Este 11 de marzo comenzará a cambiar la historia de Chile. Asume la presidencia Gabriel Boric y, al parecer, todo será distinto. Por primera vez este país será comandado por un joven tatuado y adicto al rock metal. A fin de cuentas, un líder único en el planeta.
Aquí hay una multitud esperando al gran hombre, al héroe, al Arcángel Gabriel. Estamos en la puerta de su oficina y un grupo de feligreses sin tanta ideología, pero sí con el fanatismo que genera un centrodelantero, espera que suceda: el héroe va a aparecer.
—Yo conozco a alguien que lo conoce —aclara un joven con los ojos agrandados.
—¿Y qué te dijeron de él?
—Que él es sensacional.
El 21 de diciembre obtuvo cinco millones de votos chilenos, obtuvo el cetro, el sillón con espuma, tumbó a un alemán que lideró a la derecha, oscureció a los comunistas y su enojo bolchevique, y fue él, carajo, el grunge de barba, el ícono de la izquierda simpática, el que modificó nuestro universo.
—Lo amo —grita una universitaria como si estuviese aguardando la aparición de Eddie Vedder o de Pearl Jam en su totalidad.
—Cálmese —aconseja una voz agria, un celoso en vías de madurez que titubea ante la nueva era, el otro mundo que impulsa el triunfador. A juzgar por el aspecto del señor, se trata de un socialdemócrata, un tibio de nacimiento. Los socialdemócratas no esperan a Pearl Jam; ellos esperan que vuelva Ricardo Lagos.
—Cuando viene para acá saluda a todos, se saca fotos, firma camisetas… —explica una fan.
—Pero él es un político…
—Sí, y es lo máximo. Y es humano —añade con la mirada brillante.
"El joven ahora es nuestro Hércules, nuestro Lennon, nuestro Vedder adherido al progresismo, la mixtura entre el Che y Pepe Mujica, el demócrata del momento. Es, a fin de cuentas, y tal vez aquí se resume su aura, el primer Presidente tatuado de Chile"
Entonces ganó el joven y ahora es nuestro Hércules, nuestro Lennon, nuestro Vedder adherido al progresismo, la mixtura entre el Che y Pepe Mujica, el demócrata del momento, es, a fin de cuentas, y tal vez aquí se resume su aura, el primer Presidente tatuado de Chile. Le cosieron un árbol de Punta Arenas en el antebrazo. Le cosieron un faro nostálgico en el torso, un ave trastornada de Tierra del Fuego en el bíceps, una cinta negra y realmente enigmática al borde del codo. Lo que ocurre es que este hombre, más que un Presidente, es un rockero forzado a mandar: estamos hablando del fanático más poderoso del mundo de la banda de rock progresivo llamada Tool. O bien, este hombre, más que un Presidente, es un vocalista que quiere reformar un largo país: hablamos del ex vocalista de la banda de rock enojado llamada Crack Heads, la banda que lideró a gritos Su Excelencia en los noventa.
—Yo cantaba cosas de Nirvana, de Pearl Jam, de Metallica. Cosas mías- confesó una vez.
—¿Puede cantarnos algo? —impulsó un animador.
—Ni cagando.
De manera que todo indica que Chile pronto se va a despeinar: tenemos por primera vez un Presidente que saluda a la multitud luciendo una camiseta de Black Sabbath.
—Pero…¡ojo! —advierte un feligrés que estudia tendencias.
—¿Qué?
—Él es dos hombres a la vez.
—¿A qué apunta?
—Tiene dos formas de saludar.
Lo que ocurre es que el héroe en momentos de electricidad saluda alzando tres dedos -el pulgar, el índice y el meñique-. Es el saludo del rock estimulado, el gesto de Ozzy, el código del Metal, y el pueblo estalla. Pero otras veces, sobre todo desde que comanda a diecisiete millones de compatriotas, el héroe, en señal de saludo, se toca el corazón y el pueblo, sentimental, también estalla. El Presidente tiene dos formas para agradar, una la usa en las noches y la otra la usa para ilustrar la paz.
