En 2006, invitado a representar a Francia en la Bienal de arquitectura de Venecia, Patrick Bouchain sorprendió a todos: decidió transformar el pabellón de exposición en vivienda, durante los tres meses que duraría la muestra. Para ello dio carta blanca al joven colectivo EXYZT, que se las ingenió para encajar, en ese templo clásico y de intimidante columnata, un fantástico caravasar bautizado Métavilla: un dormitorio en una estructura tubular, una amplia cocina-comedor, un estudio, y sobre el techo una plataforma con sauna y micropiscina para disfrutar de la vista sobre los árboles circundantes…
Los preparativos dieron ocasión al equipo para importunar abundantemente a los organizadores. Con el presupuesto de la exposición los participantes podían comprar computadoras y retroproyectores, pero no podían comprar platos, hornos, sábanas ni almohadas: “¿Por qué comprar una computadora está más cerca de la arquitectura que comprar un colchón? ¿Por qué mostrar imágenes es más comprensible que comer juntos?”. Tras la inauguración, un emisario del grupo visitaba diariamente al director de la Bienal para presentarle una lista de los invitados que podrían entrar gratis: como los mecenas gozaban de entrada libre, Bouchain y su banda inscribieron a todo amigo que hubiese pagado un euro... El pobre director terminó negándose a ver una sola lista más, y se contentaba con darse una vuelta de vez en cuando por el pabellón para darse un respiro y beber un Martini.
Los ocupantes de la Métavilla recibían sus provisiones de los comerciantes venecianos, ubicados a cien metros de los Giardini Napoleonici donde se lleva a cabo la Bienal; todas las mañanas les entregaban el pan. Ellos mismos hacían los quehaceres domésticos, lavaban los platos. La programación que establecieron preveía actividades semana por medio, para dar lugar a lo inesperado. “Era una verdadera casa”, recuerda el arquitecto. “Cuando entrabas olía bien, Tiloch cocinaba, algunos se levantaban tarde y todavía estaban tomando el desayuno”. De buenas a primeras, a los visitantes de la Bienal “no les parecía serio”: “Cuando entraba y nos veía viviendo, el público se sorprendía. La reacción solía ser: ‘¿Es sólo eso?’. Y luego: ‘Sí, es sólo eso’”.
Con ese “sólo eso” quise hacer un libro, y yo también me esperaba que no pareciese muy serio. Hablar del lugar en que vivimos, de lo que muestras casas representan en nuestras vidas, de lo que hacen posible, de nuestras aspiraciones en materia de hábitat: cuando el tema no parece carecer de todo interés suscita cierta desconfianza, como si el simple hecho de ocuparnos de él nos amenazase con un fatal aburguesamiento. Así, cuando reseñé un libro de fotografía sobre la historia particularmente rica de los espacios ocupados de mi ciudad natal, Ginebra, me hice acreedora al furioso comentario en Twitter de un anarquista suizo, que me decía que no era necesario un “catálogo Ikea de las okupaciones”.
Se insiste con razón –¡y cuánta!– en la necesidad de reapropiarse del espacio público; pero de modo simplista se lo opone a un universo doméstico que, en la mente de muchos, sólo da origen a imágenes poco gloriosas de repliegue timorato, de abandono frente al televisor en pantuflas de Mickey, de acumulación compulsiva de electrodomésticos y resuelta indiferencia frente al mundo. La vivienda se reduciría a una simple contingencia, un problema práctico por resolver, o bien a una emboscada taimada y castradora.
Pero por el contrario, me parece que, en una época tan dura y desorientada, puede tener sentido partir nuevamente de nuestras condiciones concretas de existencia; de esas acciones –apenas acciones, en verdad– y placeres elementales que nos mantienen en contacto con nuestra energía vital: estar tirado, dormir, fantasear, leer, reflexionar, crear, jugar, disfrutar de la soledad o de la compañía de seres queridos, disfrutar sin más, cocinar y comer platos que nos gustan. Al margen de un universo social saturado de impotencia, simulacro y animosidad, a veces incluso violencia, en un mundo carente de perspectivas, la casa descomprime. Nos permite respirar, dejarnos ser, explorar nuestros deseos. Por supuesto se podrá clamar: ¡individualismo! Pero me gusta bastante la imagen a la que recurre el arquitecto norteamericano Christopher Alexander: si alguien no dispone de un territorio propio, esperar que aporte una contribución a la vida colectiva equivale a “esperar que una persona que se está ahogando salve a otra” .
