Ensayo

En agosto nos vemos, de García Márquez


El libro que no debía ser publicado

La publicación de En agosto nos vemos, la novela que Gabriel García Márquez había destinado a la basura, desató otra vez la polémica. Ya había pasado cuando la Universidad de Texas compró el archivo de toda su obra: se dijo que la familia había salido a buscar mejor postor y que los gringos pagaron más. Gabriela Polit Dueñas visita a su madre y le lee la novela. Mientras se deja llevar por las escenas eróticas y las bellísimas descripciones del mar, repasa las tensiones entre colonialismo, conservación del patrimonio cultural y el deseo del propio escritor colombiano de permanecer entre los grandes de la literatura universal.

Llegué a Quito el 9 de marzo, era el inicio del receso de primavera y, como hago cada vez que puedo, viajo a visitar a mi mamá. Este junio cumplirá 95. Tiene buena salud, ha perdido movilidad y de a ratos se extravía en los laberintos de la memoria, pero juega cuatro o cinco juegos de cartas diferentes, Scrabble, Sorry y disfruta mucho de lo que la vida todavía le permite.  

El lunes 11 fui a Rayuela, mi librería quiteña preferida. Compré En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez que se publicó el 6 de marzo, en varias lenguas y distintos países, y que suscitó tanto alboroto por ser una novela que el autor consideró digna del basurero. Había visto muchas veces el manuscrito en el Harry Ransom Center (HRC), donde llevo a mis estudiantes cada año, después de leer Cien años de soledad para que conozcan del archivo del colombiano, pero nunca tuve tiempo de sentarme a leerlo. La conmoción que generó su publicación me produjo un deja-vu de lo que sucedió en el 2014, cuando se anunció que el HRC albergaría los papeles de García Márquez.

Fue en el mes de noviembre de 2014 cuando el New York Times dio el anuncio. La primicia salió en la primera plana del diario y, enseguida, se reprodujo en diarios del mundo entero. A continuación, las redes hirvieron. Se dijo que la familia había salido a buscar mejor postor, que los gringos pagaron más y por ese motivo no se quedaron en Colombia o en México. También circularon comentarios de que los tejanos habrían ofrecido mucho dinero –más que las ivy leagues y que, además, era un atropello al legado latinoamericano que este archivo se quedara en Texas, of all places. Para algunos de nosotros en la universidad, por el contrario, los papeles llegaron con una serie de experiencias generosas. No solamente por el hecho de que ese archivo estaría a pocos metros de nuestra oficina, sino porque fuimos parte de algo que, en el mundo académico, resulta sui-generis

Las escenas eróticas compiten con las bellísimas descripciones del mar, las garzas en la laguna, el canto de los pájaros, los momentos en los que Ana Madalena se mira al espejo y comprueba el brutal paso de los años.

La semana de mi visita transcurrió sin sobresaltos. Mañanas lentas en las que mi mami escuchó su misa en Youtube; almuerzos con hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas que escapaban de sus ocupaciones; siestas que hice junto a ella; tardes de juegos de cartas y más visitas de familia. La mañana del viernes 16, el día antes de mi regreso, le leí En agosto nos vemos. Cada año Ana Magdalena Bach, la protagonista, visita a su madre para llevarle un ramo de gladiolos hasta su tumba, en un cementerio de pobres ubicado en la cima de un monte, en una pequeña isla del Caribe frente a una laguna. En ese viaje anual, Ana Magdalena, una mujer en edad madura, comparte una noche de amor con un hombre distinto.

Pocos meses después de la muerte de García Márquez, Charlie Hale –entonces director del Instituto de Estudios Latinoamericanos (LLILAS) – convocó a un grupo de profesores y profesoras de literatura para decirnos que los papeles de García Márquez llegarían al Harry Ransom Center. La noticia, nos dijo Charlie, era confidencial, ya que se esperaba que generara conmoción. De pronto, los pocos colegas y yo sentados alrededor de esa mesa nos sentimos parte de algo importante, la literatura haría noticia en la primera página del New York Times y nosotros sabíamos el secreto antes que el resto del mundo. La confidencialidad se debía a que todavía se estaban ultimando los detalles de la compra y nuestra tarea sería organizar un evento para celebrar la llegada del archivo en el que se hablaría de García Márquez desde su polifacética actividad intelectual. 

