Para fanáticxs —y no tanto— una gran escena de Los Simpsons es cuando Homero, resignado y preocupado, rezonga con su particular voz “El mundo se volvió gay”. Si bien esta frase, dicha de modo homerístico puede verse como un grito horrorizado ante la pérdida de la heterosexualidad de esos chongos operarios híper masculinos en apariencia, también enuncia una realidad que brota por doquier.
Desde la segunda ola feminista se pusieron de relieve opresiones, desigualdades y violencias contra las mujeres cis, pero también, se abonó por la liberación femenina en términos de deseos y placeres que hasta entonces estaban “vedados”. Las feministas comenzaron a pujar por nuevos términos eróticos dentro de sus vinculaciones, incluidas y centralmente las heterosexuales. Estos nuevos guiones, surgidos con mayor visibilidad y masividad en la Argentina a partir del Ni Una Menos y la llamada Marea Verde y que continúan en constante disputa y resignificación, proponen desde el derecho al orgasmo, al placer y a relaciones más igualitarias hasta la separación del amor de la pasión. El deseo, en esa ambivalencia entre placer y peligro que Carol Vance desarrolló de manera interesante y polémica, es nodal en la retórica feminista.
Casi cualquier lugar, ambiente, puede convertirse en el escenario de un buen polvo de una sola vez con alguien que se acaba de conocer, para simplemente eso: coger. Como cantan Charly García y Gabriela Epumer en la versión unplugged de Funky: “Gozar es tan parecido al amor y… más barato” y “Gozar es tan diferente al amor”. Dos frases que parecen contradictorias —más, ¿qué otra cosa es la sexualidad?— pero que apuntan a lo mismo: poder coger, pasarla bien y si te he visto no me acuerdo como parte del repertorio sexual también de mujeres cis heterosexuales.
Mucho de lo que sucede hoy entre la cis heterosexualidad es que varios de sus guiones de levante son similares a aquellos que los gays vienen poniéndole el cuerpo desde siempre. Sabemos que esta es una foto borrosa —o borroneada— de una parte del fenómeno. Bastante se indagó y debatió sobre el hecho de que las personas no heterosexuales pujan por casarse, tener hijes y contar con reconocimiento estatal, lo cual en distintas oportunidades ha sido interpretado como el advenimiento de identidades heteronormativizadas. Con justicia se señaló que la homosexualidad ha tendido a heterosexualizarse. Ahora, ¿por qué no ver la otra cara de la moneda? ¿Por qué no nos preguntamos cómo la heterosexualidad se ha hipersexualizado y “homosexualizado”?
Derecho al roce
Llevamos un año y medio de pandemia. Al principio primaba el miedo hacia lxs otrxs, potenciales transmisores del virus. Hoy, sin embargo, empiezan a verse fracturas, licencias y desgarros de ese pánico inmovilizante. Lxs cis heterosexuales perdieron un poco de miedo. Lxs solterxs consideran casi un derecho poder tocarse con otrxs —¡qué importante son, incluso con sudorosa salinidad, los abrazos, los besos y los meneos compartidos! Es posible acatar el uso de tapabocas y alcohol en gel, pero sin dejar de reivindicar, como mínimo, poder coger cada tanto. Las ganas de verse y encontrarse se reflejan en los aumentos de contagios. ¿Qué pasó con los cuidados?
Así como compramos cada vez más cosas por Internet, llevamos largas jornadas de trabajo frente a las pantallas, el mercado de citas mediadas por aplicaciones explotó. Claro que esto no lo produjo el COVID. Las diferentes tecnologías de levante potenciaron usuarixs que entre fuegos, corazones y matches se animaron a saltar de fase: el encuentro cara a cara. Da la sensación de que muchas mujeres cis heterosexuales dejaron atrás su recelo y su papel de cuidadoras por excelencia para encontrarse sexualmente con otrxs.