—¡Parece que está por llegar! —gritan desde el grupo de los admiradores.
—¡Me cuesta respirar! —grita alguien, y la voz emerge atrofiada.
—¿Saben? ¡Él no es tan bajo! ¡La tele engaña! —lanza un BoricLover decorado con un cintillo.
—¡No idealices! ¡Es bajo! ¿Y eso importa? ¿Nos debemos acomplejar por un líder de piernas cortas? —increpa un tercero.
—¡De ninguna manera! ¡Gabriel es interesante! —argumenta un leal.
El ambiente es apasionado.
—¡Me encantan sus ideas! —estalla una viuda.
Y otros dialogan extasiados:
—Hace unos días vine a esperarlo…
—¿Y qué pasó?
—Parece que me miró…
—¿Qué sentiste?
—Conexión… —murmura un joven que permanece atónito.
Y, en esta mañana, a horas de convertirse oficialmente en Nuestra Luz, en el Señor Presidente, todos allí siguen esperando a Gabriel Boric Font. Como sucede con los rockstars.
Héroe en formación
Este héroe tiene 35 años llevados con la camisa abierta y el pelo en pecho; el héroe fue fabricado en la vía pública. En el 2010 alzó el puño en la calle, cuando estudiaba derecho en la Universidad de Chile o cuando se ausentaba de derecho y no aparecía en la Universidad de Chile. Dio discursos subido a un poste de luz, perdió la voz difundiendo el progresismo fogoso, se defendió de los carabineros adherido a una pancarta:
EDUCACIÓN PARA TODAS Y TODOS
Le rozaron las balas, los balines, las patadas, los carabineros iban tras él. Vivía en permanentes tensiones. Aún así inventó una izquierda que no parecía melancólica. Le otorgó carácter, guitarras eléctricas, bigotes, huevos, y ejerció la rabia en la Alameda. Solía admitir que no estaba a solas: lo vamos a consultar con las bases, decía una y otra vez. Y el pueblo, cauto, se preguntaba:
¿Y quiénes chucha son las bases?
Este héroe tiene 35 años llevados con la camisa abierta y el pelo en pecho; fue fabricado en la vía pública. Dio discursos subido a un poste de luz, perdió la voz difundiendo el progresismo fogoso, se defendió de los carabineros adherido a una pancarta.
Las bases, a fin de cuentas, era la masa oscura, son las compañeras y compañeros, es el idealismo en estado bruto. Boric, el comandante, siempre se debía a las bases y desde ahí extraía un punto de vista. Y los de su bando le creían a medias: miren, decían despectivos, es un hijo de la burguesía magallánica, el heredero del neoliberalismo del fin del mundo, ese hippie de living con vista al Cabo de Hornos, obtuvo educación privilegiada, miren, pronuncia correctamente el inglés, es hincha de la Universidad Católica, el equipo de los rubios, el equipo de los sacerdotes, el equipo del status quo, de los que aceleran un Jeep. Y él se mantenía a flote, erguido, chasca al viento, una piscola sin bebida cola en la mano, la oreja perforada por un aro y sus libros de Albert Camus.
—El país debe despertar —apuntaba.
—¿Nadie se da cuenta que las cosas están mal? —se preguntaba.
—Santiago es un asco —enfatizaba.
Y daba entrevistas. Era el croata llamativo, el hijo de un izquierdista suave y de una católica exagerada.
—¿Qué busca, señor Boric? —le preguntó un periodista de televisión el 2011 y con un micrófono le raspó la patilla.
—Que escuchen….
—¿Quiénes?
—Los jefes.
Este mismo reportero una vez lo interceptó en mitad de una marcha.
—¿Qué ha estado soñando? —le preguntó el reportero con evidente cursilería.
