En los tempranos 90 leíamos a Ernesto Laclau con la misma avidez que a los textos de Jacques Derrida. Ambos se colaban en las carreras de filosofía y de ciencias sociales, pero, contrariamente a lo que uno se puede imaginar, no tenían pista amigable: por izquierda y por derecha o los gambeteaban o les caían con patadas voladoras.
Los textos de Laclau, sus ideas, circulaban mientras la filosofía de aquellos años se dedicó a hacer lo que siempre le gustó: conservar sus privilegios en un canon que fue analítico en los 80, habermasiano a fines de esa época y nietzscheano en los ‘90. La puerta de Nietzsche pavimentó el camino a Derridá, aunque más como crítico literario que como filósofo.
No había lugar para Laclau en ese canon. Ni en ese sistema: el modo de pensamiento dominante, la práctica académica, el modelo FOMEC (Fondo para el mejoramiento de la calidad universitaria) solo aceptaba tesis bajo la dupla “autor-problema” (casi como buscar novio), lo que no dejaba lugar a plantear problemas que los autores proponían como lo mismo a tematizar.
En las ciencias sociales y en las humanidades, las diatribas contra el filósofo -nacido en Buenos Aires en 1935 y residente en Londres desde 1966- fueron otras, pero con “aire de familia”: decisionista, diluyente del marxismo (como si la caída de la URSS o la no concreción de la “democracia obrera” fuera su culpa y objetivo), deconstructor del sujeto.
Ernesto Laclau, con sus variaciones gramscianas, neopragmatistas, lacanianas y del análisis del discurso, se filtró no por Letras -como Derridá- sino por la política, la “teoría”; la filosofía política todavía soñaba la pesadilla de la normatividad socialdemócrata o liberal.
La proliferación (“fragmentación” para la sociología conservadora criolla o metropolitana) de movimientos sociales en el capitalismo neoliberal y neoconservador encontró en Laclau más que una reflexión un encausamiento emancipatorio. Laclau discutía con las propuestas multiculturales que enarbolaba el candidato demócrata de los EE.UU Jesse Jackson y su propuesta del “rainbow”: una sumatoria acrítica de diferencias que luego formó parte de la currícula multicultural.
Feministas, indígenas, militantes por los derechos LGTB, que habían nacido en los intersticios de las academias, los espacios alternativos de militancia y los partidos políticos de las izquierdas latinoamericanas, encontraron en Laclau una explicación a su accionar político: no se trataba de reinvidicaciones aisladas, sino modificaciones sociales en su conjunto.
En los 90 el largo tren revolucionario de la izquierda dejó en el último vagón a los que no respondían a la conciencia como “clara ideología” (lectura desde un cartesianismo de diccionario de la Ideología Alemana de Marx y Engels) y que –¡Oh casualmente!- coincidía con la “dirección del partido y sus mejores cuadros”. Ernesto Laclau nos invitó en aquel entonces a pensar nuestra historicidad y las posibilidades de acción político en términos de transformación concreta en el marco de un mercado omnipresente, habilitando a iniciativas sociales y culturales despreciadas por los camaradas.
Ante esta militancia eterna, cierta izquierda académica se rompía las vestiduras frente a las citas a Laclau al grito de recuperar la “cosa” política. Vendedores ambulantes en lucha por el espacio público, movimientos de diversidad sexogenérica, migrantes, grupos feministas, entre otros -muy lejanos a ONGs tipo Poder Ciudadano o Greenpeace-, les parecían - apelando a un Hegel mal leído- simples “apariencias”.
Entonces sobrevino otra típica operación de la inteligentzia nacional: acorralar a Laclau como el “pensador de las minorías”. Haciendo uso de un término criticado (“minoría”) por los propios movimientos de las “diferencias”, la academia dominante proyectaba dicha categoría en una acusación claramente falsa: era el grito de un macho herido que pierde su supremacía epistemológica.