Mientras tanto, los putos ya fueron y vinieron. Encontrarse con alguien que se acaba de contactar por redes sociales es algo que muchos gays vienen haciendo hace años. De hecho, la primera aplicación de citas en introducir la geolocalización —que dice quién está cerca— fue Grindr, de putos y para putos. El pasaje al mundo paki no se hizo esperar, aunque sí implicó, como toda buena adaptación, cambios. Mientras que en Grindr el “Hola, ¿cómo estás?” puede ser —y con frecuencia lo es— una nude, en Tinder se requiere de un match, una suerte de contrato de aceptación sobre la posibilidad de entablar un diálogo con otrx usuarix. Si bien en la heterosexualidad los guiones eróticos, a nivel de forma, proponen modelos más románticos, de citas, de preguntas insoportables para conocer los gustos y el nivel socioeconómico de la otra persona, muchas veces se busca un grato encuentro sexual al final de la velada.
Conocer personas por aplicaciones de citas y levante con quien eventualmente concretar ese encuentro es algo que tanto heterosexuales como no heterosexuales vienen haciendo desde hace tiempo. Es cierto que hay genealogías diferentes. Por ejemplo, como sinécdoque de un ambiente hipersexualizado, Grindr suele ser caracterizada como una línea de continuidad —con rupturas— de otras tecnologías de levante como fueron las páginas de contacto, las salas de chat, las líneas telefónicas o incluso los baños que auspiciaron de teteras. ¿Cuáles serán los equivalentes históricos de Tinder? ¿Los boliches?
Diferencias genealógicas mediante, entendemos por hipersexualización a la preponderancia de encuentros sexuales episódicos con desconocidxs, las ganas de tener sexo y gozar sin culpas. Si bien estas prácticas hoy se extienden entre las distintas orientaciones sexuales, en el pasado operó como estigma hacia hombres que tenían sexo con hombres y que fueron tildados de promiscuos. Por el sentido peyorativo que ese término arrastra desde su moralina estigmatizante —que llegó a justificar la pandemia de sida como castigo divino—, caracterizamos como hipersexualizado al ambiente en el que tienen lugar esas prácticas. Así, no necesariamente lo hipersexual es un atributo permanente de quienes lo frecuentan.
Los espacios dedicados a encuentros eróticos y afectivos con otrxs no son nuevos. Pensemos en lxs abuelxs que se conocieron en el baile. Volviendo al presagio homerístico, encontramos que cada vez más en las tecnologías del levante, tanto cis heterosexual como no, operan mecanismos similares. Brevemente: gente que se mete para levantar y concretar garches traban amistades, socializan y hasta consiguen trabajo. Las investigaciones sobre circuitos eróticos-sexuales de varones que buscaban intimar con otros varones —como Fiestas, baños y exilios de Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli; Locas, chongos y gays de Horacio Sívori; y La Pampa y el chat de Sigifredo Leal Guerraro— resaltaron la importancia de la sociabilidad generada por involucrarse en esos espacios. El sexo operaba como puerta de ingreso a un mundo de sociabilidad —no exenta de conflictos— entre pares o quienes tenían en común las ganas de garchar.
Por su parte, recientes estudios sobre uso de aplicaciones de citas y levante o sociabilidad erótica en espacios cara a cara entre mujeres y varones cis heterosexuales —como Para porno, la vida de Karina Felitti; Los hombres Tinder de Silvia Elizalde; y Género, erotismo y subjetividad de Celeste Bianciotti, entre otrxs— llegan a un punto similar. A partir de los matches y el contacto con otrxs se construye un vínculo que trasciende el deseo de intimidad sexual o sexo coital y se genera un soporte de amistad. La socialización producto del ingreso a tecnologías de citas y levante —no solo aplicaciones— se asemeja en el terreno de los vínculos heterosexuales como el de los gays.
¿A qué se debe esta tendencia? Es posible que su respuesta deba buscarse en el mayor peso que la sexualidad —como discurso y como práctica— adquiere en nuestras sociedades. Eso no significa que la gente coja más que antes —tal vez así sea, tal vez no. Tengamos en cuenta que es difícil “medirla”. ¿Cuánto es más y cuánto menos? ¿Una unidad sería un polvo de una noche? ¿Hay que contabilizar cada eyaculación? ¿Entendemos sólo el intercambio coital? ¿Qué pasa con el sexting, que le salvó la cuarentena a más de unx? Por su carácter difuso, la sexualidad escapa de nuestra forma de asirla analíticamente. Por suerte tenemos indicadores para aproximarnos a su estudio.