La historia es harto conocida. El representante de la familia, el neoyorquino Glenn Horowitz, llamó a Steve Enniss, director del HRC y le preguntó si estaba interesado en ver el material. Meses más tarde, Steve y José Montelongo –entonces bibliotecario de la Benson, la biblioteca de estudios latinoamericanos más grande del país, también parte de la universidad de Texas (UT)– viajaron a México a ver las cajas. Se hizo una oferta y se adquirió el archivo. Ese sería el origen del escándalo. 

La lectura la hice en dos partes. Los tres primeros capítulos los leí a la mañana. En ellos, Ana Magdalena tiene por primera vez un encuentro amoroso con un desconocido. El erotismo del encuentro–son varios en una noche– compite con la poesía con la que el autor describe el viaje en transbordador que hace Ana Magdalena. ¿Dije que mi mamá se llama Nelly Magdalena? Nunca le gustó su segundo nombre y evitó hacerlo público. Decía, las escenas eróticas compiten con las bellísimas descripciones del mar, las garzas en la laguna, el canto de los pájaros, los momentos en los que Ana Madalena se mira al espejo y comprueba el brutal paso de los años. Nelly Magdalena me escuchaba arrobada con una leve sonrisa que no supe distinguir si mostraba la nostalgia de mi efímera presencia esa semana de marzo o el gusto por el color del cielo que García Márquez describe en los agostos de Ana Magdalena.

Semanas después de que se anunciara la compra del archivo, el escándalo siguió su curso al punto de que se pidió hacer público el monto por el que se adquirió. UT es una institución pública, por lo que tuvo que develar la suma. Fueron 2 millones doscientos mil dólares. Incluso con la información de la cifra que los conocedores del mundo del arte no consideraron exagerada, las críticas no cesaron. En marzo de ese año (2015) fue la Feria del libro de Bogotá. España había cancelado su participación meses antes por la crisis económica y los organizadores de la FIL Bogotá decidieron que Macondo sería “el país” invitado. Fue una fiesta. El recinto ferial se convirtió en el pueblo de García Márquez. En el escenario de una gallera se llevaron a cabo las presentaciones de los libros más importantes; en los estantes se regalaban pescaditos dorados, hacia un lado se armó la carpa de los gitanos con los dibujos de un daguerrotipo, una lupa, el magneto, todos los instrumentos mágicos que enloquecieron a José Arcadio Buendía. Era una belleza que los bogotanos montaron en apenas tres meses y que rompió récords de asistencia a la feria. José y yo fuimos invitados para hablar del archivo en UT. A la mañana siguiente de nuestro arribo teníamos cita con Consuelo Gaitán, directora de la Biblioteca Nacional, la primera institución de este tipo en América Latina. Entramos tímidos al gran edificio sobre la calle 24 y la Carrera 5. Nos hicieron pasar, subimos en un ascensor a las oficinas de la directora y, después de un saludo frío, Gaitán nos hizo el reclamo. Por qué no me avisaron. Yo tenía que haber sabido antes, insistió. Nos comentó que después del anuncio del NYT, ella recibió muchas llamadas –algunas bastante hostiles– de gente acusándola de que no hacía bien su trabajo porque no pudo conservar los papeles de su Nobel en la institución donde deberían haber quedado. Entre José y yo le explicamos algo que ella no sabía. Todo fue decisión de la familia. Más aún, todo fue decisión del propio escritor. El HRC alberga los papeles de los autores que García Márquez admiró: Hemingway, Joyce, Faulkner, Virginia Wolf, Borges, ¿qué tenía de malo que él escogiera residir su inmortalidad entre sus autores favoritos? 

El vecindario donde quedaron los papeles de García Márquez habla de su propia proyección como un autor del mundo. Está entre grandes.

Me concentré en leer despacio y con buen ritmo para que Nelly Magdalena no se perdiera en los viajes de su casi tocaya. Vocalicé cada palabra como en mis lecciones de lectura en la primaria y puse la entonación de una performer para dar vida a los personajes. Cada tanto mi mami, todavía con una sonrisa –ahora entre pícara y suspicaz– me preguntaba: ¿Pero ella está casada, no? 

