estados Unidos encontró el andamiaje teórico que buscaba para sostenerlo con firmeza. Así, en La doble voz, contesta a gente prestigiosa como Barthes o Foucault cuando –palabras más, palabras menos- sostenían que no era tan importante quién escribía como aquello que el texto tuviese para decir.
En el libro considera, por el contrario, que es importante saber quién dice ya que, como en cualquier otro lado, la cultura es un terreno donde se disputa poder, con zonas centrales y zonas periféricas. Las mujeres, afirma, corren con desventaja al momento de ser escuchadas y gozar de una legitimidad que ciertos varones creen natural. Ahí es donde recupera una contrapropuesta de la ensayista norteamericana Nancy Miller a la que llama “aracnología”. Según ese concepto, una mujer que escribe, transforma las palabras en una tela como extensión (y aún, parte) de sí misma. Así, esa mujer dice “con esta boca, en este mundo”. Cada escritora produce obra atravesada por su propio cuerpo. Su escritura se transforma, entonces, en gesto físico y vital.
En La doble voz, las mujeres muestran orgullo de la tela que tejen. Pero para eso –sólo ellas lo saben- habrán destejido varias telas en soledad, pensando que no servían para nada.
En ese sentido, está convencida de que la voz propia no se encuentra de una vez y para siempre. Es una construcción a base de prueba y error. Muchas veces, contra la aprobación ajena. En su poemario Anónima, de 1992, se lee: más tarde volverá/ a escribir/ lo que ahora tacha/ dejará de pelear// quizás olvide lo tachado/ pero no aquel movimiento/ donde la memoria/ empuja ciega.
El ensayo tuvo una acogida favorable pero tibia. Y es que si algo comparten la poesía y las problemáticas de género es que se habla mucho de ellas pero se las sigue tratando como chicas raras, un poco salvajes, que no están de acuerdo en ser domesticadas y en consecuencia, no resultan invitadas sencillas en la mesa de las buenas costumbres. Un artículo de junio de 1999 publicado en Clarín se enoja con el recorte decidido por Alicia y objeta que el libro no se ocupe también de varones. Otro artículo de Radar publicado ese mismo año, le resta originalidad al concepto de “doble voz”.
A ella, esas críticas sí le importaron en su momento. Pero siguió escribiendo. Al poco tiempo recibió la beca a la creación literaria que otorga en Fondo Nacional de las Artes en 1999 y la prestigiosa Beca Guggenheim en 2002.
Más tarde volvió a dejar sentadas sus posturas sobre la poesía como un género que desordena el lenguaje, que indaga el silencio, que obtiene premios y reconocimientos pero nunca dejar de ser periférico. Todo esto se puede ver en Leer poesía (lo leve, lo grave, lo opaco) publicado en 2011 y que acaba de obtener el Premio Municipal. Si bien el libro se propone como una serie de ensayos sobre autores argentinos –en un largo etcétera que incluye a Amelia Biagioni, Susana Thénon, Juan L. Ortiz o Hugo Padeletti- la reflexión es bastante más amplia y la poesía se mira en el espejo para preguntarse quién es.
“La obra de Genovese forma parte de lo más destacado de la poesía contemporánea argentina”, afirma Alicia Salomone, Doctora en Literatura de la Universidad de Chile, especializada en el estudio de literatura de mujeres en general y en la obra de Alicia en particular. Señala que una de las características de su poesía es la de “acoger múltiples referencias culturales y literarias pero sin ánimo erudito; por el contrario, ellas son incluidas para ayudar a dar cauce a preocupaciones profundas, que tienen que ver con la filosofía, la estética, las preguntas existenciales y las tomas de posición políticas”. Explica –vía mail- que estas mismas preocupaciones se traducen además en su obra ensayística. Y que todo ese caudal la pone en diálogo con una tradición que recorre poetas y escritoras como Safo, Jane Austin, Emily Dickinson y Virginia Woolf.
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La lancha se detiene en el muelle “La Esmeralda”, sobre el río Sarmiento, que está a unos cincuenta minutos de la estación fluvial de Tigre. El muelle es pequeño y precario, hecho con maderas que parecen a punto de entregarse a la corriente. Pero no.
Hay que bordear el arroyo Marchini a lo largo de un camino marcado con piedras. Llovió todo el día de ayer. El camino está embarrado esta mañana. El aire, sin embargo, es liviano, transparente. El sol cae oblicuo y satura los colores. “Levantó el tiempo, ¿vieron?”, dice Juan, el jardinero, que anda de paso y oficia de guía a los visitantes. Él no vive en la casa pero es un poco el guardián de toda esta zona. Genovese lo despide y de paso sale a saludar a las visitas. No tiene ni una mota de barro en sus zapatillas blancas. Lleva una remera con la cara de Janis Joplin.
“La otra orilla” se lee en un cartelito de cerámica, colgado de un árbol que da la bienvenida a la casa. El terreno delantero es una extensión enorme cubierta de árboles y plantas. Ella los plantó, los conoce. El laurel del jardín que se secó pero volvió a crecer. Los fresnos que en otoño adquieren un amarillo flamígero. El liquidámbar cuyo nombre significa “ámbar líquido” por la resina de su corteza. El taxodium color óxido (“acá también lo llaman ciprés”). El jazmín comprado a la lancha vivero que pasa cada tanto por la zona. El banano cuyas flores dulces enloquecen a los picaflores.
Detrás, la casa de madera se levanta sobre unos pilotes. Tiene una galería desde la que se ve el parque y más allá, el arroyo, con el agua calma que sube y baja con pereza, arrastrando ramitas, hojas, camalotes. Cruzan pájaros a cada rato, de ésos que no se ven en la ciudad: garzas, azulejos, benteveos, pavas del monte. Ese día apareció un pájaro que ella no conocía. Después descubrió que se trataba de un carpintero blanco.
