Ensayo

Religión y sociedad


El otoño de la Iglesia Católica

Mientras el drenaje de católicos hacia el pentecostalismo o hacia la indiferencia religiosa no cesa, políticos y funcionarios buscan su momento con el Papa Francisco. ¿Sigue siendo la Iglesia un factor de poder o estamos usando fotos viejas que no llegan a registrar el laicismo creciente de la sociedad argentina? Con un dispositivo territorial rendidor, la iglesia católica argentina capea el temporal y redefine su lugar en el devenir de la historia.

Ni la angustia social ni la guerra y sus consecuencias domésticas frenan la configuración del 2022 como la antesala de las elecciones nacionales. Estamos en las preliminares, en el momento de la rosca. Las columnas de los matutinos más importantes suman las visitas a Roma al entramado donde se dirimen candidatos e internas. Periodistas, militantes, funcionarios, políticos profesionales y asesores le atribuyen al Papa el rol de armador, función que indigna y esperanza a uno y otro lado de la grieta. 

Sin embargo, esta atribución confronta con la imagen fresca de las derrotas católicas recientes. El saldo de  las discusiones sobre derechos sexuales y reproductivos en Argentina introduce dudas. ¿Es demodé hablar de poder católico? ¿sigue siendo la Iglesia “un factor de poder” como rezan las letanías politológicas? ¿Estamos usando fotos viejas para captar las nuevas influencias o deben ser cautas las premoniciones laicas más radicales? 

Síntomas de otoño 

Como los partidos y los sindicatos, la Iglesia es una organización: un conjunto de personas que coordina actividades a lo largo del tiempo para sumar adherentes a creencias y normas. Lo que se busca es ampliar las fronteras de la membresía y lograr que sus conductas se adecuen a lo que se considera correcto. Esta perspectiva organizacional es la que trasluce de manera más nítida la densidad de la crisis que transita la Iglesia. 

Como parte de un fenómeno global, las adhesiones al catolicismo retroceden en nuestro país: en 2008, los católicos eran el 76, 5 % de la población y ahora registran el 62, 9%. La erosión de las filiaciones católicas guarda estricta relación con el crecimiento de otros espacios de creencias: los evangélicos, que pasaron del 9% al 15, 3 % del total población y los indiferentes religiosos, que en la actualidad reúnen a casi el 19 %. Inclusive, se erosionan las murallas regionales: el cambio religioso se vuelve palpable en los bastiones del catolicismo. Si se comparan los guarismos de 2008 y 2009, en el NEA  los evangélicos subieron 12 puntos porcentuales y en el NOA casi 14, mientras que el catolicismo retrocedió  17 y 15 puntos respectivamente.   

Los católicos no sólo son cada vez menos, sino también menos fervorosos, intensos u obedientes. El 29, 6% de los católicos afirmó que nunca asiste a misa y el 43, 6% manifestó solo lo hace en ocasiones especiales. 

Los católicos y las católicas son cada vez menos y, salvo minorías intensas, construyen experiencias del cuerpo, de la sexualidad y de la familia muy distintas a los que su jerarquía preconiza.

El hiato entre el deseo institucional y praxis creyente se ensancha en la esfera de la intimidad. El 61 % de los católicos considera que una pareja gay puede adoptar niños, el 64, 5% valida modelos familiares no heterosexuales. La autonomía vislumbra toda su fuerza en la opinión de la mayoría de los católicos en materia de aborto: solo el 17, 2% de los miembros de este mundo religioso considera que debe estar penalizado en cualquier circunstancia. 

Parafraseando a Bourdieu, la Iglesia Católica no sólo retrocede en el campo de “la producción de bienes de salvación”. También lo hace en su pretensión de impregnar el orden social con los principios de su moral particular. Como indica Juan Marco Vaggione, está es la cuestión de fondo en la discusión política en torno a la extensión de derechos sexuales y reproductivos. Una secuencia de avances legislativos constata la balanza inclinada en favor de nuevas agencias y cosmovisiones: ley del divorcio (1987), ley de educación sexual integral (2006), matrimonio igualitario (2010), ley de identidad de género (2012), legalización del aborto (2020). 

La sanción de estas leyes también marcó una mayor receptividad de la clase política a las demandas de grupos históricamente postergados, pero que ahora aventajan a su oponente religioso en el lobby y la construcción de opinión pública. Un repaso de los debates sobre matrimonio igualitario y legalización del aborto mostraron a la Iglesia tercerizando la movilización callejera en los evangélicos, perdiendo terreno en los medios masivos de comunicación y herida en una interna entre los que admitieron la derrota y los que denuncian tibieza. 

La erosión de la autoridad pública de la Iglesia también encuentra indicadores en la multiplicación de las críticas que la tienen como objeto. A la versión clásica de sectores de izquierda y progresistas, que la asocian a la dictadura y la etiquetan como una eterna opositora a la extensión de derechos, se adiciona un nuevo planteo. Desde otras vertientes ideológicas se la acusa de fomentar la cultura del pobrismo, por su respaldo a los movimientos sociales y a las políticas públicas de emergencia. Por izquierda y por derecha, de Miriam Bregman a Miguel Pichetto, la lista de impugnaciones se extiende. Aun en la distancia de sus argumentos, los detractores comulgan en la tarea de esmerilar el poder eclesial.