En abril se llevó a cabo el evento en Austin para celebrar la llegada de los archivos. Vino su familia, su esposa Mercedes, sus hijos Gonzalo y Rodrigo, sus nietos, algunos de sus hermanos, cuñados y sobrinos. Fue un evento emotivo e intelectualmente muy estimulante. Salman Rushdie lo inauguró con una conferencia magistral que después el HRC publicó en el formato de un folleto hermoso, con el diseño tipográfico de su hijo Gonzalo y un retrato en acuarela del escritor. Al día siguiente hubo conversaciones organizadas por los temas que él amó y en los que influenció: el cine, la literatura, el periodismo, la política, la vida intelectual de América Latina. El evento lo cerró Elena Poniatowska con una conferencia entrañable. Poniatowska, de pie en el escenario del Blanton Museum, estaba vestida con una bata amarilla que según dijo, la había cocido ella con su ayudante Martina, para homenajear a su amigo llevando su color favorito. Fue conmovedor. 

Meses después, viajé a Medellín al festival de la Fundación Gabo. Jaime Avello me invitó para que hablara de la llegada de los papeles a Texas. Conocí en esa ocasión a algunos de los maestros de la Fundación que fueron amigos queridos de García Márquez. Después de tres días, volví sobrecogida por la calidez con que lo recordaban sus amigos. Tres días en que se transpiró nostalgia, no tanto de su genialidad literaria, sino sobre todo de su ternura. 

A la nochecita, después del almuerzo, la siesta y tres partidas de Scrabble con mi cuñada, una más con mi hermano que llegó después, el imperdible cafecito de la tarde con ellos, mi sobrino, el esposo de mi prima y su hijo –la familia larga que merodea a mi mami con frecuencia– retomamos la lectura. Nelly Magdalena estaba cansada del trajín del juego, las conversaciones que le sobrevuelan como helicópteros lejanos y de cuyo sonido disfruta porque ahuyenta el silencio de la soledad, pero escuchó lo que faltaba. Ana Magdalena le confiesa a su madre sus deslices amorosos y, en esa entrañable conversación íntima de las dos mujeres, establecen un vínculo más de complicidad. Nelly Magdalena me miró con ternura y yo seguí leyendo. Me perdí en las líneas siguientes porque imaginé lo que mi mamá me quería decir. Aprendí de ella a ser mujer y pido siempre parecérmele: tener su sentido del humor, su ligereza para disfrutar de la vida. Lo que no quiero es llegar a tener sus años; me duele reconocer la ingratitud del tiempo en su cuerpo. 

En enero 2016, la conferencia del Modern Language Association (MLA), la reunión más importante de estudios de literaturas en este país se celebró en Austin. Mi colega y amiga María Elena Rueda, colombiana, y yo decidimos que era momento de hablar de la llegada del archivo a Austin. El salón se llenó –algo inusual entre gente común como nosotras en una conferencia de ese tipo– en el panel estaban Julio Ortega (Brown University), Héctor Hoyos (Stanford Univesity), Aníbal González (Yale University), María Helena (Smith College) y esta servidora. La sala la llenaban colegas de todos los países: argentinos, colombianos, chilenos, mexicanos (etc.). La discusión giró en torno al patrimonio cultural y los archivos en América Latina. Claro, era una conversación en la que se debatía una cuestión nacionalista: por qué aquí, en Estados Unidos, y no allá. También era una discusión acerca del otro tentáculo del colonialismo, por qué aquí y no allá. Pero no había soluciones fáciles a estos cuestionamientos. Si bien hay archivos muy bien tenidos, no son de fácil acceso, decían unas. El acceso fácil es permeable al robo, decían otros. El relegar la cultura como hija de menos madre dentro del aparato estatal de nuestros países y la falta de continuidad en las políticas para el sector hace que nuestros patrimonios culturales, en muchos casos, corran peligro de extinción. (¡Y eso que todavía no había sucedido el incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro que fue en 2018!). Se debatió cuáles eran las salidas a este dilema, y reconocimos que todos nosotros éramos también parte de él, haciendo nuestro trabajo intelectual fuera de nuestros países. Pero también se dijo que el vecindario donde habían quedado los papeles de García Márquez hablaba de su propia proyección como un autor del mundo. Está entre grandes, indistintamente de sus lugares de origen. 