Es un refugio para ella y también, para sus amigos poetas. Allí se instalaron durante un verano Juan Fernando García y Andi Nachon. Juan Fernando evoca “La otra orilla” como lugar entrañable donde apareció su perro, de origen isleño, al que terminó adoptando. Es un perro que mira a los ojos, dice en un libro de poemas que se llama como el animalito: Morón.
Juan Fernando nació en Necochea en 1969 y por esas casualidades, resultó que los padres de Alicia le habían alquilado alguna vez un departamento a su abuela. De todos modos, la amistad entre ellos llegó mucho más tarde, a mediados de los noventa, cuando él ya estaba instalado en Buenos Aires.
Y antes que la amistad, o en paralelo, vinieron las observaciones de poeta a poeta. “Ella es muy honesta y siempre dice lo que piensa. Cuando terminé mi primer libro, La arenita, se lo mostré. La verdad, fue lapidaria”, recuerda Juan Fernando. “Con algunas cosas le hice caso y con otras, no. Pero sabe ponerse en el lugar de quien escribe y si bien te dice las cosas, también te acompaña. A mí me pasó que comprendí algunas observaciones sólo con el tiempo, cuando seguí trabajando poemas y publicándolos”.
Además de dar talleres en su casa, en distintos lugares del país, Alicia tiene a su cargo el departamento de literatura de la Universidad Kennedy. Así que cuando la ciudad abruma, el Tigre se transforma en su lugar.
“Este viene a ser como el jardín de mi casa de la infancia, pero agigantado. Es que todo en el Tigre es así, exuberante. Eso no significa que plantás una semilla y sale: no. La isla tiene su temperamento, hay plantas que le gustan y otras que no”, dice.
-¿Cómo era el jardín de tu casa de infancia?
- Mi mamá tenía un jazmín, una rosa china, flores simples. Y del otro lado estaban los tomates, el perejil, esa tradición tana de reservar un poco de tierra para las aromáticas. Fue el primer lugar de escritura para mí cuando era chica. Cada vez que escribo sigo rehaciendo ese jardín.
-¿A qué te referís cuando decís que la isla tiene su temperamento?
-Al diálogo que una tiene con la naturaleza acá. Es cierto que ahora las islas están muy urbanizadas. Pero aún así, la naturaleza salvaje tiene la última palabra. Siempre te pone frente al obstáculo pero a la vez es muy generosa. O sea, podés plantar ciertas especies pero no otras, podés invertir un montón de tiempo en cierto arreglo pero luego viene una crecida y se va todo al diablo… No es ningún lugar ameno, en el sentido de la poesía clásica que trabaja sobre una naturaleza idealizada. Esta naturaleza impone su adversidad. Y aún así, ofrece mucho.
-¿Aquí escribís?
-Sí. Hay silencio alrededor pero es un silencio con murmullos y rumores. Me calma. Y quizás así yo transmita un tono más pausado a la escritura, de poca agitación.
El terreno donde se asienta “La otra orilla” era muy codiciado en un momento donde la isla empezó a poblarse de gente que buscaba escapar del ruido. Por ejemplo, ahí al lado la poeta Diana Bellessi tiene su casa y fue ella quien le avisó a Alicia que el dueño por fin se había decidido a venderlo. Alicia solía alquilar una cabaña enfrente cada verano. De ahí que, cuando por fin el lugar se puso a la venta, Cecilia (por entonces, una niña) se refiriese a él como “la otra orilla”. Y que ése fuera finalmente el nombre que le quedó a esa casa.
Genovese fue escribiendo un diario que finalmente se transformó en una parte importante de Química diurna, publicado en 2004, donde cuenta cómo se apropió del lugar, emparejando un terreno con zonas hundidas, eligiendo el carpintero que construiría la casa (“El Mono: un artesano fabuloso de la madera que se ocupó de lijar y pulir cada detalle y que ya murió”, contará mientras cae la tarde).
En la entrada del 29 de junio, escribe: El terreno fue desmalezado/ y la tierra apareció rugosa/ como la piel de un recién nacido (…) supe de los lugares que te eligen/ y se convierten en un centro/ sólo con mostrarte/ que hay tierra alrededor /que en un giro /se oxigena el futuro.
En la entrada del 5 de enero, escribe: Ni un espacio invasivo/ ni un fuera del mundo/ una tercera orilla, /un lugar que se acomoda /poroso en la madera /un lugar que mantenga / abierto el mundo.
“Estamos acostumbrados a definir lo real por aquello que se manifiesta. Pero lo real es también algo que no emerge, que está ahí agazapado”, dice. Y recuerda cómo Juan, el jardinero, rescató un árbol de membrillo tapado por la maleza en medio del monte que ahora, también, es parte de la casa.
A primer golpe de vista, su poesía parece mantener cierta distancia del mundo. Y sin embargo, más se la transita, y mayor es el murmullo autobiográfico, un sonido que empieza ser constante aunque nunca tan invasivo como aquellos petirrojos de Gainesville.
Para ella es lo contrario. Es decir, nada de murmullo ni sonido. “Hay poemas que de tan íntimos, son como un unplugged”, opina: “Te ponen en estado de pregunta frente a lo desconocido, frente a lo que te emociona, frente a eso que te produce temor o rechazo sin saber por qué. El poema te pone frente a una intemperie, como decía Juanele Ortiz. Frente a tu propia intemperie”.
Aprender a estar en esa orilla más allá del ruido, de las palabras, aún de la memoria. En esa zona salvaje. Aprender a estar en la intemperie. En eso consiste, dice Genovese. De eso se trata ser poeta.