La erosión de la autoridad pública de la Iglesia también encuentra indicadores en la multiplicación de las críticas que, tanto por derecha como por izquierda, la tienen como objeto.

En definitiva y volviendo a las bases, salvo minorías muy intensas, los católicos y las católicas desoyen imposiciones desde púlpitos y confesionarios y construyen experiencias del cuerpo, de la sexualidad y de la familia muy distintas a los que su jerarquía preconiza. De más está decir que estos creyentes tampoco consideran las recomendaciones parroquiales en el cuarto oscuro. La sentencia tajante de Durán Barba en 2015 “no se preocupen, el Papa no mueve más de diez votos” más que una chicana política fue un enunciado cargado de evidencia empírica. En aquella ocasión (como en todas) las urnas desnudaron el corte alcance de las influencias del “Papa Peronista”.

Inercias 

Sin embargo, los augurios laicos deben atemperarse a la luz de un segundo compendio de fenómenos, que subrayan la gravitación de la Iglesia Católica en el escenario político argentino. 

Resulta imposible soslayar, por ejemplo, las interacciones frecuentes entre la clase política (de casi todo el arco ideológico) y la jerarquía católica en el plano de las políticas públicas. Para muestra basta un spot: en marzo del 2020 Alberto Fernández comunicó las medidas especiales de aislamiento rodeado de los Curas de la Pastoral Villera. El video comienza con la voz de los sacerdotes, uno por vez, invitando a la gente a que se quede en el barrio, y auspiciando cobertura en los templos: “las capillas de las villas están abiertas para cualquier cosa que haga falta”, decía el padre Lorenzo “Toto” de Vedia. Casi en el final, el presidente enlaza el cuidado individual con el colectivo. El cierre es un padrenuestro recitado a coro por todos los participantes, funcionarios y sacerdotes. 

Un viaje en el tiempo hacia otra crisis, aún más dramática, exhibe una situación idéntica: tras los agitados días del final del 2001, la Iglesia Católica ocupó un lugar preponderante en la Mesa del Diálogo Argentino, junto a los emisarios de la ONU y el gobierno de Eduardo Duhalde. Una institución religiosa al frente de la reconstrucción política y social del país, con el beneplácito de una clase política con la soga al cuello. 

El pontificado de Francisco también expuso los vasos comunicantes entre espacios políticos y religiosos. Salvo sectores de izquierda, ni opositores ni oficialistas faltaron a la cita en Roma. En sus fotos y audiencias en Santa Marta, dirigentes devenidos peregrinos desnudaron su búsqueda de una fuente dadora de sentido. Un hilo religioso que terminó enlazando las marchas de San Cayetano por Paz Pan y Trabajo organizadas por la CTEP, con los discursos francisquistas de Victoria Gorleri y María Migliore (PRO), y el pacto de Padua firmados por intendentes del conurbano inspirados en la encíclica Laudato Si.

Las mesas amplias entre prelados y políticos no se celebran exclusivamente en tiempos aciagos o momentos excepcionales. Los intercambios, formales e informales, constituyen redes y rutinas de intersección. El mundo educativo es un caso ejemplar, pero también podemos citar la Semana Social, donde la Iglesia debate con casi todo el espectro político las medidas urgentes para paliar la pobreza estructural. 

En segundo término, las cuotas del poder católico se sostienen en el orden legal. Además del artículo 2 de la Constitución Nacional (que no establece la confesionalidad, pero sí la parcialidad del Estado Argentino), en Argentina el hecho religioso se regula mediante un andamiaje jurídico que proviene de la última dictadura militar. De los tiempos más oscuros provienen los decretos que establecen asignaciones mensuales para obispos y arzobispos y subsidios especiales para seminaristas y curas de fronteras, mientras que se depara una inspección y monitoreo para el resto de los credos no católicos (lo que se conoce como el Registro Nacional de Cultos). La Iglesia Católica es la única organización religiosa que goza de personería jurídica pública, mientras que el resto de los grupos tienen personería jurídica privada, una situación que en términos prácticos los iguala a sociedades de fomento y clubes deportivos. 

En las tres décadas de recuperación democrática existieron iniciativas orientadas a corregir la desigualdad estructural, pero en todos los casos chocaron con el veto católico y el desinterés de buena parte de la población y de la clase política. Tal como sucede con la cuestión racial, el imaginario que asocia a la Argentina a un país “plural, sin conflictos religiosos, un crisol de razas y de culturas” opaca la discriminación real que sufre la disidencia religiosa. Por ejemplo, el retaceo del espacio público a los grupos pentecostales o la estigmatización a los umbandas, asociados mediáticamente a cultos satánicos y prácticas delictivas. 

Temporalidades & razones

Desplegados estos argumentos, lo que se configura es un cuadro paradojal ¿Cómo es posible que una organización que pierde membresía de manera contundente y que retrocede en el campo cultural conserve tamaña participación en el armado de políticas públicas y en las referencias políticas? La explicación anida en la adaptación diferencial de la Iglesia a dos temporalidades distintas.