La venta del archivo al HRC tenía algunas cláusulas, una de ellas –la más importante– fue que los herederos cedieron los derechos de autor de la obra de su padre. Esa decisión es muy inusual entre herederos de archivos importantes como este. Debido a este gesto generoso, para 2017, las obras de García Márquez se hicieron disponibles en todo el mundo gratuitamente, porque el HRC las digitalizó. Se hicieron públicas todas las novelas, menos En agosto nos vemos. Esa obra inédita cuyas varias versiones están guardadas y son en las que trabajó Cristóbal Pera, su editor, para la publicación del 6 de marzo. La digitalización –pienso– sería uno de los nuevos inventos que Melquíades habría llevado a Macondo para mostrarle a José Arcadio Buendía cómo toda obra escrita podría leerse en el mundo, más allá de la ciénaga, en una pantalla de vidrio.

El relegar la cultura dentro del aparato estatal de nuestros países y la falta de continuidad en las políticas para el sector hace que nuestros patrimonios culturales corran peligro de extinción.

Afirmar, como se hizo, que la publicación de En agosto nos vemos está motivada por la ambición de sus herederos parece mezquino. La generosidad de sus hijos al ceder los derechos de autor de la obra de su padre no tiene contraparte. Imagino que como herederos de la obra García Márquez alguien siempre encontrará una manera de decir que no lo han hecho bien. La obra, sin embargo, está disponible para el mundo entero. En contraste, como bien nos recuerda Álvaro Santana-Acuña –curador de la muestra del archivo GABO que se inauguró en febrero del 2020 en el HRC– el control de María Kodama sobre la obra de Borges, su celo sobre los derechos de autor e indecisión respecto al lugar donde sus papeles debían quedar, no ha beneficiado en nada su protección y menos aún, su posible disponibilidad en un futuro cercano. Tampoco los papeles de Carmen Balcells, han sido organizados. Siguen en cajas después de que los comprara el estado español hace más de diez años.

Desde que los papeles de García Márquez llegaron a UT yo me comprometí a hacer que las nuevas generaciones lo leyeran y supieran de su existencia en nuestra universidad. Cada otoño hago que los y las estudiantes de primer año lean Cien años de soledad. El curso es optativo, pero al tomarlo, los y las estudiantes completan un requisito en el área de humanidades. Mis estudiantes son ingenieros, científicas de la computación, arquitectas, biólogos, enfermeros (etc.), pertenecen a una generación que no lee. Muchos admiten su animadversión a la lectura y yo les explico que la relación con los libros es como una relación afectiva. A veces tenemos ganas de ver a una amiga y no a otra; a veces conocemos a alguien que nos cae bien, otras, no nos cae tan bien. Así son los libros, les digo. Le dan una oportunidad. Algunas estudiantes salen motivadas a seguir leyendo, otros no, pero siempre agradecen haber estado expuestas al universo de Macondo. Terminamos el curso con la visita al archivo.

¡Qué buen libro! me dice mi mamá cuando lo termino. Ana Magdalena tuvo que exhumar los huesos de su madre y regresa a casa como Rebeca en Cien años, cargándolos en una bolsa. Leí esa escena como la metáfora de lo que sería mi partida al día siguiente. En los últimos años, cuando me despido de mi mamá, llevo su alma en la mía. Su cuerpo cada vez más frágil se vuelve más pesado en mi corazón porque es mayor el dolor al despedirme. Me da pena no verle seguido, me da culpa vivir lejos, me da tristeza perderme los meses de esa infancia infeliz que a ratos es la vejez. 

Son las 9:30 de la noche. Hora de dormir. Este libro me gustó, dice Nelly Magdalena, que era una gran lectora hasta que no pudo mantener la concentración. Me hace pensar, nuevamente, que los libros son relaciones. No son objetos de valor absoluto. A mi mamá le gustó la historia que a veces la perdía, quizá porque disfrutó de que yo se la leyera.

En agosto nos vemos, dicen algunos críticos, no se debió haber publicado. La historia de una mujer que cada año busca un amor pasajero por una noche no está pulida. Para Nelly Magdalena lo estuvo. Para mí, es la historia de una hija que viaja cada año a ver a su madre. Al final descubre que siempre la llevó consigo.