Al principio estaban mis ganas de defender esos oasis de tiempo en que ya no estamos disponibles para nadie, de los que tengo absoluta necesidad, cosa que suscita la incomprensión o desaprobación de quienes me rodean. Quise consagrar algunas páginas a desarrollar mi descripción de las bondades de la reclusión doméstica, tomando en consideración las alteraciones que en la misma producen Internet y las redes sociales, territorios donde, como muchos, despliego una actividad totalmente descabellada.
Pero en la casa también se proyectan algunos de los problemas más candentes a los que nos vemos enfrontados. Con el vertiginoso aumento de precios inmobiliarios que tuvo lugar en el curso de los últimos quince años, buscar un lugar para vivir se convirtió en una empresa que expone a la mayor parte de la población a la violencia de las desigualdades y las relaciones de dominación. La dificultad para encontrar un lugar para vivir –o para vivir correctamente–, que cada quien intenta sortear como puede, pone trabas, condiciona y extenúa a millones de seres. Soñadoramente, nos preguntamos a qué se parecerían nuestras vidas si el espacio fuese un artículo abundante y accesible, incluso en las grandes ciudades.
De manera menos evidente pero igualmente crucial, para poder tener un anclaje en el mundo no sólo nos falta espacio sino tiempo. Para poder dejarnos a la deriva entre nuestras cuatro paredes, tenemos que disponer de una abundante cantidad de tiempo, dejar de contar las horas y los minutos. Ahora bien, hoy en día padecemos el rigor de una disciplina horaria implacable. Por añadidura, hemos incorporado la idea de que nuestro tiempo era un elemento inerte y uniforme que había que llenar, valorizar y rentabilizar, lo cual nos mantiene en un permanente estado de alerta, con la culpa siempre acechando. Por otra parte, en una vivienda es imposible no ver el lugar de una feroz relación de fuerzas: la que nace de la simple necesidad de mantenerla. Considerada como una tarea indigna e ingrata, el trabajo doméstico se delega a las categorías dominadas, sin mayor preocupación por las condiciones de existencia a las que esa especialización las condena. En los países en que la servidumbre desapareció –o casi– esa tarea queda en manos de empleadas domésticas y, más fundamentalmente, de las mujeres en general, desde que el siglo XIX impuso, de arriba abajo de la escala social, la figura de “mujer del hogar”. De manera más general, la imagen de una feminidad consagrada a dar vida al universo doméstico, único lugar posible de su plena realización, conserva una pregnancia y una capacidad de renovación notables. Contribuye a la perpetuación del modelo de familia nuclear como único tipo de hogar normal y deseable; al mismo tiempo, los modos de vida se transforman y un poco de audacia puede bastar para crear nuevos tipos.
No obstante, faltaba hablar de la casa en su dimensión espacial, material. A las más diversas edades, muchos seres humanos parecen sentir la necesidad de jugar con representaciones de viviendas ideales, de proyectarse en espacios imaginarios. Al encuentro de todo y contra todo, nuestras casas soñadas contienen la afirmación de una confianza en el porvenir; afirman la posibilidad de una refundación del mundo. “Somos arquitectos y los arquitectos son optimistas”, declaran los responsables del Rural Studio; en éste, desde hace veinte años, estudiantes de arquitectura construyen casas y edificios públicos con materiales reciclados para habitantes pobres de los parajes más recónditos de Alabama (confieso que envidio su suerte; si reemplazamos “arquitectos” por “periodistas”, de repente la frase ya no funciona tan bien).
Los libros que regalamos a los niños abundan en construcciones fabulosas; y hay que ver con qué fascinación, con qué delectación, con qué sentimiento de omnipotencia los niños trazan en una hoja de papel, incansablemente, paredes, una puerta, ventanas, un techo, una chimenea con humo. Ya adultos, para alimentar nuestras fantasías por lo general tendremos que conformarnos con revistas o programas de decoración. Asimismo, encontramos pocas ocasiones para debatir qué forma podría adoptar un hábitat agradable, accesible y ecológicamente viable, y sin embargo las construcciones en que nos movemos determinan gran parte de nuestra vida. Así, intenté esbozar lo que podría llegar a ser una arquitectura ideal, al menos para mí.
“El techito que forman los libros cuando los abrimos con el lomo hacia arriba es el más seguro de los refugios”, escribe Chantal Thomas, autora a la que mi trabajo me condujo más de una vez. Vivo en un departamento exiguo, atiborrado de cosas y poco confortable. No me doy mucha maña con el trabajo manual ni soy buena cocinera (para calificar lo que acabo de decir va a haber que inventar un término más fuerte que “eufemismo”). Mis capacidades para ejercer una hospitalidad concreta son de lo más limitadas. Pero si algunos lectores pudiesen encontrar un refugio similar en las páginas que siguen, me sentiría satisfecha.