Fue la primera vez que cruzaron una mirada. Boric, entonces, era el leñador de barba y bototos desamarrados. Siempre con una camisa escocesa untada en kétchup, melena de existencialista; era, en fin, un elegante utópico con un orificio en el pantalón y, a la vez, un símbolo sexual para una nueva hornada de liberales.
—Entonces…¿qué ha soñado? —insistió el reportero esa vez.
—Sueño que estoy en mi casa —respondió.
Y tosió.
—¿Se encuentra bien?
Boric miró el horizonte.
—Yo —dijo— dormía en una pieza que daba al fin del mundo. El mar y más allá la Antártica.
—¿Y se dormía mirando el fin del mundo?
—Todas las noches. Y por eso siempre hice lo mismo…
—¿Qué?
—Dormí con la ventana abierta. Aunque hubiesen 15 grados bajo cero. El viento se me metía en la cama, compadre.
Dijo eso y, luego, se introdujo otra vez en la marcha.
Y lo que vino sucedió en cinco años apretados: fue diputado y se negó a la corbata. El primer día en el Parlamento tomó un micrófono y dijo: “Propongo que todos los diputados nos reduzcamos el sueldo a la mitad…¿qué opinan?”. Lo miraron estupefactos. En un debate ardiente pidió la palabra y recitó a Los Prisioneros para abogar por el aborto. Este reportero, una vez, en el 2016, lo persiguió a lo largo de ciento noventa y dos escalones del Congreso Nacional para extraerle un solo pensamiento. Pero Gabriel subió siete pisos en silencio. “Hábleme”, rogó el reportero. Y nada, Gabriel no quería pronunciarse porque sentía que iba a aparecer en un diario de derecha, no obstante en Chile, salvo excepciones, todos los diarios son de derecha. Y subió a prisa los escalones. “Al menos diga, señor Boric, por qué cresta no usa el ascensor…”, se le insistió. Ahí se detuvo, jadeante, y aclaró: “Para bajar de peso, huevón”. Y, tiempo después, se descubrió que padecía un TOC, que salía de su casa y luego, alterado, se figuraba que había dejado la luz de la cocina encendida y volvía a apagarla, pero ya estaba apagada. Y entonces salía otra vez, apurado, y sentía que ahora sí había dejado la luz de la cocina encendida y volvía corriendo a apagarla, pero ya estaba apagada. Y así sucesivamente. Por ese motivo se ausentó un tiempo del Parlamento y ahora toma cuatro medicamentos que le dan la sensación de que la luz de la cocina está implacablemente apagada.
—¿Por qué le dicen Gaybriel en su ex colegio?
—Porque yo experimenté con hombres. Yo agarré con un amigo. Lo recomiendo.
Y otro día este reportero lo volvió a entrevistar para un empeñoso programa de cable llamado El Giornalista y le dijo con respeto:
—¿Por qué le dicen Gaybriel en su ex colegio?
Y lo miró tranquilamente. Y Boric acotó, a su vez inmutable:
—Porque yo experimenté con hombres. Yo agarré con un amigo. Lo recomiendo.
Y el reportero tocó otros tópicos y le preguntó:
—¿Es usted Nuestro Che Guevara?
—No.
Y luego Gabriel se puso a cantar una canción de índole punk que, entre otras cosas, dice: “...como quisiéramos mear en un casco militar”. Y luego se fue porque estaba con 38.5 de fiebre. Y el reportero lo llevó en su auto a un destino indescifrable. Se estrecharon las manos y el reportero, que ya francamente se sentía vinculado al Arcángel Gabriel, le dijo: “Eres el puto amo”. O algo en esa dirección y Boric hizo el gesto del rock, los tres dedos alzados, la maniobra de la rebeldía, y allí quedó el futuro Presidente, parado en una esquina, con el pelo cortado sin armonía alguna. Riendo, rockero, feliz.