Cada vez más personas, sobre todo solteras heterosexuales, tienen registros más actualizados y robustecidos de cuánto tiempo llevan sin tener relaciones sexuales. Si hace algunos años esa pregunta sonaba a dislate, hoy en día, profundizado por la pandemia, tiene otro asidero. Las charlas con amigxs sobre sexo —frecuencia, duración, performance y calidad— indican que el placer erótico cada vez más desanudado de la procreación se comparte tanto como el mate.
Lxs heterosexuales se insertan y reinsertan en un mercado erótico–afectivo donde desarrollan una expertise de citas y una variedad de encuentros sexuales y/o afectivos nunca antes vista. Sin embargo, no todo “fluye” tan fácilmente en un mercado desigual para las mujeres: ellas se preparan y trabajan subjetivamente para meterse de lleno en la vorágine de citas y de garches esporádicos con personas que quizás nunca más vean, lo cual muchas veces les genera angustias e inseguridades. A este panorama se le suma que el manifiesto y la consigna de hipersexualización femenina es en parte más un anhelo que una realidad. Según datos de FUSA, asociación civil sobre salud y derechos sexuales y reproductivos, existe una brecha orgásmica entre masculinidades y feminidades cis que se acentúa entre los vínculos heterosexuales: los varones alcanzan orgasmos en un 95%, mientras que las mujeres lo logran en un 65%.
Otro gran tema de terapia y debate con amigas entre mujeres cis es cómo no quedar pegadas al discurso del amor o perecer ansiosas esperando a que el otro mande un mensaje. Por su parte, los varones, aunque así no sea y estén marcados por las mismas vulnerabilidades, actúan (en el doble sentido del término) desde una seguridad ontológica de saberse winners, más en citas con mujeres de edades similares o mayores, solteras y sin hijes.
En este mercado del ligue, tanto para putos como para pakis, parece cumplirse la premisa masculina que, con certera impunidad, sentencia “El que se enamora, pierde”. Máxima que opera, paradójicamente, cuando sobresalen emociones e intensidades que se buscan invisibilizar.
Alto chongo
Ese proceso de hipersexualización —que los putos venían experimentando hace tiempo— se traduce en cómo nombrar y hablar de los vínculos. Las categorías que se abrazan dan señales de los patrones erótico-afectivos de cada época. Si hoy en día a alguien le preguntamos si tiene un festejante —figura que analizó Isabella Cosse en Pareja, sexualidad y familia en los años sesenta— es probable que no entienda la pregunta, aun cuando tuviera quien le festeje. Ahora, si cambiamos festejante por chongo, la conversación llegaría a buen puerto y sobrarían detalles de los cuerpos y de los placeres que se alcanzan, o se pretenden alcanzar, en los encuentros sexuales.
Cada vez es más común que entre cis heterosexuales se utilice la categoría chongo para encuadrar un tipo de vínculo erótico-afectivo. El chongo puede ser el garche fijo que se mantiene por un tiempo. O puede referir a ese que desprende atributos varoniles por doquier —ahí diríamos chongazo. En fin, chongo puede definir una multiplicidad de relaciones muy diferentes y su uso no está predefinido.
La extensión y popularización del uso de la categoría de chongo es otro indicio de la preocupación homerística, ya analizada por Horacio Sívori. Desde hace décadas, maricas, putos y locas se referían al chongo como aquel varón con rasgos hipermasculinos que penetraba los cuerpos abyectos de los desviados. Los chongos se solían reclutar de entre clases populares y trabajadores manuales. Como categoría, el chongo trascendió el ambiente y hoy se habla más allá del circuito de hombres que buscan tener sexo con otros hombres. Las mujeres heterosexuales —más que los varones— usan esta figura para definir sus vínculos. La noción de chongo es un ejemplo de la circulación de términos, los cambios sociales y las transformaciones en las categorías a partir de las que pensamos y nos relacionamos. Y en esa circulación se potencian algunas voces mientras se silencian otras.
Cuando Homero se preguntó si el mundo se había vuelto gay, daba por sentado que era heterosexual. Normatividades de por medio, tal vez su punto de vista no dista mucho de quienes observan desde el heterocentrismo. Ese sesgo en la mirada llevó a considerar muchas más veces la heterosexualización de la homosexualidad. Pero como la hegemonía es compleja y contradictoria, a quienes afirmen tan livianamente esa heterosexualización, respondemos con la sensatez homerística de que el mundo, en el mismo movimiento, también se volvió gay.