Ernesto Laclau no fue ni un comunitarista ni un particularista ni un multiculturalista. Para su pensamiento, la realidad nunca alcanza una conciliación absoluta, siempre está atravesada por conflictos hegemónicos que no tienen fin y que son la garantía de la democracia, la libertad y la igualdad. Los sentidos en conflicto son debatidos en luchas políticas que deben densificar su base hacia un horizonte al que denominó como “democracia radical”: de aquí su apoyo en los últimos diez años a todos los procesos latinoamericanos de emancipación que se instituyeron en la región.
“La razón populista” se editó en Londres en 2002, cuando Néstor Kirchner todavía era gobernador de Santa Cruz, a Evo Morales le faltaban tres años para llegar a la presidencia de Bolivia y a Correa cinco. Sólo Lula, con un par de meses al mando de Brasil, asomaba como el único “populista” en el horizonte latinoamericano.
Publicado en 2005 en Argentina, el libro de Laclau fue leído después como el sostén filosófico y político de los nuevos liderazgos post estallidos económicos y sociales. Laclau hace una relectura necesaria de la historia latinoamericana y los movimientos nacionales y populares.
Nobleza obliga: Laclau también nos alertaba todo el tiempo sobre la necesidad de de seguir articulando la base democrática de los movimientos populares en América Latina, porque la derecha también puede ser “populista”: los sectores neo conservadores también saben articular demandas de manera populista, es decir, dividiendo el espacio político y afirmándose como mayoría.
Se autodeclaró “posmarxista” sin disculparse. Leyó a Jacques Lacan del derecho y del revés, debatió con el neopragmatismo de Richard Rorty, retomó el concepto de lo político de Carl Schmitt y, por supuesto, operó sobre toda la tradición marxista: desde el propio Marx, pasando por Lenin, Trotsky, Bernstein, Mao, Gramsci, Poulantzas, Lukács, Althusser, entre otros. Pero no fue un marxista lejano a la acción política: el peronismo dejó su marca.
Sabemos los devenires de la izquierda local, desde el colaboracionismo imperialista de los Codevilla (comunista y socialista), hasta los distintos modos en que troskismos y socialismos varios se pensaron en relación con los movimientos nacionales y populares: Dickman, Spilimbergo, Abelardo Ramos, Puiggrós. En este espacio de la izquierda nacional que reconoció distintos nombres (Movimiento de Obreros Comunistas, Partido Socialista de la Revolución Nacional, Frente de Izquierda Popular, Partido de la Izquierda Nacional, Patria y Pueblo, etc.) Laclau reconoció el anclaje de sus debates: ¿Cómo pensar la democracia, lo nacional y lo popular en un contexto capitalista periférico? Y aquí, en este cruce no solo desempolvó a Franz Fanón sin su pátina existencialista, sino que avanzó en la tarea de imaginar posibilidades políticas, prácticas concretas de una totalidad emancipatoria donde la diferencia no se confundía con una identidad enquistada (vade retro “políticas identitarias”), sino al modo de Stuart Hall: una operación momentánea de inscripción en el horizonte político de una reivindicación transformadora y autodeconstructora.
Ernesto Laclau sigue siendo un imprescindible. Nos dejó una caja de herramientas que ya usamos en los ‘90 para reivindicar la política asesinada momentáneamente bajo la “mano invisible” del mercado y por la crítica “quietista” de una izquierda “neocon”, y que en la última década nos indicó la posibilidad de pensar lo que el mercado guetiza en nombre de reivindicaciones que nunca son singulares, sino modos materiales de vivir la desigualdad.
Ernesto Laclau es un imprescindible. Seamos creyentes o no, siempre estará aquí, con nosotros, los que pensamos que política y teoría son dos caras inseparables de una moneda. Contra los que sostienen la posibilidad de hacer una ciencia objetiva, Laclau demostró que aun la más bella categoría siempre está formada en el barro.