Pero, al tiempo, el 18 de octubre del 2019, el país estalló. Y la muchedumbre salió a las calles a quemar Mercedes Benz, postes de luz, estaciones de Metro. Los ricos eran buscados en canchas de golf. Los pobres eran buscados entre las llamas. Y Gabriel, agobiado, firmó un Acuerdo Por La Paz y así fue posible redactar una nueva constitución. Una tarde, eso sí, unos anarquistas se encontraron con Gabriel y lo llamaron traidor por haberse doblegado a un acuerdo. O le dijeron Amarillo, que es el rótulo con que se encuadra a un cobarde. Y lo bañaron en cerveza.
Gabriel no opuso resistencia.
Su imagen, caminando, ido, chorreando cerveza estremeció a la nación.
Sin embargo, el héroe, como hacen los inmortales, al tiempo se puso de pie. Y los batió a todos.
Fue elegido por amplia mayoría.
Y ahora aquí viene.
Héroe en la cima
Señoras y señores por aquí viene el héroe. Ya no viste la camisa escocesa, no hay manchas de ketchup, ya un equipo de estilistas le acortó la barba contemplando un ejemplar de Vogue. Le compraron chaquetas, mocasines, le instalaron unos anteojos para que mire gravemente la realidad. La multitud le grita al verlo aparecer.
—Presidente…¡Le traje un dibujo!
—Presidente…¡Le traje una gallina viva para que coma una sopa!
—Gracias a todos —pronuncia el líder.
Es el díscolo que va a residir en el Barrio Yungay, un sector impredecible, plagado de bares, de desdichas y de artistas. Será vecino de un hombre que vende maní. Y de un taxista. Tal vez con ellos tome en la Casa de Gobierno el pisco sólo con dos hielos.
Lo han estilizado, lo han perfumado, pero es él, señoras y señores, es el Presidente joven, el hincha del fútbol, el amigo de Roger Waters, el amigo de Pepe Mujica, el que se cartea con Macron, la joven revelación del siglo 21, la versión acortada de Trudeau, el aire fresco.
Es el que tuvo hambre el otro día y salió a morder un sándwich en el restaurante La Terraza: hoy ese sándwich se llama El Boric.
Es el díscolo que va a residir en el Barrio Yungay, un sector impredecible, plagado de bares, de desdichas y de artistas. Será vecino de un hombre que vende maní. Y de un taxista. Tal vez con ellos tome en la Casa de Gobierno el pisco sólo con dos hielos como le gusta al fiero magallánico.
El otro día paseó por el barrio y en una disquería, por alguna razón, se compró el disco Adiós Sui Géneris y después se topó con un excéntrico que le estrechó la mano. Ese excéntrico relató: “La mano del Presidente es suave, debe untarse en cremas. Es un rey. Es el capo. Ese sí que es el puto amo. Y lo único que sueña es poder ir la mañana del domingo a comprar el pan”.
—Si Boric fuese argentino se dejaría el pelo largo y se abriría la camisa… —dijo un cronista porteño, celoso.
—Si Boric fuese colombiano se iría de parranda en las noches y gobernaría con sandalias —dijo un cronista costeño, celoso.
Pero es nuestro Boric.
El hombre al que le llevan tortas, flores, chocolates. El rockero que ingresó al sistema, el mismo utópico del 2010 que prometió cambiar el mundo. Peinado o despeinado es el mismo de siempre.
Es Boric. El novio de Irina. El hermano de Simón. El amigo de Giorgio.
El Presidente más joven de la historia de Chile.
El primer Presidente que convivirá con una polola en una Casa de Gobierno.
El Presidente al que adjudican un sándwich.
El Presidente de la izquierda feliz que alza el brazo, bendice a la población, con su polera de Black Sabbath.
—¡Gracias! —grita Gabriel Boric y se sube a un auto. Y este 11 de marzo el auto sale disparado rumbo al poder.
Ha comenzado su era.
Señoras y señores, el primer Presidente tatuado de Chile ha comenzado a gobernar.