El poder católico se sostiene en el orden legal y en el plano de las políticas públicas.

Para empezar, hay que considerar un proceso que asoma irreversible: la individuación. Los hombres y las mujeres de la modernidad desafían los mandatos que organizaban la vida familiar y privada: qué identidades sexuales adoptar, con quién vivir, cuántos hijos tener, etc.  Esta corriente, que golpea a las autoridades convencionales- la familia, la escuela, el Estado, también alcanza a la Iglesia Católica; pilar de un orden moral que hoy vemos agrietarse. A este panorama se suma una tensión longeva y que Francisco no ha podido destrabar ¿Qué será del catolicismo en el devenir de la historia? ¿una religión de minorías intensas, que sacrificará su vocación universalista en pos de la tradición? ¿o comenzará  a dialogar con los estilos de vida fragmentados que componen el presente? ¿Intensidad o flexibilidad? Mientras esta encrucijada no se revuelve, continúa el drenaje de fieles hacia las aguas renovadas del pentecostalismo o bien hacia el océano de la indiferencia religiosa. 

Pero no todo es delay en la historia de la Iglesia. Su carácter anfibio (una organización religiosa que hace política) le otorgó un bonus en el siglo XX. Con los partidos políticos proscritos o condicionados durante décadas, la Iglesia se consolidó en la formación de cuadros. Buena parte de los dirigentes que hoy ocupan la primera plana aprendieron a hablar en público y a organizar eventos en grupos como Acción Católica, scouts y similares. Aunque la consolidación democrática diversificó las canteras, el semillero católico se mantiene y cultiva un habitus de reconocimiento.

A estas razones, que podríamos llamar “genéticas”, deben sumarse otras de carácter pragmático. A diferencia de los políticos profesionales, (signados por el rating de las urnas y las crisis recurrentes), la Iglesia tiene el privilegio de mirar lejos. Pensar y pensarse en el territorio en el largo plazo le permite auscultar malestares que escapan al timbreo y otras tecnologías aplicadas solo en momentos de campaña.  En este plano, el tiempo juega a su favor y en tanto organización global y milenaria, la Iglesia desarrolla diagnósticos, cuadros y acciones. Recordemos a Bergoglio, cimentando la CTEP en las misas de San Cayetano en Constitución, organizando a cartoneros, ladrilleros y vendedores ambulantes, mientras anticipaba el drama de un capitalismo sin pleno empleo. Aún jaqueada en la esfera cultural, la parroquia resulta un dispositivo territorial rendidor, que se cotiza el doble si se considera el carácter arqueológico de unidades básicas y comités. En un barrio ¿Cuánto dura una capilla y cuánto una unidad básica? Desde el 83 ́, ¿qué estructuras estatales fueron capaces de dejar huella en los territorios e imbricarse en sus realidades? 

En un país donde la crisis es regularidad antes que excepción resulta predecible que los gestores, guiados por el pragmatismo y por un espíritu de supervivencia, se recuesten en un actor con reconocida penetración social, rueda de auxilio eficaz en la contención de urgencias.

Aún jaqueada en la esfera cultural, la parroquia resulta un dispositivo territorial rendidor. La Iglesia sintoniza mejor con la insatisfacción ciudadana que con la demanda creyente.

En la lógica del toma y daca, la Iglesia no puede prometer movilización de voluntades, ni en las urnas ni en las calles. Lo que provee es soporte para la gestión y letra e identidad para la discusión de la agenda pública. Un cable seguro al territorio y un arsenal de ideas para descifrar el mundo que viene. Citar al Papa para denunciar el neoliberalismo de Macri o referenciarse en Observatorio de la Deuda de la UCA para distanciarse del INDEC y sus formas de medición. 

El signo de los tiempos: ¿que queda del poder?

En la visión de muchos obispos y cardenales, la Iglesia participa en una batalla cultural, donde enfrenta una entente de agencias supra-naturales y terrenales. La perspectiva de género como avanzada carnal de las fuerzas del mal.  Siguiendo el razonamiento belicista, la posición católica coincide con la de una retaguardia. Su bastión ya no está en el “gobierno de las almas”, ni en las calles ni en la amonestación a gobernadores, diputados y presidentes. Muy por el contrario: resiste y se reproduce en la provisión de servicios, en la asistencia que construye circuitos de confianza entre parroquias, oficinas estatales y hogares. Menos sacristías, menos confesionarios y más comedores, reuniones barriales y cooperativas. 

Paradojas del tiempo y de los territorios, la Iglesia en Argentina sintoniza mejor con la insatisfacción ciudadana que con la demanda creyente.  

En la dislocación de campos y de lógicas, el balance se asemeja al de un empate con olor a derrota: el sinsabor de aquel que supo dominar la partida y ahora se conforma con conservar algunas fichas. Un drama global que se amortigua en el plano local. Un otoño que no se transforma en invierno porque la Iglesia sobrevive políticamente en la debilidad estructural de la dirigencia argentina.